Harald se detuvo otra vez, eligiendo sus palabras con cuidado.
—El rey está frecuentemente enfermo —dijo tras una pausa—, ¿y quién puede decir cuánto va a vivir? Dios no lo quiera, pero si muriera pronto, el
witan
no elegiría a su hijo, aún un niño, para ser rey. Elegirían a un noble con reputación en el campo de batalla. Elegirían a un hombre que pueda enfrentarse a los daneses.
—¿Odda? —estallé en carcajadas al pensar en Odda como rey.
—¿Quién si no? —preguntó Harald—. Pero si vos os presentarais ante el
witan
y jurarais sobre la verdad de la batalla en que murió Ubba, podrían no elegirlo. Así que sois una amenaza para él, y os teme por ello.
—Así que va a pagarle a Steapa para que te descuartice —añadió Leofric sombrío, antes de levantar la cuba de cerveza y beber a mi salud.
* * *
Harald se marchó. Era un hombre decente, honesto y trabajador, y había asumido un riesgo al venir a verme, y yo había sido mala compañía, pues no aprecié su gesto. Estaba claro que pensaba que iba a morir por la mañana, y había hecho lo que estaba en su mano para prepararme para la lucha.
A pesar de la predicción de Iseult, tan segura de sí, de que iba a sobrevivir, no dormí bien. Estaba preocupado, y hacía frío. La lluvia se convirtió en aguanieve por la noche, y el viento azotó el pesebre. Al alba, el viento y la lluvia habían desaparecido; la niebla envolvía los edificios y agua helada goteaba de la paja enmohecida. Desayuné pobremente con pan húmedo, y mientras estaba comiendo aquello el padre Beocca vino y me dijo que Alfredo deseaba hablar conmigo.
Yo estaba de malas pulgas.
—¿Queréis decir que quiere rezar conmigo?
—Quiere hablar contigo —insistió Beocca, y cuando no me moví, dio una patada con el pie cojo al suelo—. No es una petición, Uhtred. ¡Es una orden real!
Me puse la cota, no porque fuera momento de armarme para la batalla, sino porque el forro de cuero me daría algo de calor en la fría mañana. La malla no estaba demasiado limpia, a pesar de los esfuerzos de Iseult. La mayoría de los hombres llevaban el pelo corto, pero a mí me gustaba la manera danesa de dejarlo largo, así que me lo até con una cuerda e Iseult me limpió las briznas de paja que se habían quedado pegadas.
—Debemos apresurarnos —me dijo Beocca, y lo seguí por el barro, pasando cerca del edificio del gran salón y de la iglesia recién construida, hasta unos edificios más pequeños de madera que las inclemencias del clima aún no habían vuelto gris. El padre de Alfredo usaba Cippanhamm como refugio de caza, pero Alfredo lo estaba expandiendo. La iglesia había sido su primer edificio nuevo, y lo había construido incluso antes de reparar la empalizada, lo que daba una clara indicación de sus prioridades. Incluso entonces, cuando la nobleza de Wessex se reunía a un solo día de marcha de los daneses, parecía haber más eclesiásticos que soldados en el lugar, y eso era otro indicio de cómo pensaba Alfredo proteger su reino.
—El rey es gentil —me susurró Beocca al pasar por la puerta—, así que muéstrate humilde.
Beocca llamó a otra puerta, no esperó respuesta, entró y me indicó que pasara. No me siguió, cerró la puerta y me dejó en la penumbra.
Un par de velas de cera titilaban en un altar, y a través de aquella débil luz vi dos hombres arrodillados frente a una cruz de madera sencilla que había entre los dos cirios. Los hombres estaban de espaldas, pero reconocí a Alfredo por la capa azul ribeteada en piel. El segundo hombre era un monje. Ambos rezaban en silencio, y yo esperé. La sala era pequeña, evidentemente una capilla privada, y el único mueble era el altar cubierto y un reclinatorio en el que había un libro cerrado.
—En el nombre del padre… —rompió el silencio Alfredo.
—…Y del hijo —añadió el monje, que hablaba inglés con acento, así que reconocí la voz del Burro.
—…Y del espíritu santo —concluyó Alfredo—. Amén.
—Amén —repitió Asser, y ambos hombres se pusieron en pie, con los rostros emocionados del cristiano devoto que ha dicho bien sus oraciones; Alfredo parpadeó, como si le sorprendiera verme, aunque tenía que haber oído el golpe de Beocca en la puerta y el ruido de ésta al abrirse y cerrarse.
—Confío en que hayas dormido bien, Uhtred —dijo.
—Y yo en que hayáis dormido vos, mi señor.
—Los dolores me mantuvieron en vela —respondió Alfredo tocándose el estómago. Después se acercó a un lado de la estancia y abrió un par de contraventanas de madera bastante grandes, iluminando la capilla con una luz débil y neblinosa. La ventana daba a un patio, y comprendí que fuera había hombres. El rey se estremeció, pues la capilla estaba helada—. Hoy es san Cedd —me dijo.
Yo no contesté.
—¿Has oído hablar de san Cedd? —me preguntó, y cuando mi silencio traicionó mi ignorancia, sonrió con indulgencia—. Procedía de la Anglia Oriental, si no me equivoco, ¿verdad hermano?
—El muy santo Cedd era un anglo, sin duda, mi señor —confirmó Asser.
—Y su misión estaba en Lundene —prosiguió Alfredo—, pero terminó sus días en Lindisfarena. Seguro que conoces el lugar, Uhtred.
—Lo conozco, señor —repuse. La isla se encontraba a poca distancia a caballo de Bebbanburg, y no hacía tanto que me había acercado al monasterio con el conde Ragnar a ver morir a los monjes bajo las espadas danesas—. Lo conozco bien —añadí.
—¿Y Cedd es famoso en tu tierra?
—No había oído hablar de él, señor.
—Yo pienso en él como un símbolo —dijo Alfredo—, un hombre que nació en la Anglia Oriental, llevó a cabo su tarea en Mercia y murió en Northumbria. —Unió sus largas y pálidas manos de modo que sus dedos quedaron entrelazados—. Los sajones de Inglaterra, Uhtred, se unieron ante Dios.
—Y se unieron en gozosa oración con los britanos —añadió Asser cargado de piedad.
—Le ruego a Dios todopoderoso para que ese feliz día tenga lugar —dijo el rey, sonriéndome, y para entonces ya sabía por dónde iba. Allí estaba, con aspecto tan humilde, sin corona, ni collares o brazaletes, con nada más que un pequeño broche de granate que sostenía la capa, y hablaba de un final feliz, pero lo que buscaba era que todos los sajones se unieran bajo un solo rey. Un rey de Wessex. La piedad de Alfredo ocultaba una ambición monstruosa.
—Debemos aprender de los santos —me dijo Alfredo—. Sus vidas son una guía para la oscuridad que nos rodea, y el santo ejemplo de san Cedd nos enseña que debemos estar unidos, así que detesto derramar sangre sajona en la festividad de san Cedd.
—No tiene por qué haber derramamiento, señor —le dije.
—Me complace oír eso —intervino Alfredo.
—Si se retiran los cargos contra mí.
La sonrisa desapareció de su rostro, se acercó a la ventana neblinosa, miré lo que estaba observando y vi el pequeño espectáculo que montaban para mí. Steapa estaba siendo armado. Dos hombres le colocaban una cota de malla enorme por encima de los anchos hombros, mientras un tercero esperaba con un escudo más grande de lo normal y una espada monstruosa.
—Hablé con Steapa anoche —dijo el rey, dando la espalda a la ventana—, y me dijo que había niebla el día que Svein atacó Cynuit. Una niebla matutina como ésta. —Señaló los vahos de la capilla.
—No sabría decirlo, señor —repuse.
—Así que es posible —prosiguió el rey—, que Steapa se equivocara cuando pensó que os vio. —Casi sonreí. El rey sabía que Steapa había mentido, aunque no pensaba decirlo—. El padre Willibald también habló con la tripulación del
Eftwyrd
—prosiguió el rey—, y ninguno confirmó la historia de Steapa.
La tripulación seguía en Hamtun, así que el informe de Willibald debía de haber llegado de allí, y eso significaba que el rey sabía que era inocente de la matanza de Cynuit incluso antes de que me la imputaran.
—¿Así que se me hizo comparecer bajo cargos falsos? —pregunté bruscamente.
—Te acusaron —me corrigió el rey—, y las acusaciones deben probarse o refutarse.
—O retirarse.
—Puedo retirar los cargos —aceptó Alfredo. Steapa, fuera, se aseguraba de que la cota de malla le quedaba holgada haciendo molinetes con la espada. Y era grande, enorme, un martillo más que una hoja. Entonces el rey medio cerró la contraventana, ocultando a Steapa—. Puedo retirar la acusación de Cynuit —dijo—, pero no creo que el hermano Asser nos mintiera.
—Tengo una reina —dije— que dice que sí.
—Una reina de las sombras —susurró Asser—. ¡Una pagana! ¡Una hechicera! —Miró a Alfredo—. Es malvada, señor —dijo—, ¡una bruja!
Maléficos non patieris vivere.
—No permitirás que las brujas vivan —me tradujo Alfredo—. Es un mandamiento de Dios, Uhtred, de las sagradas escrituras.
—¿Vuestra respuesta a la verdad —me burlé— es amenazar a una mujer con la muerte?
Alfredo se estremeció.
—El hermano Asser es un buen cristiano —replicó con vehemencia—, dice la verdad. Fuiste a la guerra sin que yo te lo ordenara. Usaste mi barco, mis hombres, ¡y te comportaste de manera traicionera! Tú eres quien miente, Uhtred, ¡tú eres quien engaña! —Hablaba lleno de furia, pero conseguía controlar su ira—. Estoy convencido —prosiguió— de que has pagado tu deuda a la Iglesia con bienes robados a otros cristianos.
—No es cierto —repuse con dureza. Había pagado la deuda con bienes sustraídos a un danés.
—Pues asume de nuevo la deuda —dijo el rey—, y no tendremos muerte en este sagrado día de San Cedd.
Se me ofrecía la vida. Alfredo esperaba mi respuesta, sonriente. Estaba seguro de que aceptaría la oferta porque a él le parecía razonable. No sentía ningún aprecio por los guerreros, las armas o la matanza. El destino requería que pasara su reinado guerreando, pero no era esa su inclinación. Quería civilizar Wessex, proporcionarle piedad y orden, y dos hombres luchando a muerte en una mañana de invierno no coincidía con su idea de un reino bien gobernado.
Pero yo detestaba a Alfredo. Lo detestaba por haberme humillado en Exanceaster cuando me hizo vestir un hábito de penitente y arrastrarme hasta el altar. Tampoco lo consideraba mi rey. Era un sajón del oeste, yo era northumbrio y creía que mientras él fuera rey, Wessex tenía pocas posibilidades de sobrevivir. El pensaba que Dios lo protegería de los daneses, yo creía que había que derrotarlos con la espada. También se me había ocurrido una ligera idea de cómo derrotar a Steapa; sólo era una idea, pero no sentía deseo alguno de retomar una deuda que ya había pagado, y además era joven, insensato, arrogante y jamás fui capaz de resistirme a un impulso estúpido.
—Todo lo que he dicho es verdad —mentí—, y la defenderé con mi espada.
Alfredo se estremeció al oír mi tono.
—¿Estás diciendo que el hermano Asser miente? —preguntó.
—Retuerce la verdad —dije—, como una mujer el cuello de una gallina.
El rey abrió la ventana de par en par, mostrándome al magnífico Steapa en toda su reluciente gloria guerrera.
—¿De verdad quieres morir? —me preguntó.
—Quiero luchar por la verdad, mi señor el rey —repuse obstinado.
—Entonces eres un insensato —dijo Alfredo, mostrando de nuevo su ira—. Un mentiroso, un insensato y un pecador. —Cruzó hasta la puerta, la abrió y le gritó a un criado que comunicara al
ealdorman
Wulfhere que la lucha iba a tener lugar, después de todo—. Ve —añadió dirigiéndose a mí—, y que tu alma reciba su justa recompensa.
Wulfhere había sido encargado de preparar la contienda, pero el acontecimiento se retrasó porque el
ealdorman
había desaparecido. Se registró la ciudad, los edificios reales, pero no hubo señal de él hasta que un esclavo del establo informó nervioso de que Wulfhere y sus hombres habían salido de Cippanhamm antes del alba. Nadie sabía por qué, aunque algunos supusieron que Wulfhere no quería tomar parte en un juicio por combate, lo que para mí carecía de sentido porque el
ealdorman
jamás me había parecido un pusilánime. El
ealdorman
Huppa de Thornsaeta fue designado para ocupar su puesto, así que se acercaba ya el mediodía cuando me trajeron las espadas y me escoltaron hasta el prado que había junto al puente que salía de la ciudad por la puerta este. Una multitud se había congregado en la otra orilla del río. Había tullidos, mendigos, malabaristas, mujeres vendiendo pasteles, docenas de curas, niños emocionados, y, por supuesto, los guerreros reunidos de la nobleza sajona, todos en Cippanhamm para la reunión del
witan
, y todos ansiosos por ver a Steapa Snotor lucir su conocida habilidad.
—Eres un memo como hay pocos —me dijo Leofric.
—¿Porque he insistido en pelear?
—Podías haber salido de ésta.
—Y los hombres me habrían llamado cobarde —repuse. Y eso también era cierto, un hombre no puede retirarse de una pelea y seguir siendo hombre. Conseguimos mucho en esta vida si somos capaces. Tenemos niños y fortunas, y amasamos tierras y edificios, convocamos ejércitos y damos grandes banquetes, pero sólo una cosa nos sobrevive: la reputación. No podía echarme atrás.
Alfredo no asistió a la pelea. Lo que hizo fue dirigirse al oeste con la preñada y Ælswith y sus dos hijos, escoltados por una veintena de guardias y un número similar de curas y cortesanos. Acompañaba al hermano Asser durante la primera etapa del viaje de regreso del monje a Dyfed. Y con ello el rey dejaba claro que prefería la compañía del monje britano a ver pelear a dos de sus guerreros como perros rabiosos. Pero nadie más en Wessex quería perderse la lucha. Estaban ansiosos, aunque Huppa quería que todo estuviera en orden y por ello insistió en que la muchedumbre se retirara del terreno húmedo junto al río para dejarnos espacio. La gente se retiró del pisoteado terreno y se apiñó en la orilla, y Huppa se acercó a Steapa para preguntarle si estaba listo.
Sí lo estaba. Su malla brillaba a la débil luz del sol. Su casco relucía. El escudo era una cosa enorme, remachado y ribeteado en hierro, y debía de pesar tanto como un saco de grano; un escudo que era un arma en sí mismo si conseguía atizarme con él. Sin embargo, su arma principal era la enorme espada, más larga y pesada que ninguna que yo hubiera visto antes.
Huppa, seguido de dos guardias, vino hacia mí. Sus pies chapoteaban en la hierba y pensé que el terreno sería traicionero.
—Uhtred de Oxton —me dijo—, ¿estáis preparado?
—Me llamo —respondí— Uhtred de Bebbanburg.
—¿Estáis preparado? —repitió en tono imperioso, ignorando mi corrección.