Svein, el del caballo blanco (23 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Muy valiente por su parte, pero bastante inútil. Los cuatro soldados y el cura solitario estaban rodeados. Se protegían en un círculo espalda contra espalda, los jinetes daneses los rodeaban por completo y acabaron con ellos a tajo limpio. Dos de los jinetes vieron al cura con la espada y galoparon hacia él.

—Esos dos son nuestros —le dije a Leofric.

Eso era una estupidez. Los cuatro hombres estaban condenados, igual que el cura si no interveníamos nosotros, pero sólo éramos dos, y aunque matáramos a los dos jinetes, seguíamos teniendo todas las de perder. Aun así, me empujaba el desprecio de Eanflaed, estaba cansado de quejarme del invierno campo a través y estaba enfadado. De modo que corrí colina abajo, sin preocuparme, por el ruido que hacía al pisotear la maleza quebradiza. El cura solitario estaba de espaldas al pantano, los jinetes cargaban ya contra él cuando Leofric y yo surgimos de entre los árboles y nos abalanzamos sobre ellos por su flanco izquierdo.

Golpeé al caballo más cercano con mi pesado escudo. Se oyó un relincho y tuvo lugar una explosión de tierra húmeda, hierba, nieve y pezuñas cuando bestia y hombre cayeron de lado. También yo había acabado en el suelo, noqueado por el impacto, pero me recuperé antes y sorprendí al jinete enredado en sus estribos, con una pierna atrapada bajo la bestia, así que la emprendí a tajos con él. Le rebané la garganta, le pise la cara, volví a rajar, resbalé con su sangre y lo dejé para ayudar a Leofric, que se defendía del segundo hombre, aún a caballo. La espada del danés chocaba contra el escudo de Leofric, después tuvo que hacer girar al caballo para enfrentarse a mí, y el hacha de Leofric acabó en la cabeza del bicho, el jinete cayó de espaldas y
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recibió su columna vertebral con la punta. Dos menos. El cura con la espada, que no estaba ni a doce pasos, no se había movido.

—¡Marchaos! ¡Marchaos! —Iseult y Eanflaed habían llegado ya, y cogieron al cura y corrieron con él por el camino. Era posible que no condujera a ninguna parte, pero era mejor que enfrentarse a los daneses que quedaban allí.

Y los daneses de capas negras venían. Habían masacrado al puñado de soldados y, al ver a sus dos hombres muertos, venían a por nosotros.

—¡Vamos! —le rugí a Leofric y, tomando al caballo herido por las riendas, corrí por el pequeño camino enroscado.

—Un caballo de poco te va a servir aquí —me dijo Leofric.

El caballo estaba nervioso. Estaba herido en la cabeza, y el camino era resbaladizo, pero yo tiré de él hasta que llegamos al pequeño pedazo de tierra en el que se apiñaban los refugiados; para entonces también los daneses habían llegado al camino, siguiéndonos. También habían desmontado. Sólo podían venir de dos en dos y, en algunos lugares, no cabía más que uno, así que en uno de esos detuve al caballo y cambié a
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por el hacha de Leofric. El caballo me miró con un gran ojo castaño.

—Esto es por Odín —dije, y le asesté un hachazo en el cuello, entre las crines, oí el grito de una mujer detrás de mí al salir la sangre a chorros en aquel apagado día. El caballo gimió, intentó retroceder y volví a meterle un tajo; esta vez cayó al suelo, entre coces, sangre y salpicaduras de agua. La nieve se volvió roja a mi tercer hachazo, que lo dejó por fin quieto, y ahora la bestia moribunda era un obstáculo que obstruía el camino de un lado a otro; los daneses tendrían que luchar desde el otro lado del cadáver. Recuperé a
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—. Nos los vamos a cargar uno a uno —le dije a Leofric.

—¿Durante cuánto tiempo? —señaló con la cabeza hacia el oeste y vi más daneses llegar, un barco entero de daneses a caballo que se desperdigaban por el borde del pantano. ¿Cincuenta hombres? Quizá más, pero aun así, sólo podían usar el camino de uno en uno, y tendrían que luchar por encima del caballo muerto contra
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y el hacha de Leofric. Había perdido su propia hacha, se la habían arrebatado al llevarlo a Cippanhamm, pero parecía que le gustaba su nueva arma robada. Se persignó, tocó la hoja, y levantó el escudo para recibir a los daneses.

Llegaron dos jóvenes primero. Eran salvajes y venían con deseos de labrarse una reputación, pero el primero en llegar fue detenido por el hacha de Leofric, que se estampó en su escudo, y yo hice una pasada con
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por debajo que le rebanó el tobillo, de modo que cayó al suelo, entre maldiciones, y se enredó con su compañero. Leofric liberó el hacha y volvió a darle vida. El segundo hombre tropezó con el caballo, y
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lo despachó por la barbilla, por encima del cuero. La sangre discurrió por la hoja en una riada repentina, y ya teníamos dos cadáveres daneses que añadir a la barricada de carne de caballo. Yo provocaba a los demás daneses, les llamé gusanos que se alimentan de cadáveres, les dije que conocía a niños sajones que peleaban mejor. Llegó otro hombre, gritando de furia al saltar por encima del caballo, Leofric lo controló con el escudo y
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recibió a su espada con un golpe seco que rompió el arma. Dos hombres más intentaban saltar por encima del caballo, metidos en el agua hasta las rodillas. Embestí con mi espada en el vientre del primero, perforando la armadura de cuero, lo dejé morir y asesté un mandoble al de la derecha, que intentaba cruzar por el agua. La punta de la espada le cruzó la cara y lanzó un chorro de sangre a la nieve. Me adelanté, sentí que mis pies se hundían, volví a tirar, él estaba atrapado en el barro, y
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se llevó por delante su gaznate. Yo gritaba de alegría, pues me había poseído la calma de la batalla, la misma bendita paz que había sentido en Cynuit. Es una emoción indescriptible, sólo comparable con la de yacer con una mujer.

Es como si la vida se ralentizara. El enemigo se mueve como entorpecido por el barro, pero yo soy tan veloz como un martín pescador. Hay rabia, pero es una rabia controlada, y hay alegría, la alegría que los poetas celebran al hablar de la batalla, y la certeza de que la muerte no está en el orden del día. La cabeza me retumbaba con un canto, una nota que era un lamento, elevado y estridente, el himno de la muerte. Lo único que quería era más daneses para
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, que me parecía en aquellos momentos que cobraba vida por sí misma. Pensar era actuar. Llegó un hombre por un flanco del caballo; pensé en rajarle el tobillo, supe que bajaría el escudo y dejaría la parte superior del cuerpo descubierta, y antes de que el pensamiento cobrara siquiera coherencia, ya estaba hecho y le había sacado un ojo. La espada había recuperado la posición inicial y ya se dirigía hacia la derecha para contener a otro hombre que intentaba rodear al caballo, le dejé llegar hasta la cabeza ensangrentada del semental, lo tiré al agua entre burlas y allí me subí encima de él para ahogarlo poniéndole una bota en la cabeza. Les grité a los daneses, les dije que era el guardián del Valhalla, que habían sido amamantados con leche de cobardes, y que quería que vinieran a conocer mi espada. Les supliqué que vinieran, pero cinco hombres yacían ya junto al caballo, y los demás empezaron a mostrar más cautela.

Me puse en pie sobre el caballo muerto y abrí los brazos. Sostenía el escudo con la izquierda y la espada con la derecha, tenía la cota ensangrentada y la nieve caía sobre mi casco de lobo. Y lo único que reconocía era la alegría de un joven ante la matanza.

—¡Yo maté a Ubba Lothbrokson! —les grité—. ¡Yo lo maté! ¡Así que venid y uníos a él! ¡Probad su muerte! ¡Mi espada os quiere!

—Barcos —dijo Leofric. No lo oí. El hombre que pensaba que había ahogado seguía vivo, y de repente consiguió zafarse, recobrando aliento y vomitando agua. Yo bajé del caballo y volví a pisarle la cabeza.

—¡Déjalo vivo! —gritó una voz a mis espaldas—. ¡Quiero un prisionero!

El hombre intentó liberarse, pero
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lo metió en el redil. Volvió a moverse, le rompí la columna con la espada, y se quedó tieso.

—¡He dicho que quería un prisionero! —protestó la voz de detrás.

—¡Venid a morir! —les gritaba yo a los daneses.

—Barcos —repitió Leofric, y yo eché la vista atrás y vi tres barcazas cruzar el pantano. Eran embarcaciones planas propulsadas por hombres con pértigas, y encallaron al otro lado del pedazo de tierra donde se apiñaban los refugiados, que se apresuraron a subir a bordo. Los daneses, que sabían que Leofric y yo teníamos que retirarnos si pensábamos ponernos a salvo en aquellas embarcaciones, se prepararon para cargar y yo les sonreí, invitándolos.

—Queda un barco —dijo Leofric—. Hay sitio para nosotros. Tendrás que correr como el demonio.

—Me quedo aquí —grité, pero lo hice en danés—. Me estoy divirtiendo.

Entonces hubo un revuelo en el camino cuando un hombre se adelantó desde la primera fila de daneses, y los demás se apartaron para dejarle paso. Llevaba cota de malla, y un casco rematado en plata con alas de cuervo en la coronilla; aun así, al acercarse se quitó el casco y vi el hueso rematado en oro en su cabellera. Era el propio Guthrum. El hueso era una de las costillas de su madre, y la lucía en su memoria. Se me quedó mirando, con aquel triste rostro consumido, y después miró a los hombres que había matado.

—Voy a darte caza como a un perro, Uhtred Ragnarson —dijo—, y te mataré como a un perro.

—Mi nombre —respondí— es Uhtred Uhtredson.

—Tenemos que echar a correr —me susurró Leofric.

La nieve se arremolinaba por encima del pantano, tan densa que apenas podía ver la cumbre de la cordillera desde donde habíamos visto a las palomas volar en círculo.

—Eres hombre muerto, Uhtred —repuso Guthrum.

—Jamás conocí a vuestra madre —le grité—, pero me habría gustado.

Su rostro adoptó la expresión de reverencia que siempre provocaba cualquier mención a su madre. Pareció arrepentirse de dedicarme palabras tan duras, pues tuvo una reacción conciliatoria.

—Era una gran mujer —declaró.

Le sonreí. En aquel momento, pensándolo ahora, habría podido cambiar de bando con facilidad, y Guthrum me habría dado la bienvenida con sólo dedicarle un cumplido a su madre, pero yo era un joven beligerante poseído por el gozo de la batalla.

—Le habría escupido en la cara —le dije a Guthrum—, y ahora me meo en su alma, y te digo que las bestias del Niflheim se están beneficiando sus rancios huesos.

Gritó preso de ira, y cargaron todos, algunos chapoteando por la orilla, todos desesperados por llegar a mí y vengar el terrible insulto, pero Leofric y yo corríamos como jabalíes perseguidos, cargamos contra los juncos y nos lanzamos a la última barcaza. Las dos primeras ya habían partido, pero la tercera nos esperaba, y al espatarrarnos sobre sus tablones húmedos, el hombre de la pértiga empujó con fuerza y la embarcación patinó sobre las negras aguas. Los daneses intentaron seguirnos, pero íbamos sorprendentemente rápido, abriéndonos paso por entre la nevada, Guthrum me gritaba, incluso arrojaron una lanza, pero el hombre de los pantanos volvió a hincar la pértiga y la lanza se clavó en el barro.

—¡Te encontraré! —gritó Guthrum.

—¿Y qué me importa? —le contesté igualmente a gritos—. Tus hombres sólo saben morir. —Alcé a
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y besé la pegajosa hoja—. ¡Y tu madre era la puta de los enanos!

—Tendrías que haber dejado vivir a ese hombre —dijo una voz detrás de mí—, porque quería interrogarle. —La barcaza sólo contenía a ese otro pasajero, además de a Leofric y a mí mismo, y aquel único hombre era el cura que se había lanzado espada en mano hacia los daneses, que ahora estaba sentado en la plana proa de la barcaza, poniéndome mala cara—. No había ninguna necesidad de matarlo —dijo con toda severidad, y yo lo miré con tal furia que se echó atrás. «Malditos curas —pensé—. Acabo de salvarle la vida al muy cabrón, y lo único que se le ocurre es reñirme.»

Entonces vi que no tenía nada de cura.

Era Alfredo.

* * *

La barcaza se deslizaba por el pantano, en ocasiones suavemente sobre las negras aguas, en otras rozando contra hierba o juncos. El hombre de la pértiga era una criatura encorvada y de piel oscura, con una enorme barba, ropas de piel de nutria y ni un solo diente en la boca. Los daneses de Guthrum estaban ya lejos, transportaban a sus muertos a tierra firme.

—Necesito saber qué planean —se quejó Alfredo—. El prisionero nos lo habría podido decir.

Hablaba con más respeto, y me di cuenta de que lo había asustado, pues la parte frontal de mi cota estaba manchada de sangre, y aún había más en mi rostro y casco, lo que me daba un aspecto salvaje.

—Planean acabar con Wessex —repliqué sin más—. No necesitáis un prisionero para que os diga eso.

—«Señor» —añadió él.

Me lo quedé mirando.

—¡Soy un rey! —insistió—. Dirígete a un rey con respeto.

—¿El rey de qué? —le pregunté.

—¿Estáis herido, señor? —le preguntó Leofric a Alfredo.

—No, gracias a Dios, no. —Miró la espada que llevaba—. Gracias a Dios. —Vi que no llevaba ropas de cura, sino una capa negra. Estaba muy pálido—. Gracias, Leofric —dijo, después me miró a mí y pareció estremecerse. Estábamos llegando a la altura de las otras dos barcazas y vi que Ælswith, preñada y envuelta en una capa argentada de piel de zorro, iba en una. Iseult y Eanflaed también iban en la misma barcaza, mientras los curas iban apiñados en la otra, y reconocí al obispo Alewold de Exanceaster entre ellos.

—¿Qué ha ocurrido, señor? —preguntó Leofric a Alfredo.

Alfredo suspiró. Estaba temblando, pero contó su historia. Había salido de Cippanhamm con su familia, su guardia personal y una veintena de eclesiásticos para acompañar al monje Asser durante la primera parte de su viaje.

—Asistimos a un servicio de acción de gracias —dijo—, en la iglesia de Soppan Byrg. Es una iglesia nueva —le dijo a Leofric de todo corazón—, y muy bonita. Cantamos salmos, dijimos nuestras oraciones, y el hermano Asser partió contento. —Se persignó—. Rezo porque esté a salvo.

—Y yo espero que el muy hijo de puta esté muerto —gruñí.

Alfredo ignoró el comentario. Tras el servicio se habían dirigido todos a un monasterio cercano para almorzar, y allí los sorprendieron los daneses. La comitiva real emprendió la huida, encontró refugio en los bosques cercanos y vieron arder el monasterio. Después habían intentado dirigirse hacia el este, al corazón de Wessex pero, como nosotros, se habían ido alejando de su objetivo, huyendo de las patrullas danesas. Una noche, escondidos en una granja, fueron sorprendidos por las tropas de Guthrum, que mataron a algunos de los guardias de Alfredo y capturaron todos sus caballos, y desde entonces habían vagado sin rumbo, perdidos como nosotros, hasta llegar al pantano.

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