—Habéis vivido de esos almacenes durante todo el invierno —acusé al cura.
—Los he vigilado todo el invierno, señor.
—Y habéis engordado mientras vigilabais —le espeté. Monté en mi caballo. Detrás de mí llevaba dos bolsas, llenas de dinero, y allí se quedaron mientras cabalgué hasta Exanceaster en busca de Steapa, que me esperaba en El Cisne. A la mañana siguiente, con otros seis guerreros del
ealdorman
Odda, partimos hacia el norte. Nuestro camino estaba señalado con columnas de humo, pues Svein quemaba y saqueaba a su paso, pero habíamos hecho lo que Alfredo quería que hiciéramos. Habíamos obligado a Svein a reunirse con Guthrum, así que ahora los dos ejércitos daneses más grandes estaban juntos. Si Alfredo hubiese sido más fuerte, los habría dejado separados y marchado primero contra uno y después contra el otro, pero Alfredo sabía que sólo tenía una oportunidad de recuperar su reino, y ésa era la de ganar una única batalla. Tenía que superar a todos los daneses y destruirlos de un solo golpe, y su arma era un ejército que sólo existía en su cabeza. Había enviado peticiones para que el
fyrd
de Wessex fuera convocado después de Pascua y antes de Pentecostés, pero nadie sabía si realmente aparecería. Quizá saliéramos del pantano y no encontráramos a nadie en el punto de encuentro. O quizá llegara el
fyrd
y sus filas las formaran muy pocos hombres. Lo cierto es que Alfredo era demasiado débil para pelear, pero esperar más sólo lo debilitaría. Así que tenía que luchar o perder su reino.
Y esta vez, sin duda, lucharía.
—Tendrás muchos hijos —me consoló Iseult. Era oscuro, aunque una niebla envolvía la media luna. En alguna parte al noreste una docena de hogueras ardían en las colinas, prueba de que una numerosa patrulla danesa vigilaba el pantano—. Pero siento lo de Uhtred.
Lloré por él entonces. No sé por qué las lágrimas tardaron tanto en llegar, pero de repente me sentí abrumado por su indefensión, su sonrisa espontánea, y por la pena que me causaba su recuerdo. Tanto mis medio hermanos como mi media hermana murieron cuando eran niños, y no recuerdo a mi padre llorando, aunque quizá lo hiciera. Sí recuerdo a mi madrastra desconsolada por el llanto, y cómo mi padre, disgustado por el sonido, había salido a cazar con sus halcones y perros.
—Ayer vi martines pescadores —dijo Iseult.
Las lágrimas corrían por mis mejillas, emborronando la luna envuelta en nieblas. No dije nada.
—Hild dice que el azul de las plumas del martín pescador es por la virgen, y el rojo por la sangre de Cristo.
—¿Y tú qué dices?
—Que la muerte de tu hijo es obra mía.
—
Wyrd bid ful árced
—contesté.
El destino es el destino. No puede cambiarse ni se le puede engañar. Alfredo había insistido en que me casara con Mildrith para ligarme a Wessex y obligarme a echar raíces en su rica tierra, pero yo ya tenía raíces en Northumbria, enroscadas a la roca de Bebbanburg, y quizá la muerte de mi hijo fuera una señal de los dioses que me empujaba a mi verdadero hogar. El destino quería que regresara a mi fortaleza norteña, y hasta que no volviera a Bebbanburg sería un vagabundo. Los hombres temen a los vagabundos porque no tienen reglas. Los daneses llegaron como extraños, sin raíces y violentos, y ése, pensé, era el motivo por el que siempre fui más feliz en su compañía. Alfredo podía pasar horas preocupándose por lo justo de la ley, tanto si concernía al destino de los huérfanos como a la santidad de los hitos en las lindes, y tenía razón en preocuparse, porque la gente no puede vivir en comunidad sin leyes que la rijan, o cualquier vaca perdida conduciría a un derramamiento de sangre. Los daneses, sin embargo, se saltaban la ley a tajos. Era más fácil de ese modo, aunque en cuanto se asentaban en una tierra, empezaban a hacer sus propias leyes.
—No fue culpa tuya —le dije—. No tienes poder sobre el destino.
—Hild dice que no existe tal cosa como el destino —contestó Iseult.
—Pues Hild está equivocada.
—Sólo existe la voluntad de Dios —dijo Iseult—, y sólo si la obedecemos iremos al cielo.
—Y si decidimos no obedecerla —le dije—, ¿no es eso el destino?
—Eso es el diablo —respondió—. Somos ovejas, Uhtred, y elegimos nuestro pastor, uno bueno o uno malo.
Pensé que Hild debía de haber estado amargando a Iseult con el cristianismo, pero estaba equivocado. Había sido un cura que había llegado a Æthelingaeg mientras yo estaba en Defnascir el que le había llenado la cabeza de religión. Era un cura britano de Dyfed, un cura que hablaba la lengua nativa de Iseult, y que también sabía inglés y danés. Estaba preparado para odiarlo tanto como detestaba al hermano Asser, pero cuando el padre Pyrlig, así se llamaba, entró a trompicones a la mañana siguiente en nuestra cabaña bramando que había encontrado cinco huevos de ganso y que se moría de hambre, no pude más que sonreír.
—¡Me muero! Eso es lo que me pasa, ¡me muero de inanición! —Parecía complacido de verme—. Así que sois el famoso Uhtred, ¿eh? Iseult me ha contado que detestáis al hermano Asser. Pues sois amigo mío. Por qué motivo Abraham no se lleva a Asser a su seno es algo que no entiendo, aunque quizás Abraham no quiera llevar colgado del seno a ese cabroncete. Yo no querría si estuviera en su lugar. Sería como amamantar a una bicha, vaya que sí. ¿He dicho que estaba hambriento?
Me doblaba en edad y era un hombre grande, con una panza enorme e igualmente grande corazón. El pelo le plantaba cara en penachos ingobernables, tenía la nariz rota, sólo cuatro dientes, y una amplia sonrisa.
—Cuando era niño —me dijo—, pequeñito, pequeñito, comía barro. ¿Podéis creerlo? ¿Comen barro los sajones? Pues claro que comen, y pensé: «Pues yo no quiero comer barro. El barro es para los sapos, vaya que sí». Así que al final me hice cura. ¿Y sabéis por qué? ¡Porque nunca vi a un cura con hambre! Jamás! ¿Habéis visto a algún cura con hambre? ¡Yo tampoco! —Todo esto salió sin presentación alguna. Después le habló con sinceridad a Iseult en su propia lengua, y yo estaba seguro de que la estaba llenando las entendederas de cristianismo, pero después me tradujo—. Le estoy diciendo que se puede hacer un plato fabuloso con huevos de ganso. Los rompes, los remueves bien y añades un poquito de queso en pedazos. ¿Así que Defnascir está a salvo?
—A menos que llegue una flota danesa —le dije.
—Guthrum lo tiene en mente —repuso Pyrlig—. Quiere que los daneses de Lundene envíen sus barcos a la costa sur.
—¿Y qué sabéis de eso?
—Pues la cuestión es que lo sé, sí, lo sé. ¡Él me lo dijo! He pasado diez años en Cippanhamm. Veréis, hablo danés porque soy listo, así que era embajador de mi rey. ¡Qué os parece eso, eh! Yo, que comía barro, ¡embajador! Deshaz bien el queso, corazón. Así. Veréis, tenía que descubrir cuánto dinero nos pagaría Guthrum si nuestros lanceros cruzaban las colinas y empezaban a hacer brochetas de sajón. Ahora, ésa es una estupenda ambición para un britano, hacer brochetas de sajón, pero los daneses son paganos, y Dios sabe que no podemos tener paganos sueltos por el mundo.
—¿Por qué no?
—Cosas mías —dijo—, sólo cosas mías. —Metió un dedazo en un pequeño tarro de mantequilla, después la chupó—. No se ha puesto muy mala —le dijo a Iseult—, no demasiado, así que échala y remueve. —Me sonrió—. ¿Qué pasa cuando se meten dos toros en un rebaño de vacas?
—Uno de los toros muere.
—¡Ahí lo tenéis! Los dioses son iguales, motivo por el cual no queremos paganos aquí. Nosotros somos vacas y los dioses toros.
—¿Así que se nos cepillan?
Estalló en carcajadas.
—La teología es difícil. En cualquier caso, Dios es mi toro, así que aquí estoy, chivándome a los sajones de Guthrum.
—¿Os ofreció Guthrum dinero? —pregunté.
—¡Me ofreció todos los reinos del mundo! Me ofreció oro, plata, ¡ámbar y azabache! Incluso me ofreció mujeres, o chicos, si eran de mi gusto, que no lo son. Y no me creí ni una sola de sus promesas. Tampoco es que importara. Los britanos no van a luchar en ningún caso. Dios no quiere que lo hagamos. ¡No! Mi embajada era un engaño. Me envió el hermano Asser. Quería que espiara a los daneses, ¿lo entendéis? Después que le contara a Alfredo lo que vi, así que eso estoy haciendo.
—¿Os envió Asser?
—Quiere que Alfredo gane. No porque ame a los sajones —ni siquiera el hermano Asser es tan agrio—, sino porque ama a Dios.
—¿Y ganará Alfredo?
—Si Dios tiene algo que ver en ello, sí —dijo Pyrlig alegremente, después se encogió de hombros—. Pero los daneses son fuertes. ¡Tienen un gran ejército! Aunque no están contentos, eso os lo puedo decir ya. Y todos tienen hambre. Ojo, no se mueren, pero se están apretando los cinturones más de lo que les gustaría, y ahora que Svein está allí aún habrá menos comida. Culpa suya, por supuesto. ¡Hay demasiados hombres en Cippanhamm! ¡Y demasiados esclavos! Tienen cientos de esclavos, aunque los está enviando a Lundene, para venderlos allí. Necesitan anguilitas, ¿eh? Eso los engordará. —Las angulas inundaban el mar del Saefern y se colaban por los canales poco profundos de los pantanos, donde eran recogidas en abundancia. No había hambre en Æthelingaeg, no si te atiborrabas de angulas—. Ayer cogí tres cestos —dijo Pyrlig lleno de alegría—, y una rana. Tenía exactamente la misma cara que el hermano Asser, así que la bendije y la volví a soltar. ¡No te limites a remover los huevos, chica! ¡Bátelos! Me han dicho que vuestro hijo ha muerto.
—Sí —respondí con rigidez.
—Lo siento mucho —me dijo con auténtico sentimiento—. Lo siento de verdad, pues perder un niño es algo realmente duro. A veces pienso que a Dios le deben de gustar los niños. Cuántos se lleva. Creo que hay un jardín en el cielo, un jardín verde donde los niños juegan todo el tiempo. Allí arriba tiene dos de los míos, y mirad lo que os digo, que el pequeño tiene que estar volviendo locos a los ángeles. Estará tirándoles del pelo a las chicas y sacudiendo a los chicos como si fueran huevos de ganso.
—¿Perdisteis dos hijos?
—Pero me quedé otros tres y cuatro hijas. ¿Por qué pensáis que no estoy nunca en casa? —Me sonrió—. Menudo escándalo que arman, los niños, ¡y vaya apetito! Cristo bendito, ¡se comerían un caballo al día si pudieran! Hay gente que dice que los curas no deberían casarse, y hay veces que pienso que tienen razón. ¿Tienes algo de pan, corazón?
Iseult señaló una red colgada del techo.
—Sácale el moho —dijo Iseult dirigiéndose a mí.
—Me gusta ver a un hombre obedecer a una mujer —dijo el padre Pyrlig cuando cogí el pan.
—¿Y eso? —pregunté.
—Porque significa que no estoy solo en este triste mundo. Pero Dios mío, a esa Ælswith la amamantaron con hiel, ¿a que sí? ¡Tiene una lengua como la de una comadreja hambrienta! Pobre Alfredo.
—Parece bastante feliz.
—¡Dios santo, hombre!, ¡eso es lo último que es! Hay gente que recibe a Dios como una enfermedad, y él es uno de ellos. Es como una vaca después del invierno, eso es lo que es.
—¿Lo dices en serio?
—¿Sabéis cuando al final de la primavera crece la hierba? ¿Toda verde, nueva y frondosa? Pues si sacas a la vaca a comer, se hincha como una vejiga. No es nada más que mierda y aire, y entonces les da la tembladera, y acaban espichándola si no las sacas de la hierba un tiempo. Ese es Alfredo. Ha comido demasiada hierba verde de Dios, y ahora se ha puesto enfermo. Pero es un buen hombre, un buen hombre. Demasiado delgado, vaya que sí, pero bueno. Un santo viviente, nada menos. Ah, buena chica, comamos. —Cogió un pedazo de revuelto con los dedos y me pasó el cuenco—. Gracias a Dios que empieza la Pascua la semana que viene —dijo con la boca tan llena que se le escaparon pedazos de huevo por la barba—, y podremos volver a comer carne. Me estoy consumiendo sin carne. ¿Sabéis que Iseult va a ser bautizada en Pascua?
—Me lo ha dicho —respondí escuetamente.
—¿Y no lo aprobáis? Pensad en ello como un buen baño. Puede que entonces no os importe tanto.
No estuve en Æthelingaeg para el bautismo de Iseult, ni deseaba estar, pues sabía que la Pascua con Alfredo no sería otra cosa que oraciones, salmos, curas y sermones. Lo que hice fue llevarme a Steapa y a otros cincuenta hombres a las colinas, hacia Cippanhamm, pues Alfredo había ordenado que acosáramos a los daneses sin piedad durante las siguientes semanas. Había decidido reunir al
fyrd
de Wessex más o menos en el día de la Ascensión, que quedaba a sólo seis semanas, y aquel era el período en que Guthrum intentaría revivir a sus caballos hambrientos con la hierba primaveral, así que salimos para tender emboscadas a las partidas de aprovisionamiento danesas. Si acabábamos con una partida, la siguiente tendría que ir protegida por cien jinetes más, lo que cansaría más a los caballos y requeriría aún más forraje. Funcionó durante un tiempo, pero entonces Guthrum empezó a enviar a sus partidas al norte, a Mercia, donde no encontraban resistencia.
Fue una época de esperas. Había dos herreros en Æthelingaeg y, a pesar de que ninguno poseía el equipo que quería, y aunque el combustible para las forjas era escaso, fabricaron buenas puntas de lanza. Una de mis tareas consistía en llevar a los hombres a cortar varas de tejo para las astas de las lanzas. Alfredo escribía cartas, intentando averiguar cuántos hombres podían traer a la batalla las comarcas, y envió curas al reino de los francos para que convencieran a los
thane
que habían huido allí de que regresaran. Llegaron más espías de Cippanhamm confirmando que Svein se había unido a Guthrum, y que Guthrum fortalecía a los caballos y convocaba hombres de las partes danesas de Inglaterra. Estaba ordenando a sus aliados sajones, como Wulfhere, que armaran a sus hombres, y avisó a las guarniciones de Wintanceaster, Readingum y Baóum de que estuvieran listas para abandonar las almenas y marchar en su ayuda. Guthrum tenía sus propios espías, y debía de saber que Alfredo planeaba reunir un ejército, y me atrevería a decir que le encantó la noticia, pues aquel ejército sería la última esperanza de Alfredo; si Guthrum conseguía destruir el
fyrd
, Wessex caería para no volverse a levantar.
Los rumores bullían en Æthelingaeg. Se decía que Guthrum contaba con cinco mil hombres. Habían llegado barcos de Dinamarca y un nuevo ejército de hombres del norte desde Irlanda. Los britanos marchaban. El
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de Mercia estaba del lado de Guthrum, y se decía que los daneses habían montado un gran campamento en Cracgelad, junto al río Temes: allí se concentraban miles de tropas mercias, danesas y sajonas. Los rumores de la fuerza de Guthrum cruzaron el mar, y Wilfrith de Hamptonscir escribió desde el reino franco rogándole a Alfredo que huyera de Wessex.