Svein, el del caballo blanco (39 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los sirvientes de Harald trajeron cerveza, pan y queso. No se ofreció carne, pues era Cuaresma. Se situaron bancos a cada lado del hogar. Svein cruzó hasta nuestro lado del fuego cuando trajeron los bancos, y al final se dignó a reconocerme.

—¿Fuiste realmente tú el que quemó los barcos? —preguntó.

—Incluido el tuyo.

—El
Caballo Blanco
costó un año y un día de construir —dijo—, y usamos madera de árboles en la que habíamos colgado sacrificios a Odín. Era un buen barco.

—Ahora es cenizas junto a la playa —le dije.

—Pues un día te lo devolveré —replicó, y aunque hablaba con tono tranquilo, había todo un mundo de amenaza en su voz—. Y además te equivocaste.

—¿Me equivoqué? —pregunté—. ¿Por quemar tus barcos?

—No había ningún altar de oro en Cynuit.

—Donde quemaste a los monjes —le dije.

—Los quemé vivos —coincidió—, y me calenté las manos en las llamas. —Sonrió al recordarlo—. Podrías unirte a mí —sugirió—. Te perdonaría por quemar mi barco y podrías luchar a mi lado una vez más. Necesito buenos hombres. Pago bien.

—Le he jurado lealtad a Alfredo.

—Ah —asintió—. Pues que así sea. Enemigos. —Regresó al banco de Odda.

—¿Queréis ver a vuestro padre antes de que hablemos? —le preguntó Harald a Odda, señalando hacia la puerta al final del salón.

—Lo veré —contestó Odda—, cuando reparemos nuestra amistad. Vos y yo tenemos que ser amigos —dijo las últimas palabras en voz alta, y eso indicó a los hombres que se sentaran en los bancos—. Habéis convocado al
fyrd —le
dijo a Harald—, ¿porque Uhtred os trajo órdenes de Alfredo?

—Eso hizo.

—Pues hicisteis bien —contestó Odda—, y es digno de alabanza. —Svein, que escuchaba la traducción que le proporcionaba uno de sus propios hombres nos miraba inexpresivo—. Y ahora volveréis a hacer lo correcto —continuó Odda—, y lo enviaréis de vuelta a casa.

—El rey ha ordenado lo contrario —dijo Harald.

—¿Qué rey? —preguntó Odda.

—Alfredo, ¿quién si no?

—Pero hay otros reyes en Wessex —prosiguió Odda—. Guthrum es rey de la Anglia Oriental, y está en Wessex, y algunos dicen que Etelwoldo será coronado rey este verano.

—¿Etelwoldo? —preguntó Harald.

—¿No lo habéis oído? —preguntó Odda—. Wulfhere de Wiltunscir se ha aliado con Guthrum, y tanto Guthrum como Wulfhere han dicho que Etelwoldo será rey de Wessex. ¿Y por qué no? ¿No es Etelwoldo hijo de nuestro último rey? ¿No debería ser rey?

Harald, inseguro, me miró a mí. No había oído hablar de la deserción de Wulfhere, y fue un duro golpe para él. Asentí.

—Wulfhere está con Guthrum —contesté.

—Así que Etelwoldo, hijo de Etelredo, será rey en Wessex —prosiguió Odda—, y Etelwoldo tiene miles de espadas a su mando. Ælfrig de Kent está con los daneses. Hay daneses en Lundene, en Sceapig, y en las murallas de Contwaraburg. Todo el norte de Wessex está en manos danesas. Y también hay daneses aquí, en Defnascir. Decidme, ¿de qué es rey Alfredo?

—De Wessex —repuse.

Odda no me hizo caso, miró a Harald.

—Alfredo tiene nuestros juramentos —repuso Harald con obstinación.

—Y yo tengo el vuestro —le recordó Odda suspirando—. Dios sabe, Harald, que nadie era más leal a Alfredo que yo. ¡Y aun así nos falló! Llegaron los daneses, y aquí siguen, ¿y dónde está Alfredo? ¡Escondido! ¡En pocas semanas sus ejércitos marcharán sobre Inglaterra! ¡Vendrán de Mercia, de Lundene, de Kent! Sus flotas patrullarán nuestras costas. ¡Ejércitos de daneses y flotas de vikingos! ¿Y qué haréis entonces?

Harald cambió de postura, incómodo.

—¿Qué haréis vos? —replicó.

Odda hizo un gesto a Svein que, cuando le tradujeron la pregunta, habló por primera vez. Yo hice de intérprete para Harald. Wessex está condenado, dijo Svein con su voz ronca. En verano ya estará plagado de daneses, con nuevos hombres recién llegados del norte, y los únicos sajones que sobrevivirán serán aquellos que ayuden ahora a los daneses. Los que se enfrenten a nosotros, dijo Svein, estarán muertos, sus mujeres serán putas, sus hijos esclavos, sus hogares se perderán y sus nombres serán olvidados como el humo de un fuego apagado.

—¿Y Etelwoldo será rey? —me burlé—. ¿Pensáis que todos vamos a postrarnos ante un borracho putero?

Odda sacudió la cabeza.

—Los daneses son generosos —dijo, se apartó la capa y vi que lucía seis brazaletes de oro— con aquellos que los ayudan —dijo—, habrá recompensa en tierras, riquezas y honores.

—¿Y Etelwoldo será rey? —pregunté de nuevo.

Odda volvió a señalar a Svein. El enorme danés parecía aburrido, pero se espabiló.

—Lo correcto —dijo— es que los sajones sean gobernados por un sajón. Pondremos un rey aquí.

Me burlé de eso. Habían puesto reyes sajones en Northumbria y Mercia, y aquellos reyes eran débiles, llevaban correa danesa, y entonces comprendí lo que Svein quería decir y estallé en carcajadas.

—¡Te ha prometido el trono! —acusé a Odda.

—He oído cosas que tenían más sentido en el pedo de un cerdo —replicó Odda, pero yo sabía que tenía razón. Etelwoldo era el candidato al trono de Wessex de Guthrum, pero Svein no era amigo de Guthrum, y querría su propio rey sajón: ése era Odda.

—¡Rey Odda! —dije entre risas, y escupí al fuego.

Odda me habría asesinado por aquello, pero nos reuníamos bajo los términos de una tregua, así que se obligó a ignorar el insulto. Miró a Harald.

—Tenéis elección, Harald. Vivir o morir.

Harald estaba en silencio. No sabía nada de Wulfhere y la noticia lo había descompuesto. Wulfhere era el
ealdorman
más poderoso de Wessex, y si él pensaba que Alfredo estaba condenado, ¿qué iba a pensar Harald? Veía la incertidumbre en el rostro del alguacil de la comarca. Su decencia le pedía que declarara lealtad a Alfredo, pero Odda sugería que nada más que muerte podía seguir a esa elección.

—Yo… —empezó a decir Harald, y después se quedó callado, incapaz de decir lo que pensaba porque era incapaz de tomar una decisión.

—El
fyrd
ha sido convocado —hablé por él— siguiendo las órdenes del rey, y las órdenes del rey son expulsar a los daneses de Defnascir.

Odda escupió por toda respuesta.

—Svein ha sido derrotado —dije—. Hemos quemado sus barcos. Es un perro apaleado al que vos dais cobijo. —Svein, cuando le tradujeron, me lanzó una mirada como un latigazo—. Svein —proseguí como si no estuviera presente— tiene que ser empujado hacia Guthrum.

—Aquí no tienes autoridad —espetó Odda.

—Tengo la autoridad de Alfredo —contesté—, y una orden escrita que os conmina a alejar a Svein de vuestra comarca.

—Las órdenes de Alfredo no significan nada —dijo Odda—, y croas como una rana del pantano. —Se volvió hacia Steapa—. Tienes un asunto por concluir con Uhtred.

Steapa pareció dudar por un instante, después entendió lo que su amo quería.

—Sí, señor —dijo.

—Pues termínalo ahora.

—¿Terminar ahora qué? —preguntó Harald.

—Vuestro rey —replicó Odda cargado de sarcasmo— ordenó a Steapa y a Uhtred que lucharan a muerte. ¡Y ambos siguen vivos! Así que no se han obedecido las órdenes de vuestro rey.

—¡Hay una tregua! —protestó Harald.

—O Uhtred deja de intervenir en los asuntos de Defnascir —amenazó Odda—, o le diré a Steapa que mate ahora mismo a Uhtred. ¿Queréis saber quién tiene razón? ¿Si Alfredo o yo? ¿Queréis saber quién será rey en Wessex, si Etelwoldo o Alfredo? Pues sometedlo a prueba, Harald. Que Steapa y Uhtred terminen su pelea y veamos a qué hombre favorece Dios. Si Uhtred gana, te apoyaré, y si pierde… —Sonrió. No tenía duda alguna de quién iba a ganar.

Harald se quedó en silencio. Miré a Steapa y, como la primera vez que lo vi, no leí nada en su rostro. Había prometido protegerme, pero eso había sido antes de reunirse con su señor. Los daneses parecían contentos. ¿Por qué les iba a importar que dos sajones se pelearan? Harald, sin embargo, aún vacilaba, y entonces una débil y cansada voz sonó desde la puerta del fondo del salón.

—Déjalos pelear, Harald, déjalos pelear. —Odda
el Viejo
, envuelto en su manta de piel de lobo, estaba de pie en la puerta. Sostenía un crucifijo—. Déjalos pelear —repitió—, y que Dios guíe el brazo victorioso.

Harald me miró. Yo asentí. No quería pelear, pero un hombre no puede negarse a combatir. ¿Qué iba a hacer? ¿Decir que esperar que Dios indicara el curso de una acción en un combate era una tontería? ¿Apelar a Harald? ¿Asegurar que todo lo que Odda había dicho estaba mal y que Alfredo recuperaría Wessex? Si me negaba a pelear concedía la razón a Odda, y lo cierto es que a mí casi me había convencido de que Alfredo estaba condenado, y Harald, estoy seguro, estaba totalmente convencido. Aun así, había algo más que orgullo en lo que me hizo pelear aquel día. Estaba la creencia, en lo profundo de mi alma, de que Alfredo iba a sobrevivir de algún modo. No me gustaba, no me gustaba su dios, pero creía que el destino estaba de parte de Alfredo. Así que asentí de nuevo, esta vez a Steapa.

—No quiero pelear contigo —le dije—, pero he prestado juramento a Alfredo y mi espada dice que ganará y que la sangre danesa alimentará nuestros campos.

Steapa no dijo nada. Se limitó a flexionar sus enormes brazos, después esperó, mientras uno de los hombres de Odda salía fuera y regresaba con dos espadas. Sin escudos, sólo espadas. Había cogido el primer par de espadas de la pila, y se las ofreció a Steapa primero, quien sacudió la cabeza, indicando que yo eligiera primero. Cerré los ojos, palpé y cogí la primera empuñadura que toqué. Era una espada grande, con el peso hacia la punta. Un arma para meter tajos, no para perforar, y supe que había elegido mal.

Steapa cogió la otra, hizo un molinete en el aire de modo que la hoja silbó. Svein, que hasta el momento pocas emociones había mostrado, parecía impresionado, mientras que Odda
el Joven
sonreía.

—Puedes bajar la espada —me dijo—, y darme la razón.

Lo que hice fue caminar hacia el espacio libre junto al hogar. No tenía ninguna intención de atacar a Steapa, le dejaría venir hacia mí. Me sentía cansado y resignado. El destino es inexorable.

—Por mi bien —dijo Odda
el Viejo
detrás de mí—, que sea rápido.

—Sí, señor —contestó Steapa, dio un paso hacia mí y después se volvió tan rápido como una serpiente y su hoja azotó el aire con un tajo que se llevó por delante la garganta de Odda
el Joven
. La espada no estaba tan afilada como tendría que haberlo estado, de modo que tumbó a Odda, pero también le abrió el gaznate y la sangre saltó en un chorro tan largo como una espada, que salpicó en el fuego, donde chisporroteó y borboteó. Odda estaba tendido sobre los juncos del suelo, con espasmos en las piernas y las manos aferradas a la garganta, que seguía manando sangre. Emitió un estertor, se dio la vuelta, las convulsiones provocaron que sus talones tamborilearan en el suelo y entonces, justo cuando Steapa dio un paso adelante para rematarlo, con un último espasmo murió.

Steapa dejó la espada en el suelo, temblando.

—Alfredo me rescató —anunció al salón—. Alfredo me liberó de los daneses. Alfredo es mi rey.

—Tiene nuestra lealtad —añadió Odda
el Viejo
—, y mi hijo no tenía ningún derecho a firmar la paz con los paganos.

Los daneses dieron un paso atrás. Svein me echó una mirada, pues aún llevaba una espada en la mano. Después miró las lanzas de jabalí apoyadas contra la pared, calculando si podía coger una antes de que lo atacara. Bajé el arma.

—Tenemos una tregua —dijo Harald en voz alta.

—Tenemos una tregua —le repetí a Svein en danés.

Svein escupió sobre los juncos ensangrentados. Después él y su portaestandarte dieron otro cauteloso paso atrás.

—Pero mañana —prosiguió Harald—, no habrá tregua: iremos a por vosotros.

Los daneses se marcharon de Ocmundtun, y al día siguiente se fueron también de Cridianton. Podrían haberse quedado si hubiesen querido. Eran más que suficientes para defender Cridianton y causar problemas en la comarca, pero Svein sabía que lo sitiarían y, hombre a hombre, lo agotarían hasta que no le quedaran fuerzas, así que se dirigió al norte, a unirse con Guthrum, y yo cabalgué hasta Oxton. Nunca aquella tierra había estado tan hermosa: los árboles cubiertos de verdor, los petirrojos se daban un festín con los primeros brotes de los prietos frutos, y las anémonas, las álsines y los alhelíes llenaban de color los lugares sombreados. Los corderos huían de las liebres macho en los pastos, y el sol centelleaba sobre las aguas de la extensa desembocadura del Uisc. En el cielo resonaba el canto de las alondras, los zorros perseguían corderos, las urracas y arrendajos se alimentaban de los huevos de otras aves, y los labradores empalaban cuervos en los bordes de los campos para asegurarse una buena cosecha.

—Pronto habrá mantequilla —me dijo una mujer. Lo que en realidad quería saber era si regresaba a la propiedad, pero no regresaba. Me despedía. Había siervos viviendo allí, haciendo su trabajo, y les aseguré que Mildrith antes o después designaría un administrador. Después fui a la casa, excavé bajo los pilares y encontré mi tesoro intacto. Los daneses no habían llegado a Oxton. Wirken, el ladino cura de Exanmynster, oyó que estaba en la casa y subió en burro a la propiedad. Me aseguró que había vigilado el lugar, y estaba claro que quería una recompensa.

—Ahora pertenece a Mildrith —le dije.

—¿La dama Mildrith? ¿Sigue viva?

—Vive —respondí sin más—, pero su hijo está muerto.

—Que Dios tenga en su gloria a la pobre alma —repuso Wirken, y se persignó. Me estaba comiendo un pedazo de jamón, y lo miró hambriento, consciente de que rompía las normas de la Cuaresma. No dijo nada, pero sabía que me maldecía por ser un pagano.

—La dama Mildrith —proseguí—, llevará a partir de ahora una vida casta. Dice que va a unirse a las hermanas de Cridianton.

—No quedan hermanas en Cridianton —repuso Wirken—. Están todas muertas. Ya se encargaron de eso los daneses antes de marcharse.

—Otras monjas se establecerán allí —contesté. No es que me importara, pues el destino de un pequeño convento no era asunto mío. Oxton ya no era asunto mío. Mis asuntos eran los daneses, y los daneses se habían marchado al norte, así que los seguiría.

Aquélla era mi vida. Esa primavera tenía veintiún años, y había pasado media vida en el ejército. No era un granjero. Observé a los esclavos arrancar la grama de los campos y comprendí que las tareas de la granja me hastiaban. Era un guerrero, y me habían conducido desde mi hogar en Bebbanburg hasta el extremo sur de Inglaterra. En aquel momento, mientras Wirken parloteaba de cuánto había vigilado los almacenes durante el invierno, yo estaba convencido de que regresaba de nuevo al norte. Siempre al norte. De vuelta a casa.

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