Svein, el del caballo blanco (42 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

—¿Y cuántos matasteis en realidad?

—Ya os lo he dicho. Cuatro —estalló en carcajadas.

—¿Y cómo aprendisteis inglés?

—Mi madre era sajona, la pobre. Se la llevaron en un asalto a Mercia y se convirtió en esclava.

—¿Y por qué dejasteis de ser guerrero?

—Porque encontré a Dios, Uhtred, o Dios me encontró a mí. Y me estaba volviendo demasiado orgulloso. Las canciones que te componen, se te meten en la cabeza, y yo estaba orgulloso de mí hasta el borde de la maldad. El orgullo es algo terrible.

—Es el arma de un guerrero —contesté.

—Desde luego que sí —coincidió—, por eso es algo tan terrible y por eso ruego a Dios para que me purgue. —Estábamos ya bastante alejados de los sacerdotes, subíamos la colina más cercana para otear hacia el norte y el este en busca del enemigo, pero las voces de los religiosos nos seguían, con un canto vigoroso en el aire matutino—. «Con la ayuda de Dios lucharemos con valor —me tradujo el padre Pyrlig—, y Dios pondrá obstáculos a nuestros enemigos.» ¡Ese sí es un bonito pensamiento para una bonita mañana, señor Uhtred!

—Los daneses también dicen sus propias oraciones, padre.

—¿Pero a qué Dios? No tiene sentido gritarle a un sordo, ¿no? —Frenó al caballo en la cima de la colina y miró hacia el norte—. Ni un ratón.

—Los daneses están observando —le dije—. No los vemos, pero ellos sí a nosotros.

Si estaban vigilando, lo único que verían eran los trescientos cincuenta hombres de Alfredo salir a pie o a caballo del pantano, y en la distancia otros quinientos o seiscientos hombres que componían el
fyrd
de la parte oeste de Sumorsaete, que habían acampado al sur del pantano y ahora marchaban para unirse a nuestra pequeña columna. La mayoría de los hombres de Æthelingaeg eran auténticos guerreros, entrenados para resistir en el muro de escudos, pero también venían cincuenta de los hombres de los pantanos. Quería que Eofer nos acompañara, pero no era capaz de luchar sin que su sobrina le dijera qué hacer, y yo no tenía ninguna intención de llevar a una niña a la guerra, así que habíamos dejado a Eofer detrás. Un buen número de mujeres y niños seguían la columna, aunque Alfredo había enviado a Ælswith y sus hijos al sur de Scireburnan, con una guardia de cuarenta hombres. No podíamos prescindir de aquellos hombres, pero Alfredo había insistido en que su familia no le siguiera. Ælswith debía esperar en Scireburnan, y si llegaban noticias de que su marido había sido derrotado, y los daneses habían salido victoriosos, debía huir hacia la costa sur y encontrar un barco que la llevara al reino de los francos. También le había encargado que se llevara tantos libros como encontrara en Scireburnan, pues Alfredo pensaba que los daneses quemarían todos los libros de Wessex, así que Ælswith debía rescatar los evangelios, vidas de santos y padres de la Iglesia, y las historias de filósofos, para educar a Eduardo como un rey en el exilio leído.

Iseult estaba en el ejército, caminaba con Hild y Eanflaed, que le había dado un disgusto a Ælswith al insistir en seguir a Leofric. Las mujeres conducían los caballos de carga, que transportaban los escudos del ejército, comida y lanzas de repuesto. Casi todas las mujeres iban equipadas con algún tipo de arma. Incluso Hild, una monja, quería vengarse de los daneses que la habían convertido en puta, así que llevaba un cuchillo largo y de hoja estrecha.

—Que Dios ayude a los daneses —había dicho el padre Pyrlig cuando vio a las mujeres reunirse—, si éstas los pillan.

Ambos trotábamos entonces hacia el este. Había ordenado a mis jinetes que rodearan la columna, subieran a cualquier elevación, y que se mantuvieran a la vista unos de otros, listos para dar la señal si detectaban algún indicio del enemigo, pero no lo hubo. Cabalgábamos bajo un cielo primaveral, el campo estaba inundado de flores, los curas y monjes aún cantaban, y de vez en cuando los hombres de detrás, que seguían a los dos portaestandartes de Alfredo, entonaban alguna canción de guerra.

El padre Pyrlig marcaba el ritmo con palmas, y me dedicó una amplia sonrisa.

—Supongo que Iseult os cantará, ¿no?

—Sí.

—¡A los britanos nos encanta cantar! Tengo que enseñarle algunos himnos. —Vio mi expresión amarga y se rió—. No os preocupéis, Uhtred, no es cristiana.

—¿No?

—Bueno, de momento sí es. Siento que no vinierais a su bautismo. ¡Qué fría estaba el agua! ¡Me heló los huesos!

—Se ha bautizado, ¿y decís que no es cristiana?

—Es y no es —respondió Pyrlig con una sonrisa—. Veréis, ahora es cristiana porque vive entre cristianos. Pero sigue siendo una reina de las sombras, y no lo va a olvidar.

—¿Creéis en las reinas de las sombras?

—¡Por supuesto que creo! ¡Pero si ella es una! —Se persignó.

—El hermano Asser la llamó bruja —le dije—, hechicera.

—Bueno, es lo normal, ¿no? ¡Es monje! Los monjes no se casan. Le aterrorizan las mujeres, al hermano Asser, a menos que sean muy feas, y entonces aprovecha para intimidarlas. Pero en cuanto lo pones delante de alguna joven belleza, pierde los papeles. Y por supuesto detesta el poder de las mujeres.

—¿El poder?

—No hablo de las tetas. Y Dios sabe lo poderoso que es un par de tetas, sino del poder real. ¡Poder! Mi madre lo poseía. No era reina de las sombras, ojo, pero era curandera y vidente.

—¿Veía el futuro?

Sacudió la cabeza.

—Sabía lo que ocurría lejos. Cuando mi padre murió, ella gritó repentinamente. Un grito que por poco la mata, porque sabía qué había ocurrido. Y además tenía razón. Al pobre hombre lo hizo pedazos un sajón. Pero era mejor como curandera. La gente venía de kilómetros a la redonda. No importaba que hubiera nacido sajona, caminaban una semana para que ella les impusiera las manos. ¿A mí? ¡Me lo hacía gratis! Me imponía las manos que daba gusto, y me atrevería a decir que me lo merecía, pero era una curandera excepcional. Y por supuesto, a los curas eso no les gusta nada.

—¿Por qué no?

—Porque nosotros los curas vamos contándole a la gente que el poder viene de Dios, y si no viene de Dios entonces tiene que venir del diablo, ¿lo entendéis? Así que, cuando la gente se pone enferma, la Iglesia quiere que recen y que le den a los curas el dinero. A los curas no les gusta no entender las cosas, y no les gusta que la gente acuda a las mujeres para que les curen. ¿Pero qué va a hacer la gente? ¡Las manos de mi madre, que Dios tenga en su gloria su alma sajona, eran mucho mejor que ninguna oración! ¡Mejor que el toque de los sacramentos! Yo no evitaría que la gente fuera a ver a los curanderos. ¡Les diría que fueran! —Dejó de hablar porque levanté la mano. Había visto un movimiento en una colina al norte, pero era sólo un ciervo. Bajé la mano y espoleé al caballo—. Pero vuestra Iseult… —prosiguió Pyrlig—, ha crecido con el poder y no va a perderlo.

—¿No se lo arrebató el bautismo?

—¡Pero qué va! Sólo le dio un poco de frío y la dejó algo más limpia. No hay nada malo en un chapuzoncito una o dos veces al año. —Estalló en carcajadas—. Pero estaba asustada en el pantano. Os habíais ido y estaba rodeada de sajones que no dejaban de escupirle que era pagana, ¿así que, qué iba a hacer? Quiere ser una de ellos, quiere que la gente deje de escupirle, de modo que dijo que se bautizaría. Y quizá sea realmente cristiana. Ruego a Dios por esa gracia, pero prefiero rogarle porque sea feliz.

—¿Y no creéis que lo sea?

—¡Por supuesto que no! ¡Está enamorada de vos! —Y se rió—. Y estar enamorada de vos significa vivir entre sajones, ¿no? Pobre chica, es como una preciosa cierva joven viviendo entre cerdos que gruñen.

—Qué don tenéis para la palabra —le dije.

El se rió, encantado con su insulto.

—Ganad vuestra guerra, señor Uhtred —me dijo—, y después lleváosla lejos de nosotros los curas y dadle muchos hijos. Será feliz, y un día, quizá llegué a ser realmente sabia. Ese es el auténtico don de las mujeres. Son sabias, y no muchos hombres lo poseen.

Y mi don era ser guerrero, aunque no hubo batalla aquel día. No vimos daneses, pero estaba seguro de que ellos nos habían visto y de que a esas alturas Guthrum ya estaría informado de que Alfredo había salido por fin del pantano y marchaba por tierra firme. Le dábamos la oportunidad de destruirnos, de acabar con Wessex, y yo sabía que los daneses estarían preparándose para marchar.

Pasamos aquella noche en una fortaleza de tierra de las gentes antiguas, y a la mañana siguiente proseguimos hacia el norte y el este por tierras hambrientas. Yo encabezaba la comitiva, subiendo a las colinas para buscar al enemigo, pero el mundo seguía vacío. Volaban los grajos, bailaban las liebres, y los cucos llamaban desde los árboles, abarrotados de campanillas, pero no había daneses. Recorrí una elevada cresta, oteando hacia el norte, y no vi nada, y cuando el sol alcanzó el punto máximo, regresé hacia el este. Mi grupo contaba con diez hombres, y nuestro guía era un hombre de Wiltunscir que conocía la zona y nos conducía hacia el valle del Wilig, donde se yergue la piedra de Egberto.

Un kilómetro antes de llegar al valle, vimos jinetes, pero estaban al sur y galopamos por pastos vírgenes para descubrir que eran Alfredo, escoltado por Leofric, cinco soldados y cuatro curas.

—¿Has estado en la piedra? —me preguntó Alfredo con entusiasmo al acercarnos.

—No, señor.

—Sin duda habrá hombres allí —dijo, decepcionado porque no le pudiera dar noticias.

—Tampoco he visto daneses, señor.

—Les llevará dos días organizarse —dijo quitándole importancia— ¡Pero vendrán! ¡Vaya si vendrán! ¡Y los derrotaremos! —Se dio la vuelta sobre la silla para mirar al padre Beocca, que era uno de los curas—. ¿Estáis escocido, padre?

—Extraordinariamente.

—No sois un jinete, Beocca, ni siquiera un mal jinete, pero ya no queda mucho. No mucho más, ¡y entonces podréis descansar! —Alfredo estaba en un estado de ánimo febril—. ¡Descansaremos antes de pelear, ya! Descansaremos y rezaremos, padre, y después rezaremos y lucharemos. ¡Rezaremos y lucharemos! —Azuzó al caballo hasta el galope, y todos salimos tras él a través de un huerto vestido de flores rosas, loma arriba. Después cruzamos una larga colina donde encontramos huesos de ganado. Prímulas blancas bordeaban los bosques al pie de la colina, y un halcón viró bruscamente para planear por el valle hacia los restos quemados de un granero.

—¡Justo al otro lado de la cima, señor! —me gritó mi guía.

—¿Qué hay?

—¡Defereal, señor!

Defereal era el nombre del poblado en el valle del río Wilig, donde nos esperaba la piedra de Egberto, y Alfredo espoleó al caballo de modo que la capa azul ondeó tras él. Todos galopábamos, desplegados por la colina, en una carrera por ser el primero que viera las fuerzas sajonas. Entonces el caballo del padre Beocca tropezó. Era, como Alfredo había dicho, un mal jinete, pero eso no resultaba nada sorprendente, pues era cojo y tenía una mano tonta, y cuando el caballo se inclinó hacia delante, el padre Beocca salió volando de la silla. Lo vi rodar por la hierba, y di la vuelta.

—¡No me he hecho daño! —me gritó—. ¡No me he hecho daño! Sigue, Uhtred, ¡sigue!

Le cogí el caballo. Beocca estaba ya en pie, cojeando tan rápido como podía hasta donde Alfredo y los otros jinetes se erguían en una fila que observaba el valle de abajo.

—Tendríamos que haber traído los estandartes —dijo Beocca cuando le tendí las bridas.

—¿Los estandartes?

—Para que el
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sepa que su rey ha llegado —dijo sin aliento—. Deberían ver los estandartes en el horizonte, Uhtred, y saber que ha llegado. La cruz y el dragón.
¡In hoc signo!
Alfredo será el nuevo Constantino, Uhtred, ¡un guerrero de la cruz!
¡In hoc signo!
, Alabado sea Dios, alabado sea Dios, alabemos grandemente al Señor.

No tenía ni idea de lo que quería decir, ni me importaba. Había llegado a lo alto de la colina y podía ver el precioso valle por el que discurría el Wilig.

Que estaba vacío.

Ni un hombre a la vista. Sólo el río, los sauces, los prados junto al agua, los alisos, una garza que volaba alto, la hierba combándose al viento y la triple piedra de Egberto sobre una loma encima del Wilig, donde se suponía que se tenía que reunir un ejército. Y no había ni un solo hombre. Ni uno solo a la vista. El valle estaba vacío.

* * *

Los hombres que habíamos traído de Æthelingaeg se desperdigaron por el valle; ya se habían unido al
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de Sumorsaete. Juntos sumaban algo más de mil hombres, y aproximadamente la mitad iban convenientemente equipados para formar el muro de escudos, mientras que el resto sólo servía para empujar a las primeras filas hacia delante, rematar a los enemigos o, con más probabilidades, para morir.

No podía enfrentarme a la decepción de Alfredo. No dijo nada, pero su rostro enjuto se puso blanco y se ocupó en decidir dónde acamparían los mil hombres y dónde pastarían nuestros caballos. Yo cabalgué hasta la elevada colina al norte del campamento con una veintena de hombres, entre los que estaban Leofric, Steapa y el padre Pyrlig. La colina era empinada, aunque aquello no había supuesto obstáculo para que las gentes antiguas construyeran una de sus extrañas tumbas en lo alto de la ladera. La tumba era un largo montículo, y Pyrlig dio un amplio rodeo para no pasar por allí.

—Está lleno de dragones, eso.

—¿Habéis visto alguna vez un dragón? —le pregunté.

—¿Estaría vivo si lo hubiera visto? ¡Nadie ve un dragón y sigue con vida!

Me volví sobre la silla y contemplé el túmulo.

—Pensaba que había gente enterrada ahí.

—¡Y lo están! ¡Ellos y sus tesoros! Así que el dragón vigila el botín. Eso es lo que hacen los dragones. Si enterráis oro, os nace un dragón.

Los caballos tuvieron dificultades para subir por la empinada colina, pero la cumbre nos recompensó con una franja de suelo firme con amplias vistas al norte. Había subido a la colina en busca de daneses. Alfredo podía creer que pasarían dos o tres días antes de que los viéramos, pero yo esperaba que sus exploradores estuvieran cerca, y era posible que una banda de guerreros quisiera acosar a los hombres acampados junto al Wilig.

Aun así no vimos a nadie. Al noreste había grandes depresiones, colinas para las cabras, mientras que al frente, en el terreno bajo, las sombras de las nubes se apresuraban por los campos, oscureciendo las prímulas en floración y las relucientes hojas verdes.

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