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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (45 page)

—Alabado sea Dios por ello —añadió Pyrlig.

Alfredo se detuvo, mirando las ascuas de una de las hogueras del campamento.

—Esta noche he dirigido unas palabras a mi ejército —nos dijo.

—Me lo han contado, señor —le dije.

Me miró fijamente.

—¿Y qué te han contado?

—Que les habéis dado un sermón, señor.

Se estremeció, después pareció aceptar la crítica.

—¿Qué crees que quieren oír? —preguntó.

—Quieren oír —respondió Pyrlig—, que estáis dispuesto a morir por ellos.

—¿Morir?

—Los hombres siguen, los reyes comandan —contestó Pyrlig. Alfredo esperó—. No les importa san Agustín —prosiguió el cura—. Sólo les importa que sus mujeres e hijos estén a salvo, igual que sus tierras, y saber que tendrán un futuro propio. Quieren saber que van a ganar. Quieren saber que los daneses van a morir. Quieren oír que se van a hacer ricos saqueando.

—¿Avaricia, venganza y egoísmo? —preguntó Alfredo.

—Si tuvierais un ejército de ángeles, señor —prosiguió Pyrlig—, un elevado discurso sobre Dios y san Agustín prendería sin duda su ardor, pero tenéis que luchar con simples hombres, y no hay nada tan bueno como la codicia, la venganza y el egoísmo para inspirar a los mortales.

A Alfredo no le hizo demasiada gracia el consejo, pero no discutió.

—¿Así que puedo confiar en mi sobrino? —me preguntó.

—Yo no sé si podéis confiar en él —le dije—, pero tampoco puede Guthrum. Y Etelwoldo ha venido en vuestra busca, señor, así que contentaos con eso.

—Lo haré, lo haré. —Nos deseó buenas noches y se marchó a su duro lecho.

Las hogueras en el valle se extinguían.

—¿Por qué no le habéis contado a Alfredo la verdad sobre Etelwoldo? —le pregunté a Pyrlig.

—Porque me ha parecido que podía confiar en vuestro juicio —contestó.

—Sois un buen hombre. —Y eso me sorprende constantemente. Fui a buscar a Iseult, y me dormí agarrado a ella.

* * *

Al día siguiente, todo el cielo del norte estaba encapotado; en las colinas que nos rodeaban, sin embargo, igual que sobre nuestro ejército, brillaba el sol.

El ejército de Wessex, compuesto entonces de casi tres mil quinientos hombres, marchó Wilig arriba, y luego siguió el pequeño arroyo que Pyrlig y yo habíamos explorado la tarde anterior. Vimos a los exploradores daneses en las colinas, y supimos que estarían enviando mensajeros a Guthrum.

Conduje cincuenta hombres hasta una de las colinas. Íbamos todos montados, todos armados, todos con escudos y cascos, cabalgábamos listos para la batalla, pero los exploradores daneses rindieron el terreno. Sólo eran una docena, y abandonaron la cumbre mucho antes de que llegáramos nosotros, donde una hueste de mariposas azules revoloteaba sobre la hierba primaveral. Miré hacia el norte, al ominoso cielo oscuro, y vi un gavilán encorvarse. El ave se lanzó al vacío, seguí su vuelo y de repente, bajo las alas plegadas y las garras abiertas del ave, vi a nuestro enemigo.

El ejército de Guthrum marchaba hacia el sur.

El miedo llegó entonces. El muro de escudos es un lugar terrible. Es donde un guerrero se labra la reputación, y la reputación nos es algo muy caro. La reputación es honor, pero para conseguir el honor un hombre debe aguantar en el muro, donde la muerte corre rampante. Había estado en el muro de escudos de Cynuit, y conocía su olor, el hedor de la muerte, la incertidumbre de sobrevivir, el horror de hachas, espadas y lanzas, y tenía miedo. La batalla estaba cerca.

Por las tierras bajas al norte de las colinas, en el terreno verde que se extendía uniforme hasta Cippanhamm, había un gran ejército. El gran ejército, lo llamaban los daneses, los guerreros paganos de Guthrum y Svein, la salvaje horda de hombres fieros del otro lado del mar.

Eran una mancha oscura en el paisaje. Venían atravesando los campos, grupos de jinetes se dispersaban por el paraje, y como sus cabecillas empezaban a surgir a la luz, parecía que la horda llegara de la oscuridad. Lanzas, cascos, malla y metal proyectaban los rayos del sol en una miríada de reflejos rotos que se extendían y multiplicaban a medida que llegaban más hombres de debajo de los nubarrones. Iban casi todos montados.

—Jesús, María y José —exclamó Leofric.

Steapa no dijo nada. Se limitó a mirarlos con odio.

Osric, el alguacil de la comarca de Wiltunscir, se persignó.

—Alguien tiene que decírselo a Alfredo.

—Yo iré —se ofreció el padre Pyrlig.

—Decidle que los paganos han cruzado el Afen —dijo Osric—. Decidle que se dirigen hacia… —se detuvo, intentando calcular hacia dónde iría la horda— Ethandun —concluyó.

—Ethandun —repitió Pyrlig.

—Y recordadle que allí hay un antiguo fuerte de las gentes antiguas —añadió Osric. Aquélla era su comarca, su tierra, conocía las colinas, los campos, y parecía pensar en lo peor, sin duda preguntándose qué ocurriría si los daneses encontraban la antigua fortaleza y la ocupaban—. Que Dios nos ayude —dijo Osric—. Estarán en las colinas mañana por la mañana, decídselo.

—Mañana por la mañana en Ethandun —repitió Pyrlig, que dio la vuelta a su caballo y salió al galope. Osric señaló un punto en la lejanía.

—Podéis verla. —Desde aquella distancia la antigua fortaleza no parecía más que una deformación del terreno. Por todo

Wessex podía uno encontrar ese tipo de bastiones, con enormes muros de tierra, y aquél estaba construido en lo alto de un terreno escarpado que ascendía desde las tierras bajas, un lugar que guardaba el abrupto borde de las formaciones calizas—. Algunos de esos cabrones llegarán allí esta noche —dijo Osric—, pero la mayoría no lo logrará hasta mañana. Esperemos que no se fijen en el fuerte.

Todos pensamos que Alfredo encontraría un lugar en el que Guthrum le atacara, una ladera apropiada para la defensa, un lugar en el que nuestro número reducido se apoyara en un terreno dificultoso, pero la visión del lejano fuerte nos recordó que Guthrum podía adoptar la misma táctica. Podría encontrar un lugar que nos resultara difícil de atacar, y las posibilidades de Alfredo serían entonces bien negras. Atacar significaría cortejar el desastre, mientras que la retirada lo garantizaría. Se nos acabaría la comida en un día o dos, y si intentábamos retirarnos al sur por las colinas, Guthrum soltaría una horda de jinetes tras nosotros. E incluso si el ejército de Wessex conseguía escapar incólume, sería un ejército derrotado. Si Alfredo reunía el
fyrd
, y se retiraba del enemigo, los hombres lo interpretarían como una derrota y empezarían a desertar para proteger sus hogares. Teníamos que luchar, pues no presentar batalla suponía el fracaso.

El ejército acampó aquella tarde al norte de los bosques donde había encontrado a Etelwoldo. Ahora formaba parte del cortejo del rey, y se acercó con Alfredo y sus jefes guerreros a la cumbre en la que estábamos para observar la maniobra del ejército danés, que empezaba a rodear las colinas. Alfredo pasó un buen rato mirando.

—¿A qué distancia deben de estar?

—Desde aquí —respondió Osric—, a siete kilómetros. De vuestro ejército, a diez.

—Mañana, entonces —declaró Alfredo, y se persignó. Las nubes del norte se extendían, oscureciendo la tarde, pero la luz reflejaba lanzas y hachas en la fortaleza de las gentes antiguas. Después de todo, parecía que Guthrum sí había reparado en el lugar.

Regresamos al campamento para descubrir que llegaban más hombres. No demasiados, sólo pequeños grupos, pero seguían llegando, y uno de aquellos grupos, cansados y polvorientos por el viaje, había venido a caballo, dieciséis hombres con cotas de malla y buenos cascos.

Eran mercios, se habían dirigido al este y, tras cruzar el Temes y rodear completamente Wessex, siempre evitando a los daneses, llegaban en ayuda de Alfredo. Su jefe era un hombre bajito, de hombros anchos, la cara redonda y una expresión belicosa. Se arrodilló ante Alfredo, después me sonrió, y reconocí a mi primo Æthelred.

Mi madre era mercia, aunque jamás la conocí, y su hermano Æthelred era un poderoso señor en la parte sur de aquel país. Yo había pasado una breve temporada en su casa cuando huí la primera vez de Northumbria. Entonces me había peleado con mi primo, llamado Æthelred como su padre, pero parecía haber olvidado nuestra enemistad juvenil y me abrazó con fuerza. Su cabeza me llegaba al cuello.

—Hemos venido a pelear —me dijo con la voz amortiguada por mi pecho.

—Tendréis pelea —le prometí.

—Señor. —Me soltó y volvió con Alfredo—. A mi padre le habría gustado enviar más hombres, pero debía proteger sus tierras.

—Sin duda —repuso Alfredo.

—Aun así, ha enviado lo mejor que tiene —prosiguió Æthelred. Era joven y engreído, con tendencia a pavonearse, pero su confianza complació a Alfredo, como el reluciente crucifijo de plata que colgaba por encima de su cota—. Permitidme que os presente a Tatwine —prosiguió mi primo—, el jefe de las tropas personales de mi padre.

Recordaba a Tatwine, un hombre que era un tonel y un guerrero magnífico, cuyos brazos estaban marcados de manchas negras, cada una de ellas, grabada con una aguja y tinta; respondía a un hombre muerto en batalla. Me dedicó una sonrisa torcida.

—¿Aún vivo, señor?

—Aún vivo, Tatwine.

—Será bueno volver a luchar a vuestro lado.

—Lo que es bueno es tenerte aquí —le dije, y lo era. Pocos hombres son guerreros de nacimiento, y los hombres como Tatwine valían como una docena de los otros.

Alfredo había ordenado al ejército que volviera a formar. Lo hizo en parte para que los hombres vieran su número y se animaran, y también lo hizo porque sabía que el discurso de la noche anterior había dejado a los hombres confundidos y no les había inspirado. Lo intentaría otra vez.

—Ojalá no lo haga —rezongó Leofric—. Sabe dar sermones, pero no discursos.

Nos reunimos al pie de una pequeña colina. Empezaba a oscurecer. Alfredo había plantado sus dos estandartes, el dragón y la cruz, en la cumbre de la colina, pero había poco viento, así que las banderas apenas se movían. Subió y se irguió entre ambos. Estaba solo, vestido con cota de malla, sobre la que llevaba la capa azul, ahora descolorida. Un grupo de sacerdotes empezó a seguirle, pero él les indicó con un gesto que se quedaran al pie. Entonces nos contempló apiñados en el prado debajo de él; durante unos instantes no dijo nada, y yo presentí la incomodidad en las filas. Querían que les metieran fuego en las almas, y esperaban agua bendita.

—¡Mañana! —dijo de repente. Su voz era aguda, pero suficientemente clara—. ¡Mañana lucharemos! ¡Mañana! ¡En la festividad de san Juan Apóstol!

—Oh, Dios —farfulló Leofric a mi lado—, hasta el culo de santos otra vez.

—¡San Juan Apóstol fue condenado a muerte! —prosiguió Alfredo—. ¡Condenado a morir en aceite hirviendo! ¡Y aun así sobrevivió a la tortura! ¡Lo tiraron al aceite hirviendo y siguió vivo! ¡Y salió del caldero convertido en un hombre más fuerte! Y vamos a hacer lo mismo. —Se detuvo, observándonos, y nadie respondió. Nos lo quedamos mirando todos, y debió de darse cuenta de que la homilía sobre san Juan no estaba funcionando, pues hizo un gesto abrupto con la mano derecha, como si apartara de golpe a todos los santos—. ¡Y mañana —dijo—, es también un día para los guerreros! Un día para matar a vuestros enemigos. ¡Un día para hacer que los paganos deseen no haber oído hablar jamás de Wessex! —Se detuvo de nuevo, y esta vez se oyeron algunos murmullos de aprobación—. ¡Esta es nuestra tierra! ¡Luchamos por nuestros hogares! ¡Por nuestras esposas! ¡Por nuestros hijos! ¡Luchamos por Wessex!

—Claro que sí —gritó una voz.

—¡Y no sólo por Wessex! —Su voz había cobrado fuerza—. ¡Tenemos hombres de Mercia, de Northumbria y de la Anglia Oriental! —No conocía a nadie de la Anglia Oriental y sólo Beocca y yo éramos de Northumbria, pero a nadie pareció importarle—. Somos los hombres de Inglaterra —gritó Alfredo—, y luchamos por todos los sajones.

De nuevo silencio. A los hombres les gustaba lo que oían, pero la idea de Inglaterra estaba en la cabeza de Alfredo, no en la suya. Soñaba con un país, pero era un sueño demasiado grande para el ejército del prado.

—¿Por qué creéis que están aquí los daneses? —preguntó Alfredo—. Quieren a vuestras mujeres para su placer, a vuestros hijos como sus esclavos, y vuestras casas para ellos, ¡pero no nos conocen! —pronunció las últimas cuatro palabras lentamente, gritando cada una con toda claridad—. No conocen nuestras espadas —prosiguió—, no conocen nuestras hachas, nuestras lanzas, ¡nuestra ferocidad! ¡Mañana se las vamos a mostrar!

¡Mañana los mataremos! ¡Mañana los vamos a reducir a pedazos! ¡Mañana teñiremos la tierra de rojo con su sangre! ¡Y los oiremos gimotear! ¡Mañana les haremos pedir clemencia!

—¡Y no tendrán ninguna! —se oyó a otro hombre.

—¡Ninguna! —gritó Alfredo, y yo me di cuenta de que no lo decía en serio. Les ofrecería clemencia a los daneses, les ofrecería el amor a Dios, e intentaría razonar con ellos, pero, por lo menos en los últimos minutos había aprendido a dirigirse a los guerreros—. Mañana —gritó—, ¡no lucharéis por mí! ¡Yo lucharé por vosotros! ¡Lucharé por Wessex! ¡Lucharé por vuestras mujeres, vuestros hijos y vuestros hogares! ¡Mañana lucharemos, y os juro sobre la tumba de mi padre y las vidas de mis hijos que vamos a ganar!

Y eso disparó los vítores. No era, con toda honestidad, el mejor de los discursos de batalla, pero era el mejor que había dado Alfredo y funcionó. Los hombres patearon el suelo, y los que llevaban escudos los golpearon contra espadas y lanzas, de modo que el crepúsculo se llenó de un batir rítmico mientras los hombres gritaban «¡Sin compasión!». El eco reverberaba en las colinas. «¡Sin compasión, sin compasión!».

Estábamos listos. Y los daneses también.

Aquella noche, el cielo se cubrió de nubes. Las estrellas desaparecieron una tras otra, y la débil luna quedó engullida por la oscuridad. Costaba dormir. Me senté con Iseult, que limpiaba mi cota de malla mientras yo afilaba ambas espadas.

—Mañana ganaréis —me dijo con su vocecilla.

—¿Lo has soñado?

Sacudió la cabeza.

—Los sueños no han vuelto desde que me bauticé.

—¿Así que te lo has inventado?

—Lo creo así —me dijo.

La piedra de afilar rasgaba las hojas. A mi alrededor, otros hombres afilaban también sus armas.

—Cuando esto termine —le dije—, tú y yo nos marcharemos. Construiremos una casa.

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