—¿Con todos nuestros hombres? —preguntó Alfredo—. Pero entonces Guthrum atacará nuestro flanco con todos los hombres que posea.
—No, no va a hacerlo —contesté—. Enviará a algunos hombres para atacar nuestro flanco, pero mantendrá a la mayoría de las tropas dentro del fuerte. Es cauteloso. No va a abandonar el fuerte, y no se arriesgará demasiado para salvar a Svein. No se gustan demasiado.
Alfredo pensó en ello, pero me di cuenta de que no le hacía gracia apostar tan fuerte. Temía que, si atacábamos a Svein, los demás daneses cargaran desde el fuerte y superaran a nuestro flanco. Sigo pensando que tendría que haber seguido mi consejo, pero el destino es inexorable y decidió imitar la cautela de Guthrum.
—Atacaremos por nuestra derecha —dijo—, y nos quitaremos de en medio a los hombres de Wulfhere, pero debemos estar preparados para su contraataque, así que nuestra izquierda se quedará donde está.
Y eso se decidió. Osric y Arnulf, con los hombres de Wiltunscir y Suth Seaxa, presentarían batalla ante Svein y Wulfhere en terreno abierto, al este de la fortaleza, pero sospechábamos que algunos daneses saldrían de detrás de los muros de tierra para atacar el flanco de Osric, así que Alfredo conduciría su propia guardia personal a modo de baluarte contra aquel asalto. Wigulf, mientras tanto, se quedaría donde estaba, lo que significaba que un tercio de nuestros hombres no haría nada.
—Si podemos vencerlos —dijo Alfredo—, los restos de su ejército se retirarán al fuerte y podremos sitiarlos. Dentro no tienen agua, ¿verdad?
—No —confirmó Osric.
—Así que están atrapados —dijo Alfredo, como si se hubiera resuelto todo el problema y la batalla estuviera prácticamente ganada. Se volvió hacia el obispo Alewold—. Obispo, una oración, si sois tan amable.
Alewold rezó, la lluvia cayó, los daneses siguieron burlándose, y yo supe que el terrible momento, el gran estrépito de los muros de escudos, se avecinaba. Toqué el martillo de Thor y la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente
, pues la muerte nos acechaba. Que Dios me ayude, pensé, volviéndome a tocar el martillo. Thor, ayúdanos a todos, pues no pensaba que fuéramos a ganar.
Los daneses se concentraron en el estruendo previo a la batalla, y nosotros rezamos. Alewold arengó a Dios durante un buen rato, básicamente rogándole que nos enviara ángeles con espadas en llamas, y desde luego nos habrían venido bien, pero no apareció ninguno. Nos tocaría a nosotros hacer la faena.
Nos preparamos para la batalla. Recogí el casco y el escudo del caballo que guiaba Iseult, pero antes le corté un grueso mechón de cabello negro.
—Confía en mí —le dije, porque estaba nerviosa, y empleé un pequeño cuchillo para cortarle el mechón. Até un extremo a la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente
, y enrollé el resto. Iseult me miraba.
—¿Para qué? —me preguntó.
—Puedo enrollármelo en la muñeca. —Le enseñé cómo—. Y así no perderé la espada. Tu pelo me traerá suerte.
El obispo Alewold exigía enfurecido que las mujeres se retiraran. Iseult se puso de puntillas para abrocharme bien el casco de lobo. Después, me agachó la cabeza y me besó por el hueco de la visera.
—Rezaré por ti —dijo.
—Yo también —añadió Hild.
—Rezad a Odín y a Thor —les rogué, después observé mientras se llevaban el caballo. Las mujeres guardarían los caballos a unos quinientos metros de nuestro muro de escudos, y Alfredo insistió en que se retiraran más para que ningún hombre se viera tentado de salir corriendo a por un caballo y huir al galope.
Era el momento de formar en el muro de escudos, y aquello era un asunto más bien engorroso. Algunos hombres se ofrecían para estar en primera fila, pero la mayoría intentaba ponerse detrás, y Osric y sus jefes de batalla empujaban y gritaban mientras intentaban situar a los hombres.
—¡Dios está con nosotros! —les gritaba Alfredo. Seguía montado y recorría el muro de Osric, que formaba lentamente, para animar al
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—. ¡Dios está con nosotros! —gritó otra vez—. ¡No podemos perder! ¡Dios está con nosotros! —La lluvia cayó con más fuerza. Los curas recorrían las filas ofreciendo bendiciones y haciendo frente común con el aguacero, salpicando los escudos con agua bendita. El
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de Osric era casi de cinco filas de espesor, y detrás había unos cuantos hombres desperdigados con lanzas. Su trabajo, cuando ambas partes se encontraran, era arrojar las lanzas por encima de las cabezas de sus compañeros, y los daneses tendrían lanceros parecidos poniendo a punto sus propias lanzas—. ¡Dios está con nosotros! —gritó Alfredo—. ¡Dios está de nuestro lado! ¡El cielo nos protege! ¡Los santos rezan por nosotros! ¡Los ángeles nos guardan! ¡Dios está con nosotros! —Se había quedado ya ronco. Los hombres se tocaban amuletos de la suerte, cerraban los ojos en silenciosa oración, y se abrochaban las hebillas. En la fila de enfrente, apoyaban los escudos en los escudos vecinos de manera obsesiva. Se suponía que el extremo derecho del escudo de cada hombre se solapaba con el del vecino, de modo que los daneses se enfrentaban con un muro sólido de madera de tilo reforzada de hierro. Los daneses formaban igual, pero seguían burlándose de nosotros, nos retaban a atacar. Un joven salió a trompicones por la parte de atrás del
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de Osric y vomitó. Dos perros corrieron a comerse el vómito. Un lancero estaba hincado de rodillas, temblando y rezando.
El padre Beocca se colocó junto a los estandartes de Alfredo, con las manos levantadas en oración. Yo estaba en frente de los estandartes, con Steapa a la derecha y Pyrlig a la izquierda.
—¡Arroja fuego sobre ellos, oh, Todopoderoso! —aullaba Beocca—. ¡Arroja fuego sobre ellos y derrótalos! Castígalos por todas sus iniquidades. —Tenía los ojos bien cerrados y el rostro levantado hacia la lluvia, así que no vio a Alfredo galopar hasta nosotros otra vez y abrirse paso entre nuestras filas. El rey seguiría montado para ver qué ocurría, y Leofric y una docena más de hombres también irían a caballo para poder proteger a Alfredo con sus escudos, hachas y lanzas.
—¡Adelante! —se desgañitó Alfredo.
—¡Adelante! —repitió Leofric porque el rey estaba ya ronco.
Nadie se movió. Correspondía a Osric y a sus hombres comenzar el avance, pero los hombres siempre se muestran reacios a enfrentarse contra un muro de escudos enemigo. Ayuda estar borracho. He estado en batallas en que ambas partes avanzaban a trompicones apestando a vino de abedul y cerveza, pero nosotros no teníamos nada de aquello: había que invocar nuestro coraje desde corazones sobrios y no nos quedaba demasiado en aquella fría mañana.
—¡Adelante! —rugió de nuevo Leofric, y esta vez Osric y sus comandantes repitieron el grito y los hombres de Wiltunscir arrastraron los pies unos cuantos pasos hacia delante. El tableteo de los daneses al cerrar filas y formar su muro, su
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, frenó el avance. Así llaman los daneses al muro, el
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o fuerte de escudos. Los daneses se burlaron a grito pelado, y dos de sus guerreros más jóvenes salieron de la fila para mofarse e invitarnos a un duelo—. ¡Quedaos en el muro! —aulló Leofric.
—¡No les hagáis caso! —bramó Osric.
Bajaron unos jinetes del fuerte, quizás un centenar, y trotaron tras el
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formado por los guerreros de Svein y los sajones de Wulfhere. Svein se unió a los jinetes. Vi su caballo blanco, la blanca capa, y el blanco penacho de cola de caballo. La presencia de los jinetes me indicó que Svein esperaba que nuestra línea se rompiera, y quería perseguir a nuestros fugitivos del mismo modo en que sus jinetes habían acabado con los britanos desbandados de Peredur en Dreyndynas. Los daneses estaban cargados de confianza, y así debía ser, pues nos superaban en número y eran todos guerreros, mientras que nuestras filas estaban formadas por hombres más acostumbrados al arado que a la espada.
—¡Adelante! —gritó Osric. Su fila se movió, pero no avanzó más de un metro.
La lluvia me goteaba desde el borde del casco. Corría por dentro de la visera, se metía dentro de la cota de malla y bajaba en hilillos hasta mi pecho y estómago.
—¡Dales fuerte, Señor! —gritaba Beocca—. ¡Mátalos sin piedad! ¡Destrózalos!
Pyrlig rezaba, o eso me parecía, porque hablaba en su propia lengua, pero le oí repetir la palabra
duw
una y otra vez, y sabía, por Iseult, que
duw
era la palabra britana para dios. Etelwoldo estaba detrás de Pyrlig. En teoría debía estar detrás de mí, pero Eadric había insistido en protegerme la espalda, de modo que Etelwoldo cubriría a Pyrlig. No dejaba de hablar, intentando disimular su nerviosismo, y me volví hacia él.
—Mantén el escudo arriba —le dije.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—Le proteges la cabeza a Pyrlig, ¿lo entiendes?
—¡Ya lo sé! —Le irritaba el consejo—. Ya lo sé —repitió irascible.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Osric. Como Alfredo, iba montado y recorría la fila de arriba abajo, espada en mano, y pensé que atizaría con gusto a sus hombres con la hoja para hacerlos avanzar. Avanzaron unos cuantos pasos, los escudos daneses volvieron arriba, la madera de tilo emitió un ruido seco al formar el
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y nuestra fila volvió a titubear. Svein y sus jinetes estaban ahora en el flanco más alejado, pero Osric había situado a un grupo de guerreros escogidos en aquel lugar, listos para guardar el extremo abierto de su fila.
—¡Por Dios! ¡Por Wiltunscir! —rugió Osric—. ¡Adelante!
Los hombres de Alfredo estaban a la izquierda del
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de Osric, donde nuestro muro se doblaba ligeramente hacia atrás, listos para recibir el esperado ataque por el flanco desde el fuerte. Avanzamos con bastante diligencia, pero nosotros éramos casi todos guerreros, y sabíamos que no podíamos adelantarnos a las inquietas tropas de Osric. Casi pisé un agujero en el suelo donde, increíblemente, había tres lebratos agachados y temblando. Los miré y confié en que los hombres detrás de mí evitaran pisarlos, pero sabía que no podrían evitarlo. No sé por qué las liebres dejan a sus crías a cielo abierto, pero lo hacen, y allí estaban, tres pulcros lebratos en un hueco en las colinas, sin duda las primeras víctimas en morir en aquel día de viento y lluvia.
—¡Gritadles! —bramó Osric—. ¡Decidles que son unos cabrones! ¡Llamadlos hijos de puta! ¡Decidles que son mierda del norte! ¡Gritadles! —Sabía que ésa era una manera de poner a los hombres a andar. Los daneses nos gritaban, nos llamaban mujeres, nos decían que no teníamos valor, y nadie de nuestras filas les devolvía los insultos, pero los hombres de Osric empezaron, entonces, y la lluvia se llenó del estrépito de armas golpeando escudos y exabruptos de los sajones.
Me había colgado a
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a la espalda. En la refriega, es más fácil desenvainar desde el hombro que desde la cadera, y el primer golpe puede ser así despiadado. Llevaba a
Aguijón-de-Avispa
en la mano derecha. La espada corta, de recia hoja, era adecuada para clavar y, en la prensa de hombres que se enfrenta a un muro de escudos enemigo, una espada corta puede hacer más daño que una larga. Sostenía el escudo, recubierto de hierro por el borde, con el antebrazo izquierdo, mediante dos cinchas de cuero. El escudo llevaba una embozadura de metal del tamaño de la cabeza de un hombre, un arma en sí misma. Steapa, a mi derecha, iba armado con una espada larga, no tan larga como aquella con la que se había enfrentado a mí en Cippanhamm, pero aun así una hoja contundente, aunque en su manaza parecía casi ridícula. Pyrlig cargaba con una lanza para jabalíes, corta, recia y de hoja ancha. Repetía la misma frase una y otra vez.
—
Ein tad, yr hwn zvyt yn y nefoedd, sancteiddier dy enw.
—Más tarde supe que era la oración que Jesús había enseñado a sus discípulos. Steapa murmuraba que los daneses eran unos cabrones.
—Cabrones —decía, y después—: Que Dios me ayude, cabrones. —Una y otra vez, una y otra vez—. Cabrones, que Dios me ayude, cabrones. —Yo tenía la boca demasiado seca para hablar, el estómago revuelto y las tripas sueltas.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba Osric, y avanzamos arrastrando los pies, con los escudos juntos, y ya se veían los rostros enemigos. Vimos las barbas descuidadas, los gruñidos de dientes amarillos, las cicatrices en las mejillas, la piel marcada y las narices rotas. Mi visera sólo me permitía mirar hacia delante. A veces es mejor pelear sin protección facial, para ver los ataques desde todas partes, pero en el choque del muro de escudos la visera resulta muy útil. El casco estaba, además, forrado de cuero. Las flechas salieron disparadas desde las filas danesas. No tenían demasiados arqueros, y los proyectiles se desperdigaron, pero levantamos los escudos para proteger nuestros rostros. Ninguna llegó cerca de mí, aun así retrocedimos hacia atrás y doblamos la fila para observar las murallas verdes de la fortaleza, hasta arriba de hombres, completamente llenas de daneses de espada, y por fin pude ver el estandarte del ala de águila de Ragnar allí; me pregunté qué ocurriría si me encontraba cara a cara con él. Vi las hachas, lanzas y espadas, las hojas en busca de nuestras almas. La lluvia repiqueteaba sobre cascos y escudos.
La fila se detuvo de nuevo. El muro de escudos de Osric y el
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de Svein estaban separados sólo por veinte pasos, y los hombres veían a sus enemigos inmediatos, veían el rostro del hombre que debían matar o del que los mataría. Ambas facciones gritaban, escupían ira e insultos, y los lanceros arrojaron sus primeros proyectiles.
—¡Manteneos juntos! —gritó alguien.
—¡Que los escudos se toquen!
—¡Dios está con nosotros! —gritó Beocca.
—¡Adelante! —Otros dos pasos, aunque era más un arrastrar de pies que pasos.
—Cabrones —dijo Steapa—. Que Dios me ayude, cabrones.
—¡Ahora! —gritó Osric—. ¡Ahora! ¡Adelante, adelante, matadlos! ¡Adelante y matadlos! ¡Vamos, vamos, vamos! —Y los hombres de Wiltunscir se lanzaron. Emitieron un aterrador grito de guerra, tanto para animarse ellos como para asustar al enemigo, y de repente, después de tanto rato, el muro de escudos avanzó deprisa, entre aullidos humanos; las lanzas llegaron desde la fila danesa, nuestras propias lanzas fueron arrojadas, y entonces llegó el fragor, el auténtico sonido atronador en una batalla, cuando el muro de escudos choca contra el
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. El impacto de la colisión sacudió al completo nuestra fila, de modo que incluso mis tropas, que aún no estaban enzarzadas, se tambalearon. Oí los primeros gritos, el entrechocar de armas, los golpes del metal despedazando madera de escudo, los gruñidos de los hombres, y entonces vi a los daneses salir de las verdes murallas, una marea de daneses cargando contra nosotros, con la intención de romper el flanco de nuestro ataque, pero ése era el motivo por el que Alfredo nos había puesto a la izquierda de Osric.