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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (50 page)

Me detuve. Leofric gritaba a los hombres que formaran un muro de escudos, y yo sabía que el ataque había perdido su furia, pero les habíamos hecho daño. Habíamos matado a Svein y a un buen número de sus hombres, y los daneses estaban ahora acorralados contra el fuerte. Me acerqué al borde del despeñadero, siguiendo el rastro de sangre sobre la hierba húmeda, y vi que el caballo blanco se había desbocado cerca del borde y ahora yacía, grotescamente patas arriba y con la piel blanca embadurnada de sangre, a unos cuantos metros terraplén abajo.

—Ese era un buen caballo —comentó Pyrlig. Se había unido a mí junto al terraplén. Pensaba que aquella elevación era la cumbre del despeñadero, pero la tierra era muy uniforme allí, como si un gigante le hubiera pegado una patada a la colina con una bota enorme. El terreno descendía para formar un pronunciado valle que, de repente, volvía a subir en una cresta aún más alta que era la auténtica cumbre. El pronunciado valle descendía hacia la esquina este de la fortaleza, y me pregunté si ofrecería una entrada al bastión. Pyrlig seguía mirando el caballo muerto—. ¿Sabéis qué decimos en casa? —me preguntó—. Decimos que un buen caballo equivale a dos buenos hombres, que una mujer equivale a dos buenos perros, y que un buen perro equivale a dos buenos caballos.

—¿Decís qué?

—No importa. —Me tocó el hombro—. Para ser sajón, Uhtred, peleáis bien. Como un britano.

Decidí que el valle no ofrecía ninguna ventaja para un asalto directo, y me di la vuelta para ver que Ragnar se retiraba paso a paso hacia el fuerte. Sabía que ése era el momento de atacarle, de mantener la furia de la batalla viva y la matanza fresca, pero nuestros hombres saqueaban a los muertos y moribundos y nadie tenía energía para renovar el asalto, aunque nos quedaba aún la más dura tarea de matar daneses protegidos por una muralla. Pensé en mi padre, muerto en un ataque a una muralla. No había demostrado demasiado aprecio por mí, probablemente porque era un niño pequeño cuando murió, y ahora debía seguirle a la trampa mortal de un muro bien protegido. El destino es inexorable.

El estandarte de Svein del caballo blanco había sido capturado y un hombre lo ondeaba ante los daneses. Otro había colocado el casco de Svein sobre una lanza, y al principio pensé que llevaba la cabeza dentro, pero luego me di cuenta de que era sólo el casco. El penacho de cola de caballo era ahora de color rosa. El padre Willibald alzaba las manos al cielo, en una oración de gracias, y me pareció prematuro, pues lo único que habíamos hecho era quebrar a los hombres de Svein; las tropas de Guthrum seguían esperándonos detrás de las murallas. Y Ragnar también estaba allí, seguro en el fuerte. Las murallas formaban un semicírculo que se integraba en las colinas y terminaba al borde del despeñadero. Eran murallas altas, protegidas por una zanja.

—Salvar esos muros va a ser una putada —dije.

—A lo mejor no tenemos que hacerlo —respondió Pyrlig.

—Claro que tendremos que hacerlo.

—No si Alfredo puede convencerlos para que salgan de ahí —repuso Pyrlig, señaló y vi que el rey, acompañado de dos curas, Osric y Harald, se acercaba al fuerte—. Les va a permitir rendirse.

No podía creer lo que veía: ése no era momento para hablar. Era la hora de la matanza, no de las negociaciones.

—No se van a rendir —le dije— ¡Claro que no! Aún creen que pueden vencernos.

—Alfredo intentará convencerlos —dijo Pyrlig.

—No —sacudí la cabeza—. Les va a ofrecer una tregua. —Estaba enfadado—. Les ofrecerá aceptar rehenes. Les predicará, es lo que siempre hace. —Pensé en unirme a él, aunque sólo fuera para añadir amargura a sus sugerencias razonables, pero no era capaz de reunir fuerzas. Tres daneses se habían acercado a hablar con él, pero sabía que no aceptarían su oferta. No estaban derrotados; ni de lejos. Aún seguían teniendo más hombres que nosotros y controlaban las murallas del fuerte, así que la batalla seguía siendo suya.

Entonces oí los gritos. Gritos de furia y de dolor, y me di la vuelta para ver que los jinetes daneses habían llegado a nuestras mujeres, ellas gritaban y no había nada que pudiéramos hacer.

* * *

Los jinetes daneses habían intentado masacrar a los restos rotos del muro de escudos de Alfredo, pero los que acabaron masacrados fueron los hombres de Svein, y los jinetes, rodeando el flanco izquierdo, se habían retirado por detrás de las colinas. Probablemente, pretendían evitar a nuestro ejército por detrás para reunirse con Guthrum por el oeste, y de camino se habían encontrado con nuestras mujeres y caballos: botín fácil.

Con todo, nuestras mujeres poseían armas, y había unos cuantos heridos con ellas, así que juntos resistieron. Había tenido lugar una pequeña matanza. Después, los jinetes daneses, con nada que lucir tras el ataque, se marcharon hacia el oeste. No habían sido más que unos instantes, pero Hild había agarrado una lanza y embestido contra un jinete, entre gritos de odio por los horrores que los daneses le habían infligido en Cippanhamm, y Eanflaed, que lo vio todo, me contó que Hild le hundió la lanza a un danés en una pierna y el danés se defendió con la espada. Iseult, que había acudido a ayudar a Hild, paró el golpe con una espada, y un segundo danés le metió un hachazo por detrás. Entonces una jauría de mujeres enfurecidas ahuyentó a los daneses. Hild estaba viva, pero a Iseult le habían abierto una brecha y partido el cráneo casi en dos. Había muerto.

—Ahora está con Dios —me dijo Pyrlig cuando Leofric nos trajo las noticias. Lloraba, pero no sabía si era la pena o la ira lo que me consumía. Pyrlig me sostuvo por los hombros—. Está con Dios, Uhtred.

—Entonces los hombres que la han enviado allí van a ir al infierno —espeté—. A cualquier infierno. Helado o en llamas. ¡Hijos de puta!

Me quité de encima a Pyrlig y me acerqué a Alfredo a grandes zancadas. Allí estaba también Wulfhere. Era prisionero, vigilado por dos de los guardaespaldas de Alfredo, y se animó al verme, como si pensara que era su amigo, pero yo le escupí y lo dejé atrás.

Alfredo puso mala cara cuando llegué junto a él. Iba escoltado por Osric y Harald, el padre Beocca y el obispo Alewold, ninguno de los cuales hablaba danés, pero uno de los daneses sabía inglés. Eran tres, todos desconocidos para mí, pero Beocca me dijo que su portavoz se llamaba Hrothgar Ericson, y yo sabía que era uno de los jefes de Guthrum.

—Han atacado a las mujeres —le dije a Alfredo. El rey se me quedó mirando atontado, quizá sin entender lo que acababa de decir—. ¡Han atacado a las mujeres!

—Lloriquea —comunicó el intérprete danés a sus compañeros— porque han atacado a las mujeres.

—Si yo lloriqueo —me volví hacia el danés con furia—, tú vas a gritar —le dije en danés—. Te voy a sacar las tripas por el culo, te las voy a enrollar en ese cuello asqueroso y le voy a dar de comer a mis perros tus ojos. Ahora, si quieres traducir, alfeñique hijo de la gran puta, traduce bien, o vuelve a tus vómitos.

El hombre parpadeó, pero no dijo nada. Hrothgar, resplandeciente en su malla y su casco argentados, medio sonrió.

—Dile a tu rey —dijo—, que podríamos acceder a retirarnos hasta Cippanhamm, pero que queremos rehenes.

Me volví hacia Alfredo.

—¿Cuántos hombres le quedan a Guthrum? Seguía molesto por mi presencia, pero se tomó la pregunta en serio.

—Suficientes —contestó.

—Suficientes para mantener Cippanhamm y media docena más de ciudades. Nos los cargamos ahora.

—Puedes intentarlo —respondió Hrothgar cuando le tradujeron mis palabras.

Me volví hacia él.

—Maté a Ubba —dije—, y he tumbado a Svein, y lo próximo que voy a hacer es degollar a Guthrum y enviarlo con la puta de su madre. Claro que vamos a intentarlo.

—Uhtred. —Alfredo no sabía qué había dicho, pero entendió mi tono e intentaba calmarme.

—Tenemos trabajo que hacer, señor —contesté. Era la ira lo que hablaba por mí, una ira de igual calibre contra los daneses como contra Alfredo, que volvía a ofrecerles la paz. ¡Cuántas veces lo había hecho ya! Los vencía en la batalla e inmediatamente firmaba una tregua porque creía que se convertirían en cristianos y viviríamos en paz fraternal. Ese era su deseo, vivir en una Britania cristiana devota y piadosa, pero aquel día yo tenía razón. Guthrum no estaba vencido, seguía superándonos en número, y era preciso destruirlo.

—Diles —me indicó Alfredo—, que pueden rendirse a nosotros ahora. Diles que pueden abandonar las armas y salir del fuerte.

Hrothgar trató la propuesta con el desdén que merecía. La mayoría de los hombres de Guthrum aún no había peleado. Estaban muy lejos de la derrota, y las murallas verdes eran altas y las zanjas profundas, y había sido la visión de aquellas murallas lo que había impulsado a Alfredo a hablar con el enemigo. Sabía que los hombres debían morir, muchos hombres, y ése era el precio que no había estado dispuesto a pagar un año antes, cuando Guthrum quedó atrapado en Exanceaster. Pero era un precio que había que pagar. El precio de Wessex.

Hrothgar no tenía nada más que decir, así que se dio la vuelta.

—Decidle al conde Ragnar —le grité—, que sigo siendo su hermano.

—Sin duda lo verás algún día en el Valhalla —me contestó, y me hizo un gesto despreocupado con la mano. Sospechaba que los daneses en ningún momento habían estado dispuestos a negociar una tregua, por no hablar de una rendición, pero cuando Alfredo les ofreció negociar, aceptaron encantados: eso les daba tiempo a organizar sus defensas.

Alfredo me puso mala cara. Estaba claramente molesto porque hubiera intervenido, pero antes de que dijera nada, habló Beocca.

—¿Qué les ha pasado a las mujeres? —preguntó.

—Se han enfrentado a esos hijos de puta —contesté—, pero Iseult está muerta.

—Iseult —repitió Alfredo, y entonces vio las lágrimas en mis ojos y no supo qué decir. Se estremeció, tartamudeó incoherentemente, después cerró los ojos en oración—. Me alegro —dijo tras ordenar sus pensamientos—, de que muriera como cristiana.

—Amén —asintió Beocca.

—Yo preferiría que siguiera viva como pagana —rugí, y después regresé con mis hombres, y Alfredo volvió a convocar a sus comandantes.

En realidad no teníamos elección. Teníamos que atacar el fuerte. Alfredo habló durante un rato de establecer un sitio, pero no era práctico. Teníamos que mantener a un ejército en la cumbre de las colinas y, aunque Osric insistía en que el enemigo no poseía manantiales dentro del fuerte, tampoco nosotros teníamos agua cerca. Ambos ejércitos estarían sedientos, y no poseíamos suficientes hombres para evitar que los daneses bajaran por la empinada orilla del río a por agua. Si el sitio duraba más de una semana, los hombres del
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empezarían a volver a casa para cuidar sus campos, y Alfredo se sentiría tentado hacia el perdón, especialmente si Guthrum prometía convertirse al cristianismo.

Así que apremiamos a Alfredo para que atacara. Nada demasiado historiado. Había que formar los muros de escudos y enviar a los hombres contra las murallas, y Alfredo sabía que debían atacar todos los hombres del ejército. Wiglaf y los hombres de Sumorsaete atacarían por la izquierda, los hombres de Alfredo por el centro y Osric, cuyo
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se había vuelto a reunir y se veía ahora reforzado por los hombres que habían desertado del ejército de Guthrum, atacaría por la derecha.

—Sabéis cómo hacerlo —ordenó Alfredo sin ningún entusiasmo, pues sabía que nos enviaba a un festín de muerte—. Poned a los mejores hombres en el centro, dejad que ellos guíen, y que los demás empujen por detrás y por los lados.

Nadie dijo nada. Alfredo sonrió con amargura.

—Dios nos ha sonreído hasta el momento —dijo—, y no va a abandonarnos ahora.

Aun así había abandonado a Iseult. La pobre y frágil Iseult, una reina de las sombras y un alma perdida, y yo empujé desde la fila central porque lo único que podía hacer ahora por ella era vengarme. Steapa, tan cubierto de sangre como yo, empujaba desde la fila a mi lado. Leofric estaba a mi izquierda y Pyrlig detrás de mí.

—Lanzas y espadas largas —nos aconsejó Pyrlig—, nada de esas cosas cortas.

—¿Por qué no? —preguntó Leofric.

—Subiremos ese muro empinado —dijo—, y lo único que podremos hacer es tirar a los tobillos. Hacerlos caer. Lo he hecho antes. Se necesitan armas con buen alcance y buenos escudos.

—Que Dios nos ayude —exclamó Leofric. Todos teníamos miedo, pues hay pocas cosas tan temibles en la guerra como el asalto a una fortaleza. Si hubiera estado en mi sano juicio, me habría mostrado reacio a atacar, pero estaba lleno de pena por Iseult y nada más que la venganza llenaba mi mente.

—Vamos —dije—. Vamos.

Pero no podíamos ir. Los hombres recogían las lanzas arrojadas en la escaramuza anterior, y los arqueros se adelantaron. Cada vez que atacáramos, queríamos una lluvia de lanzas que nos precediera y una nube de flechas para incordiar al enemigo, pero llevaba tiempo organizar a los lanceros y arqueros detrás de los hombres que se encargarían del asalto.

Entonces, por desgracia para nuestros arqueros, empezó a llover de nuevo. Los arcos seguirían funcionando, pero el agua debilitaba las cuerdas. El cielo se volvió más oscuro cuando la enorme panza negra de una nube se posó sobre la colina, y la lluvia comenzó a tamborilear sobre nuestros cascos. Los daneses se apiñaban en las murallas, armando ruido con sus armas y escudos a medida que nuestro ejército rodeaba la fortaleza.

—¡Adelante! —gritó Alfredo, y subimos hacia las murallas hasta detenernos justo a tiro de arco. La lluvia perlaba el borde de mi escudo. Había una nueva y brillante cicatriz en el metal que recubría el borde, pero yo no sabía cuándo me la habían hecho. Los daneses se burlaban de nosotros. Sabían lo que se avecinaba, y probablemente lo esperaban con ganas. Desde el momento en que Guthrum subió al despeñadero y descubrió la fortaleza, habría imaginado a los sajones de Alfredo asaltando sus murallas mientras sus hombres nos masacraban al intentar salvar las empinadas protecciones. Aquélla era ahora la batalla de Guthrum. Había colocado a su rival, Svein, y a su aliado sajón, Wulfhere, fuera del fuerte, y sin duda confiaba en que destruyeran buena parte de nuestro ejército antes del asalto a las murallas, y poco le importaba a Guthrum que aquellos hombres se hubiesen destruido entre ellos. Ahora sus hombres se enfrentarían en la batalla que había visto desde el principio.

—¡En el nombre de Dios! —gritó Alfredo, y no dijo nada más porque de repente estalló un trueno, un ruido ensordecedor que consumió los cielos y provocó que algunos nos estremeciéramos. Un rayo pareció hacer saltar chispas en el interior de la fortaleza. La lluvia caía como chuzos de punta, un arrebato que martilleaba y nos empapaba, y más truenos sonaron en la distancia. Quizá pensáramos que aquel ruido salvaje que siguió al estallido de luz era un mensaje de Dios, porque de repente el ejército al completo avanzó. Nadie había dado la orden, a menos que la invocación de Alfredo fuera tal. Sencillamente, avanzamos.

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