Svein, el del caballo blanco (51 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los hombres gritaban al avanzar. No insultaban, sólo armaban jaleo para reunir valor. No corríamos, caminábamos, pues había que mantener los escudos juntos. Entonces otro trueno hizo temblar la tierra, y la lluvia pareció cobrar una intensidad despiadada. Calaba a los muertos y a los vivos, y estábamos cerca, muy cerca, pero la lluvia era tan densa que resultaba difícil ver siquiera a los daneses. Entonces vi la zanja, ya inundada, sonaron los arcos, volaron las lanzas, chapoteábamos junto a la zanja y las lanzas danesas nos caían encima. Una dio en mi escudo, cayó, tropecé con el asta, casi me caí al agua, me recuperé y empecé a trepar.

No todo el ejército intentó cruzar la zanja. El valor de muchos hombres se quebró al borde de ella pero una docena o más de grupos prosiguió con el ataque. Éramos lo que los daneses llaman
svinjylkjas
, las cuñas de cerdos salvajes, los guerreros de élite que intentan perforar el
skjaldborg
como un jabalí con sus colmillos abrir agujeros en el cazador. Pero en esta ocasión no sólo había que abrir el
skjaldborg
, también cruzar una zanja inundada por la lluvia y trepar por un muro.

Mantuvimos los escudos sobre nuestras cabezas mientras chapoteábamos en la zanja. Entonces trepamos, pero el talud estaba tan resbaladizo que caíamos continuamente, las lanzas danesas no dejaban de llegar, y alguien tiró de mí y acabé a cuatro patas con el escudo sobre la cabeza. El escudo de Pyrlig me cubría la columna, oí los golpes encima y pensé que era el trueno. Sólo que el escudo no dejaba de darme contra el casco y entonces comprendí que tenía a un danés atizándome encima, intentando romper la madera de tilo para clavarme el hacha o espada en la columna, así que volví a trepar, levanté el extremo más bajo del escudo y vi botas. Tiré con
Hálito-de-Serpiente
, intenté ponerme en pie, noté un golpe en la pierna y volví a caer. Steapa rugía a mi lado. Tenía barro en la boca, y la lluvia seguía machacándonos. Oía el estrépito de las hojas hundiéndose en los escudos, y supe que habíamos fracasado, pero intenté volverme a poner en pie, volví a atacar con la espada, y a mi izquierda Leofric emitió un grito agudo y vi sangre manar sobre la hierba. La sangre se diluyó inmediatamente en la lluvia, y otro trueno estalló por encima de nuestras cabezas cuando resbalé de nuevo hacia la zanja.

El talud estaba lleno de surcos por allí donde habíamos intentado trepar; la hierba había desaparecido hasta mostrar la caliza blanca. Habíamos fracasado en nuestro primer intento, y los daneses nos desafiaban a gritos. Entonces otra oleada de hombres cruzó la zanja y el estruendo de escudos y armas comenzó de nuevo. Trepé una segunda vez, intentando aferrar las botas en la piedra, tenía el escudo levantado y no vi a los daneses bajar a por mí, y lo primero que supe de ellos fue un hachazo que golpeó mi escudo con tanta fuerza que los tablones se partieron. Un segundo hachazo llegó al casco, caí hacia atrás, y habría perdido a
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de no haber sido por el mechón de cabello de Iseult que la ataba a mi muñeca. Steapa consiguió hacerse con una lanza danesa y tiró a su propietario abajo, donde una docena de sajones lo aniquilaron con una furia tal que la zanja hervía de agua, sangre y espadas. Alguien gritó que volviéramos a la carga, vi que era Alfredo, a pie, que venía a cruzar la zanja, y yo les rugí a mis hombres que lo protegieran.

Pyrlig y yo conseguimos ponernos delante del rey y nos quedamos allí, protegiéndole, mientras intentábamos salvar aquel talud manchado de sangre por tercera vez. Pyrlig aullaba en su lengua materna, yo maldecía en danés, y de algún modo conseguimos subir hasta la mitad y ponernos en pie. Alguien, quizá fuera Alfredo, me empujaba desde detrás. La lluvia nos empapaba, caía sobre nosotros como un martillo. Otro trueno sacudió la tierra bajo nuestros pies mientras azuzaba con
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, intentando abrir un hueco entre los escudos daneses. Volví a atacar, y el golpe de la hoja al golpear la embozadura de un escudo me sacudió el brazo. Un danés, todo barba y ojos desorbitados, me intentó clavar una lanza. Hice lo propio con la espada, grité el nombre de Iseult, intenté trepar, y el danés de la lanza volvió a embestir con ella. Me dio en la parte frontal de casco, la cabeza me fue hacia atrás, y otro danés me golpeó en un costado de la cabeza. El mundo se volvió impreciso y oscuro, resbalé y sólo reparé a medias en que caía a la zanja llena de agua. Alguien tiró de mí y me arrastró de nuevo hasta el otro lado de la zanja. Allí intenté ponerme en pie, pero volví a caer.

El rey. El rey. Había que protegerlo, y estaba en la zanja la última vez que lo había visto. Y sabía que Alfredo no era ningún guerrero. Era valiente, pero no amaba la matanza como un guerrero. Intenté ponerme en pie de nuevo, y esta vez lo conseguí, pero la bota derecha escupió sangre por el borde cuando apoyé el peso sobre aquella pierna. El fondo de la zanja estaba a rebosar de muertos y moribundos, la mitad ahogados por el diluvio, pero los vivos habían huido de la zanja y los daneses se reían de nosotros.

—¡A mí! —aullé. Había que hacer un último esfuerzo. Steapa y Pyrlig cerraron filas junto a mí, Eadric estaba allí, y yo estaba aturdido, me zumbaba la cabeza y notaba el brazo desfallecer, pero teníamos que hacer un último esfuerzo—. ¿Dónde está el rey? —pregunté.

—Lo he sacado de la zanja —me dijo Pyrlig.

—¿Está a salvo?

—Les he dicho a los curas que lo retengan. Que le aticen si vuelve a intentarlo.

—Un ataque más —dije. Aunque no quería hacerlo. No quería pisar por encima de los muertos de la zanja e intentar trepar por aquel muro imposible; sabía que era estúpido, que moriría si volvía a intentarlo, pero éramos guerreros, y los guerreros no son vencidos. Es la reputación. Es el orgullo. Es la locura de la batalla. Empecé a golpear mi escudo con
Hálito-de-Serpiente
, y otros hombres se sumaron al ritmo, y los daneses, tan cerca, nos invitaban a subir a morir. Les grité que allá íbamos.

—Que Dios nos ayude —dijo Steapa.

—Que dios nos ayude —coreó Pyrlig.

No quería ir. Estaba asustado, pero temía más ser llamado cobarde de lo que temía las murallas, así que les grité a mis hombres que mataran a esos cabrones y corrí. Corrí y salté por encima de los cadáveres de la zanja, perdí pie en el otro extremo, caí sobre mi escudo y me di la vuelta para que ningún danés me clavara una lanza en la espalda descubierta. Volví a ponerme en pie, el casco se me había torcido al caer, de modo que la visera casi me cegaba, me lo coloqué recto con la empuñadura de la espada mientras empezaba a trepar, y Steapa estaba allí, y Pyrlig conmigo, y esperé el primer golpe danés.

No llegó. Me mantuve a duras penas sobre el talud, con el escudo cubriéndome la cabeza, esperaba el golpe mortal, pero sólo había silencio, así que levanté el escudo y pensé que había muerto, pues lo único que veía era el cielo abriéndose en dos. Los daneses habían desaparecido. Un instante antes estaban burlándose de nosotros, llamándonos mujeres y cobardes, jactándose de cómo nos rajarían la panza y alimentarían con nuestras tripas a los cuervos, y ahora habían desaparecido. Trepé a duras penas hasta lo alto de la muralla, vi una segunda zanja y un segundo muro, y a los daneses que trepaban por ese muro interior. Supuse que intentaban armar allí la defensa, pero desaparecieron detrás de él y Pyrlig me cogió de un brazo y tiró de mí.

—¡Están corriendo! —gritó—. ¡Por Dios que los muy cabrones están huyendo! —Tenía que gritar para que lo oyera.

—¡Vamos, vamos! —aulló alguien, así que corrimos hasta la segunda zanja inundada y subimos la segunda muralla, y allí vi que los hombres de Osric, el
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de Wiltunscir que había sido derrotado al principio de la batalla, había conseguido cruzar los muros de la fortaleza. Luego supimos que habían ido hasta el valle donde yacía muerto el caballo blanco, y que bajo la lluvia cegadora se habían abierto paso hasta la esquina este del fuerte que, al considerarla inaccesible, no estaba bien defendida. La muralla era más baja allí, apenas poco más que un montículo de hierba en la ladera del valle, y Osric y sus hombres se habían colado en masa y atacado por detrás a los defensores.

Los daneses corrían. Si se hubiesen quedado, habrían sido masacrados uno a uno, así que huyeron por el amplio interior del fuerte; los que más tardaron en darse cuenta de que la batalla estaba perdida, quedaron atrapados. Yo sólo quería matar para vengar a Iseult; tumbé a dos fugitivos, rajándolos con
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con tanta fuerza que les abrió malla, cuero y carne como si fuera un hacha. Gritaba de ira, quería más víctimas, pero éramos demasiados y los daneses atrapados muy pocos. La lluvia seguía cayendo y los truenos rugiendo mientras buscaba más enemigos que matar, y entonces vi un último grupo, espalda contra espalda, defendiéndose de una marabunta de sajones. Corrí hacia ellos y de repente vi su estandarte. Un ala de águila. Era Ragnar.

Sus hombres, inferiores en número y desbordados, morían.

—¡Dejadlo vivo! —grité—. ¡Dejadlo vivo! —Tres sajones se volvieron y, al ver el pelo largo y los brazaletes en los brazos cubiertos de malla, debieron de pensar que era danés, pues corrieron hacia mí. Paré al primero con
Hálito-de-Serpiente.
El segundo me atizó un mazazo en el casco con el hacha, el tercero me rodeó, yo me di la vuelta rápido, usando a
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como una guadaña, y les grité que era sajón, pero no me oyeron. Entonces Steapa se les echó encima y se desperdigaron, y Pyrlig me cogió del brazo, pero yo me zafé de él y corrí hacia Ragnar, que rugía desde el centro del círculo de enemigos, invitándolos a que intentaran matarlo. Su estandarte había caído, su tripulación estaba muerta, pero él parecía un dios de la guerra con la cota brillante, el escudo a pedazos, la larga espada y su rostro desafiante, y entonces el círculo empezó a cerrarse. Corrí, gritando, él se volvió hacia mí, pensando que iba a matarlo, levantó la espada y yo desvié el golpe con el escudo, le eché los brazos encima y lo tumbé a tierra.

Steapa y Pyrlig nos guardaban. Steapa y Pyrlig rechazaron a los sajones, les dijeron que buscaran otras víctimas, y yo me aparté de Ragnar, que se sentó y me miró sorprendido. Vi que tenía la mano del escudo ensangrentada. Una hoja había atravesado el escudo y le había partido la palma, un tajo entre los dedos, de modo que parecía como si tuviera dos manos en lugar de una.

—Hay que vendar esa herida —le indiqué.

—Uhtred —se limitó a decir él, como si no pudiera creer que era yo.

—Te he buscado porque no quería luchar contra ti. Se estremeció al sacudirse los restos del escudo roto de la mano herida. Vi al obispo Alewold corriendo por el fuerte con el hábito manchado de barro, elevando los brazos al cielo y gritando que Dios nos había entregado a los paganos.

—Le dije a Guthrum que peleáramos fuera del fuerte —comentó Ragnar—. Os habríamos matado a todos.

—Desde luego —coincidí. Al quedarse dentro del fuerte, Guthrum había permitido que derrotáramos a su ejército pedazo a pedazo, pero aun así era un milagro que el día fuera nuestro.

—Estás sangrando —señaló Ragnar. Me había llevado un lanzazo en la parte de atrás del muslo derecho. Aún conservo la cicatriz.

Pyrlig cortó un pedazo de tela del jubón de un muerto y lo usé para vendarle a Ragnar la mano. Él quería vendarme el muslo, pero la hemorragia había parado, y podía ponerme en pie, aunque el dolor, que no había sentido desde el momento en que me hirieron, de repente empezó a torturarme. Me toqué el martillo de Thor. Habíamos ganado.

—Han matado a mi mujer —le conté a Ragnar. El no dijo nada, sólo se quedó a mi lado, y como el muslo me hacía retorcerme de dolor y de repente me sentí débil, le puse un brazo alrededor de los hombros—. Se llamaba Iseult —le dije—, y mi hijo también está muerto. —Me alegré de que lloviera, mis lágrimas pasaban desapercibidas—. ¿Dónde está Brida?

—La envié colina abajo —me dijo Ragnar. Cojeábamos juntos hacia la muralla norte del fuerte.

—¿Y tú te quedaste?

—Alguien se tenía que quedar para cubrir la retaguardia —dijo débilmente. Creo que también él lloraba, por la vergüenza de la derrota. Era una batalla que Guthrum no podía perder. Y aun así, la había perdido.

Pyrlig y Steapa seguían conmigo, y vi a Eadric despojar a un danés muerto de su cota de malla, pero no había señal de Leofric. Le pregunté a Pyrlig dónde estaba, y Pyrlig me devolvió una mirada afligida y sacudió la cabeza.

—¿Muerto? —pregunté.

—Un hachazo —contestó—, en la columna. —Estaba consternado, demasiado para hablar, pues no me parecía posible que el indestructible Leofric estuviera muerto, pero lo estaba, y deseé poder darle un funeral danés, un funeral de fuego, para que el humo de su cadáver se elevara hasta los salones de los dioses—. Lo siento —se lamentó Pyrlig.

—El precio de Wessex —contesté, y después subimos a las murallas del norte, abarrotadas con los soldados de Alfredo.

La lluvia remitía, aunque aún caía en grandes cortinas por la llanura de abajo. Era como si estuviéramos en el borde del mundo y, delante de nosotros, se extendiera una inmensidad de nubes y lluvia. En la larga y pronunciada ladera, cientos de daneses huían despavoridos hasta el pie del despeñadero, donde habían dejado los caballos.

—Guthrum —exclamó Ragnar con amargura.

—¿Está vivo?

—Fue el primero en salir huyendo —respondió—. Svein le dijo que lucháramos fuera de las murallas —prosiguió—, pero Guthrum temía la derrota mucho más de lo que deseaba la victoria.

Se oyeron gritos de júbilo cuando llevaron los estandartes de Alfredo a través del fuerte capturado hasta las murallas del norte. Alfredo, a caballo otra vez, y con un aro de bronce alrededor del casco, cabalgaba con las insignias. Beocca, de rodillas en el barro sangriento, daba gracias mientras Alfredo lucía una sonrisa atarantada y mirada incrédula. Y juro que, en el momento en que clavaron sus estandartes sobre el montículo del fin del mundo, lloró. El dragón y la cruz ondearon por encima de su reino, un reino que casi había perdido y que había salvado en el último momento. Así que aún quedaba un rey sajón en Inglaterra.

Pero Leofric estaba muerto e Iseult era un cadáver, y una lluvia copiosa anegaba la tierra que habíamos salvado.

Wessex.

N
OTA
H
ISTÓRICA

El caballo blanco de Westbury está labrado en la piedra caliza del despeñadero que hay detrás de Bratton Camp, al borde de las colinas de Wiltshire. Desde el norte puede verse a kilómetros de distancia. El actual caballo, un animal muy elegante, tiene unos treinta metros de largo y casi sesenta de alto, y fue grabado en la década de 1770, lo que lo convierte en el más antiguo de los diez caballos blancos de Wiltshire, pero la leyenda local dice que sustituyó a un caballo mucho más viejo que fue labrado en la loma de piedra caliza tras la batalla de Ethandun, en 878.

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