—Mañana —dije—, debemos empezar a reunir al
fyrd
. Esas son las órdenes del rey.
Harald asintió. No vi su rostro en la oscuridad, pero me di cuenta de que no le hacía gracia. Aun así, era un hombre sensato, y sin duda sabía que era necesario echar a Svein de la comarca.
—Enviaré mensajes —dijo—, pero Odda podría detener la convocatoria. Ha firmado una tregua con Svein y no quiere que la rompa. La gente le obedecerá a él antes que a mí.
—¿Y su padre? —pregunté—. ¿Le obedecerán a él?
—Lo harán —contestó—, pero es un hombre enfermo. Ya lo habéis visto. Es un milagro que siga con vida.
—¿Quizá porque mi esposa lo cuida?
—Sí —contestó, y se calló. Algo quedó en el aire, algo extraño, sin expresar—. Vuestra esposa lo cuida bien —concluyó incómodo.
—Es su padrino —dije.
—Sí lo es.
—Me alegro de verla con vida —dije, no porque fuera verdad, sino porque era lo apropiado, y no se me ocurría nada más—. Y me gustará ver también a mi hijo —añadí con más calidez.
—Vuestro hijo… —repitió Harald inexpresivamente.
—Está aquí, ¿no?
—Sí. —Harald se estremeció. Se dio la vuelta para mirar la luna y pensé que no diría nada más, pero entonces hizo acopio de valor y volvió a mirarme—. Vuestro hijo, señor Uhtred, está en el patio de la iglesia.
Me costó unos instantes entenderlo, pero lo cierto es que no comprendí nada, sólo me dejó confundido. Toqué mi amuleto de martillo.
—¿En el patio de la iglesia?
—No me corresponde a mí decíroslo.
—Pero me lo vais a decir. —Y mi voz sonó como el rugido de Steapa.
Harald miró el río bañado por la luna, de un blanco argentado bajo los árboles negros.
—Vuestro hijo murió —dijo. Esperó mi respuesta, pero yo ni me moví ni hablé—. Se asfixió.
—¿Se asfixió?
—Con una piedra —dijo Harald—. Era muy pequeño, debió de coger la piedra y acabó tragándosela.
—¿Una piedra? —pregunté.
—Había una mujer con él, pero… —Harald perdió la voz—. Intentó salvarlo, pero no pudo hacer nada. Murió.
—El día de san Vicente —dije.
—¿Lo sabíais?
—No —repuse—. No lo sabía. —Pero el día de san Vicente fue el día en que Iseult sacó al hijo de Alfredo, el Ætheling, de la tierra. Y en alguna parte, me había dicho Iseult, un niño tenía que morir, para que el heredero del rey, el Ætheling, viviera.
Y había sido mi niño. Uhtred
el Joven
. A quien apenas conocía. Eduardo recobró el aliento y Uhtred se retorció, luchó por inhalar aire y murió.
—Lo siento —dijo Harald—. No me correspondía decíroslo, pero teníais que saberlo antes de volver a ver a Mildrith.
—Me odia —dije sobriamente.
—Sí —repuso—, os odia. —Se detuvo—. Pensé que se volvería loca de la tristeza, pero Dios le ha conservado la cordura. Le gustaría…
—¿Le gustaría qué?
—Unirse a las hermanas de Cridianton. Cuando los daneses se marchen. Tienen allí un convento, una pequeña casa.
No me importaba lo que hiciera Mildrith.
—¿Y mi hijo está enterrado aquí?
—Bajo el tejo —se dio la vuelta y señaló—, junto a la iglesia.
Pues que se quede allí, pensé. Que descanse en su pequeña tumba hasta que llegue el caos del Fin del Mundo.
—Mañana —dije—, reuniremos al
fyrd
. Pues, al fin y al cabo, había un reino que salvar.
* * *
Los sacerdotes fueron convocados a la casa de Harald y redactaron la convocatoria del
fyrd
. La mayoría de los
thane
no sabían leer, y a muchos de sus curas les costaría descifrar las escasas palabras, pero los mensajeros les comunicarían lo que ponía en los pergaminos. Debían armar a sus hombres y traerlos a Ocmundtun, y el sello de cera en la convocatoria era la autoridad para aquellas órdenes. El sello mostraba el escudo de venado de Odda
el Viejo
.
—Pasará una semana —advirtió Harald— hasta que el
fyrd
se reúna, y el
ealdorman
intentará evitar que eso ocurra.
—¿Qué va a hacer?
—Decirle a los
thane
que no hagan caso, supongo.
—¿Y Svein? ¿Qué crees que hará?
—Intentar matarnos.
—Y tiene ochocientos hombres que pueden estar aquí mañana —dije.
—Y yo tengo treinta —contestó Harald en tono sombrío.
—Pero tenemos una fortaleza —añadí, señalando el bastión de piedra caliza con su empalizada.
No dudaba de que los daneses vendrían. Al convocar el
fyrd
, amenazábamos su seguridad, y Svein no era un hombre que se tomaba las amenazas a la ligera, así que, mientras los mensajes partían hacia el norte y el sur, dijimos a la gente del pueblo que subieran sus objetos de valor al fuerte junto al río. Algunos hombres empezaron a reforzar la empalizada. Otros subieron el ganado al páramo, para que no pudieran llevárselo los daneses. Steapa se acercó a todas las poblaciones cercanas y exigió que los hombres en edad de pelear se dirigieran a Ocmundtun con todas las armas que poseyeran, de modo que por la tarde defendían el fuerte ochenta personas. Pocos eran guerreros, la mayoría no tenía más arma que un hacha, pero desde el pie de la colina parecían guerreros de verdad. Las mujeres subieron comida y agua al fuerte, y la mayor parte de los habitantes de Ocmundtun decidió dormir allí, a pesar de la lluvia, por miedo a que los daneses atacaran de noche.
Odda
el Viejo
se negó a subir al fuerte. Estaba demasiado enfermo, dijo, y demasiado débil, y si iba a morir, lo haría en casa de Harald. Harald y yo intentamos convencerlo, pero no quería escuchar.
—Mildrith puede ir con vosotros —dijo.
—No —repuso ella. Estaba sentada junto al lecho de Odda, con las manos bien apretadas bajo las mangas de su hábito gris. Me miró, y en su mirada había desafío, retándome a que le ordenara que abandonara a Odda y subiera a la fortaleza.
—Lo siento —le dije.
—¿Lo sientes?
—Lo que ocurrió con nuestro hijo.
—No eras un padre para él —me acusó. Sus ojos brillaban de furia—. ¡Querías que fuera danés! ¡Querías que fuera pagano! ¡Ni siquiera te importaba su alma!
—Sí me importaba —dije, pero ella me ignoró. No había sonado convincente ni siquiera a mis propios oídos.
—Su alma está a salvo —la tranquilizó Harald con ternura—. Está en brazos del buen señor Jesús. Es feliz.
Mildrith lo miró y vi cómo las palabras de Harald la habían reconfortado, aunque empezó a llorar igualmente. Acarició su cruz de madera. Entonces Odda
el Viejo
alargó la mano para acariciarle el brazo.
—Si los daneses vienen, señor —le dije—, enviaré hombres a recogeros. —Me di la vuelta y salí de la enfermería. No podía soportar los llantos de Mildrith ni pensar en un hijo muerto. Esas cosas son más difíciles, mucho más difíciles que hacer la guerra, así que me ceñí las espadas, recogí mi escudo, y me puse mi espléndido casco coronado con una cabeza de lobo, de modo que cuando Harald salió de la estancia de Odda, se paró en seco al ver a un señor de la guerra junto a su hogar—. Si hacemos una gran hoguera al este del pueblo —le dije—, veremos a los daneses llegar. Nos dará tiempo para transportar al señor Odda al fuerte.
—Sí. —Levantó la vista para ver las grandes vigas de su casa, y quizá pensara que jamás volvería a verlas, pues los daneses vendrían y la casa ardería. Se persignó.
—El destino es inexorable —le dije. ¿Qué otra cosa iba a decir? Los daneses podrían venir, la casa arder, pero eran pequeñeces en el equilibrio de un reino, así que me marché a ordenar que encendieran la hoguera que iluminaría la carretera del este. Fuera como fuera, los daneses no llegaron aquella noche. Llovió débilmente hasta el amanecer, así que, por la mañana, la gente del fuerte estaba mojada, no demasiado contenta y tenía frío. Sin embargo, el alba también trajo a los primeros hombres del
fyrd
, que aparecieron por la misma carretera por donde Steapa y yo habíamos llegado el día anterior. Podría llevar días que las zonas más alejadas de la comarca recibieran la convocatoria, armaran a los hombres y los enviaran a Ocmundtun, pero los más cercanos los mandaron directamente, de modo que al final de la mañana había cerca de trescientos bajo el fuerte. No más de setenta de aquellos hombres merecían el nombre de guerreros, hombres con armas decentes, escudos, y al menos una armadura de cuero. El resto eran granjeros con azadas, hoces o hachas de trabajo.
Harald envió partidas de aprovisionamiento en busca de grano. Una cosa era reunir una fuerza, otra muy distinta alimentarla, y ninguno sabíamos cuánto tiempo habría que mantener reunidos a los hombres. Si los daneses no venían a nosotros, tendríamos que ir nosotros a ellos y obligarlos a salir de Cridianton, y para eso necesitaríamos al
fyrd
de Defnascir al completo. Odda
el Joven
, pensaba, jamás permitiría que eso ocurriera.
Y no lo hizo. Cuando cesó la lluvia y se dijeron las oraciones del mediodía, el propio Odda llegó a Ocmundtun, y no vino solo, sino con sesenta de sus guerreros vestidos de malla y otros tantos daneses en toda su gloria guerrera. El sol salió al aparecer por los árboles del este, y lanzó sus destellos sobre las cotas y las puntas de lanza, sobre las cadenas de las bridas y los hierros de los estribos, sobre los cascos pulidos y las relucientes embozaduras de los escudos. Se extendieron por los pastos a cada lado de la carretera, y avanzaron sobre Ocmundtun en una extensa fila; en su centro, había dos estandartes: uno, el venado negro, era el estandarte de Defnascir, mientras que el otro era el triángulo danés del caballo blanco.
—No va a haber batalla —le dije a Harald.
—¿No?
—No son suficientes. Svein no se puede permitir perder hombres, así que ha venido a parlamentar.
—No quiero recibirlos aquí —señaló el fuerte—. Deberíamos ir al salón.
Ordenó a los hombres mejor armados que bajaran a la ciudad, y allí ocupamos la fangosa calle fuera del salón, mientras Odda y los daneses llegaban del este. Los jinetes tuvieron que romper la fila para entrar en la ciudad, lo que hicieron en columna de a tres, de modo que la columna iba encabezada por tres hombres. Odda estaba en el centro, flanqueado por dos daneses, y uno de ellos era Svein, el del Caballo Blanco.
Svein tenía un aspecto magnífico, un guerrero plateado y blanco. Montaba un caballo blanco, vestía una capa blanca de lana, y su cota y casco de jabalí habían sido frotados con arena hasta relucir en la acuosa luz del sol. La embozadura de su escudo era también de color plata y encima había pintado un caballo blanco. El cuero de sus bridas, silla y vaina había sido descolorido hasta parecer más claro. Me vio, pero no pareció reconocerme, se limitó a escrutar la fila de hombres que bloqueaban la calle y pareció desestimarlos por inútiles. Su estandarte del caballo blanco era transportado por un segundo jinete que tenía el mismo rostro oscuro que su señor, un rostro curtido por el sol y la nieve, el hielo y el viento.
—Harald. —Odda
el Joven
se había adelantado a los dos daneses. Iba tan adornado como de costumbre, reluciente en su malla, con una capa negra que caía por la grupa de su caballo. Sonrió como si diera la bienvenida a la reunión—. Habéis convocado al
fyrd
sin mi permiso, ¿por qué?
—Porque el rey lo ha ordenado —contestó Harald.
Odda seguía sonriendo. Me echó una mirada, pareció no reparar en que estaba presente, después miró la puerta de la casa, por donde acababa de aparecer Steapa. El gigante había estado hablando con Odda
el Viejo
, y ahora miraba a Odda
el Joven
anonadado.
—¡Steapa! —dijo Odda
el Joven
—. ¡Mi leal Steapa! ¡Cómo me alegro de verte!
—Yo también, señor.
—Mi fiel Steapa —dijo Odda, claramente complacido de reunirse con su antiguo guardaespaldas—. ¡Ven aquí! —ordenó, y Steapa nos apartó a empujones, se arrodilló en el barro junto al caballo de Odda y besó con reverencia la bota de su amo—. Ponte en pie —dijo Odda—, ponte en pie. Contigo a mi lado, Steapa, ¿quién puede hacernos daño?
—Nadie, señor.
—Nadie —repitió Odda, después sonrió a Harald—. Habéis dicho que el rey ha ordenado que se convoque al
fyrd
. ¿Acaso hay rey en Wessex?
—Hay rey en Wessex —repuso Harald con firmeza.
—¡Hay un rey agazapado en los pantanos! —gritó Odda para que todos los hombres de Harald lo escucharan—. ¿Es acaso el rey de las ranas, quizá? ¿Un monarca de las anguilas? ¿Qué clase de rey es ése?
Respondí por Harald, pero en danés.
—Un rey que me ordenó quemar los barcos de Svein. Cosa que hice. Todos menos uno, que me guardé y aún conservo.
Svein se quitó el casco con hocico de jabalí, me miró y siguió sin reconocerme. Su mirada era como la de la gran serpiente de la muerte que descansa en las raíces de Yggdrasil.
—Quemé el
Caballo Blanco
—le dije—, y me calenté las manos con sus llamas. —Svein escupió por toda respuesta—. Y el hombre que os acompaña —hablaba ahora con Odda, en inglés—, es el hombre que quemó vuestra iglesia en Cynuit, el hombre que asesinó a los monjes, el hombre maldito en el cielo, el infierno y este mundo, ¿y aun así es ahora vuestro aliado?
—¿Habla ese cagarro de cabra por vos? —exigió Odda a Harald.
—Estos hombres hablan por mí —dijo Harald, indicando a los guerreros detrás de él.
—¿Pero con qué derecho alzáis al
fyrd
?—preguntó Odda—. ¡Soy el
ealdorman
!
—¿Y quién os nombró tal? —preguntó Harald. Se detuvo, pero Odda no respondió—. ¿El rey de las ranas? ¿El monarca de las anguilas? Si Alfredo no tiene autoridad, vos habéis perdido la vuestra con la suya.
Odda estaba claramente sorprendido por el desafío de Harald, y probablemente también irritado, pero no dio señal de sentirse molesto. Siguió sonriendo.
—Creo —le dijo a Harald—, que no habéis entendido lo que ocurre en Defnascir.
—Creo que vos vais a explicármelo —repuso Harald.
—Lo haré —contestó Odda—, pero hablemos con comida y cerveza. —Miró al cielo. El breve sol se había ocultado tras una nube y un viento helado azotaba los tejados de la calle—. Y hablemos bajo un techo —dijo Odda—, antes de que vuelva a llover.
Había unas cuestiones que solucionar antes, aunque se solucionaron rápido. Los jinetes daneses se retirarían al extremo este del pueblo, mientras los hombres de Harald se meterían otra vez en el fuerte. Cada facción podía llevar diez hombres al salón, y todos esos hombres dejarían sus armas amontonadas en la calle, donde quedarían custodiadas por seis daneses y otros tantos sajones.