—¿Ah, no?
—Babea. —Intentó imitarlo y consiguió escupir en
Hálito-de-serpiente
. Limpió la hoja—. ¿Es Iseult un
aglcecwif
?
—Por supuesto que no. Curó a Eduardo.
—Eso lo hizo Jesús, y Jesús me envió también a mi hermanita. —Se enfurruñó porque todos sus esfuerzos no habían servido para pulir la mella.
—Iseult es una buena mujer —le dije.
—Está aprendiendo a leer. Yo sé leer.
—¿Sí?
—Casi. Si lee, puede ser cristiana. A mí me gustaría ser un
aglcecwif.
—¿Sí? —le pregunté sorprendido.
Como respuesta me gruñó y arrugó una manita como si fuera una garra. Después se rió.
—¿Esos son daneses? —Había visto unos jinetes llegar desde el sur.
—Ese es Wiglaf —contesté.
—Wiglaf es agradable.
La envié de vuelta a Æthelingseg en el caballo de Wiglaf, pensé en lo que había dicho y me pregunté, por milésima vez, por qué estaba entre cristianos que me consideraban una ofensa a su dios. Llamaban a mis dioses
dwolgods
, que significaba falsos dioses, lo que me convertía en
Uhtredcerwe,
que vivía con una
aglcecwif
y adoraba a los
dwolgods
. Yo hacía alarde de ello, por supuesto, siempre lucía mi amuleto del martillo abiertamente, y aquella noche, como siempre, Alfredo se estremeció al verlo. Me había convocado a su salón, donde lo encontré rumiando sobre un tablero de
tafl.
Jugaba contra Beocca, que tenía más piezas que él. Parece sencillo, el
tafl,
un jugador tiene un rey y una docena de piezas, y el otro el doble de piezas, pero sin rey. Las piezas se mueven por el tablero adamascado hasta que uno u otro jugador tienen todas las piezas de madera rodeadas. Yo no tenía paciencia, pero a Alfredo le encantaba el juego, aunque cuando llegué parecía estar perdiendo, así que sintió alivio al verme.
—Quiero que vayas a Defnascir —me dijo.
—Por supuesto, señor.
—Me temo que vuestro rey está amenazado, señor —comentó Beocca alegremente refiriéndose al juego.
—No importa —contestó Alfredo irritado—. Vas a ir a Defnascir —dijo, volviéndose hacia mí—, pero Iseult debe quedarse aquí.
Me exasperé.
—¿Es otra vez rehén? —pregunté. —Necesito sus medicinas —respondió Alfredo.
—¿Aunque las confeccione una
aglcecwif
?
Me miró mal.
—Es curandera —dijo—, lo que significa que es un instrumento de Dios, y con la ayuda de Dios llegará a la verdad. Además, tienes que viajar rápido, y no necesitas una mujer como compañía. Irás a Defnascir, encontrarás a Svein y, en cuanto lo encuentres, le indicarás a Odda
el Joven
que reúna al
fyrd
. Dile que hay que sacar a Svein de la comarca, y cuando Odda lo consiga, tiene que venir aquí con sus tropas. Está al mando de mi guardia personal. Tendría que estar aquí.
—¿Queréis que le dé órdenes a Odda? —pregunté, en parte sorprendido y en parte en tono de burla.
—Sí —repuso Alfredo—, y te ordeno que hagas las paces con él.
—Sí, señor —contesté.
Detectó el sarcasmo en mi voz.
—Somos todos sajones, Uhtred, y ahora, más que nunca, es momento de curar nuestras heridas.
Beocca, consciente de que vencer a Alfredo al
tafl
no mejoraría el ánimo del rey, estaba retirando las piezas del tablero.
—Una casa dividida entre sí —intervino—, será destruida. Lo dijo san Marcos.
—Alabado sea Dios por una verdad tan grande —repuso Alfredo—, y debemos deshacernos de Svein. —Eso era una verdad aún más grande. Alfredo quería marchar contra Guthrum después de Pascua, pero difícilmente podría hacerlo si las fuerzas de Svein le venían pisando los talones—. Encontrarás a Svein —me dijo el rey—, y Steapa te acompañará.
—¡Steapa!
—Conoce la zona —contestó Alfredo—, y le he dicho que te obedezca.
—Es mejor que vayáis dos —dijo Beocca totalmente convencido—. Recuerda que Josué envió dos espías a Jericó.
—Me entregáis a mis enemigos —respondí con amargura, aunque cuando lo pensé, decidí que usarme como espía tenía sentido. Los daneses de Defnascir estarían buscando a los exploradores de Alfredo, pero yo hablaba la lengua del enemigo y podía pasar por uno de ellos, así que era el más adecuado de entre todos los hombres de que disponía Alfredo. En cuanto a Steapa, procedía de Defnascir, conocía la zona, y era hombre de Odda, por lo que resultaba más adecuado para transmitirle un mensaje al
ealdorman
.
Así que ambos cabalgamos hacia el sur desde Æthelingaeg en un día de lluvia copiosa.
A Steapa no le gustaba yo y a mí no me gustaba él, así que no teníamos nada que decirnos, salvo cuando sugería qué camino tomar, a lo que jamás mostró desacuerdo. Nos mantuvimos cerca de la carretera grande, la que habían construido los romanos, aunque íbamos con cautela, pues dicha carretera era muy usada por las bandas danesas de expedición de avituallamiento o saqueo. También era la ruta que Svein debía tomar si decidía unirse con Guthrum, pero no vimos daneses. Tampoco sajones. Cada pueblo y granja en la carretera había sido saqueado y quemado, de modo que atravesábamos territorio de muertos.
Al segundo día, Steapa se dirigió hacia el oeste. No me explicó el repentino cambio de dirección, sino que subió obstinadamente por las colinas, y yo le seguí porque él conocía el terreno y supuse que tomaba un atajo que nos conduciría a los inhóspitos y elevados Daerentmora. Cabalgaba con prisa, con su endurecido rostro sombrío, y en una ocasión le grité que deberíamos ir con más cuidado por si había partidas danesas en los pequeños valles, pero no me hizo ni caso. Lo que sí hizo, casi al galope, fue bajar a uno de aquellos pequeños valles hasta que apareció una granja.
O lo que había sido una granja. Ahora no eran más que cenizas húmedas en un paraje verde, un paraje profundamente verde en el que enormes árboles con los primeros indicios de primavera proyectaban su sombra sobre estrechos pastos. En los bordes de los pastos abundaban las flores, pero no había ninguna en el lugar donde antes se erguían los pocos y pequeños edificios. Sólo tizones y el potingue negro que deja el hollín sobre el barro. Steapa abandonó su caballo y caminó entre las cenizas. Había perdido su gran espada cuando los daneses lo capturaron en Cippanhamm, así que ahora llevaba una enorme hacha de guerra que estampó contra la tierra ennegrecida.
Rescaté su caballo, até ambas bestias al tronco chamuscado de un tejo que había crecido en la granja, y le observé. No dije nada, pues presentí que una única palabra desataría toda su furia. Se agachó junto al esqueleto de un perro y se quedó mirando los huesos oscurecidos por el humo durante unos minutos, después alargó una mano y acarició el cráneo desnudo. En su rostro había lágrimas, o quizá fuera sólo la lluvia que caía finamente desde las nubes bajas.
Allí había vivido una veintena de personas. En el extremo sur de la aldea, se alzaba antaño una casa más grande, y exploré los restos quemados, examinando dónde habían excavado los daneses, junto a los viejos postes, en busca de monedas ocultas. Steapa me observaba. El estaba en una de las parcelas más pequeñas, y supuse que habría crecido allí, en una cabaña de esclavos. No me quería cerca, y yo me mantuve claramente alejado, preguntándome si me atrevía a sugerirle que siguiéramos nuestro camino. Pero él empezó a cavar; se lió a hachazo limpio contra el suelo de tierra húmeda y roja hasta que hizo una pequeña tumba para el perro. No era más que un esqueleto. Aún quedaban pedazos de pelo sobre los viejos huesos, pero la carne había desaparecido, de modo que las costillas se desmoronaron. Aquello había ocurrido hacía unas cuantas semanas. Steapa recogió los huesos y los depositó con ternura en la tumba.
Entonces apareció la gente. Puedes cabalgar por un paraje muerto y no ver a nadie, pero ellos sí te verán a ti. La gente se esconde cuando aparecen los enemigos. Suben a los bosques y esperan allí, y entonces llegaron tres hombres que estaban escondidos tras los árboles.
—Steapa —le dije. Se volvió hacia mí, furioso por haberlo interrumpido, entonces me vio señalar hacia el oeste.
Rugió al reconocerlos, y los tres hombres, que llevaban lanzas, corrieron hacia él. Tiraron las armas y abrazaron al gigante, y durante un rato hablaron juntos, pero cuando sé calmaron, me llevé a uno aparte y le interrogué. Los daneses habían llegado poco después de Yule, me dijo. Habían aparecido de repente, antes de que nadie supiera que había paganos en Defnascir. Aquellos hombres habían escapado porque estaban talando un árbol en el bosque cercano, y después oyeron la matanza. Desde entonces, vivían en los bosques, asustados por los daneses que aún patrullaban Defnascir en busca de comida. No habían visto sajones.
Habían enterrado a la gente de la granja en un pasto al sur, y Steapa se dirigió allí y se arrodilló en la tierra mojada.
—Su madre murió —me dijo el hombre. Hablaba un inglés tan cerrado que tenía que pedirle continuamente que repitiera lo que decía, pero entendí esas tres palabras—. Steapa era bueno con su madre —me dijo el hombre—. Le traía dinero. Ya no era esclava.
—¿Su padre?
—Murió hace mucho tiempo.
Me pareció que Steapa iba a desenterrar a su madre, así que me acerqué y me puse delante de él.
—Tenemos una tarea que cumplir —le dije.
Levantó la mirada, sin expresión alguna en aquel duro rostro.
—Hay daneses que matar —le dije—. Los daneses que mataron a esta gente tienen que encontrar la muerte.
Asintió abruptamente, se puso en pie, me pasaba una cabeza. Limpió el hacha y montó de nuevo.
—Hay daneses que matar —dijo, y tras dejar a su madre en su tumba fría, nos fuimos a buscarlos.
Cabalgamos hacia el sur. Íbamos con cautela, pues la gente decía que aún se veían daneses en aquella parte de la comarca, aunque nosotros no vimos ninguno. Steapa siguió en silencio hasta que, en un prado del río, dejamos atrás un círculo de pilares de piedra, uno de los misterios abandonados por las gentes antiguas. Dichos círculos se encuentran por toda Inglaterra, y algunos son inmensos, aunque aquel no era más que una veintena de piedras cubiertas de liquen, ninguna más alta que un hombre, dispuestas en un círculo de unos quince pasos de ancho. Steapa los miró, y después me dejó patidifuso al empezar a hablar.
—Eso es una boda —dijo.
—¿Una boda?
—Estaban bailando —gruñó—, y el diablo los convirtió en piedra.
—¿Y por qué hizo el diablo eso? —pregunté con cautela.
—Porque se casaron en domingo, claro está. La gente no se tiene que casar en domingo. ¡Nunca! Eso lo sabe todo el mundo. —Proseguimos en silencio y, al cabo de un rato, me volvió a sorprender cuando empezó a hablar de su madre, de su padre y de que habían sido siervos de Odda
el Viejo
—. Pero teníamos una buena vida —añadió.
—¿Sí?
—Arábamos, sembrábamos, quitábamos malas hierbas, cosechábamos y trillábamos.
—Pero el
ealdorman
Odda no vivía allí —dije, señalando con el pulgar hacia la granja destruida de Steapa.
—¡No! ¡Qué va, no! —Steapa parecía divertido de que se me hubiera ocurrido tal cosa—. Nunca viviría allí, ¡él no! Tenía su casa, muy grande. Aún la tiene. Pero allí tenía un administrador. Era él quien nos decía lo que teníamos que hacer. ¡Era un gigante! ¡Muy alto!
Vacilé.
—¿Y tu padre era bajito?
Steapa parecía sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo he imaginado.
—Era un buen trabajador.
—¿Te enseñó él a luchar?
—No, no. No me enseñó nadie. Aprendí solo.
La tierra estaba menos destrozada a medida que nos acercábamos al sur. Y eso era extraño, pues los daneses habían tomado aquel camino. Lo sabíamos porque la gente nos aseguraba que los daneses seguían en la parte sur de la comarca, pero la vida parecía de repente seguir su curso con normalidad. Vimos hombres repartir estiércol por los campos, y a otros excavando zanjas y vallando. Había corderos en los pastos. Al norte, los zorros se habían puesto las botas, pero allí los pastores y sus perros ganaban aquella batalla sin fin.
Pero los daneses estaban en Cridianton.
Nos lo contó un cura en un pueblo en lo profundo de una colina cubierta de robles, junto a un arroyo. El hombre estaba nervioso porque había visto mi larga melena y los brazaletes y supuso que era danés, y mi acento norteño no hizo nada por convencerlo de lo contrario, pero Steapa le dio confianza. Ambos hablaron, y el cura expresó su opinión de que el verano sería húmedo.
—Desde luego —coincidió Steapa—. El roble ha reverdecido antes que el tejo.
—Señal segura —comentó el cura.
—¿A cuánta distancia está Cridianton? —pregunté, dispuesto a que acabara aquella conversación.
—A una mañana a pie, señor.
—¿Habéis visto a los daneses allí? —le pregunté.
—Los he visto, señor, vaya que sí —respondió.
—¿Quién los comanda?
—No lo sé, señor.
—¿Tienen estandarte? —pregunté.
Asintió.
—Cuelga de la casa del obispo, señor. Un caballo blanco.
Así que era Svein. No sabía si había algún jefe más, pero el caballo blanco confirmaba que Svein se había quedado en Defnascir en lugar de unirse a Guthrum. Me volví sobre la silla y miré el pueblo del cura, que no mostraba cicatrices de guerra. Los tejados no habían sido quemados, los graneros estaban llenos y la iglesia seguía en pie.
—¿Han pasado por aquí los daneses? —pregunté.
—Oh, sí, señor, han venido. Más de una vez.
—¿Violaron? ¿Robaron?
—No, señor. Pero compraron algo de grano. Pagaron en plata.
Daneses que se sabían comportar. Eso también era muy raro.
—¿Están sitiando Exanceaster? —pregunté. Eso habría tenido algo de sentido. Cridianton estaba suficientemente cerca de Exanceaster para cobijar a la mayoría de tropas danesas mientras el resto rodeaba la ciudad.
—No, señor —dijo el cura—. No que yo sepa.
—¿Y qué están haciendo? —pregunté.
—Están en Cridianton, señor.
—¿Y Odda está en Exanceaster?
—No, señor. Está en Ocmundtun. Con el señor Harald. Sabía que la casa del alguacil de la comarca se encontraba en Ocmundtun, que quedaba en el extremo norte del gran páramo. Pero Ocmundtun también estaba lejos de Cridianton, y no era un buen sitio para alguien que quería acosar a los daneses.