Svein, el del caballo blanco (32 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Estaban todos agachados junto a la pequeña hoguera y allí me uní a ellos, tendiendo las manos sobre el fuego.

—Dos mil hombres —dije—. Más o menos.

Nadie respondió.

—¿Es que no me habéis oído? —pregunté y miré los demás rostros.

Había cinco caras. Sólo cinco.

—¿Dónde está el rey? —pregunté.

—Se ha marchado —repuso Adelbert impotente.

—¿Qué?

—Que ha ido a la ciudad —dijo el cura. Vestía la rica capa azul de Alfredo, y supuse que Alfredo se habría puesto su sencilla indumentaria.

Me lo quedé mirando.

—¿Le habéis dejado ir?

—Insistió —repuso Egwine.

—¿Cómo íbamos a detenerle? —se defendió Adelbert—. ¡Es el rey!

—¡Pegándole una buena hostia! —les rugí—. Lo tumbáis al suelo hasta que se le pase la locura y ya está. ¿Cuándo se ha marchado?

—Justo después de vos —respondió el cura afligido—, y se ha llevado mi arpa —añadió.

—¿Y cuándo dijo que volvería?

—Al caer la noche.

—Pues ya es de noche —respondí. Me puse en pie y apagué el fuego a patadas—. ¿Queréis que vengan los daneses a investigar de dónde sale el humo? —Dudaba de que los daneses aparecieran, pero quería que aquella panda de memos sufriera—. Tú —señalé a uno de los soldados—. Cepilla mi caballo. Dale de comer.

Salí por la puerta. Las primeras estrellas habían aparecido y la nieve brillaba bajo la hoz de la luna.

—¿Adonde vais? —Adelbert me había seguido.

—A buscar al rey, por supuesto.

Si seguía vivo. De otro modo, Iseult estaba muerta.

* * *

Tuve que llamar a la puerta oeste de Cippanhamm, lo que provocó que una voz contrariada me preguntara desde el otro lado quién demonios era.

—¿Y tú por qué no estás en la muralla? —repliqué.

Levantó la barra y la puerta se abrió un palmo. Un rostro miró fuera, después se desvaneció mientras yo empujaba la puerta hacia dentro, estampándosela en la cara.

—Mi caballo se ha quedado cojo —le dije—, y he venido andando hasta aquí.

Recuperó el equilibrio y cerró la puerta.

—¿Quién sois? —preguntó de nuevo.

—Un mensajero de Svein.

—¡Svein! —Alzó la barra y volvió a ponerla en su sitio—. ¿Ha atrapado ya a Alfredo?

—Le daré las noticias a Guthrum antes de dártelas a ti.

—Sólo preguntaba —contestó.

—¿Dónde está Guthrum? —pregunté. No tenía ninguna intención de acercarme al jefe guerrero pues, tras mis insultos a su madre muerta, lo mejor que podía esperar era una muerte rápida, y las probabilidades de que fuera así eran escasas.

—Está en el salón de Alfredo —dijo el hombre, y señaló al sur—. En aquella parte de la ciudad, así que todavía te queda una caminata. —No se le pasó por la cabeza que un mensajero de Svein jamás cruzaría todo Wessex solo, que le acompañaría una escolta de al menos cincuenta o sesenta hombres, pero tenía demasiado frío para pensar, y además, con el pelo largo y mis gruesos brazaletes yo parecía danés. Se retiró a la casa junto a la puerta, donde sus compañeros estaban apiñados alrededor de un hogar, y yo me adentré en una ciudad que ahora parecía extraña. Faltaban algunas casas, quemadas en la primera furia del asalto danés, y la enorme iglesia junto al mercado en la colina no era más que un montón de vigas ennegrecidas sobre las que destacaba el blanco de la nieve. Las calles estaban cubiertas de barro helado, y yo era el único que paseaba por ellas, pues el frío mantenía a los daneses dentro de las casas que quedaban. Oí cantos y risas. La luz se colaba por las contras o salía por los agujeros para el humo en los techos bajos. Tenía frío y estaba cabreado. Había hombres allí que podían reconocerme, hombres que podían reconocer a Alfredo, y su estupidez nos había puesto a ambos en peligro. ¿Estaría lo suficientemente loco como para regresar a su salón? Debía de haberse imaginado que allí era donde se alojaba ahora Guthrum, y seguro que no se arriesgaría a que el jefe danés lo reconociera, lo que sugería que estaría en algún otro lugar del complejo real.

Me dirigía hacia la antigua taberna de Eanflaed cuando oí el alboroto. Provenía del este de la ciudad, y seguí el ruido, que me condujo a un convento junto a la muralla del río. Nunca había estado dentro del convento, pero la puerta estaba abierta y el patio interior iluminado por dos grandes hogueras que ofrecían algo de calor a los hombres que estaban más cerca de las llamas. Y había por lo menos un centenar de hombres en el patio, hombres que proferían gritos de ánimo e insultos a otros dos que luchaban en el barro y la nieve derretida entre las dos hogueras. Peleaban con espadas y escudos, y cada entrechocar de metal contra metal o metal contra madera arrancaba escandalosos alaridos de la multitud. Observé brevemente a los luchadores, después intenté identificar caras entre la multitud. Buscaba a Haesten o a cualquiera que pudiera reconocerme, pero no vi a nadie, aunque era difícil distinguirlos a la luz titilante de las hogueras. No había señal alguna de monjas, y supuse que habrían huido, estarían muertas, o se las habrían llevado para divertirse con ellas.

Recorrí sigilosamente el muro del patio. Llevaba el casco, y la máscara me ocultaba, pero algunos hombres me miraron con curiosidad, dado que no era habitual ver a un hombre de tal guisa fuera del campo de batalla. Al final, como no vi a nadie que reconociera, me quité el casco y me lo colgué del cinturón. La iglesia del convento había sido convertida en un salón de banquetes, pero allí sólo había un puñado de borrachos que no prestaban atención el escándalo del patio. Le robé una rebanada de pan a uno de los borrachos, me la llevé fuera y observé la pelea.

Para mi sorpresa, reconocí a uno de los dos hombres: era Steapa
Snotor.
Ya no llevaba su cota, sino una protección de cuero, y luchaba con un pequeño escudo y una espada larga. Una cadena que llegaba hasta el extremo norte del patio lo rodeaba por la cintura, donde dos hombres la sostenían, y cada vez que el oponente de Steapa parecía en peligro, tiraban de ella para hacer perder el equilibrio al inmenso sajón. Le hacían luchar como habían obligado a hacer a Haesten la primera vez que lo vi, y sin duda los captores de Steapa le estaban sacando dinero a los insensatos que querían probar su destreza contra el guerrero cautivo. El actual oponente de Steapa era un danés, flaco y sonriente, que intentaba bailar alrededor del gigante e hincar la espada por debajo del pequeño escudo, del mismo modo que lo había hecho yo, pero Steapa se defendía obstinadamente, paraba cada golpe y, cuando la cadena se lo permitía, contraatacaba con rapidez. Cada vez que los daneses tiraban de la cadena, la multitud jaleaba, y en una ocasión, en que tiraron con demasiada fuerza y Steapa se volvió hacia ellos, para encontrarse tres lanzas de cara, la multitud estalló en gritos de júbilo. Se dio la vuelta como un rayo para detener el siguiente ataque, después dio un paso atrás, casi hasta las puntas de las lanzas, y el danés flaco lo siguió a toda prisa, convencido de que Steapa estaba en desventaja, pero Steapa frenó en seco, estampó el escudo contra la espada de su oponente y, con la mano izquierda y la empuñadura por delante, golpeó al hombre en la cabeza. El danés cayó al suelo, Steapa le dio la vuelta a la espada para clavársela y la cadena lo arrastró hacia atrás, donde las lanzas amenazaban con matarle si remataba la faena. A la multitud le gustó. Había ganado.

El dinero cambió de manos. Steapa estaba sentado junto al fuego, su rostro hosco no mostraba emoción alguna, y uno de los hombres que sostenían la cadena empezó a buscar a gritos otro oponente.

—¡Diez piezas de plata si lo herís! ¡Cincuenta si lo matáis!

Steapa, que probablemente no entendía una palabra, sólo miraba a la multitud, desafiando a cualquier otro hombre a que se enfrentara a él, y por supuesto, apareció un bruto medio borracho con una sonrisa maliciosa. Se hicieron las apuestas en cuanto Steapa se puso en pie. Era como incordiar a un toro. Con gusto, se le habrían echado encima tres o cuatro hombres, pero los daneses que lo tenían prisionero no lo querían muerto mientras siguiera habiendo insensatos dispuestos a pagar por pelear con él.

Me escabullí por una esquina del patio, aún escrutando rostros.

—¿Seis peniques? —dijo una voz detrás de mí, y me volví para ver a un hombre sonriente junto a una puerta. Era una entre una docena de puertas similares, distribuidas regularmente por la pared encalada.

—¿Seis peniques? —pregunté sorprendido.

—Barato —me dijo, y abrió una pequeña mirilla en la puerta y me invitó a mirar dentro.

Lo hice. Una vela de sebo ardía en la pequeña estancia, que debía de haber sido una de las celdas de las monjas, dentro había un camastro y en el camastro una mujer desnuda medio tapada por un hombre con los pantalones bajados.

—No va a tardar mucho —aseguró el hombre.

Negué con la cabeza y me aparté de la mirilla.

—Era una monja —dijo—. Agradable y bonita. Guapa también. Suele gritar como un gorrino.

—No —le dije.

—¿Cuatro peniques? No se va a resistir. Ya no.

Seguí mi camino, convencido de que perdía el tiempo. ¿Habría venido Alfredo y se habría marchado? Era más probable, pensé con pesimismo, que el muy idiota hubiera vuelto a su casa, y yo me pregunté si me atrevería a acercarme, pero el pensamiento de la venganza de Guthrum me detuvo. La nueva pelea había comenzado. El danés se agachaba, intentando herir a Steapa en los pies, pero Steapa detenía los golpes sin aparente dificultad, y yo me escabullí por detrás de los hombres que sostenían la cadena y vi otra estancia a mi izquierda, una grande, quizás el refectorio de las monjas, y un destello dorado reflejado por las brasas de la hoguera me llevó a entrar.

El oro no era metal. Era la pintura de una pequeña arpa que habían estampado con tanta fuerza que se había roto. Miré a mi alrededor, vi en las sombras a un hombre tumbado sobre un montón de paja en el otro extremo de la estancia y me acerqué a él. Era Alfredo. Apenas estaba consciente, pero vivo y, por lo que podía ver, no lo habían herido, aunque estaba claramente conmocionado, así que lo arrastré hasta la pared y lo incorporé. No llevaba capa y le habían robado las botas. Lo dejé allí, regresé a la iglesia y encontré a un borracho con el que podía confraternizar. Le ayudé a ponerse en pie, le rodeé los hombros con un brazo, y lo convencí de que lo llevaba a la cama, después lo conduje por la puerta de atrás hasta las letrinas del convento. Allí le di tres puñetazos en el estómago y dos en la cara, y después le llevé a Alfredo su capa con capucha y sus botas altas.

El rey estaba ahora consciente. Tenía el rostro magullado. Me miró sin mostrar sorpresa, después comprobó el estado de su mandíbula.

—No les ha gustado cómo tocaba —explicó.

—Eso es porque a los daneses les gusta la buena música —le dije—. Poneos esto. —Le tiré las botas, lo envolví con la capa y le obligué a que se tapara con la capucha—. ¿Acaso queréis morir? —le pregunté cabreado.

—Quiero conocer a mi enemigo —dijo.

—Ya he hecho las averiguaciones por vos —contesté—. Serán unos dos mil.

—Eso me parecía a mí —comentó, después hizo una mueca—. ¿Qué hay en esta capa?

—Vómito danés —respondí.

Se estremeció.

—Me atacaron tres —parecía sorprendido—. Me han dado patadas y puñetazos.

—Ya os he dicho que a los daneses les gusta la buena música —le dije, ayudándolo a ponerse en pie—. Tenéis suerte de que no os hayan matado.

—Pensaban que era danés —contestó, y escupió sangre que le goteaba del hinchado labio inferior.

—¿Estaban borrachos? —pregunté—. Ni siquiera tenéis aspecto de danés.

—Me hice pasar por músico mudo. —Gesticuló como si fuera mudo, después sonrió mostrándome una boca ensangrentada, orgulloso de su engaño. Yo no le sonreí y él suspiró—. Estaban muy borrachos, pero tenía que conocer su carácter, Uhtred. ¿Están seguros de sí? ¿Se preparan para atacar? —Se detuvo para limpiarse más sangre de los labios—. Sólo podía averiguarlo viniendo en persona a verlo. ¿Has visto a Steapa?

—Sí.

—Quiero que nos lo llevemos con nosotros.

—Señor —le espeté salvajemente—, sois un insensato. Está encadenado a media docena de guardias.

—Daniel estaba en la guarida del león y aun así escapó. San Pablo estaba encarcelado, y Dios lo liberó.

—Pues que se encargue Dios de Steapa —contesté—. Vais a volver conmigo. Ahora.

Se dobló para aliviar el dolor de estómago.

—Me han dado puñetazos en el vientre —dijo al reincorporarse. Por la mañana, pensé, tendría un bonito ojo morado que enseñar. Se estremeció al oír un gran alborozo en el patio, y supuse que Steapa estaría muerto o habría tumbado a su último contrincante—. Quiero ver mi salón —se emperró Alfredo.

—¿Por qué?

—Soy un hombre que va a ir a ver su salón. Puedes venir o quedarte.

—¡Guthrum está allí! ¿Queréis que os reconozca? ¿Queréis morir?

—Guthrum estará dentro, y yo sólo quiero verlo desde fuera.

No hubo manera de convencerlo, así que lo conduje por el patio hasta la calle, preguntándome si no sería mejor cargármelo a hombros y llevármelo, pero en su obstinado estado de ánimo, sería capaz de resistirse y gritar hasta que vinieran hombres a ver qué estaba causando aquel escándalo.

—Me pregunto qué les habrá ocurrido a las monjas —dijo al salir del convento.

—A una de ellas la prostituyen por unos peniques —contesté.

—Dios santo. —Se persignó, se dio la vuelta y supe que estaba pensando en rescatar a la mujer, así que tiré de él para que siguiera hacia delante.

—¡Esto es una locura! —protesté.

—Es una locura necesaria —me dijo con calma, entonces se detuvo para darme un discursito—. ¿Qué es lo que cree Wessex? Cree que estoy derrotado, que los daneses han vencido, se prepara para la primavera y la llegada de más daneses. Así que deben creer algo distinto. Deben saber que su rey está vivo, que caminó entre sus enemigos y que los puso en ridículo.

—Y que le pusieron un ojo morado y le reventaron las narices —repuse.

—Eso no se lo vas a contar —dijo—, del mismo modo que no les vas a contar que aquella mujer del demonio me sacudió con una anguila. Tenemos que darles esperanza, Uhtred, y en primavera esa esperanza florecerá en victoria. ¡Recuerda a Boecio! Uhtred, ¡recuerda a Boecio! La esperanza es lo último que hay que perder.

Lo creía. Creía que Dios lo protegía, que podía caminar entre sus enemigos sin miedo a sufrir daño, y en cierto sentido tenía razón, pues los daneses estaban bien abastecidos de cerveza, vino de abedul y aguamiel, y la mayoría estaban demasiado borrachos como para preocuparse de un hombre magullado con un arpa rota.

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