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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (30 page)

Las traían. Los daneses, liberados de la amenaza del terrible arco de Eofer, iban a lanzar al agua dos de sus barcos más pequeños. Les habíamos picado, nos habíamos reído de ellos, y ahora iban a intentar matarnos.

Todos los guerreros tienen orgullo. Orgullo, rabia y ambición aguijonean la reputación, y los daneses no querían que pensáramos que podíamos burlarnos de ellos sin recibir el justo castigo por nuestra temeridad. Querían darnos una lección. Pero también querían algo más. Antes de partir de Æthelingaeg, había insistido en que se les suministrara a mis hombres todas las cotas de malla disponibles. Egwine, que se había quedado atrás con el rey, se había mostrado reacio a prestar su estupenda armadura, pero Alfredo lo había ordenado, de modo que dieciséis de mis hombres vestían cota. Tenían un aspecto magnífico, como si fueran guerreros de élite, y los daneses obtendrían renombre si derrotaban a un grupo como el nuestro y capturaban las preciosas armaduras. El cuero ofrece algo de protección, pero la cota de malla encima del cuero es mucho mejor y mucho más cara, y al llevar dieciséis cotas a la orilla del río les había lanzado a los daneses un anzuelo irresistible.

Y picaron como anguilas hambrientas.

Íbamos despacio, fingiendo deliberadamente que nos costaba avanzar en el terreno blando mientras regresábamos hacia Palfleot. Los daneses también tenían dificultades para deslizar los dos barcos por la embarrada orilla del río, pero al final acabaron en el agua y, en la repentina marea creciente, hicieron lo que yo esperaba que hicieran.

No cruzaron el río. Si lo hubieran cruzado, se habrían encontrado en la orilla este del Pedredan y aún nos separaría casi un kilómetro de distancia, así que el comandante hizo lo que pensaba que era lo más inteligente. Intentó cortarnos el paso tomando un atajo. Todos nos habían visto desembarcar en Palfleot y pensaban que nuestros barcos debían de seguir allí, así que remaron río arriba para dar con aquellos barcos y destruirlos.

Pero las barcazas no estaban en Palfleot. Se habían dispersado hacia el norte y el este, y nos esperaban en un dique rodeado de juncos, aunque aún no era el momento de usarlas. Los daneses desembarcaron en Palfleot, nosotros nos apiñamos en la arena, observándolos, y sin duda pensaron que estábamos atrapados, esta vez en la misma orilla del río, y como la tripulación de los dos barcos nos doblaba en número, avanzaron con toda la confianza del mundo desde las pilas quemadas de Palfleot para matarnos en el pantano.

Estaban haciendo exactamente lo que quería que hicieran.

Y entonces nos retiramos. Retrocedimos de cualquier manera, por momentos corriendo, para abrir la distancia entre nosotros y los daneses, tan seguros de sí mismos. Conté setenta y seis, y nosotros no éramos más que treinta porque algunos de mis hombres se habían quedado en las barcazas ocultas. Los daneses sabían que éramos hombres muertos y echaron a correr por la arena y los riachuelos, de modo que tuvimos que ir aún más rápido, cada vez más, para mantenerlos alejados. Empezó a llover, las gotas traían el fresco viento del oeste, y yo seguí mirando la lluvia hasta que al fin vi una barra de luz argentada y centelleante que se derramaba por el borde del pantano: entonces supe que la veloz marea empezaba su rápida carrera por las llanuras baldías.

Y seguimos retrocediendo, con los daneses pisándonos los talones, aunque ya acusaban el cansancio. Unos cuantos nos gritaron, retándonos a que presentáramos batalla, pero a otros ya no les quedaba aliento para gritar, sólo la determinación salvaje de atraparnos y matarnos. Nosotros, sin embargo, nos dirigíamos al este, hacia una hilera de espinos y juncos: allí, en un arroyo que se inundaba, estaban nuestras barcazas.

Nos metimos en las embarcaciones, agotados, y los hombres del pantano nos impulsaron de vuelta al arroyo, un afluente del río Bru, que bloqueaba la parte norte del pantano; las planas barcazas nos transportaron hacia el sur a toda velocidad, contracorriente, dejando atrás a los daneses, que sólo podían mirar, a una distancia de medio kilómetro, sin saber cómo reaccionar. Y cuanto más nos alejábamos, más aislados parecían en aquel enorme y yermo lugar, en el que la lluvia caía y la marea bullía por los lechos de los riachuelos. El agua empujada por el viento empezaba a subir con fuerza por el pantano; la marea era aún más poderosa a causa de la luna llena y, de pronto, los daneses vieron el peligro y empezaron a correr hacia Palfleot.

Pero Palfleot estaba lejos, y nosotros ya habíamos abandonado la corriente y metíamos las barcazas por un riachuelo más pequeño, uno que llegaba hasta el Pedredan y que nos conducía directos hacia las pilas calcinadas donde los daneses habían amarrado sus dos barcos. Sólo estaban vigilados por cuatro hombres, y bajamos de las barcazas con un grito salvaje y las espadas desnudas, de modo que los cuatro salieron huyendo. Los otros daneses seguían en el pantano, pero ya no era un pantano, sino una marisma, y debían vadear el agua.

Y yo tenía dos barcos. Atamos las barcazas a la popa, y los hombres del pantano, divididos entre los dos barcos, se pusieron a los remos; yo tomé el timón de uno y Leofric del otro, y remamos en contra de la marea hacia Cynuit, donde los barcos daneses habían quedado guardados sólo por un puñado de hombres y por mujeres y niños, que observaban regresar a los dos barcos sin saber que iban tripulados por el enemigo. Debieron de preguntarse por qué llevaban tan pocos remos, ¿pero cómo habrían podido imaginarse que cuarenta sajones iban a derrotar a casi ochenta daneses? Así que nadie nos plantó cara cuando varamos en la orilla y desembarcamos.

—Podéis enfrentaros a nosotros —le grité a los pocos guardias que quedaban—, o seguir con vida.

Llevaba cota de malla y mi nuevo casco. Era un señor de la guerra. Di un golpe en el gran escudo con
Hálito-de-Serpiente
y los hostigué.

—¡Pelead si queréis! —les grité—. ¡Venid a plantar cara!

No lo hicieron. Eran muy pocos, así que se retiraron al sur y no pudieron más que mirar mientras quemábamos sus barcos. Nos llevó casi todo el día asegurarnos de que ardían hasta las quillas, pero ardieron, vaya que sí, y las hogueras eran la señal para la parte occidental de Wessex de que Svein había sido derrotado. No estaba en Cynuit aquel día, sino algo más al sur, y mientras los barcos ardían no le quité ojo a las colinas arboladas por miedo a que apareciera con cientos de hombres, pero seguía lejos, y los daneses de Cynuit nada podían hacer por detenernos. Quemamos los veintitrés barcos, incluido el
Caballo blanco, y
el vigésimo cuarto, uno de los dos que habíamos capturado, nos llevó de vuelta al caer la noche. Sacamos un buen botín del campamento danés: comida, maromas de barco, pieles, armas y escudos.

Había una veintena de daneses abandonados en la isla baja de Palfleot. El resto, arrastrados por el peso de sus cotas, había muerto en las aguas vivas. Los supervivientes nos vieron pasar, pero no hicieron nada para provocarnos, y yo no hice nada por herirles. Remamos hacia Æthelingaeg y, tras nosotros, bajo un cielo oscuro, el agua cubrió el pantano. Las gaviotas gritaron por encima de los ahogados y, al anochecer, dos cisnes volaron hacia el norte, batiendo sus alas como tambores en el cielo.

El humo de los barcos quemados ensombreció las nubes durante tres días y, al segundo día, Egwine condujo el barco capturado río abajo con cuarenta hombres, desembarcaron en Palfleot y mataron a los supervivientes; seis de ellos fueron hechos prisioneros, y cinco de aquellos seis fueron despojados de su armadura y amarrados a estacas en el río durante la marea baja para que se ahogaran lentamente con la crecida de las aguas. Egwine perdió tres hombres en aquella batalla, pero trajo de vuelta cotas, escudos, cascos, armas, brazaletes, y un prisionero que no sabía nada, salvo que Svein se había dirigido a caballo hacia Exanceaster. Aquel prisionero murió al tercer día, el día en que Alfredo pidió oraciones para dar gracias por nuestra victoria. De momento, estábamos a salvo. Svein no podía atacarnos porque había perdido sus barcos, Guthrum no tenía modo de penetrar en el pantano, y Alfredo estaba complacido conmigo.

* * *

—El rey está complacido contigo —me dijo Beocca. Dos semanas antes, pensé, el rey me lo habría dicho directamente. Se habría sentado conmigo junto a la orilla y habríamos hablado, pero ahora se había formado la corte y el rey estaba cercado de curas.

—Faltaría más —contesté. Estaba practicando con las armas cuando apareció Beocca. Practicábamos todos los días, usando estacas en lugar de espadas, y algunos hombres se quejaron de que no necesitaban jugar a pelear. Contra esos me enfrentaba yo mismo, y tras revolearlos por el barro les sugería que jugaran más y se quejaran menos.

—Está complacido contigo —dijo Beocca, conduciéndome por el camino junto al río—, pero te considera excesivamente escrupuloso.

—¡Yo! ¿Escrupuloso?

—Por no acercarte a Palfleot a terminar el trabajo.

—El trabajo estaba terminado —le dije—. Svein no puede atacarnos sin barcos.

—Pero no todos los daneses se habían ahogado —señaló Beocca.

—Murieron bastantes —le dije—. ¿Sabéis lo que soportaron? ¿El terror que debieron sentir intentando escapar a la marea? —Pensé en mi propia angustia en el pantano, la marea inexorable, el agua fría extendiéndose, y el miedo aferrado al corazón—. ¡No tenían barcos! ¿Para qué matar a hombres abandonados a su suerte? Era un trabajo para Egwine.

—Porque son paganos —dijo Beocca—, porque Dios y los hombres les desprecian, y porque son daneses.

—Y sólo hace unas semanas —le dije—, creíais que iban a convertirse en cristianos, y todas nuestras espadas pasarían a ser rejas de arado.

Beocca se hizo el loco.

—¿Y qué va a hacer ahora Svein? —quiso saber.

—Dará la vuelta al pantano —le dije—, y se unirá a Guthrum.

—Y Guthrum está en Cippanhamm. —De eso estábamos bastante seguros. Llegaban hombres nuevos al pantano, y todos traían noticias. La mayoría eran rumores, pero muchos habían oído que Guthrum había reforzado las murallas de Cippanhamm para pasar allí el invierno. Grandes partidas de asalto seguían saqueando Wessex, pero evitaban las ciudades más grandes, donde se habían formado guarniciones sajonas. Había una en Dornwaraceaster, y otra en Wintanceaster, y Beocca creía que Alfredo debía dirigirse a una de aquellas ciudades, pero el rey se había negado, pues pensaba que Guthrum lo sitiaría inmediatamente. Quedaría atrapado en una ciudad, mientras que el pantano era demasiado grande para ser sitiado, y Guthrum no tenía manera de penetrar en las marismas.

—Tienes un tío en Mercia, ¿no? —me preguntó Beocca cambiando de tema de golpe.

—Æthelred. El hermano de mi madre. Es
ealdorman
.

Percibió el tono indiferente de mi voz.

—¿No le tienes estima?

—Apenas le conozco. —Había pasado algunas semanas en su casa, justo lo suficiente para pelearme con su hijo, que también se llamaba Æthelred.

—¿Es amigo de los daneses?

Negué con la cabeza.

—Ellos lo soportan, y él los soporta a ellos.

—El rey ha enviado mensajeros a Mercia —prosiguió Beocca.

Hice una mueca.

—Si pretende que se alcen contra los daneses, no lo van a hacer. Los matarían a todos.

—Más bien pretende que traigan hombres en primavera —contestó Beocca, y yo me pregunté cómo se suponía que unos cuantos guerreros mercios iban a saltarse los controles daneses para venir a ayudarnos, pero me lo guardé para mí—. Deseamos que llegue la primavera de nuestra salvación —prosiguió Beocca—, pero mientras tanto el rey querría que alguien se acercara a Cippanhamm.

—¿Un cura —le pregunté con amargura— para hablar con Guthrum?

—Un soldado —dijo Beocca—, para valorar sus defensas.

—Pues que me envíe a mí —me ofrecí.

Beocca asintió, después cojeó a lo largo de la orilla hasta donde las trampas de ramas de sauce habían quedado expuestas por la marea baja.

—Qué distinto es esto de Northumbria —dijo con nostalgia.

Sonreí.

—¿Añoráis Bebbanburg?

—Me gustaría terminar mis días en Lindisfarena —dijo—. Me gustaría decir en aquella isla mi última oración. —Se dio la vuelta y miró las colinas al este—. El rey va a ir a Cippanhamm en persona —dijo, casi como si se acabara de acordar.

Pensé que no lo había entendido bien, después me di cuenta de que había oído lo correcto.

—Eso es una locura —protesté.

—Es la condición de rey —repuso.

—¿La condición de rey?

—El
witan
elige al rey —respondió Beocca con severidad—. Y el rey debe tener la confianza de la gente. Si Alfredo va a Cippanhamm y camina entre sus enemigos, la gente sabrá que merece ser rey.

—Y si lo capturan —contesté—, la gente sabrá que es un rey muerto.

—Pues debes protegerle —añadió. Yo no dije nada. Era una locura como una casa, pero Alfredo estaba decidido a demostrar que merecía ser rey. Después de todo, le había usurpado el trono a su sobrino, y en aquellos primeros días de su reinado lo tenía muy presente—. Viajará un pequeño grupo —dijo Beocca—, tú, otros guerreros, un cura, y el rey.

—¿Para qué el cura?

—Para rezar, por supuesto.

Me burlé.

—¿Vos?

Beocca se dio una palmada en la pierna coja.

—Yo no. Un cura joven.

—Mejor que venga Iseult —le dije.

—No.

—¿Por qué no? Mantiene al rey sano. —El estado de salud de Alfredo había mejorado repentinamente, y todo se debía a las medicinas que Iseult preparaba. La celidonia y la bardana que había recogido, le habían librado de la angustia del recto, mientras que otras hierbas le calmaban el dolor de estómago. Caminaba con seguridad, tenía brillo en los ojos, y parecía fortalecido.

—Iseult se queda —contestó Beocca.

—Si queréis que el rey sobreviva, enviadla con nosotros.

—Se queda aquí —dijo Beocca—, porque queremos que el rey viva. —Me llevó unos instantes entender lo que había dicho, y cuando comprendí el significado me volví hacia él con tal furia, que retrocedió a trompicones. No dije nada, pues no confiaba en mis palabras, o quizá temiera que las palabras se tornaran violencia. Beocca intentó mostrarse severo, pero sólo parecía asustado—. Estos son tiempos difíciles —dijo en tono quejumbroso—, y el rey sólo puede poner su confianza en hombres que sirvan a Dios. En hombres ligados a él por su amor a Cristo.

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