El rey dio las gracias formalmente al obispo por la oración, y después anunció, sensatamente, que no confiaba en lidiar con Guthrum hasta derrotar a Svein. Svein era la amenaza inmediata pues, aunque la mayoría de sus hombres asaltaban Defnascir, seguía teniendo los barcos con los que entrar en el pantano.
—¿Veinticuatro? —me preguntó levantando una ceja. —Veinticuatro, señor —le confirmé.
—Así que, cuando reúna sus efectivos, contará con alrededor de mil hombres. —Alfredo dejó que la cifra cayera por su propio peso. Beocca frunció el ceño cuando una salpicadura manchó su pequeño pedazo de pergamino.
—Pero hace dos días —prosiguió Alfredo— sólo había setenta guardias en la desembocadura del Pedredan.
—Unos setenta —contesté—. Podría haber más que no vimos.
—¿Menos de cien, aun así?
—Eso sospecho, señor.
—Pues debemos lidiar con ellos antes de que el resto regrese a los barcos. —Se hizo el silencio de nuevo. Todos sabíamos lo débiles que éramos. Llegaban unos cuantos hombres cada día, como la media docena que se había presentado con Beocca, pero llegaban lentamente, tanto porque las noticias de la existencia de Alfredo se extendían poco a poco, como porque hacía frío y a los hombres no les gustaba viajar en días húmedos y helados. Tampoco había un solo
thane
entre los recién llegados, ni uno solo. Los
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eran nobles, hombres con propiedades, que podían traer veintenas de soldados bien armados a una batalla, y todas las comarcas poseían sus
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, que estaban justo por debajo del alguacil y el
ealdorman
, también
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a su vez. Los
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eran la fuerza de Wessex, pero ninguno había aparecido por Æthelingaeg. Algunos, habíamos oído, habían huido al extranjero, mientras otros intentaron proteger sus propiedades. Alfredo, estaba seguro, se habría sentido más cómodo con una docena de
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a su alrededor, pero lo que tenía era a Leofric, a Egwine y a mí.
—¿Con cuántas fuerzas contamos ahora? —nos preguntó Alfredo.
—Tenemos más de cien hombres —respondió Egwine con vehemencia.
—De los que sólo sesenta o setenta están en condiciones de luchar —contesté. Habíamos tenido una epidemia de alguna enfermedad, los hombres vomitaban, temblaban y a duras penas conseguían contener sus tripas. Siempre que las tropas se reúnen, aparece esa enfermedad.
—¿Es suficiente? —preguntó Alfredo.
—¿Suficiente para qué, señor? —Egwine no era muy rápido.
—Para deshacernos de Svein, por supuesto —repuso Alfredo, y de nuevo se hizo el silencio, porque la pregunta era absurda.
Entonces Egwine irguió los hombros.
—¡De sobra, señor!
Ælswith le dedicó una sonrisa.
—¿Y qué proponéis? —preguntó Alfredo.
—Coger a todos los hombres que tenemos, señor —repuso Egwine—, a todos los hombres sanos, y atacarles. ¡Atacarles!
Beocca no escribía. Sabía cuándo estaba oyendo tonterías, y no iba a malgastar la escasa tinta en malas ideas.
Alfredo me miró.
—¿Se puede hacer?
—Nos verán llegar —contesté—. Estarán esperándonos.
—Marcharemos por el interior —repuso Egwine—. Llegaremos desde las colinas.
De nuevo Alfredo volvió a mirarme.
—Eso dejaría Æthelingaeg sin defensas —repuse—, nos llevaría al menos tres días, al final de los cuales los hombres tendrán frío, hambre y estarán cansados; además, los daneses seguirán viéndonos llegar, y les dará tiempo para ponerse la cota y recoger las armas. Y en el mejor de los casos estaremos a la par. ¿En el peor? —Me limité a encogerme de hombros. Tras tres o cuatro días, el resto de las fuerzas de Svein podrían regresar, de modo que nuestros setenta u ochenta hombres se enfrentarían a una horda.
—¿Y cómo lo harías?
—Destruiría sus barcos —le dije.
—Sigue.
—Sin barcos —proseguí—, no pueden remontar los ríos. Sin barcos, están abandonados.
Alfredo asintió. Beocca volvía a escribir.
—¿Y cómo vas a destruir sus barcos?
No lo sabía. Podíamos llevar setenta hombres para luchar con sus setenta, pero al final de la batalla, aunque ganáramos, tendríamos suerte si quedábamos veinte aún en pie. Aquellos veinte podían quemar los barcos, por supuesto, pero dudaba de que sobrevivieran tanto. Había veintenas de danesas en Cynuit y, si había pelea, se unirían a ella: demasiadas probabilidades de que nos derrotaran.
—Fuego —intervino Egwine lleno de entusiasmo—. Transportaremos el fuego en barcazas y lo lanzaremos desde el río.
—Hay guardias —contesté en tono cansino—, y nos arrojarán lanzas, hachas, y flechas. Podremos quemar un barco, pero eso será todo.
—Iremos de noche —insistió Egwine.
—Es casi luna llena —dije—, y nos verán llegar. Y si el cielo está nublado, no veremos sus barcos.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —quiso saber Alfredo de nuevo.
—Dios enviará un fuego del cielo —intervino el obispo Alewold, y nadie le contestó.
Alfredo se puso en pie. Todos nos pusimos en pie. Después me señaló.
—Destruirás la flota de Svein —me dijo—, y me gustaría saber cómo vas a hacerlo esta noche. Si no puedes, entonces tú —y señaló a Egwine—, viajarás a Defnascir, encontrarás al
ealdorman
Odda, y le dirás que traiga sus fuerzas a la desembocadura del río y nos haga el trabajo.
—Sí, señor —respondió Egwine.
—Esta noche —me dijo Alfredo con frialdad, y salió de la estancia.
Me dejó cabreado. Era su intención. Subí a grandes zancadas al nuevo fuerte con Leofric y contemplé el otro lado del pantano, donde las nubes se acumulaban encima del Saefern.
—¿Cómo vamos a quemar veinticuatro barcos? —pregunté molesto.
—Dios enviara un fuego del cielo —contestó Leofric—, por supuesto.
—Mejor que enviara una tropa de mil hombres.
—Alfredo no va a llamar a Odda —prosiguió Leofric—. Lo ha dicho para molestarte.
—Pero tiene razón, ¿no? —admití a regañadientes—. Nos tenemos que deshacer de Svein.
—¿Cómo?
Miré la enmarañada barricada que Haswold había construido con árboles caídos. El agua, en lugar de discurrir río abajo, lo remontaba, porque la marea estaba subiendo, así que las olas fluían hacia el este por entre el revoltijo de ramas.
—Recuerdo una historia —dije—, de cuando era pequeño. —Me detuve, intentando recordar el cuento que, supongo, me habría contado Beocca—. El dios cristiano dividió las aguas, ¿no es así?
—Moisés, lo hizo —repuso Leofric.
—Y cuando el enemigo los siguió —proseguí—, se ahogaron todos.
—Muy listo —dijo Leofric.
—Pues eso es lo que vamos a hacer —contesté.
—¿Cómo?
Pero en lugar de contárselo convoqué a los hombres del pantano y hablé con ellos; cuando llegó la noche, ya tenía mi plan, y como lo había sacado de las escrituras, Alfredo lo aprobó inmediatamente. Me llevó otro día más prepararlo todo. Necesitábamos suficientes barcazas para transportar cuarenta hombres, y también necesitaba a Eofer, el arquero bobalicón. No le gustó, no entendía lo que quería, farfullaba y parecía asustado, pero una niña, de unos diez u once años, lo tomó de la mano y le explicó que tenía que salir a cazar con nosotros.
—¿Confía en ti? —le pregunté.
—Es mi tío —me dijo. Eofer la cogía de la mano y estaba tranquilo otra vez.
—¿Hace Eofer lo que le pides?
Asintió, con una expresión muy seria, y le dije que debía venir con nosotros para que su tío estuviera contento.
Nos marchamos antes del alba. Éramos veinte hombres del pantano, hábiles con las barcazas, veinte guerreros, un arquero bobalicón, una niña e Iseult. Alfredo, por supuesto, no quería que llevara a Iseult, pero yo no le hice caso y él no discutió. Lo que sí hizo fue vernos partir, y después se metió en la iglesia de Æthelingaeg, que ahora lucía una cruz de aliso recién hecha clavada en el tejado.
Y en el cielo bajo, sobre la cruz, relucía la luna llena. Era grande y tenue como un espíritu, y al salir el sol aún se desvaneció más, pero cuando las diez barcazas bajaron por el río me la quedé mirando y dije una oración silenciosa a Hoder, porque la luna es su mujer y era ella quien debía darnos la victoria. Por primera vez desde que Guthrum atacara una mañana de invierno, los sajones empezaban su defensa.
Antes de llegar al mar, el Pedredan da un gran rodeo en el pantano, describiendo una curva que es prácticamente tres cuartas partes de un círculo, y en la orilla interior encontramos otro pequeño poblado: no más de media docena de cabañas sobre pilotes hundidos en una pequeña elevación del suelo. El poblado recibía el nombre de Palfleot, que significa «el sitio de las estacas», porque las gentes que lo ocupaban anteriormente tendían redes y trampas con estacas en los arroyos cercanos. Si embargo, los daneses habían ahuyentado a sus habitantes y quemado sus casas, así que Palfleot no era ahora más que un montón de restos chamuscados y barro negro. Atracamos allí, helados por el frío amanecer. La marea bajaba y descubría las enormes orillas de arena y barro que a Iseult y a mí tanto nos había costado atravesar; el viento venía del oeste, fresco y frío, amenazando con traer lluvia, aunque para entonces la luz oblicua del sol arrojaba largas sombras de barrones y juncos por los pantanos. Dos cisnes volaron hacia el sur, y supe que se trataba de un mensaje de los dioses, pero no sabía cuáles eran sus términos.
Las barcazas se alejaron, dejándonos abandonados. Se dirigían al norte y al este, siguiendo los intrincados pasos de agua sólo conocidos por los hombres de los pantanos. Nos quedamos un rato en Palfleot, sin hacer nada concreto, pero haciéndolo muy enérgicamente para asegurarnos de que los daneses, bien lejos de nosotros al otro lado de la curva del río, nos vieran. Derrumbamos los maderos ennegrecidos mientras Iseult, que tenía buena vista, observaba el lugar en que se veían los mástiles daneses como rasguños en las nubes del oeste.
—Hay un hombre encima de un mástil —nos dijo al cabo de un rato, y cuando miré, vi al hombre encaramado en lo alto del barco y supe que nos habían localizado. La marea bajaba, dejando al descubierto aún más barro y arena, y en cuanto estuve seguro de que nos habían visto, atravesamos la extensión de tierra que acababa de quedar al descubierto en la extravagante curva del río.
A medida que nos acercamos, vimos más daneses en la arboladura de sus barcos. Nos estaban observando y, aunque no estaban preocupados porque nos superaban en número y nos separaba el río, quienquiera que comandara el campamento también estaría ordenando a sus hombres que se armaran. Probablemente querría estar preparado para cualquier intento por nuestra parte, pero yo además esperaba que fuera listo. Estaba tendiéndole una trampa y, para que la trampa funcionara, tenía que hacer lo que yo quisiera, aunque al principio, si era listo, no haría nada. Sabía que teníamos pocas opciones, separados de él por el Pedredan, así que se contentó con observar mientras nos acercábamos a la orilla del río y bajábamos resbalando por el empinado montículo fangoso que la marea había dejado al descubierto. El río discurría frente a nosotros, gris y helado: en la orilla contraria estaban fondeados sus barcos.
Habría allí unos cien daneses mirándonos e insultándonos. Algunos se reían, porque les parecía evidente que habíamos recorrido un largo camino para no conseguir nada, pero eso era porque aún no sabían nada de las habilidades de Eofer. Llamé a la sobrina del hombretón a mi lado.
—Lo que quiero que haga tu tío Eofer es matar a algunos de esos hombres —le dije.
—¿Matarlos? —me miró con los ojos como platos.
—Son hombres malos —le dije—, y quieren matarte.
Ella asintió solemnemente, se llevó al hombretón de la mano hasta el borde del agua, y allí él clavó sus pies en el barro. El río era muy ancho, y me pregunté si no sería demasiada distancia incluso para aquel arco enorme, pero Eofer armó la gigantesca vara y se adentró en el Pedredan hasta que encontró un banco, lo que significaba que aún se podía meter más en el río, y allí sacó una flecha de su aljaba, la colocó en la cuerda y tensó. Emitió un gruñido al soltarla, y yo observé esperanzado la trayectoria de la flecha que acababa de salir despedida de la cuerda. Entonces el penacho aprovechó el viento y la flecha se elevó por encima de la corriente y bajó hacia un grupo de daneses que estaban de pie sobre la plataforma del timón de un barco. Se oyó un grito de furia al caer el proyectil. No hirió a nadie del grupo, pero la siguiente flecha de Eofer le dio a un hombre en el hombro, y los daneses corrieron a replegarse detrás de su puesto de observación, en la proa del barco. Eofer, que asentía compulsivamente con la cabeza y emitía pequeños sonidos animales, se centró en otro barco. Tenía una fuerza extraordinaria. La distancia era demasiada para la precisión, pero el peligro de las largas flechas emplumadas de blanco hizo retroceder a los daneses, así que llegó nuestro turno de burlas. Uno de los daneses agarró un arco e intentó devolvernos el golpe, pero la flecha se hundió en el agua veinte metros antes de llegar a nosotros, y los provocamos, nos reímos de ellos y brincamos de arriba abajo mientras las flechas de Eofer se estampaban en el maderamen. Después me metí en el río y le cogí el arco. Me puse delante de él para que los daneses no vieran qué hacía.
—Dile que no se preocupe —le dije a la niña, y ella tranquilizó a Eofer, que ponía mala cara e intentaba arrebatarme el arco. Saqué un cuchillo y eso lo alarmó aún más. Me gruñó, después me quitó el arco—. Dile que no pasa nada —le dije a la niña, y ella tranquilizó a su tío, que entonces me dejó raspar la cuerda de cáñamo tejido. Me aparté de él y señalé a un grupo de daneses—. Mátalos.
Eofer no quería tensar el arco. Lo que hizo fue buscar bajo su grasiento gorro de lana y sacar una segunda cuerda, pero yo sacudí la cabeza, y la niña lo convenció de que usara la cuerda medio partida. Así que la tensó nervioso y, justo antes de que alcanzara el punto máximo de tensión, la cuerda se rompió y la flecha salió despedida sin rumbo hacia el cielo para acabar flotando en el río.
La marea había cambiado, y el agua subía.
—¡Vamos! —les grité a mis hombres.
Era el turno de los daneses, que volvían a burlarse de nuestro ridículo intento. Pensaban que nos retirábamos porque se nos había roto la cuerda, así que empezaron a insultarnos a gritos mientras subíamos a trompicones por el montículo de barro. Entonces vi a dos hombres corriendo desde el otro extremo de la orilla y confié en que trajeran las órdenes que yo quería.