Donde esté mi corazón

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Authors: Jordi Sierra

 

 

© Jordi Sierra i Fabra, 1998
 

 

© Ed. Cast.: edebé, 2005
 

Paseo de San Juan Bosco, 62
 

08017 Barcelona
 

www.edebe.com
 

 

Directora de la colección:
Reina Duarte
 

Diseño de las cubiertas:
César Farrés
 

Ilustraciones:
Teo Puebla
 

Fotografía de cubierta:
AGE Fotostock
 

 

Primera edición digital: mayo 2010
 

 

ISBN 84-236-9828-8
 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos - www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
 

 

 

 

 

Para Aurora Díaz Plaja,

la persona con el corazón más

grande que conozco.

 

 

 

 

«Te quiero infinitamente,

te querré hasta la muerte.

Hay un lugar para nosotros,

ya sabes la canción.

No puedo hacer nada

excepto estar enamorado de ti.

Todo lo que hago es besarte

por medio de un poema.

Te quiero infinitamente,

te querré hasta la muerte.»

  

 

Mark Knopfler - Dire Straits

 

PRIMER LATIDO

 

Uno

 

J
usto cuando tropezó, él apareció a su lado. Fue algo fortuito e inesperado, casi ridículo, porque primero dio un traspiés y luego dos pasos intentando mantener el equilibrio. Además, se asustó. Eso fue lo que hizo que perdiera la verticalidad y, para no caerse de bruces, apoyó una mano en el suelo y acabó cayéndose de espaldas. O sea, que quedó sentada en el suelo, mitad sorprendida, mitad avergonzada.
 

Lo segundo, evidentemente, por él.
 

—¿Te has hecho daño?
 

—No.
 

—Dame la mano.
 

¿Qué podía hacer? Se la dio y él tiró de ella con fuerza, devolviéndola al mundo normal. Una vez de pie, ante todo, comprobó su aspecto. Pero de reojo siguió examinándolo. Era un poco más alto que ella, de complexión bastante atlética; la camiseta permitía ver sus brazos y la extensión de sus hombros. El cabello, muy negro, daba la impresión de ser a la vez muy suave. Pero sin duda lo que más fascinaba eran sus ojos, la nariz y los labios, que formaban una simetría perfecta. Y esos ojos la miraban de una forma muy directa, especial; se dio cuenta en seguida.
 

En otras circunstancias le habría parecido atractivo.
 

—¿Estás bien?
 

—Sí, sí, no ha sido más que el susto.
 

—Ibas distraída.
 

—Pensaba en mis cosas.
 

—Ya.
 

Se enfrentó a su mirada, y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que él estaba pálido, casi tan asustado como lo había estado ella en el momento de descubrir que iba a caerse. Sus ojos traslucían miedo, y eso confería a su rostro un extraño efecto que la desconcertó aún más.
 

—No me ha pasado nada, en serio —se vio en la obligación de tranquilizarlo.
 

—Bueno, pues... —vaciló él, como si no supiese qué hacer.
 

—Gracias.
 

—Vale.
 

—Adiós, hasta luego —se despidió ella, dando por terminado aquel diálogo para
besugos presidido por los nervios.
 

Pero mientras se alejaba de él, dejándolo allí quieto, en mitad de la acera, supo que seguía mirándola, y que en sus ojos permanecía aquella luz curiosa, expectante, tan distinta a todas las miradas, incluso tratándose de lo más natural: un admirador.
 

Una luz llena de sensaciones.
 

Logró continuar andando sin girar la cabeza. Le costó, pero lo hizo, con un ejército de hormigas recorriendo su espina dorsal y un frío vacío en la boca del estómago.
 

Después se metió en la panadería, una docena de metros más allá, y suspiró aliviada al sentirse a salvo, aunque no sabía de qué.
 

 

Dos

 

E
scuchó la voz de Carolina, su mejor, su única amiga verdadera, justo al doblar la esquina que conducía a la calle en la que estaba su casa, oculta desde allí por los árboles del jardín y el pequeño muro.
 

—¡Montse!

Se detuvo y, al verla, dejó las dos bolsas en el suelo. Hacía mucho calor, muchísimo, lo que auguraba un verano que se haría insoportable a medida que avanzara más. La urbanización en la que vivían, aunque cercana al pueblo, tenía muchos desniveles y cuestas, así que aprovechó la parada para descansar y agradeció no hacerlo al sol. Las ramas de uno de los frondosos pinos de los señores Ferrer la protegieron mientras Carolina trotaba en su dirección. Le envidió su
top
y su minifalda. Ella llevaba una camiseta cerrada desde el cuello y unos vaqueros. Todavía le costaba aceptar que nunca podría llevar un escote, un biquini, ni siquiera un traje de baño escotado.
 

 

Nunca más.

—¡Caray, tía! —resopló Carolina al llegar junto a ella—. No sabes las ganas que tengo de motorizarme, aunque sólo sea para venir a tu casa.

—¿No dices siempre que esto es mucho más tranquilo que el centro del pueblo?

—Sí, ya, pero...

—¿Vienes a bañarte? —le preguntó Montse, dudosa, al ver que su amiga no llevaba la bolsa con el bañador.

—No, no puedo. Te he visto de lejos y sólo quería preguntarte qué haremos esta noche.

—Vamos al Casino, ¿no?

—Bueno —accedió Carolina.

—Oye —no esperó ni un momento más; quería contárselo—. ¿Recuerdas al chico del sábado?

—¿El que no paraba de mirarte con cara de éxtasis concentrado y dolor de estómago?

—Sí.

—Claro que lo recuerdo, ya te dije que era muy mono.

—Pues acabo de verlo.

—¿Ah, sí? —se quedó en suspenso Carolina—. ¿Y...?

—Hemos hablado.

—¿Qué? —la cara de su amiga cambió—. Cuenta, cuenta.

—Nada, que iba por la calle, he tropezado, me he caído...

—¿Que te has caído? —se alarmó su amiga.

—Una buena culada.

—¡Oh, Dios, qué vergüenza! —y cerró los ojos—. No me digas que él...

—Estaba allí —le confirmó sus sospechas Montse—. Pero es que además ha aparecido como por arte de magia, ¿entiendes?

—Y te ha ayudado a levantarte.

—Sí.

—¡Lo sabía, lo sabía! —cantó Carolina—. Ya te lo dije. ¿Qué tal?

—Nada.

—¿Cómo que nada? —su voz se llenó de reconvenciones—. ¿Cómo se llama? ¿Quién es? ¿Habéis quedado?

—¡Eh, eh, alto! —la detuvo Montse—. Me he caído, estaba allí, me ha ayudado y eso ha sido todo.

—¿Le has dejado escapar?

—¿Qué querías que hiciera? ¡Por Dios! Mira que eres...

—Oye, rica, ¿tú crees en las casualidades?

—No sé.

—Pues yo no. Lo dejaste colgado el sábado y estaba esperando su oportunidad.

—La ha tenido y no me ha dicho nada.

—Porque es tímido, ya se le notaba. ¿A que estaba nervioso?

—Bastante —reconoció Montse—. Se ha asustado casi más que yo al verme en el suelo.

—Normal. ¿Qué quieres? Si le gustas, montas el número, tú no le das pie, y él es tímido...

—Carolina...

—Yo no digo nada —se defendió ella—, pero ya sabes lo que pienso: que necesitas un poco de marcha después de lo de Arturo.

—Bueno, vale ya, ¿no? —se quejó con amargura Montse.

Carolina bajó la cabeza. En su rostro, enmarcado por una abundante melena negra, apareció una sombra de culpabilidad. Su amiga la vio morderse el labio inferior; se había dado cuenta de que acababa de meter la pata, algo por otra parte habitual en ella.

—Vale, lo siento —dijo—. Te juro que no volveré a mentarlo.

—No es eso —manifestó con cansancio Montse—.
Es que... —no encontró palabras para explicar lo que sentía, así que acabó suspirando antes de agregar—: Bah, déjalo, no me hagas caso. Todavía sigo sensibilizada.
 

—A veces hablas tan fino —secundó su suspiro Carolina levantando la cabeza—. ¿Por qué no dices simplemente que estás cabreada además de dolida?

Logró hacerla reír, algo bastante difícil en las últimas semanas.

—Bueno, ¿te vienes o no?

—Te ayudaré a llegar a casa con esto —se ofreció Carolina cogiendo las bolsas del suelo—, pero tengo que largarme a toda prisa.

—Eh, dame una —protestó Montse.

—Da igual, vamos.

Se resignó. Carolina ya le había sacado cinco metros de ventaja calle arriba.

 

Tres

 

L
e molestaba que todos siguieran tratándola como a una enferma. Ya no lo era.
 

¿O sí?

A veces tenía la sensación de que los fantasmas del pasado la perseguirían el resto de sus días. Sería una anciana y todavía le preguntarían si se encontraba bien.

—¿Cómo estás, cariño?

Sus pensamientos se materializaron allí mismo, en forma de madre. Si no fuera por lo mucho que la había visto llorar y por lo delgada que estaba, víctima de los nervios, le habría pegado un soberano corte. No lo hizo, pero aun así, no se mordió la lengua.

—Yo diría que estoy un poquito mejor que hace un rato, antes de irme, y también mejor que ayer, sólo un poquito, pero mucho mejor, muchísimo mejor estaré mañana, y no digamos pasado mañana, aunque dentro de un año seguro que estaré mejor que hoy, teniendo
en cuenta que estaba fatal hace...
 

—¡Ay, hija! —suspiró la mujer—. Al final, no voy a poder preguntarte.

—Mamá, si es que lo haces cada cinco minutos.

—No es verdad.

—Pues cada vez que salgo o entro.

—Has sido tú la que se ha empeñado en ir a comprar y regresar cargada —le reprochó su madre.

—Es que, si no hago ejercicio, voy a terminar como la prima Lali.

—¡Pero si estás en los huesos!

—¿Yo? Las ganas, mamá, no digas tonterías.

—Sí, ya, yo digo tonterías. Eso mismo. Yo siempre digo tonterías.

Se hizo la digna. Empezó a sacar el contenido de las bolsas y a depositar los distintos paquetes sobre el mármol de la cocina mientras fingía ignorar a su hija. Montse estuvo a punto de irse a su habitación para ponerse el traje de baño. La detuvo el hecho de que, de nuevo, sintiera aquella infinita piedad por su madre.

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