Donde esté mi corazón (16 page)

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Authors: Jordi Sierra

—Ha sido una arritmia cardíaca, algo peligroso pero... normal, dadas las circunstancias. Estará un día más en observación, pero eso es todo.

Suspiró buscando el átomo de aire que le permitiera volver a la vida. No estaba solo, así que cuando lo encontró, volvió a abrir los ojos. Carolina seguía en el mismo sitio, con los brazos cruzados, mirándolo fijamente.

—¿Has hablado... con ella? —quiso saber Sergio.

—Sí, y lo sé todo —le confirmó antes de volver a recuperar su tono de dureza—. Te advertí que no le hicieras daño.

—No se lo he hecho.

—Ya, claro —se burló Carolina—. Al final resultará que es la gran historia de amor: chico que persigue el corazón del ser que ama y se enamora de nuevo de su dueña. Todo muy bonito, si no fuera porque ella es la que lo ha sufrido y se ha jugado la vida.

—¡No quise que pasara esto!

—¿Por qué viniste aquí, eh? Y cuando conociste a Montse, ¿por qué te quedaste, por qué seguiste, por qué dejaste que ella se enamorara y tú te volvieras loco? ¡Tu Gloria se murió, y Montse es Montse!

—¿Crees que no lo sé?

—¡No tengo ni idea de lo que tú sabes, pero has jugado con fuego! ¿Cuándo pensabas decírselo?

—¡No lo sé!

—Eres un cerdo —fue a cerrarle la puerta, pero Sergio se lo impidió.

—¡La quiero!

—¿Estás seguro de eso? —puso cara de escepticismo Carolina—. Montse sí te quiere a ti, pero tú amas a un fantasma, un corazón con dos cuerpos. Tú no puedes estar ya seguro de querer a una o a otra.

—La quiero, Carolina, te lo juro —dijo él, desfallecido.

—Entonces, ¿por qué no vas a verla?

—No puedo.

—¿De qué tienes miedo ahora?

—Sé que no va a perdonarme y no quiero que vuelva a tener un ataque.

—No te das muchas opciones, ¿vale? Ni una oportunidad.

—Lo siento.

—¿Y cuando salga?

—Me voy hoy mismo, Carolina —le reveló.

Ahora fue ella la que no lo entendió.

—¿A dónde?

—A mi casa. Se supone que debo empezar a estudiar una carrera.

—¿Así de fácil? —la chica chasqueó los dedos.

—No, no es fácil —la miró recuperando la calma—.
Es lo más difícil que he hecho jamás, como lo fue la primera vez. Pero comprendo que es mejor así. En unos meses he visto morir a mi novia dos veces, una de verdad y otra esta mañana. No quiero que Montse...
 

—¿No vas a luchar?

—Nunca me perdonará.

—Sí, si te quiere.

Sostuvo su mirada, una larga hilera de segundos que les pasaron muy despacio. Carolina lo vio rendirse. Sergio la vio enfurecerse. Ella quiso gritar. Él, echar a correr. Al final la chica se quedó quieta mientras Sergio daba media vuelta.

—Sergio —quiso retenerlo.

Siguió caminando.

—¿Qué le digo a ella?

No giró la cabeza. Cada paso abría un enorme espacio entre los dos.

—Que la quiero —fue lo último que dijo Sergio antes de desaparecer de su vista.

 

SÉPTIMO LATIDO

 

Cuarenta y nueve

 

M
ontse vaciló un instante, nada más. Un simple acto reflejo. Su corazón iba muy rápido, pero no tenía miedo de él. Nunca más iba a tenerlo.
 

Luego llamó a la puerta.

—¿Sí? —dijo una voz femenina.

—¿Está Sergio, por favor?

—Sí, pasa.

Se escuchó un chasquido y la cancela metálica quedó liberada de su cierre. Entró y no tuvo que volver a cerrarla porque lo hizo ella sola. La puerta de la casa se hallaba a unos diez metros, así que caminó por el sendero de grava, entre macizos de flores y árboles perfectamente cuidados. Era un bonito jardín, acorde con la señorial mansión de dos plantas que la impresionó nada más verla. Cuando llegó a su destino, una mujer ya la esperaba en lo alto de los tres escalones. Era menuda y agradable, sonreía con el mismo aire de inocencia con que lo hacía Sergio. Supo inmediatamente que era su madre.

—Hola, querida. Pasa. Han ido a buscarlo.

—Gracias.

No supo qué hacer, si darle un beso o la mano. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro. La mujer seguía sonriéndole.

—¿Tú eres...?

—Montse.

—Adelante, Montse.

Le franqueó el paso y la hizo entrar. La casa era preciosa, muy elegante. La miró sin parecer que lo hacía, algo impresionada. Contestó a un par de preguntas triviales y se encontró, de pronto, en una terraza amplia que daba a una enorme piscina, diez veces la suya. Nadie se bañaba en ella pese al calor.

—Siéntate, tú misma —la invitó la mujer—. No creo que tarde. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—De acuerdo, hasta luego.

Se alejó de su lado, pero Montse no se sentó. Llegó hasta la barandilla y miró la piscina y el jardín trasero. Allí se respiraba paz, la misma paz que ella necesitaba. Después giró el cuerpo y contempló de nuevo la casa. Por la izquierda debían de estar las habitaciones, que comunicaban con la zona de la piscina, ya que vio una serie de puertas correderas abiertas. Eso la hizo reaccionar.

Instintivamente.

Caminó sin prisa hacia allí, de forma en apariencia distraída, y pasó delante de la primera puerta sin detenerse. Vio una cama preciosa y la clásica decoración de un cuarto de chica. Siguió andando. La segunda puerta mereció su misma reacción, aunque en este caso parecía ser la habitación de un hombre. Todo cambió con la tercera, porque al atisbar en su interior reconoció lo que en el fondo estaba buscando.

Allí estaban las señas de identidad de Sergio: su ropa, dejada descuidadamente sobre la cama, libros, algún póster...

Se detuvo en la puerta. Casi podía olerlo. Los recuerdos empezaron a agolparse en su cabeza. Desde allí, inmóvil, contempló los detalles, despacio, impregnándose de ellos a través de la mirada.

Uno a uno, hasta llegar a la mesa.

La fotografía estaba en el centro, cerca de la pared, con un marco de metacrilato bastante grande que la hacía destacar. Una fotografía que conocía y recordaba.

Entró en la habitación y llegó hasta la mesa. Extendió su mano derecha y cogió el portarretratos. Pesaba. Luego sonrió.

Sí, claro que conocía y recordaba aquella foto.

Se la había sacado Sergio la primera mañana que se bañó en la piscina de su casa, con la cámara de Carolina. Al día siguiente ya estaban hechas las copias. No era la mejor de sus fotos, pero se la veía bien, sonriente, feliz.

De repente la escena le recordó mucho otra situación que había tenido lugar apenas unos días antes. Los mismos protagonistas, distinta foto, distinto lugar.

—Era mi novia.

No se sobresaltó. Tal vez lo esperase. Miró en dirección a la puerta por la que ella misma acababa de entrar y lo vio a él.

—¿Qué le pasó? —preguntó Montse.

—No lo sé. Escapé de su lado como un idiota después de que casi muere por mi culpa.

—¿Le hiciste daño?

—No —movió la cabeza horizontalmente, con
vehemencia, y luego repitió con más calma—: No, ¿cómo podía hacerle daño si lo era todo para mí?

—¿La querías?

—La quiero.

—¿Por qué crees que ella no podía perdonarte?

—Porque fue una extraña historia la que nos unió, aunque ahora sé que todo lo anterior, por duro y extraño que parezca, me condujo a ella.

—¿Cómo se llama?

—Montse —Sergio señaló la fotografía que su visitante aún sostenía en la mano, como si todavía quedase alguna duda.

—¿Y Gloria? —preguntó ella.

—Murió —reconoció él.

—¿Ya la has olvidado?

—No —fue sincero—. Nunca la olvidaré.

—Es justo —aceptó Montse.

Dejó su fotografía sobre la mesa y dio el primer paso. Sergio la imitó. Se encontraron en el centro de la habitación, a los pies de la cama, y allí se miraron a los ojos antes de abrazarse y apretarse con todas sus fuerzas, como si desearan fundirse el uno con el otro. Después, permanecieron así un tiempo indefinido, un minuto, dos, tal vez más. Hasta que se separaron lo justo para que sus labios se encontraran en el silencio.

El beso colmó su última ansiedad.

—Te quiero —susurró él.

—Por eso estoy aquí —dijo ella.

—Ahora...

—Es tiempo de esperar —afirmó Montse—. Ni siquiera lo vamos a tener fácil: tú, aquí; y yo, en Vallirana. Pero lo resistiremos.

—Soy capaz de acabar la carrera en la mitad de tiempo.

—¿Eres un genio o qué? —sonrió ella por primera vez.

—Puedo superarme.

—No será necesario —hizo un gesto de calma—. Tampoco quiero casarme antes de los veinticinco así que...

—¿Ah, no?

—¡No!

—Algo se nos ocurrirá.

—Eso espero —le confesó Montse volviendo a sonreír.

—Bueno, como te dije, tampoco hay tanta distancia entre Tarragona y Vallirana. Menos de una hora en moto, y la dueña de la pensión La Rosa seguro que estará encantada de tenerme cada fin de semana.

—¡Humm! Suena bien —le besó para confirmarlo.

Dejaron de hablar.

El único sonido claramente perceptible por los dos fue el de sus corazones.

El de Montse sonaba a toda marcha, con un ritmo perfecto y una intensidad llena de vida.

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