Read Donde esté mi corazón Online
Authors: Jordi Sierra
â¡Eh! âllamó su atenciónâ. Te he hecho una pregunta. Contéstala y vete.
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âQuiero que me perdones âpidió él.
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â¿Asà de fácil?
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âSÃ.
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â¿Y por qué habrÃa de perdonarte?
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âPorque te echo de menos.
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âOh, vaya. Tú a mÃ, claro.
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âTe quiero.
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La golpeó de lleno, en mitad de la conciencia. HacÃa un minuto Carolina y ella estaban hablando de Sergio, y el que se declaraba era Arturo. Pensó que la vida estaba llena de curiosos contrasentidos.
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¿NotarÃa él que se habÃa puesto roja? No habÃa mucha luz en la habitación, sólo la claridad difusa que entraba a través de la ventana.
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Ahora sà que la miraba a ella.
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Un par de semanas antes, la petición de Arturo tal vez hubiera tenido otro significado.
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Ahora...
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âArturo, por favor âsuspiró cansada.
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â¡Entiéndelo! âcasi gritó élâ. ¡Ya te lo dije: creà que ibas a morir, todo el mundo lo decÃa, y fui cobarde, pero sólo porque no querÃa verte morir.
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â¡No es una justificación! âle espetó Montseâ. ¡Era cuando más te necesitaba!
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â¡Lo sé! ¿Crees que no lo sé? Me volvà loco...
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â¿Con Mercedes? ¿O ella era tu aspirina? âapretó las mandÃbulas con determinaciónâ. Yo sà me volvà loca. No sabes lo que es estar allà esperando cada minuto, mientras todo se desvanece a tu alrededor. No lo sabes, Arturo. Por eso ya no soy la misma.
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âSÃ lo eres. Los sentimientos no cambian.
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Dio un paso en su dirección, tratando de cogerla, pero Montse lo apartó con algo más que genio. Con auténtica fiereza.
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âSe acabó âle dijo tajantementeâ. En mi vida ha habido un vértice, un antes y un después. Tú perteneces al antes. OlvÃdame.
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âTe estás vengando.
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â¿SÃ? ¿Tú crees que es una venganza? ¿Tan inmadura piensas que soy? Te diré algo: estoy bien, muy bien, pero... ¿y si pasa algo?
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â¿Algo?
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âSÃ, algo, un rechazo retardado o una recaÃda o... qué sé yo, algo, ya me entiendes. ¿Qué harás?
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âEsta vez no te fallaré.
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Montse no se lo pensó dos veces. Se quitó la camiseta, con un gesto de absoluta determinación, y se quedó ante él sólo con el sujetador. La cicatriz, de arriba abajo, apareció con toda su crueldad.
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â¿Y esto, Arturo? âse la tocó con la manoâ. ¿Podrás soportar esto?
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El muchacho estaba boquiabierto. No espantado, ni con expresión de asco, ni siquiera de dolor, sólo sorprendido.
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âMontse... âtrató de decir algo.
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âVete, por favor âle repitió ella.
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âDéjame...
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âVete, ¿vale? Ya sabes el camino.
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No se puso la camiseta. Lo empujó hacia la puerta. Fue el único contacto. Pero esta vez, él no se atrevió a tocarla ni a tratar de retenerla. Le bastó con mirarla a los ojos. Se encontró tras la puerta, en el pasillo, al otro lado. Montse la cerró de golpe.
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Y se quedó sola, en su habitación.
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Acompañada por su imagen en el espejo.
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No estaba llorando; al contrario, se sentÃa fuerte,
libre.
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Sobre todo, libre.
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Por eso, al pensar en Sergio, de pronto, y sentir que se le disparaba el corazón, supo finalmente lo que tenÃa que hacer.
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l cielo volvÃa a estar despejado, sin nubes. La tormenta de verano habÃa cesado hacÃa rato, pero ella seguÃa mirando arriba, como si esperase algo, mientras morÃa el dÃa y el anochecer asomaba por la esquina del tiempo.
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Ya estaba vestida y arreglada. Se irÃan al Maremagnum en cinco o diez minutos.
Todos. La familia feliz.
Comprobó la hora y se mordió el labio inferior. Sus dudas aún la hacÃan debatirse entre llamar a Carolina para que ella fuese a decirle a Sergio que no podrÃan verse o...
¿Y por qué no?
La visita de Arturo le habÃa despejado la última clave.
Ahora lo tenÃa claro y no le importaba nada más.
La vida era riesgo, y acertar o equivocarse era parte de ese riesgo. Cada dÃa tenÃa su propio valor. Cada minuto contaba. La felicidad de hoy no se recupera mañana, porque mañana es otro dÃa.
Hoy, hoy, hoy.
Ahora.
Tomó la decisión cuando sus reflejos ya la habÃan tomado por ella: se habÃa puesto en pie adelantándose a la orden de su mente. Salió de la habitación y buscó a sus padres. Los encontró en el baño: él, afeitándose de nuevo, y ella, acabando de peinarse.
âSalgo un momento âles dijoâ. Me recogéis en la piscina, ¿vale?
â¿Cómo que...? âsaltó el hombre.
â¿Dónde vas? âinquirió la mujer.
âHe de ver a alguien. HabÃa quedado y no me he acordado de llamar.
âBueno, vamos todos, bajas y te esperamos âpropuso su padre.
âYo ya estoy, y vosotros aún tardaréis diez minutos. Me adelanto y listo.
â¿Y vas a ir corriendo hasta la piscina?
Ãsa era su preocupación, y su madre se traicionó al decirlo. Lo que no querÃan era que corriera y se cansara, que acelerara los latidos de su corazón. Por eso casi se echó a reÃr. Si ellos supieran lo acelerados que sonaban en aquel momento.
âTranquila, que voy caminando âle dijo sin enfadarseâ. Y tú no te preocupes, papá. Estaré lista. Tocáis el claxon y subo.
Los dejó con su última protesta en los labios y caminó en dirección a la puerta. No echó a correr hasta que no hubo puesto cierta distancia entre ella y su casa, y era verdaderamente la primera vez que lo hacÃa. Luego sÃ, bajó las calles de la urbanización hasta el pueblo y, una vez en él, continuó corriendo, jadeando, pero sintiéndose fuerte, como no se habÃa sentido en las pasadas semanas.
Ya no iba a pasarle nada.
Era demasiado feliz.
Miró de nuevo la hora. HabÃan transcurrido diez minutos desde que salió de casa. Sus padres no tardarÃan demasiado. TenÃa que encontrarlo antes de que ellos hicieran sonar el claxon reclamándola o su madre se asomara desde la carretera, mirara hacia abajo y pudiera verlos. Por eso no habÃa querido que la acompañaran.
Llegó a las escalinatas de la piscina y se asomó al muro. No lo vio, pero las bajó igualmente, porque el espacio era lo bastante grande como para que pudiera estar en cualquier parte. Una vez abajo, primero fue hacia el bar, pasando entre las mesas abarrotadas de personas que tomaban algo o cenaban temprano. Sergio no se encontraba allÃ. Fue hacia las pistas; luego, hacia el recinto de la piscina. Nada. Empezó a creer que él ya se habÃa ido al ver que no aparecÃa, o que aún no habÃa llegado por alguna razón. Iba a regresar arriba, abatida, cuando lo vio bajando las escaleras.
Echó a correr hacia él.
â¡Sergio!
El muchacho se detuvo en el último peldaño. Miró en su dirección. Sonrió al verla correr y bajó a su encuentro. Montse no se detuvo hasta casi saltarle encima. Sus ojos brillaban.
âEscucha âle dijo jadeandoâ, no puedo quedarme, he de ir con mis padres a cenar a Barcelona, pero no querÃa irme sin decÃrtelo.
âAh âmostró su desilusión él antes de fruncir el ceño ante la sonrisa de Montseâ. ¿Qué te pasa?
â¿Tú qué crees?
âNo sé, pero pareces otra.
âSoy feliz.
Y lo abrazó.
Uno, dos, tres largos segundos. Una corta pero intensa eternidad.
En ese momento se escuchó un claxon.
Montse se apartó de él. Le bastó con verle la cara para saber que lo habÃa entendido, a pesar de su perplejidad.
âHe de irme, ¡adiós!
â¡Montse! âla retuvo con su voz.
Ella se quedó quieta en el primer peldaño de la escalera.
â¿Qué?
Sergio vaciló.
âNada âdijo con incierta vaguedad.
Montse volvió a bajar el escalón. Cubrió los tres pasos que la separaban de su contacto y se detuvo muy cerca de él. El claxon del coche sonó por segunda vez.
âDilo âle pidió.
Lo hizo.
Aunque sus ojos hablaron antes que su voz.
âTe quiero âdijo Sergio.
âYa lo sé âsonrió ellaâ, pero querÃa oÃrtelo
decir.
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Su sonrisa lo atrapó, le hizo perder el temor final, lo obligó también a sonreÃr, despacio, al comprender que era verdad, que no se trataba de un sueño.
Todo estaba allÃ, en sus ojos, en esas sonrisas. Después, se miraron a los labios, mutuamente, y tras una cómplice aceptación se acercaron, todavÃa sin tocarse.
No llegaron a hacerlo.
Sólo sus labios.
Pero fue como si uno y otra se fundieran en un solo ser.
El claxon sonó por tercera vez, sólo que ahora Montse fue incapaz de oÃrlo.
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Â
Â
A
brió los ojos y se quedó inmóvil, en la cama, apenas cubierta por el revoltillo de la sábana.
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Miró el techo, pero no lo vio. El techo no existÃa. La realidad estaba más allá de él, en forma de cielo azul.
Alzó una mano y fue como si pudiera tocarlo. Tocarlo y sentirlo. Llevarlo hasta dentro de sà misma.
â¡Dios! âsuspiró.
Era cierto, no lo habÃa soñado. Además, sus sueños solÃan tener forma de pesadillas, no de besos o de felicidad agazapada a flor de piel.
Bajó la mano y se tocó los labios con la yema del dedo corazón. Lo hizo con suavidad, para no borrar la huella de aquel beso, su único beso antes de salir disparada escaleras arriba. HabÃa sido suficiente para llenarla, para hacerla sentir saciada, más feliz de lo que habÃa sido jamás. El resto de la noche no habÃa importado, aunque sus padres y sus hermanos tuvieron que preguntarle qué le pasaba, porque no paraba de hablar, reÃr, gritar.
Le habrÃa gustado decÃrselo, anunciarlo a los cuatro vientos, pero eso hubiera sido demasiado. Le pertenecÃa a ella y sólo a ella. Bueno, a ella y a él.
âSergio âmusitó.
Todo habÃa sido tan imprevisto. Todo, tan rápido. Todo, tan increÃble.
Tal vez sÃ. Tal vez la vida estuviese en deuda con ella y empezara a pagarle.
Se habÃa enamorado.
Asà de fácil, sin problemas. Lo único que tenÃa que hacer era aceptarlo.
Creerlo.
âSergio.
Se pellizcó para estar segura. Le hizo daño y se alegró de ello. Después continuó en la cama, arropada por el silencio, disfrutando de la paz del primer dÃa del resto de su vida. Cerraba los ojos y ahà estaba él. Los abrÃa y lo mismo. HabÃa una justicia.
De los interrogantes de su agonÃa, de los «por qué yo», a los «por fin yo», a la confirmación de su felicidad.
La vida era una cosa muy rara.
âSergio âsuspiró por tercera vez con un murmullo.
Â
Â
S
alió del baño metida en su albornoz, sólo por si se encontraba con alguien de la familia en el breve trecho de tres pasos que separaba la puerta del lavabo de la de su habitación. No se tropezó con nadie y, al sentirse de nuevo a salvo, se lo quitó y lo dejó caer directamente al suelo. Completamente desnuda, se miró en el espejo.
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El amor hacÃa milagros.
Â
Se encontró guapa, perfecta. Y no era una ilusión.
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No perdió demasiado tiempo mirándose a sà misma. Ya habÃa tomado la primera
gran decisión de su nueva vida. Primero se puso la ropa interior; después escogió unos pantalones cortos y raÃdos por el muslo. Finalmente cogió una de sus viejas blusas, apartadas y olvidadas, que dormÃa su retiro en el fondo del armario. Una blusa que habÃa sido su favorita, con un escote que en su momento habÃa alarmado a su padre y a su hermano mayor. Un escote en forma de pico.
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Respiró con fuerza, llenando sus pulmones de aire, antes de volver a mirarse en el espejo. La cicatriz asomaba por el vértice del pico y ascendÃa casi hasta su cuello. No parecÃa tan dramática como viéndola en su totalidad, pero sà anunciaba el camino de la realidad, era el testimonio de todo, un grito silencioso que ya no querÃa ocultar.
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Y le pertenecÃa. Esa cicatriz la acompañarÃa el resto de su vida.
Â
Su vida.
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Sin ella habrÃa muerto, asà que no era el recuerdo de un horror, sino la llave de su supervivencia.
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Ya no se echó atrás. Buscó las zapatillas y se las calzó sin necesidad de agacharse, completado asà su atuendo estival. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina para buscar algo que desayunar. Era sábado, asà que su padre estaba en casa, y también Julio. Les oyó hablar antes de entrar.
Â
â¡Hola, familia! âsaludó con vitalidad.
Â
â¡Vaya horas! ârezongó su hermano mayor.
Â
â¿No irás a desayunar ahora? âprotestó su madre.
Â
âHola, cariño âdijo su padre.
Â
Fue el primero en verlo, el primero en darse cuenta. Montse se percató de ello, pero fingió ignorarlo. Lo mismo hizo con su hermano cuando el silencio de su padre le obligó a mirarla. Quedaba Maite, que aún parloteaba de espaldas a ella. Montse fue a la n
evera y sacó la leche.âLuego se dirigió a la estanterÃa, de donde cogió un
paquete de cereales. Actuaba con normalidad y lo único que pedÃa al cielo era que no le hicieran preguntas. No habrÃa sabido qué decir.
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