Donde esté mi corazón (11 page)

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Authors: Jordi Sierra

Al entrar en Vilafranca, se encontraron con una larga doble fila de coches parados a causa del primer semáforo. Tomás repitió el adelantamiento. Llegaron al semáforo sin ver la moto de Sergio.
 

Y entonces, en el siguiente semáforo, a punto de arrancar en cuanto se pusiera en verde, Montse lo vio.
 

Sergio.
 

—¡Allí! —gritó por encima del hombro de Tomás.
 

La potente máquina de quinientos centímetros cúbicos voló sobre el asfalto.
 

 

Treinta y dos

 

L
a moto de Tomás adelantó a la de Sergio nada más iniciar esta última la marcha, con el cambio de rojo a verde. Primero, Sergio pareció no entender la maniobra. Después, al ver los gestos de Montse, la reconoció.
 

Casi se estrelló contra el coche que lo precedía.

Montse temió que no parara, pero, por si había alguna duda, Tomás se colocó por delante para hacerlo frenar. Sergio disminuyó la velocidad, hasta detenerse a la derecha, y subió la moto sobre el paseo arbolado que constituía el bulevar central de Vilafranca. Tomás hizo lo mismo una docena de metros más adelante, suficientes para que su pasajera pudiera hablar a solas con el sorprendido Sergio.

Montse no perdió ni un segundo, ni siquiera para quitarse el casco y dejarlo en la moto de Tomás. Saltó de ella y echó a correr mientras se lo sacaba. Lo acabó de hacer justo al detenerse delante de Sergio. Entonces sus manos cayeron a ambos lados del cuerpo, sin fuerzas, todavía sujetándolo con la derecha. Sergio también se había quitado el suyo. Ambos quedaron como paralizados, incluso sus ojos: doloridos y con la huella de algunas lágrimas los de él, suplicantes los de ella.

La primera palabra tardó en estallar. Una eternidad.

Y la pronunció Montse.

—¿Por qué?

No hubo respuesta, sólo dolor.

—¿Por qué? —repitió ella con más fuerza.

—Era mejor dejarlo así —susurró él.

—¿Qué te pasa?

—Nada —Sergio bajó los ojos, rehuyéndola.

—¿Es por esto? —Montse se tocó la cicatriz con la mano izquierda y, al ver que no la miraba, acabó gritando—: ¡Mírame! ¿Es por esto?

—¡No! —exclamó el muchacho.

—Dime una cosa: ¿sabías que la tenía?

—Sí.

—¿Sabes lo que me pasó?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde el primer día —confesó.

—¿Cómo lo supiste?

—Por Dios, Montse, ya basta. Eso no importa.

—Tú lo has dicho: no importa —dijo ella—. Lo único que sí importa es que estoy bien, y aún me he sentido mejor desde que tú... —la emoción le impidió continuar hablando, aunque lo intentó—. ¿No crees que... es tarde para echarse... atrás?

—Nunca tenía que haber sucedido —movió la cabeza Sergio, víctima de un profundo pesar.

—¿Por qué? —volvió a gritar Montse, incapaz de comprenderlo—. Y además, ¿qué importa esto ahora? ¡Ha sucedido y ya está!

—Lo sé —aceptó Sergio.

—Entonces, ¿por qué te vas?

—Por miedo —la miró fijamente—. Te lo decía en la carta.

—¿Miedo de qué?

—Te quiero —dijo él.

No fue una declaración, sino un golpe, un estallido.

—Y yo a ti, por Dios... —gimió ella.

—Pero ha sido tan rápido.

—¿Y qué? Yo era la primera que no quería enamorarme, pero esas cosas no se escogen, pasan y ya está. Ahora te quiero, ¿cuál es el problema?

—Es que... —apretó los puños y las mandíbulas—.
¡No tengo nada! —acabó diciendo—. ¡Acabo de llegar a Vallirana, estoy sin trabajo, no soy nadie, ni siquiera me conoces!
 

—¿Es que alguien conoce a alguien alguna vez?
—repuso Montse—. Mis padres llevan casados veintitrés años y a veces mi madre aún le dice a mi padre que no lo conoce. Para eso decide unirse la gente, para conocerse, para compartir cosas.

—Entonces soy un cobarde —se acusó Sergio.

—Todavía no sé lo que eres, pero sí sé lo que no eres y, desde luego, no eres un cobarde. ¿Por qué no te das una oportunidad y me la das a mí?

—Montse, ¿y si...?

—Sin preguntas —lo detuvo ella—. Ni preguntas ni condiciones. Seguimos y nos damos el tiempo que parece que necesitamos, pero juntos.

Sergio dejó caer la cabeza sobre su pecho.

—Vuélvete conmigo, por favor —le pidió Montse—. Ni siquiera has de preocuparte por el viaje. ¿Ves? Tengo casco.

Casi le hizo sonreír. Los dos sabían que llevaba uno de más, ahora posiblemente oculto en la bolsa de viaje anudada detrás.

—Estás loca —suspiró él.

—Ya lo sé. Creo que, además del corazón, me cambiaron los tornillos de la azotea. Pero estoy segura de lo que hago, te lo juro.

Sergio tenía las manos libres. Se las puso en los hombros. Bastó con ese contacto y el calor de su mirada para que Montse dejara caer el casco al suelo.

Pasó sus brazos alrededor del cuerpo de Sergio.

Y se abrazaron despacio, largamente, sintiéndose, antes de levantar sus cabezas y besarse por segunda vez en su vida.

En su universo, todo era paz y silencio.

Tanto, que ni siquiera oyeron el ruido de la moto de Tomás arrancando de nuevo para regresar a Vallirana.

El hermano de Carolina sonreía con seráfica complicidad.

 

Treinta y tres

 

L
a moto de Sergio se detuvo a unos metros de la casa de Montse, según su costumbre. En el momento de bajar, ella se quitó el casco. No sólo tenía ganas de liberarse de esa coraza, sino también de respirar y, por encima de todo, de hacer lo que hizo cuando él también estuvo libre del suyo.
 

Abrazarle y besarle.

Sergio pareció asustarse primero, antes de mirar a su alrededor y ver que estaban solos. Luego cayó en la más absoluta de las tentaciones, lleno de aquella dulzura. Cerró los ojos y naufragó en aquel pequeño océano de ternura formado por los brazos, el cuerpo y los labios de Montse. Ella estaba temblando.

—Montse... —le oyó susurrar.

—Despacio, recuerda, despacio —musitó ella, acariciándolo.

Le pasó una mano por la nuca, hundiendo los dedos en su cabello. El nuevo abrazo fue un poco más fuerte. El nuevo beso, aún más cálido.

No querían separarse, pero lo hicieron. Sólo un poco.

Montse deslizó el dedo índice de su mano derecha por el labio inferior de su compañero.

—¿Después de comer? —le preguntó.

—Sí.

—¿No volverás a escaparte?

—No.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Te quiero.

—Te quiero.

Otro beso más. Hacía calor. Pero los dos temblaban, con ramalazos de frío recorriendo sus espinas dorsales. Calor y frío, un fascinante contrasentido.

Finalmente sus labios se separaron.

Ante ellos se abría una larga y dolorosa cuenta atrás.

Cuando Montse entró en su casa, pensó que hacía una eternidad que había salido de ella.

Sergio se quedó solo, en la calle, junto a su moto.

Entonces cerró los ojos y rompió a llorar, suavemente.

 

QUINTO LATIDO

 

 

Treinta y cuatro

 

C
arolina asomó la cabeza, en silencio, por la puerta de la habitación de Montse. La pilló completamente desprevenida, de espaldas y ordenando su ropa, que estaba hecha un revoltillo encima de la cama. En ese instante parecía dudar, con una camisa de color frambuesa entre las manos. Optó por echarla al suelo, sobre un pequeño montón de prendas que se levantaba a su derecha.
 

—¿Haciendo cambio de vestuario? —la asustó.

Montse giró la cabeza.

—¡Eh, tía! —protestó—. Podrías llamar, ¿no?

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te pille con él? —se burló la recién llegada.

—¡Hala, qué bestia eres! —exclamó Montse.

Carolina cerró la puerta a su espalda y entró. Se sentó en la cama y cogió una blusa.

—Oye, ésta no irás a tirarla, ¿verdad? Es monísima.

—No voy a tirar nada, sólo hago un poco de limpieza —dijo Montse en tono paciente.

—¿Y por qué no me llamabas para algo tan delicado? Sabes muy bien que tienes el gusto al final de la espalda.

—¿Has venido a meterte conmigo?

—Bueno, debería —calculó la visitante—. Hace tres días que no sé nada de ti, ni te veo ni pareces acordarte de que existo.

Montse se sintió culpable. Carolina sabía cómo ponerle el dedo en la llaga. Dejó la nueva prenda que había seleccionado donde estaba y se sentó junto a su compañera. Le pasó una mano por encima de los hombros.

—Vale, lo siento. Perdona —dijo sinceramente.

—Es el sino de las que no tenemos novio —fingió echarse a llorar Carolina, dando rienda suelta a su lado más payaso—. ¡Estamos condenadas a la soledad, porque nuestras amigas guapas se lo quedan todo! ¡Buaaa!

Montse se le echó encima. Carolina no pudo con el ataque, especialmente porque ya se le estaba escapando la risa. Cayó de espaldas, retorciéndose a causa de las cosquillas que le hacía su amiga. Fueron diez o quince segundos de liberación y carcajadas, hasta que la atacante ya no pudo más y las dos quedaron boca arriba, respirando con fuerza y retornando a la calma. Cuando lograron acompasar sus respiraciones, fue Montse la primera en hablar.

—Lo siento —dijo de nuevo—, es que estoy en el séptimo cielo, ¿sabes?

—Ya, ya —asintió Carolina, vehemente.

—En serio, ni siquiera sé qué día es hoy.

—Ya, ya —volvió a decir—. No hace falta que lo jures.

—Bueno, tú decías que fuera a por él, ¿no?

Carolina se incorporó.

—No, si me gusta que sigas mis consejos, faltaría más. A saber dónde habrías ido a parar tú sin ellos.

—No seas fantasma. Hablo en serio.

—Ningún problema. Yo entiendo muy bien que dos son compañía y tres, multitud. Pero ahora que podemos ser cuatro...

—¿Cómo que cuatro?

—Bueno —Carolina se miró las uñas de la mano derecha llena de afectación—, como anoche la nena se ligó a Quiquito.

—¿Te has ligado a Quique?

—Pse.

—¿A Quique Puig?

—No, si te parece será a Quique Martínez —la miró con horror—. ¡Pues claro que es Quique Puig, tía!

—¡Guau! —dijo Montse plegando los labios en señal de admiración—. Qué
puntazo
.
 

—Pero no es nada serio como lo tuyo, no vayas a creer —le quitó importancia Carolina.
 

—¡Anda ya, mujer fatal! —la empujó Montse—. ¡Mira que eres fantasma!
 

—¡Uuuuh! —la asustó.
 

—Cuenta, ¿cómo fue? ¡Va!
 

—Nada importante, en serio. Coincidimos en la cafetería, en el lugar adecuado y el momento adecuado. Nos pusimos a hablar, quedamos para después y, ya sabes: «que si me has gustado siempre», «ah, pues yo creía que tú...», «y mira qué bien», y esto y aquello y lo de más allá... Al final un besito y a ver qué pasa.
 

—¡Jo! —Montse la miró con admiración.
 

—Venga, pasa de mí. ¿Y tú qué?
 

—¿Yo?
 

—Tres días sin verte, después de que lo devolvieras al pueblo, son muchos días.
Así que cuenta.
 

—Pues no hay mucho que contar.
 

—Pero... —Carolina hizo un gesto de ambiguo misterio, oscilando y moviendo al mismo tiempo la cabeza y ambas manos, así como los dedos.
 

—Nada, en serio —se encogió de hombros Montse—. Paseamos, hablamos, nos miramos, nos besamos...
 

—Retrato de una pareja feliz —bautizó la estampa Carolina remarcando cada palabra en el aire.
 

—Pues sí.
 

—¿Te ha explicado algo más?
 

—No, nada.
 

—¿Le has preguntado?
 

—No.
 

—¡Pues sí que...!
 

—Quiero darle tiempo, en serio —se justificó ella—. Todo esto nos ha cogido desprevenidos y ahora tenemos algo maravilloso que no queremos perder. Yo no quise confesarle lo mío porque estaba aterrorizada; ahora lo sé. Él lo entendió y no me lo ha echado en cara. Y Sergio tiene algo muy dentro de sí, algo que probablemente le hace más daño de lo que yo misma pueda imaginar. Así que no quiero forzarle a nada.
 

—¿Crees que hubo otra?
 

—Es probable —reconoció valientemente Montse.
 

—Y le hizo polvo.
 

—Es probable —repitió por segunda vez.
 

—Así que huyó de Tarragona, de su casa, dispuesto a iniciar una nueva vida, y entonces... ¡tú! —anunció de nuevo Carolina como si hablara del guión de una película.
 

—El día menos pensado me lo contará todo, lo sé. Es sólo cuestión de tiempo. Ahora lo único que queremos es estar juntos, ser felices. Dios mío, Carolina, es tan dulce, tan tierno, tan...
 

—¿Hablas de un tío o de un pastel?
 

—¡Vete a freír espárragos!, ¿quieres?
 

Carolina la abrazó riendo.
 

—Vale, vale —quiso calmarla—. Si es que me encanta, en serio. Y si pudieras ver la cara que pones...
 

—No tengo otra.
 

—Y pensar que al empezar el verano estabas más fúnebre que en un entierro —
suspiró su amiga dándole un beso de afecto en la mejilla.
 

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