Donde esté mi corazón (12 page)

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Authors: Jordi Sierra

Montse se quedó en silencio unos segundos.
 

—Cómo cambian las cosas en poco tiempo, ¿verdad? —dijo al fin.
 

—¿Que si cambian? —bufó Carolina incapaz de hablar en serio dos segundos seguidos—. Fíjate tú que, ahora que tengo a Quique, estoy empezando a plantearme lo de Fernando. A fin de cuentas, a una mujer como yo le gustan los retos.
 

Esta vez Montse le echó la almohada sobre la cabeza.
 

Y luego se le sentó encima, sin hacer caso de sus gritos.
 

 

Treinta y cinco

 

E
l doctor Molins lanzó un largo y profundo suspiro de felicidad al hacer las últimas comprobaciones. En su cara apareció una significativa sonrisa que le iba de oreja a oreja.
 

—Querida —dijo—, yo diría que nunca has estado mejor.

—¡Bien! —asintió ella.

—Ya puedes vestirte —el médico se puso en pie—.
Te aseguro que pocos pacientes míos tienen un estado tan saludable como el tuyo.
 

—O sea que...
 

—Mira, si fuera por mí, ya no te querría ver más el pelo al menos en seis meses o un año. Pero para seguir con los exámenes rutinarios, calculo que en septiembre deberíamos echar un nuevo vistazo. Por seguridad.
 

—O sea que en agosto, ¡estoy libre! —dijo Montse, encantada por la buena noticia.
 

—Del todo.
 

—¡Fantástico! —cantó llena de alegría ella.
 

—A ver —bromeó el médico—, ¿o te creías que ibas a fastidiarme las vacaciones?
 

—No, no, por favor.
 

—Pues eso.
 

Era una persona encantadora. La había ayudado mucho. Supo darle confianza en los peores momentos y esperanza cuando parecía no haberla en ninguna parte. Le caía muy bien, pero el hecho de no verle en todo un mes era la mejor de las noticias.
 

—Te noto..., no sé, distinta —dijo el doctor Molins desde la puerta, antes de reunirse con los padres de su paciente.
 

—¿Ah, sí? —se detuvo Montse.
 

No sabía que se le notase tanto.
 

—Sí, te brillan los ojos, estás muy alegre, bromeas... En una palabra: pareces radiante.
 

—Pues no sé —se puso roja sin poder evitarlo.
 

—Vale, vale, como decís los jóvenes. Sea lo que sea, es bueno. Sigue así. Cuando alguien está enfermo, la cabeza influye más del cincuenta por ciento en la recuperación total. Te espero fuera.
 

—Voy en seguida.
 

El doctor Molins salió y la dejó sola. Acabó de vestirse. Pensó que le habría
gustado contárselo, pero aún le daba un poco de corte y vergüenza. La gente mayor opinaba todavía que los amores antes de los veinte no funcionaban. Sonreían, decían «oh, qué bien» y cosas así, pero en el fondo se lo tomaban como si los jóvenes estuviesen jugando. No entendían que no era un juego, que el amor a los dieciséis, diecisiete o dieciocho años es casi siempre lo más fuerte y fundamental. Incluso a los quince, como su prima Asun, o a los catorce, como Miriam, la del colegio, que después de cuatro años seguía igual de enamorada de su novio.
 

Los mayores olvidaban pronto cómo fueron sus años de adolescencia y juventud. O decían que eran otros tiempos, diferentes.
 

¿Desde cuándo el amor cambiaba con los tiempos?
 

Acabó de vestirse y salió fuera, donde el doctor Molins estaba asegurándole a su madre que no verla en
todo un mes era una buena señal y que no se preocu
para.
 

 

Treinta y seis

 

S
ergio le tocó la cicatriz con las yemas de los dedos, bajando desde su cuello hasta el nacimiento de los senos cubiertos por el nuevo traje de baño. Montse le miraba a los ojos.
 

—¿Sientes algo? —quiso saber él.

—Sólo un cosquilleo.

La mano se detuvo.

—Pero el resto del cuerpo lo tengo muy sensible —le recordó con una sonrisa.

Sergio llevó esa misma mano hasta su mejilla y la acarició. Ella ladeó la cabeza para besársela breve y fugazmente. La mano siguió recorriendo su piel hasta llegar a la base de la oreja, y después le acarició el cuello por la parte posterior. Sus ojos, sin embargo, seguían fijos en la cicatriz de su pecho.

—No te gusta hablar de esto, ¿verdad? —comentó él.

—No me gustaba, y probablemente siga sin gustarme, pero contigo es distinto. Nunca hemos hablado de lo que me pasó. Y tienes derecho a saberlo todo.

Le pareció que Sergio tenía un leve destello en sus ojos, una descarga eléctrica.

—¿Cómo sucedió?

—Lo llaman
miocardiopatía dilatada
—respondió Montse.
 

—¿Por qué todos los nombres médicos suenan tan raros?

—Bueno, lo que tuve sí era raro. Supongo que eso es lo que duele más. Te dicen que hay un caso entre tantos millones y te dejan aún más hecha polvo. Cuando pillas
la gripe, como la pilla una de cada tres personas, no te importa. Pero ser una entre cien mil, entre un millón o cinco millones fastidia.
 

—¿Cómo pudo tu corazón dilatarse sin más?

—Siempre tuve un corazón muy grande y generoso —bromeó ella sin ganas.

—En serio —pidió él.

—La verdad es que fue todo tan rápido... —Montse hizo un gesto de duda y resignación con los hombros—. Que si la infección vírica, que si la miocarditis aguda, que si... Lo único que sabía yo era que mi corazón, de pronto, ya no servía y necesitaba uno nuevo. ¿Te imaginas? Así de fácil. O me hacían un trasplante o adiós.

—¿Qué sentiste cuando te lo dijeron?

—Imagínate. Para mí fue como tropezar con un marcianito verde en el patio. De repente, palabras como
trasplante
y
donación de órganos
se me hicieron familiares.
Yo no tenía ni idea de nada de eso y tuve que ponerme al día. Una oye por televisión que somos el país del mundo con más donaciones de órganos, que hay mucha gente esperando un corazón y mucha gente esperando un riñón, que si alguien se muere y dona sus órganos pueden aprovecharse el corazón, el hígado, los riñones, las córneas... Es bastante abrumador, ¿no crees?
 

—¿Pensaste que te morirías?
 

—Es difícil de decir. Tenía muchas esperanzas, ¿sabes? Muchas. Pero a medida que pasaban los días...
—hablaba con absoluta naturalidad, sin esfuerzo—. Al llegar el final, aquella última noche, cuando todo era cuestión de horas, o de minutos..., entonces sí, creí que no lo contaría. Pensaban que no me enteraba de nada, pero tenía ratos de consciencia y en ellos, cada vez que miraba la vida que había al otro lado de mí, me decía que tal vez fuese lo último que viesen mis ojos, porque ya no volvería a abrirlos. Y no quería morir. No dejaba de repetirme que tenía tantas cosas por hacer. Finalmente, cuando apareció ese corazón, cuando me dijeron que iban a operarme y que viviría...
 

No era Montse la que tenía los ojos húmedos. Era Sergio. Ella se dio cuenta y entonces se le acercó, le acarició y le besó los ojos, los dos. Notó el gusto salado de esa humedad en los labios.
 

—Tranquilo —le dijo—. Ya pasó.
 

—Todo es tan... —intentó decir algo el chico.
 

No pudo. Dos lágrimas asomaron bajo sus pupilas y se le hizo un nudo en la garganta.
 

—Estoy bien, de verdad —dijo ella—. El médico me lo aseguró ayer, ya te lo dije. Mira, tócalo, oye cómo late, firme y seguro.
 

Le cogió la mano de pronto y se la llevó al pecho, sin ningún atisbo de vergüenza. Su corazón, por ese contacto y por el extraño abatimiento de él, comenzó a latir con mayor fuerza.
 

Sergio rompió a llorar, impulsiva e incontroladamente. Apartó la mano, como si le quemara aquel contacto, y bajó la cabeza para que Montse no le viera llorar. Durante un segundo quedó allí, apartado de ella, quieto, como un muñeco roto, con la densidad de su amargura y un invisible dolor llenándole el alma, cubriéndole de arriba abajo. Hasta que ella lo abrazó y él se derrumbó de nuevo sobre su pecho, abatido por segunda vez por el decidido tam-tam del corazón de Montse.
 

 

Treinta y siete

 

C
arolina no tenía muy claro qué película llevarse a casa. Claro que, de todas formas, la que no cogiera hoy se la llevaría mañana igualmente, porque no había demasiadas novedades que la satisfacieran. Pese a ello volvió a leer las contracubiertas de los estuches de las dos películas seleccionadas, buscando algo, un detalle que inclinara la balanza a favor de una o en detrimento de otra. Las dos estaban protagonizadas por actores que le gustaban y tenían un toque de comedia romántica que le encantaba. Tampoco tenía prisa. El vídeo-club, a media mañana, no estaba precisamente a rebosar.
 

Se decidió, finalmente, por la que sostenía en su mano izquierda y dejó la otra en la estantería. En ese momento vio pasar a Sergio por el otro lado de la calle, inconfundible por su forma de andar, su ropa de marca y su aire ausente. Dudó entre salir y llamarle o dirigirse al mostrador, pedir la cinta, pagar y salir en su busca.

Optó por lo primero. Se acercó a la puerta, miró calle abajo y entonces, antes de que pudiera llamarle, lo vio meterse en la sucursal bancaria.

Regresó al mostrador y entregó el estuche de la película. El chico que lo atendía buscó la cinta correspondiente, la metió en un nuevo estuche de color azul y tecleó su número de clienta en el ordenador. Carolina le dio quinientas pesetas, recogió el cambio y la cinta y salió a escape.

Cruzó la carretera por allí mismo, esquivando primero a los coches que venían por su izquierda, en dirección a Barcelona, y después, desde la leve protección de la doble línea continua central, a los que venían en sentido contrario rumbo al puerto de Ordal. Cuando alcanzó la otra acera, bajó corriendo la cuesta para meterse en la caja de ahorros.

No llegó a hacerlo.

Sergio estaba en el cajero automático, justo a la entrada, apoyado en él, contando dinero. Y no era poco.

Desde el exterior, al otro lado del cristal, calculó veinte o treinta mil pesetas, aunque sólo fue una apreciación. El enamorado de su amiga no la vio. Acabó de contar el dinero, arrojó el comprobante a la papelera y recogió la tarjeta de crédito.

Tarjeta de crédito. Carolina frunció el ceño. Pensó que no era tan raro, aunque... ¿quién tiene una tarjeta de crédito antes de...?

Sergio iba a salir.

Fue instintivo. Ni siquiera supo la razón de su gesto, ni qué motivó que diera un paso atrás y desapareciera de su visión. Claro que Sergio podía volver sobre sus pasos y tropezársela. Por eso se metió en la tienda de al lado. Esperó unos segundos.

Luego volvió a asomarse.

Sergio iba calle abajo, en dirección contraria, posiblemente a casa de Montse, a buscarla, o a bañarse en su piscina. Entonces hizo lo que había pensado de manera tan instintiva: caminó por segunda vez hasta la sucursal bancaria, entró y se acercó a la papelera. Había muchos comprobantes y papeles, pero el que estaba arriba de todo era el que, con mayor probabilidad, pertenecería a Sergio. Lo cogió y miró la cantidad.

No se había equivocado. Era un retiro en efectivo de treinta mil pesetas.

—¡Jo! —silbó en voz alta.

Una tarjeta de crédito y dinero. ¿Extraño para un recién llegado en busca de trabajo?

Carolina ni siquiera supo qué contestarse.

 

Treinta y ocho

 

S
e detuvieron en la entrada de la piscina, como siempre, llena de chicos y chicas. Allí comenzaban las escalinatas que conducían al bar, por debajo del nivel de la carretera. Montse echó una mirada a las distantes mesas llenas de gente, algunas casi tapadas por las ramas de los árboles, y cuando él trató de reanudar el camino, lo retuvo sujetándole con una mano.
 

—¿No quieres bajar? —preguntó Sergio.

—No.

—¿Por qué?

—Estoy cansada de que me miren, y a ti conmigo —justificó.

—Se les pasará —dijo él—. Aún eres «la chica con el corazón de otra», una novedad.

—Creía que ya había pasado —hizo un gesto de fastidio—. Ahora pienso que es por ti.

—Vaya, ¿soy popular?

—Nadie te conoce y todo el mundo nos ha visto juntos.

—¿Qué quieres que hagamos? —interrogó Sergio—. ¿Cogemos la moto y nos vamos a otra parte?

—No, vamos a dar una vuelta, tranquilamente.

—De acuerdo.

No se agarraron de la mano. Les costaba, pero era mejor no hacerlo en público. Un pueblo siempre sería un pueblo. Por ello se alejaron carretera arriba, buscando zonas más íntimas bajo la noche. Apenas habían andado treinta pasos cuando, por la otra acera y en sentido contrario, vieron a Arturo. Llevaba a su lado a una chica muy alta y delgada, completamente desconocida.

Hubo un fugaz intercambio de miradas.

—Odio esto —suspiró Montse cuando su antiguo amor hubo pasado.

—¿Verlo?

—No, me refiero a vivir en un pueblo en el que todo el mundo se ve a diario y no hay la menor intimidad. ¡Por Dios! Se portaron muy bien conmigo, con mis padres, pero ahora...

—Yo no te habría dejado —dijo Sergio en clara referencia a Arturo.

—Lo sé.

—Aunque tengo miedo de fallarte, como él.

—¿Por qué dices eso? —se alarmó ella.

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