Donde esté mi corazón (7 page)

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Authors: Jordi Sierra

—No, no lo soy.
 

—Lo eres, no seas tonta.
 

—Entonces gracias.
 

—Es curioso —mencionó Sergio—, la primera vez que te vi...
 

Se quedó cortado, y en ese momento Montse hubiera deseado que no lo hiciera, más aún, que estallara y se lo dijera todo. Necesitaba oírlo. Había tomado muchas medicinas para el cuerpo, pero ninguna para el alma.
 

—Sigue —le invitó.
 

—No me hagas caso —bajó la cabeza él, haciendo uno de sus gestos característicos—. Me siento ridículo.
 

—¿Por qué?
 

—¿Cuántas veces te han dicho lo mismo?
 

—Ninguna, es la primera —le dijo la verdad.
 

Esperaba otra frase, un ritual tipo «están todos ciegos» o «me alegro de haber sido yo el primero» o... Pero Sergio continuó con la cabeza baja. Montse no supo qué hacer, y más cuando él la miró de nuevo y captó toda aquella intensa humedad en sus ojos.
 

—Sergio... —vaciló.
 

Si hubo alguna pregunta en sus labios, murió antes de nacer. Y lo mismo las dudas, que estallaron como pompas de jabón. Los ojos de su compañero lograron el equilibrio. El resto lo hizo él mismo, reaccionando. Primero cogió el casco de ella y metió el brazo por el hueco de la hebilla. Después se puso el suyo.
 

—Tengo que irme —dijo demasiado deprisa.
 

No lo detuvo, aunque quiso hacerlo. La moto volvió a atronar en el silencio. Sergio le dio gas una sola vez, antes de levantar una mano como despedida e iniciar el descenso de la calle.
 

 

Diecinueve

 

—
¿
Q
ue se fue? —exclamó Carolina.
 

—Sí, así —chasqueó los dedos para ser más explícita.

—Pero... —evidentemente no lo entendía, y repitió—: Pero...

—Fue asombroso —dijo Montse—. En un momento me estaba diciendo que era preciosa y al siguiente...

—Algo harías.

—Que no.

—Tía, que los tíos no se van así como así.

—Pues él lo hizo. Y parecía a punto de echarse a llorar.

—¡No!

—No me lo invento, ¿vale? Tenía los ojos totalmente húmedos.

—Ah, vale —hizo un gesto como si de pronto lo entendiera todo—. ¡Qué fuerte!

—¿Qué es lo fuerte? —se perdió Montse.

—¿Es que no lo ves? Ya no se trata de que le gustes, ¡se ha colado! ¡Y lo ha hecho a lo bestia!

—¡Anda ya!

—Tía, que se ha colado y tiene miedo —insistió Carolina antes de poner cara de éxtasis y agregar—: ¡Qué bonito! ¡Un romántico!

—¡Y tú, qué ingenua!

—¿Yo? Pero bueno, ¿estás ciega o qué? ¡Un chico capaz de llorar por lo que siente es...! ¡Por favor, Montse! ¿No tiene ningún hermano? ¡Yo quiero que alguien me diga que soy preciosa y se ponga a llorar a moco tendido!

—¿Y si sabe lo mío? —preguntó ella.

—Pregúntaselo.

—No puedo.

—Pues entonces, díselo. Pero no creo que sea eso.

—¿Por qué?

—Pues porque basta con mirarle a los ojos —repuso Carolina—. Los tiene de carnero degollado. ¡Pero si es un dulce! No sé por qué no atacas. Y con lo que queda de verano por delante, ¡una pasada! Ojalá me ocurriera algo así a mí, ibas a ver tú. Mejor dicho, de ver nada, porque me perderías de vista hasta septiembre.

—O sea, que soy la chica del año, la de la gran suerte.

—Mira, si lo dices por esto —puso un dedo en el pecho de Montse—, pase. Pero si lo dices por lo demás... No tienes más que pensar en Arturo y ahora en Sergio. Es que ni punto de comparación, vaya.

—Yo estaba enamorada de Arturo —reconoció Montse.

—Y yo de Nacho hace un año, mira ésta. Y bien colada que estaba. Ahora en cambio ni yo lo entiendo. Lo veo y me pregunto si tenía el gusto en salva sea la parte. Además, tú lo has dicho: «estabas». Eso es pasado. O aún...

—No, ya no.

—¿En serio?

—¿Con lo que me hizo?

—Eso no significa nada. Si le quisieras, lo perdonarías y amén.

—Pues no le quiero, aunque a veces recuerdo cosas, lugares..., ya sabes. El otro día, cuando hablamos, lo comprendí. Me queda un ligero dolor, una resaca, ¿entiendes? Pero se acabó.

—Eso es cierto —calculó Carolina—. Los sentimientos siempre dejan un poso, ¿verdad?

—Yo más bien diría que es una herida. Dicen que, cuando te cortan un brazo o una pierna, tú aún sigues sintiéndolo y hasta te dan ganas de rascarte los dedos porque te pican.

—¡Ay, calla! —se estremeció su amiga.

—Soy una experta en hospitales, ¿recuerdas? —bromeó Montse.

—Pues mira tú qué bien.
 

Se detuvieron de pronto. Había un coche aparcado delante de la casa de Montse. Y un coche nada típico. Las siglas de una cadena de televisión eran visibles en el capó y la puerta. Carolina deslizó una subrepticia mirada en dirección a su compañera, que había perdido su recién nacida sonrisa tras la broma. Pudo captar el abatimiento, el súbito cansancio, el peso sobre los hombros cayéndole encima, la profunda impresión causada por aquella aparición.
 

—Por favor —le suplicó Montse—, entra conmigo.
 

—Claro.
 

En el fondo habría deseado dar media vuelta y echar a correr, pero sabía que era inútil, así que entró en su casa seguida por Carolina.
 

 

Veinte

 

E
ran dos, un hombre y una mujer. En el coche, antes de entrar, habían visto cámaras, focos y otros aparatos, pero ellos no tenían nada en las manos. Estaban sentados en la salita, en el sofá, acompañados de casi toda la familia: su padre, su madre y Dani. Sólo faltaba Julio. Ella bebía una Coca-Cola y él, una cerveza. Al verlas entrar, se pusieron de pie.
 

—Montse, hija —sonrió su madre—, estos señores han venido...

—¿Qué quieren? —quiso saber ella sin perder ni un segundo, comprendiendo de todas formas que era una pregunta estúpida.

La brusquedad de su hija hizo que Maite se quedara muy cortada.

—¿Montserrat? —la mujer le tendió una mano que ella fingió no ver.

—Montse —trató de decir algo su padre.

—¡Vas a salir en la tele! —gritó Dani.

Carolina llegó junto a ella y le cogió una mano. Fue una presión muy fuerte y directa, hermosa. Montse no se sintió sola. Su valor se vio reforzado.

—Escuchen... —empezó a decir.

Lo hizo demasiado débilmente. Los gritos de Dani, dando saltos y repitiendo que iba a salir en la tele, ahogaron sus palabras. El hombre fue el que tomó la ini
ciativa, probablemente viendo el desconcierto familiar
y la sensación de desamparo de su colega al quedarse con la mano extendida sin que Montse se la estrechara.
 

—Somos del programa
Un tema a debate
—la informó—. Ella es Judit Comas y yo soy Jaime Salanova, y nos encargamos de la producción y otros aspectos, porque en verano...
 

—Lo siento, pero no voy a ir —dijo Montse.
 

—No entiendo —vaciló la mujer—. Es un programa de gran audiencia, el número uno de los viernes y...
 

—Por favor —pidió Montse.
 

Los visitantes miraron a los cabezas de familia, tal vez en busca de ayuda, tal vez porque no entendían la situación.
 

—Nena, yo creo que deberías ir —le dijo su madre.
 

—¿Por qué?
 

—Porque es bueno hablar de ello.
 

—¿Para quién? —preguntó Montse—. Yo quiero olvidar y nadie me deja, y
encima quieres que me
exhiba como un bicho raro para que me vea todo el mundo y para que aquí sigan mirándome como a una especie de monstruo.
 

—No eres un monstruo —manifestó su padre.
 

—¿No? Entonces, ¿a qué viene tanto interés por mí? ¿Por qué quieren entrevistarme?
 

—No estarás sola —dijo la mujer de la tele—. Habrá otras dos chicas en tus condiciones, y un chico con un riñón...
 

—Y los padres de un chico que murió y gracias a él se salvaron...
 

Los detuvo a ambos. Recordó instintivamente la humedad de los ojos de Sergio la noche pasada, porque a ella se le llenaron de golpe de lágrimas y apenas pudo contenerse.
 

—Por favor, ¿quieren dejarme en paz?
 

Hubo un silencio muy tenso, tanto que hasta Dani se calló y los miró a todos desconcertado. La presión de la mano de Carolina aumentó. Era como si a través de ella le gritara «¡así, dales duro, bien!».
 

—Podríamos hacerte una entrevista aquí mismo
—insistió todavía, en un intento desesperado, el hombre.
 

—¿No lo entiende? —casi gimió Montse—. Quiero que se olviden de mí. Quiero ser una persona normal y corriente, no un fenómeno, ni... No soy la única, ¿vale? Aunque mi caso diera que hablar, no soy la única. Ustedes se montaron la publicidad, pero ahora ya basta, por favor, ya basta.
 

 

Llegó al límite y, antes de estallar, de dejarse llevar por las lágrimas, dio media vuelta y salió de la sala corriendo, sin dejar la protección de la mano de Carolina, de la que tiró para que la siguiera. Todavía antes de meterse en su habitación y cerrar la puerta, pudo escuchar a sus padres iniciando las primeras excusas por su insólito comportamiento.
 

—¡Qué vergüenza, por Dios! ¡Perdonen! Es que todavía... —se avergonzaba su madre.
 

—Lo pasó muy mal, ¿entienden? Justo ahora está volviendo a la normalidad y... —la justificó su padre.
 

—¿No saldremos por la tele? —gritaba Dani, enfadado.
 

 

Veintiuno

 

Sabía que era un sueño.  

Y a pesar de ello, tenía miedo, un miedo que la paralizaba en la realidad, mientras que en el sueño era capaz de moverse.

Caminaba por un lugar muy oscuro, muy denso. Era como si estuviese inmersa en un espacio en el que el aire fuera sólido, como una nube de algodón, ya que podía verlo y tocarlo, así que sus movimientos eran lentos y premiosos. Le costaba avanzar, le costaba respirar. Y sobre todo le costaba despertar, a pesar de que desde el sueño ella se lo gritaba a sí misma.

—¡Vamos, despierta! ¡Hazlo, ya! ¡No es más que un sueño! ¡Ya no estás aquí, no es más que una ilusión!

Entonces percibió el tam-tam. Un batir de tambores lejano, pero fuerte, que iba alejándose muy despacio de ella.

No veía nada.

Tan sólo sabía que, cuando escuchara el último golpe, todo habría acabado, porque el tam-tam provenía de sí misma, de su corazón.

El tam-tam eran los latidos de su corazón.

La oscuridad se hizo más profunda, y con ella creció la angustia. Extendió una mano, buscando algo a lo que agarrarse, y de pronto lo encontró: otra mano. Se sintió a salvo, pero sólo fue una breve sensación. La otra mano la sujetó con firmeza y tiró de ella para alejarla aún más de los latidos.

Se resistió, luchó.

Pero la mano era implacable, y la oscuridad, cada vez mayor, más asfixiante. Amenazaba con cerrarse del todo y aprisionarla para siempre, por toda la eternidad.

Entonces se rindió, comprendió que ya no podía más.

Se rindió y, justo en este momento, de alguna parte, le llegó una voz.

—¡Hay uno, hay uno!

La esperanza.

Todo cambió en un segundo. La mano la soltó, la oscuridad se rompió con una tenue claridad y el sonido del tam-tam retumbó en sus oídos.

Se despertó.

Y suave, muy suavemente, abrió los ojos.

Estaba en su cama, en su habitación, en el mundo real.

Recordó otra cama, otra habitación, otro mundo, el del hospital, la mañana que abrió los ojos y le dijeron que estaba viva.

Viva.

 

Veintidós

 

H
abía creído verlo un par de veces, pero no estaba segura de ello. Ahora sí, su imagen se le hizo clara durante un pequeño instante, entre las plantas del otro lado del muro. Fue a su habitación, se puso una camiseta por encima del bañador y unos vaqueros. Luego salió a la calle. Le dio la impresión de que él iba a marcharse.
 

—¡Sergio!
 

El chico se detuvo y giró la cabeza. Le cambió la cara. Dibujó en ella una sonrisa luminosa, como el día, y regresó.
 

—Hola.
 

—¿Qué tal? —le preguntó Montse.
 

—Bien —se limitó a decir él.
 

—¿Dónde estuviste ayer? No se te vio el pelo.
 

—Tuve un trabajo.
 

—¿Ah, sí?
 

—Nada importante —evadió los detalles.
 

—Carolina y yo fuimos a buscarte.
 

Se azoró, pudo notarlo, aunque no se imaginó por qué, ni le dio importancia alguna.
 

—¿A la pensión?
 

—Claro.
 

—No me dijeron nada.
 

—Bueno, tampoco dejamos ningún recado. Si hubiéramos podido subir, sí, te habríamos preparado alguna sorpresa en tu habitación, pero la dueña no parecía muy dispuesta.
 

—No quiere a nadie extraño en las habitaciones.
 

—Ya —pasó del tema Montse—. ¿Qué haces?
 

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