Donde esté mi corazón (3 page)

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Authors: Jordi Sierra

Sergio notó que se estaban alejando del centro.
 

—Siento haberme presentado de aquella forma antes —dijo de pronto.
 

—¿De qué forma?
 

—Bueno, estabais tu amiga y tú, y he aparecido yo...
 

—Si no conoces a nadie, salvo a las chicas a las que vas ayudando por la calle, es lógico —trató de ser amable Montse, comprendiendo lo que le sucedía a su nuevo amigo.
 

—Pero puede que os haya molestado.
 

—¿Por qué habrías de haberlo hecho?
 

—Estabas muy seria.
 

Montse se detuvo y le miró.
 

—Es que yo soy así —dijo con la mayor naturalidad.
 

—No lo creo —repuso él—. Es como si te controlaras todo el tiempo.
 

—¿Yo?
 

—Casi no te conozco, claro, pero diría que no estás en el mejor de tus momentos. ¿Has suspendido?
 

—No —le dijo la verdad, porque no había hecho ni un solo examen.
 

—Entonces perdona, debo de ser yo, que soy muy susceptible.
 

Montse iba a decirle que él también parecía muy nervioso, muy tenso, pero optó por no hacerlo. Carolina tenía razón: era tímido, y además probablemente se sentía muy solo, extraño. A lo largo de aquellos treinta o cuarenta minutos de intimidad, desde que su amiga se marchó, habían estado hablando de un montón de cosas
neutras, dispares, música, deportes, como si los dos trataran de rehuir otros asuntos más conflictivos o personales. Y era absurdo. Acababan de conocerse.
 

Aunque a Sergio se le notaba que ella le gustaba.
 

La mayoría de los chicos solía ser bastante transparente en eso.
 

—No era mi intención parecer un palo de chica
—confesó Montse reanudando la marcha—. De todas formas tienes razón, he tenido un mal año. Entre otras muchas cosas, he perdido el curso.
 

—¿Ah, sí?
 

—Ya no importa —se cruzó de brazos con su característico gesto de determinación y miró a lo lejos, hacia las montañas cuyas siluetas se recortaban sobre el cielo estrellado.
 

Sergio no volvió a preguntar.
 

Y cuando lo hizo, fue para cambiar de tema.
 

—¿Vives aquí todo el año?
 

—Sí.
 

—¿Y qué tal?
 

Montse se encogió de hombros.
 

—Siempre he vivido aquí, no sé —confesó.
 

—A mí me encanta viajar, moverme —dijo él—. En cuanto pueda me gustaría recorrer el mundo, ver las pirámides de Egipto, Palenque en México, las cataratas de Iguazú, Petra, Katmandu, y bañarme en las Maldivas y en la Polinesia.
 

—Pues de momento has ido a parar a Vallirana
—se burló ella—. No está mal. ¿Cómo decidiste quedarte aquí?
 

—Pues... —Sergio desvió la mirada por un instante—, fue casual. Me gusta esta zona, y a veces venía con mi moto por la carretera general hasta Vilafranca del Penedés, o hasta el puerto del Ordal. Un día vi esto y me dije que era perfecto, aunque no me preguntes por qué. Me gusta fiarme de mi instinto.
 

—Y estás aquí.
 

—Y estoy aquí.
 

—Pues aquélla es mi casa —señaló Montse con un suspiro de resignación—. Yo sí que estoy aquí.
 

A Sergio se le notó la desilusión, el corte. Miró la hora de manera que pareciera que no lo hacía, aunque ella se percató. No era tarde.
 

La mayoría de los jóvenes comenzaba a vivir la noche en ese momento.
 

Sergio tuvo la delicadeza de no preguntar.
 

—Gracias por dejarme acompañarte —dijo.
 

—No seas tonto.
 

Él se detuvo a menos de veinte pasos de la puerta.
 

—Vale, pues... adiós —se despidió.
 

—Adiós —sonrió ella.
 

Eso fue todo.
 

 

Ocho

 

L
a despertó su madre, llamando a la puerta de la habitación con insistencia poco habitual.
 

—Montse, que te llama Carolina.

Abrió un ojo y miró la hora en el reloj luminoso. Se había pasado. Era tardísimo, aunque de todas formas no tuviera nada que hacer aquella mañana. Por la tarde sí. Por la tarde tocaba médico. Pero por la mañana...

—¿Montse? —insistió ella.

—Ya va, ya va —protestó.

Saltó de la cama y salió con los ojos cerrados, igual que un fantasma. Odiaba tener que hablar antes de lavarse los dientes, pero si le pedía a su madre que le dijera a Carolina que llamase más tarde, su amiga era capaz de aparecer con un enfado de padre y muy señor mío. Se derrumbó sobre el sofá, como si estuviese agotada por el esfuerzo de haber dado aquellos diez pasos, y cogió el auricular de la mesa. ¿Por qué no tenían un inalámbrico como todo el mundo?

—¿Qué? —farfulló.

—Eso, ¿qué? —saltó Carolina con energía, demostrando que ella sí llevaba un buen rato despierta.

—Eres una cerda —la insultó a conciencia Montse.

—Bah, tía, que le vas.

—¿Y qué?

—El día que me
flipe
un chico y no te busques una excusa para dejarnos solos, vas a ver tú.
 

—¡Pero es que te largaste a los dos segundos!

—¡Es tímido, hay que darle más oportunidades que a los demás! —gritó Carolina—. ¿Y se puede saber por qué estamos discutiendo? A ver, ¿no te gusta?

—Si es que no es eso. ¿Por qué todo ha de ser blanco o negro?

—Mira, no te enrolles. En esto es blanco o negro, ¿vale? Así que, si no te gusta, me lo quedo yo. No tengo más que desplegar mis buenas artes de seducción.

—¡Hala, así de fácil!

—¡Jo, tía, para algo nuevo que hay! —exclamó Carolina, y como si quisiera convencerla de ello, insistió—: ¡Pero si es monísimo!

—No está mal —concedió Montse.

—¡Cómprate una lágrima y ahógate! Va, cuenta, ¿cómo es? ¿Resulta tan encantador como parece?

—Es bastante dulce, sí.

—¿Dulce? ¿No me digas que le has probado y ya os habéis bes...?

—¡No seas bestia, que no pasó nada! Te digo que es dulce porque lo es. No sé, ha sido la primera palabra que me ha venido a la cabeza.

—O sea, como los psiquiatras, que enseñan manchas y tú dices la primera bobada que se te ocurre
—demostró su rapidez mental Carolina—. Pues tú has dicho «dulce», y eso es algo. Vamos, digo yo.

—Carolina, descansa —suspiró Montse.

—¿Y además de «dulce»...? —lo dijo de forma muy especial.

—Estaba bastante cortado, nervioso, algo así.

—Le gustas —sentenció Carolina—. ¡Huy, cómo le gustas! ¡Ése está en el bote! ¡Amor a primera vista, flechazo! ¡Podrías pasarte un verano de perlas!

—Yo no quiero pasarme un verano de perlas.

—Pues estamos en verano, ¿sabes? Lo quieras o no. Estamos en verano, y los veranos o se pasan de perlas o se pasan fatal, porque sólo hay uno cada año, mejor dicho, sólo hay uno cuando se tiene diecisiete años. Y aunque te moleste, te lo diré: tú estás viva y Arturo se ha ido de tu vida. Adiós. Así que despierta y enfréntate a la verdad. Tienes a un tío encantador a tiro de piedra, ¿qué pasa?

—Nada —manifestó Montse.

—No te hagas la enfadada porque conmigo no puedes, y más en casos así. ¡No he pegado ojo en toda la noche! Va, suéltalo, que para eso soy tu amiga: ¿qué te pasa?

—Ya te lo he dicho: nada.

—Tienes miedo.

—¡No!

—¡Jo, mira que eres cerrada cuando quieres! ¿Es por...?

—¡No! —volvió a gritar Montse antes de que formulara la pregunta—. ¡Estoy bien!

—¿Seguro?

—Seguro. Son los demás los que no paran de recordármelo.

—Bueno, la verdad es que eso sí puedo entenderlo —el tono de Carolina cambió de golpe—. Tú eres más fuerte que yo, ¿sabes? Yo sí tendría miedo, tanto que...

—Carolina —impidió de nuevo que siguiera su amiga dando un giro a la conversación—, ¿te has fijado en su manera de vestir?

—Sí, ¿lo has notado? Viste demasiado bien para estar buscando trabajo por aquí de lo que sea, ¿verdad? Y sus modales... ¡Ufff!

—Hay algo en él que..., no sé.

—Oye, déjate de chorradas. Tú espera a ver qué pasa y ya está, pero tampoco pienses que él lo va a hacer todo. ¡Fíjate, hace dos días parecía que éste iba a ser un verano de lo más amuermado, y ahora...!

—Si no fuera por lo que me ha pasado, ¿irías a por él? Quiero decir que... si me lo cedes por cortesía.

—¡No seas burra! Te miraba a ti.

—Has dicho que, si no lo quiero, te lo quedas.

—¡Era un comentario, mujer!

—Hace tres años nos fijamos en el mismo chico y bien que tratamos de ver cuál de las dos...

—¡Éramos unas crías! —protestó Carolina.

Siempre decía la última palabra. Y siempre tenía algo que agregar. No podía con ella. Pero no sólo era su mejor amiga. Era su único nexo con el mundo real.

Y a veces, no siempre, pero a veces, incluso tenía razón.

Aquélla era una de esas veces.

—¿Cuándo volverás a verlo? —insistió incansable e incombustible Carolina.

 

SEGUNDO LATIDO

 

Nueve

 

E
l médico examinó el trazo de la línea que iba dejando el electrocardiograma en la larga hoja de papel. Un trazo continuo, de subidas y bajadas estables, siguiendo los impulsos marcados por el corazón con cada uno de sus latidos. Montse, tendida horizontalmente y conectada por medio de los electrodos al sistema de aparatos, lo observaba de reojo, pero también con confianza. Los días en que la angustia y el miedo dominaban cada una de aquellas escenas habían pasado. Por si no fuera bastante, el hombre la tranquilizó aún más, sin esperar a que la prueba hubiera finalizado.
 

—Bien, muy bien —comentó—. Perfecto.

—Me alegro —reconoció ella.

—Si no fuera por lo que sabemos tú y yo, nadie diría que has pasado por todo lo que has pasado.

Montse cerró los ojos y respiró con fuerza. De hecho era uno más de sus exámenes rutinarios, pero no podía impedir que, cada vez que entraba en la consulta, una fuerte agitación se disparara en su interior. Un año antes estaba perfectamente, y luego...

La vida podía cambiar en un segundo.

—Muy bien —dio por terminada la última prueba el médico—. Vamos a quitarte esto.

Lo hizo un enfermero, con cuidado, mientras él esperaba examinando la larga ficha médica de Montse. Cuando ella estuvo libre de cables y conexiones, comenzó a vestirse. Para entonces el doctor ya había regresado a su despacho y se había sentado al otro lado de su mesa. La puerta había quedado abierta y su paciente se reunió con él.

—Siéntate —le pidió.

Montse le obedeció mientras él terminaba de efectuar unas anotaciones. La tira de papel con el electrocardiograma fue lo último que añadió a su expediente. Luego lo dejó sobre la mesa y se enfrentó a ella con una sonrisa cálida en los labios.

A Montse le gustaba, y no sólo porque le había salvado la vida. Era un buen hombre, lleno de ternura, sensibilidad y comprensión.

—Cuéntame —le pidió.

—¿Qué quiere que le cuente? —le preguntó Montse.

—Pues qué haces y todo eso. Estamos en verano. ¿Ya nadas, caminas, haces ejercicio?

—Sí, sí.

—¿De verdad?

—Bueno, en casa tenemos una piscina, pero no es olímpica, claro.

—Tú ya me entiendes —manifestó el médico—. Se trata de actuar con normalidad.

—Lo hago.

—¿Del todo?

Montse se mordió el labio inferior. Bajó la vista al suelo un momento.

—Lo intento —reconoció.

—Es lógico —aceptó el hombre—. Crees que cualquier esfuerzo puede provocarte algo irreparable, pero se trata de que vayas cogiendo confianza. Por eso es tan importante llevar una vida normal. Estás bien, Montse. Tu corazón debe asimilar esa normalidad, pero es básico que también lo haga tu mente. En tu cuerpo todo trabaja al unísono. ¿Te dije que tú eres tu mejor ayuda?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—¡Uf, cantidad! —bromeó Montse.

—Pues te lo digo una más: eres tu mejor ayuda. Que tu mente esté serena y tu ánimo hará el resto. ¿Qué tal en casa?

—Ése es el problema —asintió con pesar Montse—.
Me miman como si fuera una inválida y están tan pendientes de mí que...
 

—Es comprensible.
 

—Ya, y lo entiendo, pero a veces me ahogan. Aunque yo no piense en nada, me basta con mirarlos para que todo vuelva a mi memoria. Me hacen sentir mal. Un estornudo es suficiente para que me pregunten qué me pasa, si me duele algo. Es como si fuera a caerme de un momento a otro. Yo creo que, cuando estoy delante, ni respiran.
 

—He hablado con ellos, pero es difícil hacerles entender cuál es su papel en nuestra estrategia. Por eso quería verte a solas.
 

—Y yo se lo agradezco, doctor Molins. Me siento mucho más cómoda sin ellos.
 

—Bueno, únicamente piensa que en unos meses, puede que menos, en unas semanas, todo esto habrá pasado y la normalidad será absoluta. Ten paciencia, ¿de acuerdo?
 

—La tengo.
 

—¿Y de amores?
 

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