Read Donde esté mi corazón Online
Authors: Jordi Sierra
âSe volvió loco, claro.
âOh, sÃ, se volvió loco âsonrió Montse.
âY acaba de salir del manicomio, se le notaba.
âSu familia tiene una casa en una de las urbanizaciones. Ãl va y viene. HacÃa mucho que no lo veÃa.
â¿Fue por... esos problemas de los que acabas de hablarme?
âSÃ.
âEntonces no se portó bien contigo.
âNo, no se portó bien.
â¿Le odias?
âNo âdijo, pero envolvió su respuesta con un gesto de asco.
â¿TodavÃa le quieres?
Giró la cabeza para mirarle de frente.
âEres un preguntón, ¿eh? âle soltó con el ceño fruncido.
âSà âreconoció Sergio haciendo un movimiento de resignación, de tono afirmativo, con la cabeza.
Tardaron un poco en echarse a reÃr, sólo un poco. Pero lo hicieron al unÃsono, liberándose de sus últimas energÃas negativas, de sus miedos y prevenciones, dando paso a una inicial sensación de libertad con la que se arroparon.
Tal vez por ello, un par de metros más allá, Montse volvió a oÃrse a sà misma diciendo algo que no esperaba, pero que le salió del alma, con todo su dolor, aunque con una especial sinceridad.
Algo tan simple como:
âNo, ya no le quiero.
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l camarero dejó las dos limonadas sobre la mesa y, antes de irse de nuevo, Sergio sacó una moneda de quinientas pesetas del bolsillo y se la tendió. Esperó el cambio, se lo guardó y volvieron a quedarse solos.
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La mesa, aunque apartada del muro sobre el que transcurrÃa la carretera, no estaba precisamente rodeada de silencio y paz. Además, de la piscina del pueblo, pese a la hora, todavÃa salÃan algunos bañistas. Eso hacÃa que muchas veces mirasen a otro lado a causa de algún ruido, o porque alguien saludaba a Montse.
 Sergio se dio cuenta de esta última circunstancia y le comentó:
âNunca te he visto con nadie, salvo con Carolina.
âEs que ella es mi mejor amiga, y a veces pienso que mi única amiga también.
âSin embargo, todo el mundo te conoce.
âEsto es un pueblo âadvirtió ellaâ. No tiene nada de raro. Claro que nos conocemos todos, pero en lo que a mà respecta, ya se me ha pasado la época de las pandillas.
â¿A causa de... ese mal momento?
âSupongo.
âPareces haber madurado mucho y de golpe por culpa de eso.
â¿Ah, sÃ? âpreguntó ella con interés.
âBueno, no sé, es lo que me parece a mÃ.
âNo, no, si es posible que tengas razón âadmitióâ. Aunque no me conocÃas antes, asà que no puedes saberlo.
âNo te conocÃa, pero acabas de decir que se te ha pasado la época de las pandillas, y a tu edad lo más normal es salir en pandilla.
âVaya, eres todo un experto.
âNo, qué va.
âOh, sÃ. Y encima has dicho lo de «a tu edad» como si tuvieras..., qué sé yo, treinta años.
âA veces creo que los tengo âse justificó Sergio con cansancio.
âNo me digas que...
âTodos pasamos malos momentos, no eres la única.
â¿Cuál ha sido el tuyo?
â¿Y el tuyo?
âYo he preguntado primero.
âPero tienes tan pocas ganas como yo de recordar lo que no te gusta.
âVale âadmitió Montse.
Se llevó el vaso a los labios para disimular un silencio incómodo y casi lo apuró de un trago, vÃctima de una repentina sed. TenÃa que empezar a despedirse. Cena a las nueve. Y no estaba muy segura de querer verlo después, asà que lo mejor serÃa que no saliera de casa.
Sin saber por qué, intuÃa que volver a verlo, tan seguido y a solas, podÃa convertirse en algo peligroso.
Sergio pareció captar sus pensamientos.
â¿Saldrás después?
âNo, hoy no.
â¿Por qué?
âQuiero ver un programa de la tele âmintió.
Su rostro mostró elocuentemente su desencanto.
â¿Y mañana? ¿Por qué no nos vemos aquÃ? âseñaló la piscina.
âNunca vengo a la piscina del pueblo âdijo ellaâ. Tenemos una en casa y prefiero bañarme allÃ. Menos gritos, salpicones y todo ese rollo.
â¿Quedamos el veinticinco de febrero del año que viene?
â¿Qué? âse echó a reÃr Montse.
âSupongo que, si te lo pido con tiempo, no habrá problema.
âNo seas burro âsiguió riéndoseâ. Después de mañana por la mañana, viene mañana por la tarde.
âVale, entonces, ¿nos vemos mañana por la tarde?
¿Era una cita?
âSÃ, claro, estaré por aquà âdijo ella tratando de que no lo pareciera.
âPues brindo por ello âSergio levantó su vaso y también lo vació.
âBien âsuspiró Montseâ. Ahora he de irme.
âTe acompaño.
Ella detuvo su ademán de ponerse en pie.
âNo, no hace falta.
âPero si no tengo nada que...
âSergio, que no, gracias.
Su tono fue tan irrefutable como su mirada.
El chico se quedó clavado en su asiento.
âHasta mañana âse despidió ella suavizando la situación con una sonrisa.
âHasta mañana âla correspondió él.
Era la tercera vez que se despedÃan a solas y la tercera vez que ella echaba a andar sintiendo sus ojos clavados en su cuerpo. Pero no era la tÃpica mirada del admirador que te desnuda con la mente. Era una mirada cargada de sentimientos confusos. Pudo percibir la ansiedad, la desazón, un cúmulo de energÃas y tormentas que caÃan sobre ella.
Le fue difÃcil no girar la cabeza.
Le fue difÃcil no apretar el paso y mantenerse serena.
Y le fue aún más difÃcil dejar de pensar en todo aquello, en la novedad que representaba, la sorpresa, el suave color de las sensaciones que sentÃa.
Tanto que acabó rindiéndose a la evidencia: no podÃa dejar de hacerlo.
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nició el ascenso de la pendiente que conducÃa a su calle pensando en Sergio y en las tres ocasiones en que habÃa estado con él, incluida la primera, tan curiosa y ridÃcula, cuando notó una presencia cerca de ella. Al levantar los ojos del suelo, lo vio.
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Arturo.
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Se quedó paralizada. No sólo no se lo esperaba, sino que fue como si la atacara a
traición, como si él pudiera haber adivinado sus pensamientos. Supo que se habÃa quedado blanca por la impresión, aunque él no pudiera notarlo, rodeada por las primeras sombras de una noche estrellada.
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âHola, Montse.
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Estaba a unos cinco metros, de pie, aunque seguramente habÃa estado esperándola sentado en la parte baja del muro de los señores Caldentey. Sólo dio un par de pasos en su dirección, asà que, después de todo, los pocos metros que aún los separaban eran igual que un abismo.
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Montse logró reaccionar.
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Continuó caminando y trató de pasar de largo a su lado.
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No lo consiguió. Arturo la retuvo cogiéndola del brazo. Montse hizo un gesto de furia para soltarse.
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âEspera, por favor âle pidió el chico.
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â¿Qué quieres? âle lanzó toda su ira en forma de mirada, una mirada cargada de reproches y desprecio.
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â¿Cómo estás?
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â¿Es eso? ¿Te interesa únicamente mi salud? Pues ya lo ves: muy bien. ¿No se nota?
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â¿De verdad estás bien?
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â¿Preocupado a estas alturas? âle disparó verbalmente ellaâ. ¿A ti qué te parece? No tengo aspecto de muerta, ¿verdad?
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âEres injusta âsusurró él con dolor.
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â¿Yo? ¿Injusta yo? âpareció sorprenderse Montse.
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âNo tuve muchas opciones.
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âTuviste una âse puso el dedo Ãndice en el pecho y agregóâ: Yo. Pero pasaste de mÃ.
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â¿No lo entiendes? âelevó la voz Arturoâ. No querÃa verte...
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â¿Qué, morir? Vamos, puedes decirlo, ya lo he superado.
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El muchacho bajó la cabeza. Montse experimentó un torbellino de sensaciones. Los recuerdos cruzaron su mente como si ésta fuese transparente. Eran como nubes sin rumbo, pero nubes compactas, llenas de momentos que un dÃa fueron inolvidables.
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Y habÃa pasado tan sólo un año, aunque parecÃa que todo se remontara a otro tiempo y otra dimensión.
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âEl amor es hasta el final, ¿sabes? âle dijo imponiéndose a su culpable silencioâ. No vale para pasarlo bien y cuando van mal dadas...
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âTuve miedo âconfesó Arturo.
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â¿Qué te crees que sentà yo? ¿Miedo tú? ¡Yo sà que tenÃa miedo, y estaba sola! ¿Dónde estabas tú cuando esperaba la muerte en el hospital? ¡Mierda, Arturo!, ¿dónde estabas?
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âLo siento. Ahora...
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âAhora soy otra âno le dejó hablar.
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âNo es verdad.
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âSÃ lo es, mÃrame.
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Arturo seguÃa con la cabeza baja.
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âMÃrame ârepitió Montse con más fuerza en la voz.
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Lo hizo. Ella se habÃa jurado no llorar. Ãl, en cambio, parecÃa roto y a punto de hacerlo.
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âDe acuerdo âdijo el chicoâ, algo sà has cambiado, pareces más dura.
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âAl contrario. De dura nada. Ahora amo la vida porque sé lo que es estar a punto de perderla. Me siento mejor, como persona, y también, feliz y contenta. Pero aún tengo miedo, vivo y duermo con él. Y es porque aún me siento sola y me cuesta adaptarme a cuanto me rodea desde que me dieron el alta. Pero sé que saldré adelante.
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âPor favor, déjame que...
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Volvió a quedarse cortado.
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â¿Quieres intentarlo de nuevo o es sólo que te sientes culpable? Continúas siendo tan egoÃsta como ya lo eras antes, aunque yo no me diese cuenta.
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â¿EgoÃsta?
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âNo me importa, en serio. Ya no âle mostró las palmas de sus manos desnudasâ. Me duele pero no me importa. Yo estaba en el hospital y tú ya salÃas con Mercedes. Por cierto, ¿cómo está? Hace mucho que no la veo.
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âFue una locura. Igual hubiera podido fumarme unos porros o beber hasta emborracharme âquiso justificarse él.
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âNo me vale ânegó Montseâ. Te buscaste a otra y ya está, y encima fue ella, «Doña Caliente», ideal para hacerte olvidar, porque todo el mundo dice que es muy fogosa. Pero da lo mismo, de verdad. Dejémoslo asÃ. Dicen que el primer amor no se olvida y yo no te olvidaré, aunque estoy empezando a comprender que lo nuestro sólo fueron fuegos artificiales.
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Por primera vez, y tras aguantar estoicamente el chaparrón verbal, Arturo la miró con dureza.
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â¿Es por ése? âpreguntó.
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â¿Quién?
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âYa sabes a quién me refiero. Ãse con el que estabas.
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âEs un amigo. Acaba de llegar al pueblo, aunque eso a ti no te importa.
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âHas estado un par de veces con él.
Â
âExacto âfrunció el ceño al darse cuenta del comentarioâ. ¿Me espÃas?
Â
âNo. Me lo han dicho, nada más.
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â¡Genial! âsuspiró molestaâ. ¡Desde luego un pueblo es lo ideal para disfrutar de intimidad! ¿Tienes a muchos correveidiles a sueldo?
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De pronto pareció cansarse de todo aquello. La ira aumentó y, sobre todo, la necesidad de escapar, de echar a correr. Su habitación estaba a menos de treinta pasos.
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âBueno, ya vale, ¿qué quieres?
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âNada âmurmuró él con dolor.
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âEntonces buenas noches âdijo ella.
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Reanudó su camino, lo esquivó con miedo de que volviera a retenerla y, al no encontrarse oposición, ganó seguridad, confianza, y acentuó el ritmo de sus pasos.
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Fueron exactamente treinta y dos hasta meterse en su habitación, a salvo.
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Q
uiere volver âsentenció Carolina.
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âNo, no lo creo. Se siente culpable y nada más.
âOye âhizo un gesto terminante su amigaâ: lo que yo te diga. Quiere volver.
âPues no me dijo nada.
âTÃa, si es que tal y como lo cuentas, aún no sé cómo no echó a correr. Y no te digo que hicieras mal, qué va. Yo en tu caso, te juro que le pego una patada entre las piernas, asÃ, de buenas a primeras, y luego, si puede, hablamos.
âPues yo pienso que no. Y no me importa. Ni le culpo. A fin de cuentas la mayorÃa de la gente todavÃa me ve como un bicho raro, una especie de... monstruo de Frankenstein.
â¡Hala!, ¿qué dices?
âEn serio. Puede que aún me quiera, no te lo discuto, pero esto... âse tocó el pecho con un dedo.
âYo creo que te equivocas. Lo que pasa es que Arturo se ha dado cuenta de que metió la pata y que fue un inmaduro. ¿Aún sale con Mercedes?
âNi idea.
âSi sale, que lo dudo, no le dura ni este verano.
âBueno, ella es muy... convincente. FÃjate en lo poco que tardó en saltar sobre él en cuanto estuve fuera de circulación.
âPero si no pegan ni con cola. Mercedes es un pendón desorejado, ideal para inmaduros como Arturo ârepitió poniendo el dedo en la llaga.
âMira, me da igual, en serio. Ya lo he superado.
âNo habÃas vuelto a verlo, que es otra cosa. Ahora que ya te has enfrentado a él, sà que puedes superarlo. ¿Y Sergio?