Read Donde esté mi corazón Online
Authors: Jordi Sierra
âMamá âle dijo condescendienteâ, he de hacer ejercicio. No puedo quedarme quieta, muerta de miedo.
âSi ya lo sé âexclamó la mujer mostrándole sus ojos cargados de estrellas luminosas, al borde del llantoâ. Pero yo todavÃa tengo esa sensación que...
âAcabarás enferma tú âle advirtió su hija.
La posible respuesta no llegó a producirse. Por la puerta de la cocina apareció Julio, el hermano mayor de Montse, recién levantado pese a la hora que era. Iba en calzoncillos. En otras circunstancias habrÃa ido a la nevera para coger algo sin molestarse en abrir la boca.
Pero eso era antes.
Mucho antes.
âHola, ¿cómo estás hoy? âse interesó mirándola.
âSerá mejor que no le preguntes âle advirtió su madreâ. A «Doña Susceptible» le molesta.
Montse tuvo ganas de gritar, pero eso, sin duda, habrÃa sido demasiado.
Un cuarto personaje hizo acto de presencia antes de que respondiera: su hermano pequeño, Dani. Entró en la cocina a la carga, como era su costumbre.
â¡Ya he terminado los deberes! âanuncióâ. ¿Puedo ir a la
pisci
...?
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Entonces vio a su hermana y se detuvo en seco, preo
cupado. Tanto que preguntó:
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â¿Pasa algo?
Por lo general su hermano menor antes la atormentaba y le hacÃa la vida imposible sin el menor remordimiento de conciencia. Era natural, teniendo en cuenta que ella estaba en medio de sus dos hermanos. Y Dani, al fin y al cabo, era el pequeño, el «descolgado». Ahora le habÃan leÃdo la cartilla. Caminaba con pies de plomo, no hacÃa ruido y a veces la miraba como si fuera a caerse muerta en un abrir y cerrar de ojos.
¿Cómo podÃa llevar una vida normal asÃ?
Montse salió de la habitación sin decir nada, aceptando los hechos, pero rebelándose silenciosamente contra ellos.
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Se sentÃa tan rara. Â
Tan diferente.
Un año antes, el verano habÃa sido como todos. Es decir: un asco por tener que quedarse en Vallirana, sin ir a ninguna parte de vacaciones, pero maravilloso por poder estar junto a Arturo. De hecho, todo habÃa empezado entonces, pocas semanas antes de...
Un año. Sólo eso. Y en ese tiempo...
Los pensamientos llegaban a embotarla, pero aún más lo hacÃan las emociones que asaltaban los muros de su espÃritu continuamente, a traición, desarmándola,
produciéndole aquel vértigo, aquella sensación de irrea
lidad. A veces no sabÃa qué era mejor, ni sabÃa qué cara poner, qué decir, cómo enfrentarse a su nueva vida con la apariencia de normalidad. Para ella misma era alucinante, asà que imaginaba lo difÃcil que debÃa de ser para los suyos, su familia, sus amistades, el mundo entero.
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Pero estaba viva. Eso era lo único que contaba. Viva.
Aunque no dejaban de recordarle que casi se trataba de un milagro.
Todos, con su actitud.
Por eso, cuanto la rodeaba, su visión de las cosas, sus dimensiones, todo habÃa cambiado. Exterior e interiormente. Los demás no se daban cuenta, porque no podÃan meterse en su cerebro, ni bajo su piel, ni mucho menos en su corazón, para mecerse con cada latido de esa nueva vida.
Quizás todos deberÃan ir a un psiquiatra. Todos. Ella, su familia, el pueblo entero.
El silencio de su habitación la confortó. Sólo entre las cuatro paredes de ese espacio propio se sentÃa bien, a salvo de todo mal. Era lo único que tenÃa, ese reducto le pertenecÃa. Más allá de la puerta quedaba el resto del universo: su madre, en la cocina, dándole vueltas a la cabeza; su padre, trabajando y apartado durante unas horas de todo aquello, pero igualmente pendiente del teléfono y de su miedo, superado, no derrotado; su hermano mayor, a punto de ir a la universidad y lleno de planes, recuperándose del impacto de aquellos meses pasados en los que, casi de milagro, no perdió el curso; Dani, convertido en el rey de la pequeña piscina, con lo cual acercarse a ella era una temeridad, que se pasaba, sin embargo, el dÃa mirándola como si fuese un fantasma; Carolina, siempre dispuesta a animarla, convertida en su fuerza moral, aunque a veces su energÃa la llevaba a rozar los extremos.
Montse, de espaldas al espejo de la pared, empezó a desnudarse para ponerse el bañador. Un bañador no muy seductor, el único que habÃa encontrado cerrado por el cuello. Una rareza. Se quitó la camiseta, los pantalones y la ropa interior. Cuando se quedó desnuda, se dio cuenta de que el bañador estaba junto al espejo, asà que, al girarse y alargar la mano, se vio reflejada por un momento, de refilón.
Cerró los ojos, cogió la prenda y volvió a darle la espalda al espejo.
Entonces se percató de lo absurdo que habÃa sido su gesto.
Si ella era la primera en no enfrentarse a la realidad, ¿cómo podÃa pretender que su familia lo entendiera?
Vaciló, pero fue apenas un instante.
Luego giró sobre sus talones por segunda vez y se enfrentó a su imagen en el espejo.
La cicatriz, que nacÃa de su garganta, bajaba en una espantosa vertical atravesándole el cuerpo casi hasta el ombligo. Era como una cremallera que no se abrÃa. Una cremallera rosada y salpicada constantemente por breves trazos horizontales. Pasaba entre sus pechos jóvenes y hermosos como un rÃo seco. Y aun siendo espantosa, eterna, sabÃa que representaba la puerta de su esperanza, la clave de su nueva vida. La cicatriz no era más que la huella visible, el vestigio de lo sucedido.
Se llevó la mano derecha hasta ella.
La tocó.
¿Era la primera vez que lo hacÃa?
No, pero sà de aquella forma. Y lo importante era la forma.
Cerró los ojos y escuchó los latidos de su corazón.
Su corazón.
La vida es muy extraña, pero sólo cuando se está a punto de perderla tomamos conciencia de lo que vale y de que lo es todo, porque no tenemos nada más.
Montse llenó sus pulmones de aire y se puso el bañador.
Tiempo. Necesitaba tiempo.
A fin de cuentas, estaba aprendiendo a vivir de nuevo.
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C
arolina fue la que le dio el codazo, nada disimulado, según su más puro estilo.
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â¡Está ahÃ! âcuchicheó, aunque fue como si lo gritara.
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â¡Ay! âprotestó Montse por el golpeâ. ¿Quién está ahÃ?
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â¡Ãl!
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â¿Pero...?
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â¡No, no te gires! ¿Estás loca?
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â¡TÃa, vale ya!
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â¿Desde cuándo has olvidado las normas?
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No girarse. Ãsa era una.
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â¿Quién está ahÃ?
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â¡El tÃmido! ¿Quién va a ser?
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No se lo dijo, pero creyó que se referÃa a Arturo.
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âBueno, ¿y qué?
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âEs que nos ha visto, ¡y viene hacia aquÃ!
Â
Eso sà la desconcertó.
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â¿Cómo que viene hacia aquÃ?
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âPues eso, que viene.
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Se lo dijo sin abrir apenas la boca, con los labios distendidos en una sonrisa, fingiendo mirar a todas partes. Eso obligó a Montse a mantener la calma y guardar silencio. Carolina ya no volvió a hablar.
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Contuvo el aliento menos de tres segundos.
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âHola âescuchó su voz por detrás.
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Fue el momento de liberar tensiones. Esta vez sà giró la cabeza y le vio aparecer
por la izquierda. Llevaba una camisa muy bonita y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a su figura. No era un modelo, pero realmente parecÃa recién salido de un anuncio de la televisión. Un anuncio de gente sana.
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âHola âcontestó con una cándida sonrisa Carolina.
Â
El chico miró a Montse.
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â¿Qué tal?
Â
âBien.
Â
âMe alegro.
Â
âBueno, caà sobre una parte blanda âsonrió ella.
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Carolina metió baza a la primera oportunidad.
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â¿No quieres sentarte? âle invitó.
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Recibió la patada de Montse por debajo de la mesa, pero logró mantenerse estoica, como si nada, con la misma sonrisa cincelada por el fuego de la experiencia sobre su rostro.
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âBueno, no quiero molestaros, sólo...
Â
âTú no eres de por aquÃ, ¿no? âcontinuó Carolina viendo que se le escapaba.
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âNo, soy forastero. Acabo de llegar al pueblo y no conozco a nadie, la verdad.
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âPues entonces ya nos conoces a nosotras. Va, siéntate y no te hagas el interesante.
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Esta vez la nueva patada de Montse no la alcanzó, porque Carolina se apartó antes de que llegara a su pierna. La silla hizo un ruido curioso, similar a un gemido, al desplazarse por el suelo. Entre la marea de voces de los que llenaban el Casino, sonó con hiriente estrépito. Media docena de miradas convergieron en ellos.
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â¿De verdad no os importa? âvaciló él mirando a Montse.
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â¡Que no, hombre, que no! âle contestó Carolina.
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âBueno, pues... gracias âdijo el recién llegado.
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Y se sentó entre las dos.
Â
Â
Â
â
¿
De dónde eres? âpreguntó Carolina. Â
Â
âDe Tarragona.
â¿Y qué haces aquÃ?
âBusco trabajo.
â¿AquÃ?
âSÃ.
âAnda éste ârezongó Carolinaâ. Todo el mundo se va a buscar trabajo a Barcelona y tú vienes aquÃ. ¡Pero si esto es un pueblo!
âYa, pero me gusta.
â¿Que te gusta? ¿Por qué?
âCarolina, no seas plasta âla reprendió Montse por primera vez.
âVaya, no me digas que lo encuentras normal âle
espetó su amigaâ. Estamos a veinte kilómetros de Barcelona, pero «es-to-es-un-pue-blo» âse reafirmó remarcando cada sÃlabaâ. Y para el caso, como si estuviéramos en la Luna.
Â
âQue tú te aburras no significa que sea un mal sitio âdefendió su hogar Montse.
âA mà me gusta âinsistió élâ. Estos bosques, las montañas... y Barcelona ahà al lado, claro.
â¿Dónde vives?
â¿Quieres decir aquà o en Tarragona?
âAquÃ, hombre, aquÃ. Para qué quiero saber yo tus señas en Tarragona.
âEn la pensión La Rosa, hasta que encuentre algo mejor. Tengo alquilada una habitación.
SeguÃa mirando a Montse. Las preguntas las hacÃa Carolina, pero él miraba a Montse. De pronto se dieron cuenta, los dos, él y ella, asà que miraron fijamente a Carolina, que en ese instante parecÃa haber terminado el interrogatorio. La chica se encontró con sus caras ansiosas.
âEsto... âbuscó algo más que decirâ. Pues lo tienes crudo, chaval, muy crudo. Y además con el verano ya empezado... ¿Sabes la de árabes que hay por aquà haciendo los trabajos que nadie quiere hacer? Como no hagas lo mismo que ellos...
âSi no hay más remedio...
âAh, bueno âdijo Carolina.
â¿Cómo te llamas? âpreguntó Montse de pronto.
La miró de nuevo. En sus ojos titiló una luz cargada de expectativas.
âSergio ârespondió.
âElla es Carolina, y yo soy Montse.
âHola Carolina. Hola Montse.
âHola Sergio âdijeron ellas dos al unÃsono.
â¿Puedo invitaros a algo para celebrarlo?
â¡SÃ, hombre! âprotestó Carolinaâ. Estás buscando un curro y te vas a poner a gastar.
âTengo ahorros para aguantar un par de meses âse
justificó él.
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âYa, pero no âinsistió Carolinaâ. Por cierto... âmiró la hora y enarcó las cejas como si acabase de recordar algo imprevistoâ. ¡Vaya por Dios! âexclamóâ. He de irme.
Montse se puso tensa.
âPero si...
â¡Lo siento, cielo! âCarolina ya estaba de pie, agitando las manos con su natural efervescenciaâ. ¿No te he dicho que tenÃa que ver a Ismael? ¡Qué cabeza! âla detuvo al ver que ella también pretendÃa levantarseâ. Oye, tranquila, que es algo privado.
La presión de sus manos fue terminante. Montse no pudo luchar contra ella, a no ser que al final traicionase la comedia que su amiga estaba montando para dejarlos solos.
Aunque se le notaba demasiado que ésa era su intención.
âVolverás, ¿no? âquiso saber Montse.
âNo lo sé; pero por si acaso, no me esperes âse dirigió a Sergio y le envolvió con una sonrisa de confianzaâ. Me alegro de conocerte, de verdad. Nos veremos, ¿eh? Vale, chao.
Y sin darles tiempo a más, se alejó de su lado.
âVaya âcomentó él cuando Carolina ya habÃa desaparecido por la puerta desde hacÃa no menos de cinco segundosâ. ¿Quién es ese Ismael?
Montse no le dijo que ella se estaba preguntando lo mismo.
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E
l paseo, construido sobre la riera y asfaltado para ser el centro popular del pueblo, estaba lleno de gente, asà que instintivamente se alejaron de él, caminando sin aparente rumbo, aunque Montse se dirigiese a su casa sin decÃrselo. No era por incomodidad, ni tampoco por la hora. Se sentÃa bien, a gusto, por extraño que le pareciera, teniendo en cuenta que él era su primera compañÃa masculina en muchos meses, pero aún no tenÃa la suficiente paz como para disfrutarlo. No estaba preparada.
Â
Carolina le habrÃa dicho que una siempre ha de estar preparada para una aventura, o un rollo, o para todo lo que tuviera marcha o cambiara el color de la monotonÃa. Pero ella no era Carolina.
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