Donde esté mi corazón (2 page)

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Authors: Jordi Sierra

—Mamá —le dijo condescendiente—, he de hacer ejercicio. No puedo quedarme quieta, muerta de miedo.

—Si ya lo sé —exclamó la mujer mostrándole sus ojos cargados de estrellas luminosas, al borde del llanto—. Pero yo todavía tengo esa sensación que...

—Acabarás enferma tú —le advirtió su hija.

La posible respuesta no llegó a producirse. Por la puerta de la cocina apareció Julio, el hermano mayor de Montse, recién levantado pese a la hora que era. Iba en calzoncillos. En otras circunstancias habría ido a la nevera para coger algo sin molestarse en abrir la boca.

Pero eso era antes.

Mucho antes.

—Hola, ¿cómo estás hoy? —se interesó mirándola.

—Será mejor que no le preguntes —le advirtió su madre—. A «Doña Susceptible» le molesta.

Montse tuvo ganas de gritar, pero eso, sin duda, habría sido demasiado.

Un cuarto personaje hizo acto de presencia antes de que respondiera: su hermano pequeño, Dani. Entró en la cocina a la carga, como era su costumbre.

—¡Ya he terminado los deberes! —anunció—. ¿Puedo ir a la
pisci
...?
 

Entonces vio a su hermana y se detuvo en seco, preo
cupado. Tanto que preguntó:
 

—¿Pasa algo?

Por lo general su hermano menor antes la atormentaba y le hacía la vida imposible sin el menor remordimiento de conciencia. Era natural, teniendo en cuenta que ella estaba en medio de sus dos hermanos. Y Dani, al fin y al cabo, era el pequeño, el «descolgado». Ahora le habían leído la cartilla. Caminaba con pies de plomo, no hacía ruido y a veces la miraba como si fuera a caerse muerta en un abrir y cerrar de ojos.

¿Cómo podía llevar una vida normal así?

Montse salió de la habitación sin decir nada, aceptando los hechos, pero rebelándose silenciosamente contra ellos.

 

Cuatro

 

Se sentía tan rara.  

Tan diferente.

Un año antes, el verano había sido como todos. Es decir: un asco por tener que quedarse en Vallirana, sin ir a ninguna parte de vacaciones, pero maravilloso por poder estar junto a Arturo. De hecho, todo había empezado entonces, pocas semanas antes de...

Un año. Sólo eso. Y en ese tiempo...

Los pensamientos llegaban a embotarla, pero aún más lo hacían las emociones que asaltaban los muros de su espíritu continuamente, a traición, desarmándola,
produciéndole aquel vértigo, aquella sensación de irrea
lidad. A veces no sabía qué era mejor, ni sabía qué cara poner, qué decir, cómo enfrentarse a su nueva vida con la apariencia de normalidad. Para ella misma era alucinante, así que imaginaba lo difícil que debía de ser para los suyos, su familia, sus amistades, el mundo entero.
 

Pero estaba viva. Eso era lo único que contaba. Viva.

Aunque no dejaban de recordarle que casi se trataba de un milagro.

Todos, con su actitud.

Por eso, cuanto la rodeaba, su visión de las cosas, sus dimensiones, todo había cambiado. Exterior e interiormente. Los demás no se daban cuenta, porque no podían meterse en su cerebro, ni bajo su piel, ni mucho menos en su corazón, para mecerse con cada latido de esa nueva vida.

Quizás todos deberían ir a un psiquiatra. Todos. Ella, su familia, el pueblo entero.

El silencio de su habitación la confortó. Sólo entre las cuatro paredes de ese espacio propio se sentía bien, a salvo de todo mal. Era lo único que tenía, ese reducto le pertenecía. Más allá de la puerta quedaba el resto del universo: su madre, en la cocina, dándole vueltas a la cabeza; su padre, trabajando y apartado durante unas horas de todo aquello, pero igualmente pendiente del teléfono y de su miedo, superado, no derrotado; su hermano mayor, a punto de ir a la universidad y lleno de planes, recuperándose del impacto de aquellos meses pasados en los que, casi de milagro, no perdió el curso; Dani, convertido en el rey de la pequeña piscina, con lo cual acercarse a ella era una temeridad, que se pasaba, sin embargo, el día mirándola como si fuese un fantasma; Carolina, siempre dispuesta a animarla, convertida en su fuerza moral, aunque a veces su energía la llevaba a rozar los extremos.

Montse, de espaldas al espejo de la pared, empezó a desnudarse para ponerse el bañador. Un bañador no muy seductor, el único que había encontrado cerrado por el cuello. Una rareza. Se quitó la camiseta, los pantalones y la ropa interior. Cuando se quedó desnuda, se dio cuenta de que el bañador estaba junto al espejo, así que, al girarse y alargar la mano, se vio reflejada por un momento, de refilón.

Cerró los ojos, cogió la prenda y volvió a darle la espalda al espejo.

Entonces se percató de lo absurdo que había sido su gesto.

Si ella era la primera en no enfrentarse a la realidad, ¿cómo podía pretender que su familia lo entendiera?

Vaciló, pero fue apenas un instante.

Luego giró sobre sus talones por segunda vez y se enfrentó a su imagen en el espejo.

La cicatriz, que nacía de su garganta, bajaba en una espantosa vertical atravesándole el cuerpo casi hasta el ombligo. Era como una cremallera que no se abría. Una cremallera rosada y salpicada constantemente por breves trazos horizontales. Pasaba entre sus pechos jóvenes y hermosos como un río seco. Y aun siendo espantosa, eterna, sabía que representaba la puerta de su esperanza, la clave de su nueva vida. La cicatriz no era más que la huella visible, el vestigio de lo sucedido.

Se llevó la mano derecha hasta ella.

La tocó.

¿Era la primera vez que lo hacía?

No, pero sí de aquella forma. Y lo importante era la forma.

Cerró los ojos y escuchó los latidos de su corazón.

Su corazón.

La vida es muy extraña, pero sólo cuando se está a punto de perderla tomamos conciencia de lo que vale y de que lo es todo, porque no tenemos nada más.

Montse llenó sus pulmones de aire y se puso el bañador.

Tiempo. Necesitaba tiempo.

A fin de cuentas, estaba aprendiendo a vivir de nuevo.

 

Cinco

 

C
arolina fue la que le dio el codazo, nada disimulado, según su más puro estilo.
 

—¡Está ahí! —cuchicheó, aunque fue como si lo gritara.
 

—¡Ay! —protestó Montse por el golpe—. ¿Quién está ahí?
 

—¡Él!
 

—¿Pero...?
 

—¡No, no te gires! ¿Estás loca?
 

—¡Tía, vale ya!
 

—¿Desde cuándo has olvidado las normas?
 

No girarse. Ésa era una.
 

—¿Quién está ahí?
 

—¡El tímido! ¿Quién va a ser?
 

No se lo dijo, pero creyó que se refería a Arturo.
 

—Bueno, ¿y qué?
 

—Es que nos ha visto, ¡y viene hacia aquí!
 

Eso sí la desconcertó.
 

—¿Cómo que viene hacia aquí?
 

—Pues eso, que viene.
 

Se lo dijo sin abrir apenas la boca, con los labios distendidos en una sonrisa, fingiendo mirar a todas partes. Eso obligó a Montse a mantener la calma y guardar silencio. Carolina ya no volvió a hablar.
 

Contuvo el aliento menos de tres segundos.
 

—Hola —escuchó su voz por detrás.
 

Fue el momento de liberar tensiones. Esta vez sí giró la cabeza y le vio aparecer
por la izquierda. Llevaba una camisa muy bonita y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a su figura. No era un modelo, pero realmente parecía recién salido de un anuncio de la televisión. Un anuncio de gente sana.
 

—Hola —contestó con una cándida sonrisa Carolina.
 

El chico miró a Montse.
 

—¿Qué tal?
 

—Bien.
 

—Me alegro.
 

—Bueno, caí sobre una parte blanda —sonrió ella.
 

Carolina metió baza a la primera oportunidad.
 

—¿No quieres sentarte? —le invitó.
 

Recibió la patada de Montse por debajo de la mesa, pero logró mantenerse estoica, como si nada, con la misma sonrisa cincelada por el fuego de la experiencia sobre su rostro.
 

—Bueno, no quiero molestaros, sólo...
 

—Tú no eres de por aquí, ¿no? —continuó Carolina viendo que se le escapaba.
 

—No, soy forastero. Acabo de llegar al pueblo y no conozco a nadie, la verdad.
 

—Pues entonces ya nos conoces a nosotras. Va, siéntate y no te hagas el interesante.
 

Esta vez la nueva patada de Montse no la alcanzó, porque Carolina se apartó antes de que llegara a su pierna. La silla hizo un ruido curioso, similar a un gemido, al desplazarse por el suelo. Entre la marea de voces de los que llenaban el Casino, sonó con hiriente estrépito. Media docena de miradas convergieron en ellos.
 

—¿De verdad no os importa? —vaciló él mirando a Montse.
 

—¡Que no, hombre, que no! —le contestó Carolina.
 

—Bueno, pues... gracias —dijo el recién llegado.
 

Y se sentó entre las dos.
 

 

Seis

 

—
¿
De dónde eres? —preguntó Carolina.  
 

—De Tarragona.

—¿Y qué haces aquí?

—Busco trabajo.

—¿Aquí?

—Sí.

—Anda éste —rezongó Carolina—. Todo el mundo se va a buscar trabajo a Barcelona y tú vienes aquí. ¡Pero si esto es un pueblo!

—Ya, pero me gusta.

—¿Que te gusta? ¿Por qué?

—Carolina, no seas plasta —la reprendió Montse por primera vez.

—Vaya, no me digas que lo encuentras normal —le
espetó su amiga—. Estamos a veinte kilómetros de Barcelona, pero «es-to-es-un-pue-blo» —se reafirmó remarcando cada sílaba—. Y para el caso, como si estuviéramos en la Luna.
 

—Que tú te aburras no significa que sea un mal sitio —defendió su hogar Montse.

—A mí me gusta —insistió él—. Estos bosques, las montañas... y Barcelona ahí al lado, claro.

—¿Dónde vives?

—¿Quieres decir aquí o en Tarragona?

—Aquí, hombre, aquí. Para qué quiero saber yo tus señas en Tarragona.

—En la pensión La Rosa, hasta que encuentre algo mejor. Tengo alquilada una habitación.

Seguía mirando a Montse. Las preguntas las hacía Carolina, pero él miraba a Montse. De pronto se dieron cuenta, los dos, él y ella, así que miraron fijamente a Carolina, que en ese instante parecía haber terminado el interrogatorio. La chica se encontró con sus caras ansiosas.

—Esto... —buscó algo más que decir—. Pues lo tienes crudo, chaval, muy crudo. Y además con el verano ya empezado... ¿Sabes la de árabes que hay por aquí haciendo los trabajos que nadie quiere hacer? Como no hagas lo mismo que ellos...

—Si no hay más remedio...

—Ah, bueno —dijo Carolina.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Montse de pronto.

La miró de nuevo. En sus ojos titiló una luz cargada de expectativas.

—Sergio —respondió.

—Ella es Carolina, y yo soy Montse.

—Hola Carolina. Hola Montse.

—Hola Sergio —dijeron ellas dos al unísono.

—¿Puedo invitaros a algo para celebrarlo?

—¡Sí, hombre! —protestó Carolina—. Estás buscando un curro y te vas a poner a gastar.

—Tengo ahorros para aguantar un par de meses —se
justificó él.
 

—Ya, pero no —insistió Carolina—. Por cierto... —miró la hora y enarcó las cejas como si acabase de recordar algo imprevisto—. ¡Vaya por Dios! —exclamó—. He de irme.

Montse se puso tensa.

—Pero si...

—¡Lo siento, cielo! —Carolina ya estaba de pie, agitando las manos con su natural efervescencia—. ¿No te he dicho que tenía que ver a Ismael? ¡Qué cabeza! —la detuvo al ver que ella también pretendía levantarse—. Oye, tranquila, que es algo privado.

La presión de sus manos fue terminante. Montse no pudo luchar contra ella, a no ser que al final traicionase la comedia que su amiga estaba montando para dejarlos solos.

Aunque se le notaba demasiado que ésa era su intención.

—Volverás, ¿no? —quiso saber Montse.

—No lo sé; pero por si acaso, no me esperes —se dirigió a Sergio y le envolvió con una sonrisa de confianza—. Me alegro de conocerte, de verdad. Nos veremos, ¿eh? Vale, chao.

Y sin darles tiempo a más, se alejó de su lado.

—Vaya —comentó él cuando Carolina ya había desaparecido por la puerta desde hacía no menos de cinco segundos—. ¿Quién es ese Ismael?

Montse no le dijo que ella se estaba preguntando lo mismo.

 

Siete

 

E
l paseo, construido sobre la riera y asfaltado para ser el centro popular del pueblo, estaba lleno de gente, así que instintivamente se alejaron de él, caminando sin aparente rumbo, aunque Montse se dirigiese a su casa sin decírselo. No era por incomodidad, ni tampoco por la hora. Se sentía bien, a gusto, por extraño que le pareciera, teniendo en cuenta que él era su primera compañía masculina en muchos meses, pero aún no tenía la suficiente paz como para disfrutarlo. No estaba preparada.
 

Carolina le habría dicho que una siempre ha de estar preparada para una aventura, o un rollo, o para todo lo que tuviera marcha o cambiara el color de la monotonía. Pero ella no era Carolina.
 

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