Read Donde esté mi corazón Online
Authors: Jordi Sierra
De todas formas, le llamó por segunda vez.
âSergio.
No sabÃa qué hacer. Si la llave no estaba abajo, era porque Sergio estaba en la pensión. Y además, no se irÃa sin cerrar la puerta. Pensó en la terraza. Ãl le habÃa comentado que se lavaba parte de la ropa, calcetines y prendas interiores, y la tendÃa arriba. Era una posibilidad.
Iba a salir de nuevo, para buscarlo allà o bajar a recepción, cuando se detuvo.
Allà vivÃa él, allà dormÃa él. Todo estaba impregnado de su persona, de su ser, de su esencia.
Acabó por entrar, pero dejó la puerta abierta, por si acaso. La habitación era pequeña y en ella sólo habÃa una cama, un armario y una mesita con una silla. La cama también era pequeña y eso la hizo sonreÃr. Pasó una mano por las sábanas, como si las acariciara o como si a través de ese contacto percibiera el calor de él. Luego miró el armario, que estaba cerrado, y finalmente la mesita.
Entonces la vio.
La fotografÃa.
La fotografÃa de una chica rubia, de ojos grises, que sonreÃa con una luminosidad especial, llena de encanto.
Estaba situada en el ángulo más alejado, en el rincón de la pared, y tenÃa un marco de plata como soporte. Montse sintió un pequeño mareo, pero aun asà continuó sus movimientos. Dio un paso y se quedó allÃ, quieta, mirando aquel rostro que le sonreÃa abiertamente. Después alargó la mano y la cogió. Con la proximidad, la sonrisa de la chica se hizo más visible, más patente y luminosa. En el margen inferior derecho, habÃa una dedicatoria.
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Todas y cada una de aquellas palabras se le clavaron en la mente como espinas.
«Eternamente tuya, con amor, de Gloria.»
Su cabeza estaba en blanco, su corazón paralizado, la sangre ya no corrÃa por sus venas. Estaban ella y el mundo, pero el mundo ya no era más que una masa de algodón, sin forma, situada a una gran distancia de sà misma, porque ella flotaba en un vacÃo incierto.
Continuó mirando aquel rostro y tal vez lo hubiera hecho durante horas, o unos simples segundos antes de echar a correr, de no ser porque la rescató una voz.
Una voz familiar, conocida, cercana.
La voz de Sergio, desde la puerta.
âQuise decÃrtelo.
No se sobresaltó. Miró hacia él y lo vio pálido, tan destrozado como lo estaba ella. El silencio se hizo insoportable. Ninguno de los dos se movió. Era como si alguien hubiese accionado el botón de la pausa en un imaginario mando a distancia que los gobernara.
Después, se oyó a sà misma preguntar:
â¿Quién es?
âSe llamaba Gloria.
Un nuevo silencio, una larga pausa, hasta la revelación final.
âTú llevas su corazón âdijo Sergio.
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ardó una eternidad en llegar hasta ella, en acercársele. Para cuando lo hizo, Montse ya tenÃa saturado todo su ser con la nueva realidad. Se sentÃa igual que una jarra colmada por cuyos bordes rebosaba cuanto no cabÃa en su interior. Y tenerlo cerca ni siquiera bastaba para hacerlo todo más llevadero; al contrario.
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Ahora la verdad los aplastaba.
Cada frase de aquella carta adquirÃa sentido.
«...Para no hacerte ningún daño... Hasta el más extraordinario de los sueños es posible si se ama... Los sueños son traidores... Me he enamorado de ti. No era mi intención, pero ha sucedido... Sin embargo, no es tan sencillo y no quiero hacerte daño... También a mà me han hecho mucho daño y tengo heridas invisibles en el alma... Soy un cobarde... TenÃa que haberme ido
antes, sin llegar a esto... Supongo que lo tendré mere
cido, por jugar con el destino. Gracias por darme una esperanza.»
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¿Una esperanza?
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Sergio intentó cogerle una mano. Ella la apartó, casi visceralmente, con un movimiento seco. La otra, la que sostenÃa todavÃa el retrato de Gloria, tembló con el gesto. Lo mismo que su voz.
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â¿Quién eres? âpreguntó Montse.
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âSergio, nada más.
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âNo, no te conozco.
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âMontse...
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Se apartó dando un paso hacia la izquierda. No dejó el portarretratos en la mesita. ParecÃa estar unida a él en cuerpo y alma. El segundo rechazo hizo que Sergio se derrumbara. Pese a todo, habÃa un equilibrio entre ambos, una especie de delicado hilo conductor que los hacÃa permanecer en pie, cara a cara.
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âHáblame de ella âpidió Montse.
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â¿Qué puedo decirte?
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â¿La querÃas?
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âSà âreconoció él.
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â¿Desde cuándo?
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âNos conocimos hace casi dos años. Los habrÃa hecho en otoño. Ãramos unos crÃos pero...
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â¿Qué sucedió?
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âPor favor...
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â¡DÃmelo!
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Su grito fue igual que una bofetada. Lo alcanzó de lleno y le hizo acusar el golpe. El rostro de Montse, en cambio, era una máscara inamovible.
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â¿Qué quieres que te diga? âse rindió Sergioâ. Estaba tan llena de vida, tan... âsuperó un primer ahogo, tragó saliva y pudo continuar, con mayor enterezaâ. Era socia de Greenpeace, de AmnistÃa Internacional, de Médicos sin Fronteras y, por supuesto, un dÃa ella y varias de su clase se hicieron donantes de órganos. Cuando me lo contó, me quedé un poco alucinado. Yo no... Bueno, da igual âlo apartó de su menteâ. Recuerdo que un dÃa, bromeando, me dijo que, si se morÃa, algo de ella quedarÃa en este mundo.
Y cuando le dije que eso era absurdo, porque ella era ella y nadie más, me contestó: «Si me quieres, seguiré viva para ti, porque estaré donde esté mi corazón». Me pareció una frase tonta, propia de sus fantasÃas, aunque ellas la hacÃan muy especial. Luego, aquel dÃa, cuando tuvimos el accidente y la vi desangrarse dentro del coche, me la repitió, y entonces...
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Llegó al lÃmite, pero Montse no le dejó.
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â¿Cómo supiste que yo llevaba su corazón?
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âMi hermano es médico, ¿recuerdas? Y un tÃo mÃo también lo es. Además, mi familia es de las que tiene peso. No fue difÃcil saberlo. Esas cosas se mantienen en secreto, pero fue muy fácil. Un corazón de una chica de diecisiete años sólo puede trasplantarse a otra persona más o menos de la misma edad, por razones de tamaño y otros detalles. Yo estaba destrozado, pero sus palabras no dejaban de dar golpes en mi cabeza: «estaré donde esté mi corazón»... Y era el mismo corazón que habÃa latido por mÃ, el mismo corazón que latÃa todavÃa, sólo que en otro cuerpo. Asà que..., cuando supe quién eras y que vivÃas tan cerca, pensé casi que era el destino. Lo único que yo querÃa era verte, saber quién llevaba ese corazón, averiguar... no sé...
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â¿Si lo merecÃa?
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â¡No lo sé! âgritó Sergio por primera vezâ. ¿Puedes entenderlo? ¡Me sentÃa muy mal y lo único que querÃa era verte! ¡Por eso vine! Algo me atraÃa, algo que fui incapaz de dominar o vencer y contra lo que no pude luchar. Fue una escapada. Lo que menos pretendÃa era... âno consiguió articular la palabra, asà que acabó con una desfallecida confesiónâ. Apenas si puedo creerlo, todavÃa me parece una burla, un sueño.
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âO una pesadilla.
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â¡No! ¿Es que no te das cuenta? ¡Te quiero! ¡Ãsa es la única verdad: te quiero! Nunca te he mentido acerca de eso. Te vi y... sucedió. No sé si de golpe, pero lo cierto es que, cuando hablamos, cuando me asomé a tus ojos, cuando vi cómo eres... ¡Estoy enamorado de ti como nunca...!
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âNo, Sergio, no âmovió la cabeza ella y, por fin, pudo dejar el retrato de Gloria en la mesaâ. Crees que me amas, pero no es verdad.
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â¡Sà lo es!
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â¡Amas el recuerdo de Gloria y el latido de ese corazón, pero no me amas a mÃ! ¡Sigues queriéndola a ella! ¡Has seguido ese latido, nada más! ¡Es como si fuera un eco!
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âTe juro que...
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â¡No! âgritó ella.
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Intentó cogerla, casi se lanzó encima, pero Montse le llevaba una fracción de segundo de ventaja. Escapó a su reacción, se apartó de su lado y echó a correr traspasando la puerta que permanecÃa abierta.
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Sergio tardó en seguirla.
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â¡Montse!
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e llevaba unos cuatro o cinco metros de delantera y fueron suficientes para que no la atrapara inmediatamente. Montse bajó las escaleras saltando los peldaños de tres en tres, llegó al vestÃbulo de la pensión y salió a la calle, a la luz, que la golpeó de pleno. Quedó cegada por ello y por las lágrimas que ya fluÃan de sus ojos. No se detuvo en la puerta. Dobló a la izquierda y siguió corriendo.
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â¡Montse! âvolvió a oÃr la voz de Sergio.
Pudo notar su presencia, cada vez más cerca, y se preparó para el contacto. Llegó a agarrotar los músculos para rechazarlo, mientras eludÃa a la gente que circulaba por la acera y se apartaba ante su carrera con cara de asombro. Finalmente, a unos escasos diez metros de la pensión, Sergio la atrapó.
Fue electrizante.
â¡No! ¡Déjame!
â¡Ven aquÃ, por favor!
â¡Vete, vete!
La obligó no sólo a detenerse, sino a girar el cuerpo y mirarlo. Montse cerró los ojos, negándose a ello. De pronto se dio cuenta de que casi no podÃa ni hablar, porque el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera salir de él.
Y tal vez fuera asÃ.
Se asustó por primera vez.
âMontse, ¿qué te pasa? âoyó preguntar a Sergio.
¿Qué le sucedÃa? ¿Le preguntaba qué le sucedÃa?
SÃ, ¿qué le estaba sucediendo?
El corazón de Gloria, su corazón, ya no latÃa con aquel paso firme y sereno al que estaba acostumbrada. Ahora sus latidos eran irregulares, anárquicos, se aceleraban de forma súbita y de repente se detenÃan y se volvÃan atropelladamente lentos. Sintió una angustiosa presión en la mente. Una presión que ya conocÃa.
Y sus rodillas se doblaron.
â¡Montse! âvolvió a gritar él.
Hubiera caÃdo al suelo de no ser por Sergio, que la tenÃa cogida. Aun asÃ, lo único que pudo hacer fue acompañarla al vencerse su cuerpo, derrotado por el miedo tanto como por el efecto de aquel fenómeno. Esta vez sà lo miró.
âSer...gio... âmurmuró.
Estaba pálido, tan asustado como ella.
â¿Qué tienes? ¡Por Dios!, ¿qué tienes?
No pudo decirle nada. El corazón ya no conocÃa ninguna regla. Iba y venÃa a su antojo, sus latidos se aceleraban y se amortiguaban como si bailara a su aire. Quiso levantar una mano, para acariciarle la mejilla, como solÃa hacer siempre, y se encontró sin fuerzas.
Las primeras personas se arremolinaban ya a su alrededor. Sergio miró hacia ellas.
â¡Una ambulancia, por favor! âgritó entoncesâ.
¡Que alguien llame a una ambulancia!
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a abrazó, llorando, sin dejar que nadie la tocara.
âMontse..., no te mueras, por favor..., no te mueras...
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â¿Por qué?
Apenas era un hilo de voz. Sólo pudo oÃrla él, que la tenÃa estrechamente abrazada.
âTienes que vivir âle dijo.
â¿Porque llevo su... cora...zón...?
âNo, cariño âla besó en la frente primero y en los labios despuésâ. Porque te quiero, y porque ya no importa el pasado, sino esto, tú y yo. Por favor, Montse, vuelve a luchar... Por favor...
Se escuchó una sirena, a lo lejos.
âSergio.
â¿Qué?
âSergio...
Sólo repetÃa su nombre. HabÃa cerrado los ojos y se desvanecÃa muy lentamente.
La sirena se acercaba.
Sergio le puso una mano en el pecho. Tres latidos muy rápidos, una pausa, dos muy lentos, otros cinco seguidos, otra pausa y tres más sin apenas ritmo. Era como si allà dentro algo anduviera a oscuras, sin encontrar una puerta, dándose golpes contra las paredes, cada vez más asustado.
La sirena ya estaba allÃ.
La gente empezó a moverse y las voces se elevaron. Voces extrañas.
â¡Es Montse, la hija de los Ventura!
â¡Pobrecilla!
âYa sabÃa yo que esas cosas...
â¡Apartaos, apartaos!
â¡AquÃ, aquÃ!
El resto fue muy rápido. Aparecieron dos hombres vestidos de blanco, le prestaron los primeros auxilios mientras la gente, toda la gente, les decÃa de quién se trataba y lo de su corazón. Luego la metieron en la ambulancia. Sergio trató de seguirla.
âNo puedes subir, chico âle detuvo uno de los dos enfermeros.
âEs que...
âTranquilo, ¿vale? Avisa a su familia.
Rápido, muy rápido. A vida o muerte. La miró por última vez y luego todo desapareció. La ambulancia se alejó carretera abajo, en dirección a Barcelona.
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Fue la misma Carolina la que abrió la puerta, asà que se encontró con ella cara a cara. En el rostro de la mejor amiga de Montse no apareció ninguna señal de alegrÃa, ningún signo de paz. Sus ojos hablaron de lo que sentÃa mucho antes de que lo hicieran sus labios. Sin embargo, Sergio pasó esta guerra por alto. Sólo le hizo una pregunta, por otra parte obvia.
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â¿Cómo está?
La respuesta fue un bálsamo. Cayó sobre él liberándolo de todas las angustias.
âFuera de peligro âdijo Carolina.
âDios...
Tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Le era difÃcil mantener el equilibrio. Cerró los ojos, asà que las palabras de la chica cayeron sobre su ánimo como una lluvia vivificadora.