Tarzán el terrible (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

—No puedo abandonarte —se limitó a decir ella—; mi gente no tiene la costumbre de abandonar a un amigo y aliado. Om-at jamás me perdonaría.

—Dile a Om-at que yo te he ordenado que te marches —replicó Tarzán.

—¿Es una orden? —preguntó ella.

—¡Sí! Adiós, Pan-at-lee. Date prisa en regresar junto a Om-at; eres una buena compañera para el jefe de los kor-ul-ja.

Se apartó de ella moviéndose despacio a través de los árboles.

—¡Adiós, Tarzán-jad-guru! —le gritó ella—. ¡Qué afortunados son mi Om-at y su Pan-at-lee de tener semejante amigo!

Tarzán, lanzando gritos, siguió su camino y los grandes
gryfs
, tentados por su voz, le siguieron desde abajo. Era evidente que su estratagema daba resultado, y le llenaba de alegría llevarse a las bestias cada vez más lejos de Pan-at-lee. Esperaba que ella aprovechara la oportunidad que le brindaba para escapar, aunque al mismo tiempo le preocupaba su capacidad para sobrevivir a los peligros que existían entre el Kor-ul-gryf y el kor-ul-ja. Había leones y tor-o-dons y la poco amistosa tribu de los kor-ul-lul, que le obstaculizarían el avance aunque la distancia hasta los riscos de su gente no era grande.

Se dio cuenta de lo valiente que era la muchacha y comprendió que debía de tener los recursos propios de toda la gente primitiva que, día tras día, debe luchar cara a cara con la ley de la supervivencia de los más fuertes, sin ayuda de las numerosas protecciones artificiales que la civilización proporciona a su prole de seres débiles.

Varias veces, cuando cruzaba la garganta, Tarzán procuró ganar en ingenio a sus hábiles perseguidores, pero inútilmente. Por mucho que lo intentaba no lograba arrojarlos de su camino y cada vez que cambiaba de rumbo ellos cambiaban también el suyo. A lo largo del borde del bosque, en el lado suroriental de la garganta, buscó algún punto en el que los árboles rozaran alguna parte negociable del risco, pero aunque viajó hasta lejos arriba y abajo de la garganta, no descubrió ninguna vía de escape fácil. El hombre-mono, por último, empezó a acariciar la idea de lo desesperado de su situación y a darse plena cuenta de por qué las razas de Pal-ul-don habían abjurado del Kor-ul-gryf durante tantos siglos.

Empezaba a anochecer y, aunque desde primera hora de la mañana había buscado con diligencia una salida de esta difícil situación, no estaba más cerca de la libertad que en el momento en que el primer rugiente
gryf
le había atacado, cuando se inclinaba sobre el cadáver de su presa; pero con la caída de la noche recuperó la esperanza pues, en común con los grandes felinos, Tarzán era, en mayor o menor medida, una bestia nocturna. Es cierto que no veía de noche tan bien como ellos, pero esa carencia era compensada con creces por la agudeza de su olfato y la sensibilidad sumamente desarrollada de sus demás órganos de percepción. Igual que el ciego sigue e interpreta los caracteres braille con sus diestros dedos, así Tarzán lee el libro de la jungla con los pies y las manos, con los ojos, los oídos y la nariz, aportando cada uno su parte para la rápida y exacta interpretación del texto.

Pero de nuevo estaba condenado a ver frustrados sus planes por una debilidad vital: él no conocía al
gryf
, y antes de que cayera la noche se preguntó si aquellas cosas nunca dormían, pues adondequiera que él iba ellas también iban, y siempre le impedían el paso hacia la libertad. Por fin, justo antes del amanecer, renunció al esfuerzo inmediato y buscó reposo en una horcadura de árbol que le pareció cómoda en la seguridad de la terraza media.

Nuevamente estaba alto el sol cuando Tarzán despertó, descansado y fresco. Atento a las necesidades del momento, no hizo ningún esfuerzo por localizar a sus carceleros por si al hacerlo les indicaba sus movimientos. En cambio, procuró alejarse con cautela y en silencio entre el follaje de los árboles. Sin embargo, su primer movimiento fue anunciado por un profundo rugido procedente de abajo.

Entre los numerosos refinamientos de la civilización que Tarzán no había logrado adquirir estaba el de soltar palabrotas, y posiblemente para su pesar, ya que hay circunstancias en las que al menos es un alivio liberar la tensión. Y puede ser que en realidad Tarzán recurriera a las palabrotas si puede existir un juramento físico así como vocal, ya que inmediatamente después que el rugido anunció que sus esperanzas volvían a verse frustradas, se volvió con rapidez y al ver la espantosa cara del
gryf
abajo cogió un gran fruto de una rama cercana y la lanzó perversamente al animal cornudo. El misil golpeó de lleno a la criatura entre los ojos, lo que produjo una reacción que sorprendió al hombre-mono; no despertó en la bestia una exhibición de furia vengativa como Tarzán esperaba y confiaba en que se produjera; en cambio, la criatura hizo un solo ademán de coger la fruta de lado con la boca cuando rebotó de su cráneo y luego se volvió de mala gana, alejándose unos pasos.

Ese acto recordó de inmediato a Tarzán una acción similar del día anterior, cuando el tor-o-don había golpeado a una de las criaturas en plena cara con su palo, y al instante acudió a su astuto \1 valeroso cerebro un plan para salir de su apuro que habría podido empalidecer la mejilla del más heroico.

El instinto de las apuestas no es fuerte entre las criaturas salvajes; las probabilidades de su vida diaria son estímulo suficiente para la beneficiosa excitación de sus centros nerviosos. Ha quedado para el hombre civilizado, protegido en cierta medida de los peligros naturales de la existencia, inventar estimulantes artificiales en forma de naipes, dados y ruedas de la ruleta. Sin embargo, cuando la necesidad es lo que manda, no existen mayores jugadores que los habitantes salvajes de la jungla, la selva y las montañas, ya que con la misma ligereza con que usted hace rodar los cubos de marfil sobre el tapete verde, ellos apostarán con la muerte: su propia vida es la apuesta.

Por eso Tarzán ahora iba a apostar, examinando las deducciones aparentemente salvajes de su astuto cerebro contra todas las pruebas de la bestial ferocidad de sus oponentes que la experiencia le indicaba, contra todo el secular folclor y leyendas que habían sido transmitidas durante incontables generaciones y que conocía a través de Pan-at-lee.

Sin embargo mientras trabajaba preparando la mayor obra que el hombre puede elaborar en el juego de la vida, sonrió; tampoco había nada que indicara prisa, excitación o nerviosismo en su conducta.

Primero seleccionó una rama larga y recta de unos cinco centímetros de diámetro en su base. Así cortó el árbol con su cuchillo, eliminó las ramas más pequeñas y ramitas hasta que consiguió tener una vara de unos tres metros de longitud. Entonces la afiló en el extremo más pequeño. Acabada satisfactoriamente la tarea, bajó la mirada a los triceratops.


¡Whee-oo!
—gritó.

Al instante las bestias alzaron la cabeza y le miraron. De la garganta de uno de ellos salió débilmente un bajo ruido sordo.


¡Whee-oo!
—repitió Tarzán y les arrojó el resto del cuerpo del ciervo.

Los
gryfs
cayeron sobre él al instante con muchos rugidos, intentando cogerlo uno de ellos y mantenerlo lejos del otro; pero por fin el segundo logró aferrarlo y un instante después era desgarrado y golosamente devorado. Una vez más, levantaron la vista hacia el hombre-mono y esta vez le vieron descender al suelo.

Uno de ellos se dirigió hacia él. Tarzán repitió el extraño grito de los tor-o-don. El
gryf
se detuvo en seco, aparentemente desconcertado, mientras Tarzán se deslizaba a tierra y avanzaba hacia la bestia que estaba más cerca, con su vara alzada amenazadoramente y el grito del primer hombre en sus labios.

¿El grito sería respondido por el bajo ruido sordo de la bestia de carga o por el horrible rugido del caníbal? De la respuesta a esta pregunta pendía el destino del hombre-mono.

Pan-at-lee escuchaba atentamente los ruidos que hacían los
gryfs
que se marchaban mientras Tarzán los alejaba astutamente de ella, y cuando estuvo segura de que estaban lo bastante lejos para poder retirarse sin peligro se dejó caer ágilmente de las ramas al suelo y echó a correr como un ciervo asustado a través del espacio abierto, hasta el pie del risco. Pasó por encima del cuerpo del tor-o-don que le había atacado la noche anterior y pronto estuvo trepando con rapidez por las antiguas clavijas de piedra de la desierta aldea del risco. En la boca de la cueva, cercana a la que había ocupado, encendió un fuego y asó la pierna de venado que Tarzán le había dado, y de una de las corrientes que discurría por la cara de la escarpadura obtuvo agua para saciar su sed.

Esperó todo el día, oyendo a lo lejos, y a veces más cerca, los rugidos de los
gryfs
que perseguían a la extraña criatura que había entrado de un modo tan milagroso en su vida. Sentía por él la misma lealtad casi fanática que otros muchos habían experimentado por Tarzán de los Monos. A bestias y humanos los había sujetado a él con vínculos más fuertes que el acero… a los que eran limpios y valientes, a los débiles e indefensos; pero nunca podría contar Tarzán entre sus admiradores al cobarde, al ingrato o al canalla; de éstos, tanto hombre como bestia, se había ganado el miedo y el odio.

Para Pan-at-lee, él representaba todo lo valiente, noble y heroico y, además, era amigo de Om-at, el hombre al que amaba. Por cualquiera de estas razones Pan-at-lee habría muerto por Tarzán, pues así es la lealtad de los hijos de la naturaleza de mentalidad simple. Ha quedado para la civilización enseñarnos a sopesar las relativas recompensas de la lealtad y su antítesis. La lealtad de los primitivos es espontánea, irracional, generosa, y así era la lealtad de Pan-at-lee hacia el Tarmangani.

Por eso esperó aquel día y la noche, aguardando a que él regresara para acompañarla de nuevo hasta Om-at, pues su experiencia le había enseñado que, frente al peligro, dos tienen más probabilidades que uno. Pero Tarzán-jad-guru no había venido, y por eso a la mañana siguiente Pan-at-lee emprendió el camino de regreso a kor-ul-ja.

Ella conocía los peligros y sin embargo los afrontó con la impasible indiferencia de su raza. Cuando se enfrentaran a ella directamente y la amenazaran sería el momento de experimentar miedo, excitación o confianza. Entretanto era innecesario malgastar energía nerviosa anticipándose a ellos. Por tanto la muchacha avanzó por su tierra salvaje sin mostrar mayor preocupación de la que podría mostrar usted al entrar en la cafetería de la esquina a tomar un helado. Pero ésta es su vida y aquella la de Pan-at-lee e incluso ahora, mientras usted lee esto, Pan-at-lee quizás esté sentada en el borde de la cavidad de la cueva de Om-at mientras los
ja
y
jato
rugen en la cima del risco, y los kor-ul-lul amenazan por el sur y los ho-don desde el valle de Jad-ben-Otho, mucho más abajo, pues Pan-at-lee aún vive y se arregla su sedoso pelaje azabache bajo la luz de la luna tropical de Pal-ul-don.

Pero no iba a llegar a kor-ul-ja ese día, ni al siguiente, ni durante muchos días después, aunque el peligro que la amenazaba no era ni el enemigo waz-don ni bestia salvaje alguna.

Llegó sin contratiempos al Kor-ul-lul y, después de descender su pared rocosa del sur sin vislumbrar ni una vez a los enemigos hereditarios de su gente, experimentó una renovación de la confianza cercana a la seguridad de que lograría culminar con éxito su aventura y se reuniría de nuevo con su gente y con su amante, al que no veía desde hacía muchas largas y tristes lunas.

Se encontraba casi al otro lado de la garganta ya y avanzaba con extrema precaución sin que la confianza redujera su atención, pues la cautela es un rasgo instintivo de los primitivos, algo que no pueden dejar a un lado ni aun momentáneamente si quieren sobrevivir. Y así llegó al sendero que sigue las sinuosidades del Kor-ul-lul desde la parte más elevada hasta el amplio y fértil valle de Jad-ben-Otho.

Cuando entró en el sendero surgieron a ambos lados, de entre los arbustos que flanquean el paso, como salidos de la nada, una docena de altos guerreros blancos de los ho-don. Como un ciervo asustado, Pan-at-lee lanzó una sola mirada desconcertada hacia los arbustos en un esfuerzo por escapar; pero los guerreros se hallaban demasiado cerca. Se cerraron sobre ella por todos lados y entonces ella sacó su cuchillo y se volvió para mantenerlos a raya, metamorfoseada por las llamas del miedo y el odio de un ciervo asustado en una furiosa tigresa. Ellos no intentaron matarla, sino sólo someterla y capturarla; y por eso más de un guerrero ho-don sintió el afilado filo de su cuchillo en su carne antes de lograr vencerla. Y aun entonces ella forcejeó y arañó y mordió a los que le habían quitado el cuchillo, hasta que fue necesario atarle las manos y sujetarle un trozo de madera entre los dientes mediante unas correas que le ataron detrás de la cabeza.

Al principio ella se negó a andar cuando emprendieron camino en dirección al valle, pero después de que dos de ellos la cogieran por el pelo y la arrastraran unos metros reconsideró su decisión primera y caminó junto a ellos, aunque aún tan desafiante como sus muñecas atadas y su boca amordazada le permitían.

Cerca de la entrada al Kor-ul-lul encontraron otro grupo de guerreros con los que iban varios prisioneros waz-don de la tribu de kor-ul-lul. Se trataba de un grupo de ataque venido de una ciudad ho-don del valle en busca de esclavos. Esto Pan-at-lee lo supo porque el suceso no eran en absoluto inusual. La tribu a la que ella pertenecía había sido suficientemente afortunada, o poderosa, para soportar con éxito la mayoría de estos ataques pero Pan-at-lee tenía amigos y parientes que habían sido esclavizados por los ho-don, y había otra cosa que le daba esperanzas, como sin duda les ocurrió a todos los demás cautivos: en ocasiones los prisioneros escapaban de las ciudades de los blancos lampiños.

Después de unirse al otro grupo, la banda al completo emprendió la marcha por el valle y entonces, por la conversación de sus raptores, Pan-at-lee supo que se encaminaban hacia A-lur, la Ciudad de la luz; mientras, en la cueva de sus antepasados, Om-at, jefe de los kor-ul-ja, se lamentaba de la pérdida de su amigo y de la hembra que habría sido su compañera.

CAPÍTULO VIII

A-LUR

M
IENTRAS el siseante reptil se acercaba amenazadoramente al extraño que nadaba en las aguas abiertas cerca del centro del pantano, en la frontera de Pal-ul-don, le pareció al hombre que éste en verdad debía de ser el inútil final de un viaje arduo y lleno de peligros. También parecía igualmente inútil lanzar su afilado cuchillo contra aquella temible criatura. De haber sido atacado en tierra posiblemente habría podido recurrir al menos a utilizar su Enfield, pese a que había llegado hasta tan lejos recorriendo todos aquellos kilómetros sembrados de peligros sin recurrir a él, aunque, cada vez más, su vida pendía en equilibrio frente a los salvajes habitantes de la selva, la jungla y la estepa. Porque fuera lo que fuere aquello para lo que conservaba su preciosa munición, lo consideraba, evidentemente, más sagrado aún que su vida, pues hasta entonces no había utilizado ni una sola bala y ahora no le era preciso decidir, puesto que le sería imposible sacar su Enfield, cargarlo y disparar con la celeridad necesaria mientras nadaba.

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