Tarzán el terrible (10 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Pan-at-lee permaneció inmóvil, sin aliento, su daga a punto, pero no había ninguna abertura que no pusiera en peligro también a Tarzán, pues los dos duelistas cambiaban constantemente de posición. Tarzán notó la cola que se insinuaba lenta pero segura en torno a su cuello, pese a que había bajado la cabeza entre los músculos de sus hombros en un esfuerzo por proteger esta parte vulnerable. Parecía que iba a perder la batalla, pues la gigantesca bestia contra la que luchaba sería mejor pareja en peso y fuerza para Bolgani, el gorila. Y sabiendo esto, de pronto ejerció un solo esfuerzo sobrehumano, apartó de sí las manos del gigante y con la rapidez de una serpiente cuando ataca hundió sus colmillos en la yugular del tor-o-don. En el mismo instante la cola de la criatura se enrolló en su garganta y comenzó entonces una batalla regia de cuerpos vueltos y retorcidos mientras cada uno intentaba dislocar el abrazo fatal del otro, pero los actos del hombre-mono estaban guiados por un cerebro humano, y así fue que los cuerpos que rodaron lo hicieron en la dirección que Tarzán deseaba: hacia el borde del precipicio.

La asfixiante cola obstruía el paso del aire en sus pulmones, y él sabía que tenía los labios jadeantes separados y la lengua le sobresalía; y ahora la cabeza le daba vueltas y su visión disminuyó; pero no antes de que alcanzara su meta y una rápida mano agarrara el cuchillo que ahora yacía al alcance de la mano, mientras los dos cuerpos se balanceaban peligrosamente en el borde del abismo.

Con toda la fuerza que le quedaba el hombre-mono llevó la hoja a su destino: una, dos, tres, cuatro veces, y entonces todo se hizo negro ante él cuando se sintió, aún en las garras del toro-don, caer por el borde del precipicio.

Fue una suerte para Tarzán que Pan-at-lee no hubiera obedecido su orden de escapar mientras él se ocupaba del tor-o-don, pues eso le salvó la vida. Cerca de las formas que luchaban durante los breves momentos del terrorífico clímax, ella había comprendido el peligro que corría Tarzán, y cuando vio a los dos rodar sobre el borde exterior agarró al hombre-mono por el tobillo al tiempo que se arrojaba sobre el suelo rocoso. Los músculos del tor-o-don se relajaron con la muerte tras la última embestida del cuchillo de Tarzán y soltó al hombre-mono, tras lo cual se perdió de vista al caer al fondo de la garganta.

Pan-at-lee tuvo grandes dificultades para seguir sujetando el tobillo de su protector, pero lo logró; y después, lentamente, intentó arrastrar el peso muerto de nuevo a la seguridad del hueco. Sin embargo, esto era superior a sus fuerzas y no pudo hacer otra cosa más que sujetarlo con fuerza, esperando que algún plan cobrara forma antes de que su poder de resistencia fallara. Se preguntaba si, después de todo, la criatura ya habría muerto, pero le resultaba difícil creerlo; y si no estaba muerto, ¿cuánto tardaría en recobrar el conocimiento? Si no lo hacía pronto jamás lo recobraría, pues sentía que los dedos se le entumecían debido a la presión ejercida sobre ellos e iban resbalando, lentamente, del objeto asido. Fue entonces cuando Tarzán recuperó el conocimiento. No podía saber qué poder le sujetaba, pero tenía la sensación de que, fuera lo que fuese, iba liberando muy despacio su tobillo. Al alcance de su mano había dos clavijas y se asió a ellas justo en el momento en que sus tobillos se escapaban de los dedos de Pan-at-lee.

En realidad estuvo a punto de verse precipitado a la garganta; sólo su gran fuerza le salvó. Ahora estaba erguido y sus pies encontraron otras clavijas. Su primer pensamiento fue para su enemigo. ¿Dónde estaba? ¿Esperando arriba para acabar con él? Tarzán levantó la mirada justo cuando el semblante asustado de Pan-at-lee apareció por encima del hueco.

—¿Estás vivo? —gritó ella.

—Sí —respondió Tarzán—. ¿Dónde está el peludo?

Pan-at-lee señaló hacia abajo.

—Ahí —dijo—, muerto.

—¡Bien! —exclamó el hombre-mono, trepando hasta ponerse a su lado—. ¿Tienes armas?

—Has llegado en el momento preciso —respondió Pan-at-lee—, pero ¿quién eres y cómo sabías que me encontraba aquí, y qué sabes de Om-at y de dónde vienes y qué has querido decir llamando
gund
a Om-at?

—Espera, espera —dijo Tarzán—, una cosa después de otra. Vaya, si todas sois iguales… las hembras de la tribu de Kerchak, las damas de Inglaterra y sus hermanas de Pal-ul-don. Ten paciencia y trataré de contarte todo lo que desees saber. Salimos cuatro con Om-at desde kor-ul-ja para ir en tu busca. Fuimos atacados por los kor-ul-lul y nos separamos. A mí me hicieron prisionero, pero he escapado. He vuelto a encontrar tu rastro y lo he seguido; he llegado a la cima de este risco en el preciso momento en que el peludo ascendía detrás de ti. Yo venía a investigar cuando he oído tu grito… y el resto ya lo conoces.

—Pero has llamado a Om-at
gund
de los kor-ul-ja —insistió ella—. Es-sat es el
gund
.

Es-sat está muerto —explicó el hombre-mono—. Om-at le mató y ahora Om-at es
gund
Om-at regresó en tu busca. Encontró a Es-sat en tu cueva y le mató.

—Sí —dijo la muchacha—. Es-sat fue a mi cueva; yo le golpeé con mi peto dorado y escapé.

Y un león te persiguió —prosiguió Tarzán—, y saltaste del risco al Kor-ul-lul, pero por qué no te mató es algo que se me escapa.

—¿Existe algo que se te escape? —preguntó Pan-at-lee—. ¿Cómo has sabido que me persiguió un león y que salté del risco, y no sabes que lo que me salvó fue la charca de agua profunda que hay abajo?

—También lo habría sabido si el kor-ul-lul no hubiera llegado entonces impidiéndome seguir tu rastro. Pero ahora quiero hacer una pregunta: ¿Con qué nombre llamáis a esa cosa con la que acabo de pelear?

—Era un tor-o-don —respondió ella—. Antes sólo había visto uno. Son criaturas terrribles con la astucia del hombre y la ferocidad de una bestia. Grande en verdad ha de ser el guerrero que mata a uno con una sola mano.

Le miró con franca admiración.

—Y ahora —dijo Tarzán—, debes dormir, pues mañana regresaremos con los kor-ul-ja y Om-at, y dudo que hayas descansado mucho estas dos noches.

Pan-at-lee, arrullada por una sensación de seguridad, durmió en paz hasta la mañana, mientras Tarzán se tumbaba sobre el duro suelo del hueco justo fuera de la cueva.

El sol estaba alto en el firmamento cuando despertó; durante dos horas había contemplado otra figura heroica que se hallaba a kilómetros de distancia, la figura de un hombre como un dios que se abría paso por el espantoso pantano que se extiende como un sucio foso y que defiende Pal-ul-don de las criaturas del mundo exterior. Ya con el cieno hasta las rodillas, ya amenazado por horribles reptiles, el hombre avanzaba sólo gracias a esfuerzos hercúleos que le hacían progresar laboriosamente centímetro a centímetro por el tortuoso camino que se veía obligado a seguir, eligiendo el lugar menos precario donde colocar el pie. Cerca del centro del pantano había agua, agua limosa de una tonalidad verdusca. Llegó a ella al menos después de más de dos horas de esfuerzos tales que habrían dejado a cualquier hombre corriente agotado y moribundo en el pegajoso lodo; sin embargo él se hallaba a menos de la mitad del pantano. Su pellejo liso y de color tostado estaba impregnado de limo y de lodo, lo mismo que su amado Enfield, que había relucido tanto con los primeros rayos del sol naciente.

Se detuvo un momento en el borde del agua y luego se lanzó hacia adelante y se puso a nadar. Nadó con brazadas largas, fáciles y fuertes calculadas menos para cobrar velocidad que para resistir, pues ésta era, sobre todo, una prueba de lo último, ya que más allá del agua había otras dos horas o más de agotadores esfuerzos entre ésta y tierra firme. Se hallaba quizás a medio camino y se felicitaba por la facilidad de la consecución de esta parte de su tarea cuando surgió de las profundidades, directamente en su camino, un horrible reptil que, con las mandíbulas bien distendidas, se arrojó hacia él siseando con estridencia.

Tarzán despertó y se desperezó, hinchó su gran pecho y tragó profundas bocanadas del fresco aire de la mañana. Sus ojos claros examinaron las magníficas bellezas del paisaje que se extendía ante él. Directamente debajo se encontraba el Kor-ul-gryf, una densa masa verde oscuro de copas de árboles que se mecían suavemente. Para Tarzán no era ni grave ni lúgubre: era la jungla, su amada jungla. A su derecha se extendía un panorama formado por la parte inferior del Valle de Jad-ben-Otho, con sus sinuosos arroyos y sus lagos azules. Reluciendo en blanco a la luz del sol había grupos de moradas, las fortalezas feudales de los jefes inferiores de los ho-don. A-lur, la Ciudad de la luz, no se veía porque la ocultaba el lomo del risco en el que se encontraba la desierta aldea.

Por un momento Tarzán se entregó a ese gozo espiritual de la belleza que sólo la mente humana puede alcanzar, y luego la Naturaleza se impuso y el estómago de la bestia lanzó el grito de que tenía hambre. Tarzán miró de nuevo abajo, hacia el Kor-ul-gryf. ¡Aquello era la jungla! ¿Crecería allí una jungla que no alimentara a Tarzán? El hombre-mono sonrió e inició el descenso a la garganta. ¿Había algún peligro? Claro que sí. ¿Quién lo sabía mejor que Tarzán? En todas las junglas está la muerte, pues la vida y la muerte van de la mano, y donde la vida abunda la muerte recoge su mayor cosecha. Jamás Tarzán había conocido a una criatura de la jungla a la que no pudiera hacer frente, a veces gracias sólo a la fuerza bruta, otras por una combinación de fuerza bruta y la astucia de la mente del hombre; pero Tarzán nunca se había encontrado con un
gryf
.

Había oído los bramidos en la garganta la noche anterior, después de echarse a dormir, y quería preguntarle a Pan-at-lee qué clase de bestia perturbaba tanto el sueño de sus superiores. Llegó al pie del risco y penetró en la jungla con grandes pasos, y allí se detuvo, sus ojos aguzados y sus oídos alerta, investigando su sensible olfato cada corriente de aire en busca del rastro de olor de la caza. De nuevo se adentró más en el bosque; su paso ligero no hacía ningún ruido, su arco y flechas listos para disparar. Soplaba una ligera brisa matinal desde la garganta y en esta dirección encaminó sus pasos. Muchos olores le llegaban a sus órganos olfativos. Algunos los clasificó sin esfuerzo, pero otros eran extraños: los olores de bestias y de aves, de árboles, arbustos y flores que le resultaban desconocidos. Percibió débilmente el olor a reptil que había aprendido a relacionar con las extrañas formas nocturnas que le acecharon en varias ocasiones desde que se había introducido en Pal-ul-don.

Y entonces, de pronto, captó claramente el olor fuerte y dulzón de Bara, el ciervo. De haber sido posible que el estómago vocalizara, el de Tarzán habría emitido un pequeño grito de alegría, pues le encantaba la carne de Bara. El hombre-mono se movió rápidamente pero con cautela hacia él. La presa no estaba muy lejos y, cuando el cazador se le acercaba, se aproximó en silencio a los árboles y captó con el olfato el débil olor reptiliano que indicaba la presencia de una gran criatura a la que nunca había visto salvo como densa sombra entre las densas sombras de la noche; pero el olor era tan débil que sugería que se hallaba a una distancia absolutamente segura.

Moviéndose sin hacer ruido, Tarzán avistó a Bara bebiendo en una charca donde la comente que riega el Kor-ul-gryf cruza un espacio abierto en la jungla. El ciervo estaba demasiado lejos del árbol más cercano para arriesgarse a atacar, así que el hombre-mono dependía de la exactitud y fuerza de su primera flecha, la cual tenía que hacer caer al ciervo allí mismo o perdería ciervo y flecha. La mano derecha tiró hacia atrás del arco, que ni usted ni yo podríamos mover pero que se dobló fácilmente bajo los músculos del dios de la jungla. Hubo un ruido seco cuando la cuerda se soltó y Bara dio un salto en el aire y cayó al suelo, con una flecha atravesándole el corazón. Tarzán corrió en busca de su captura, no fuera que el animal se levantara y escapara; pero Bara estaba muerto. Cuando Tarzán se inclinó para echarse el animal al hombro, llegó a sus oídos un estruendoso bramido que parecía estar casi junto a él, y cuando sus ojos miraron en la dirección de donde venía el sonido, apareció ante su vista una criatura como la que los paleontólogos han soñado que posiblemente existió en las más confusa infancia de la Tierra: una criatura gigantesca, vibrando de enloquecida furia, que rugiendo se abalanzaba sobre él.

Cuando Pan-at-lee despertó buscó con la vista a Tarzán en la cavidad, pero no se encontraba allí. Se puso en pie de un salto y se precipitó afuera para mirar abajo, en el Kor-ul-gryf, adivinando que había bajado en busca de comida y le vislumbró desapareciendo en el bosque. Por un instante fue presa del pánico. Sabía que él desconocía Pal-ul-don y que, en consecuencia, quizá no se diera cuenta de los peligros que existían en aquella garganta de terror. ¿Por qué no le llamaba para que regresara? Usted o yo lo habríamos hecho, pero no un pal-ul-don, pues ellos conocen las costumbres de los
gryf
, conocen los débiles ojos y los aguzados oídos, y saben que acuden cuando oyen el sonido de una voz humana. Llamar a Tarzán, pues, sería invitar al desastre, y por eso no lo hizo. En cambio, aunque tenía mucho miedo, descendió a la garganta con el fin de alcanzar a Tarzán y advertirle en susurros del peligro que corría. Era un acto valiente, ya que pugnaba con incontables siglos de miedo heredado a las criaturas que podía verse obligada a hacer frente. Han condecorado a hombres por menos.

Pan-at-lee, descendiente de un largo linaje de cazadores, supuso que Tarzán avanzaría en la dirección del viento y en esta dirección buscó sus huellas, las cuales encontró pronto bien marcadas, pues él no había hecho ningún esfuerzo por ocultarlas. La muchacha se movía rápidamente hasta que llegó al punto en el que Tarzán había subido a los árboles. Por supuesto que ella supo lo que había ocurrido, ya que su propia gente era semiarbórea; pero ella no podía seguirle la pista a través de los árboles, pues no tenía el sentido del olfato tan desarrollado como él.

Lo único que podía hacer era esperar que él hubiera proseguido en la dirección del viento y eso es lo que ella hizo, con el corazón latiéndole con fuerza contra las costillas a causa del terror, mirando constantemente a ambos lados. Llegó al borde de un claro y sucedieron dos cosas: vio a Tarzán inclinándose sobre un ciervo muerto y, en el mismo instante, sonó un ensordecedor rugido casi al lado de ella. Esto la aterrorizó de un modo indescriptible, pero el miedo no la paralizó. En cambio, la movió a la acción instantánea con el resultado de que Pan-at-lee trepó a la rama más elevada del árbol más próximo. Entonces miró abajo.

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