Tarzán el terrible (26 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Lo que el autosuficiente alemán no veía era evidente para Jane Clayton: las simpatías de los soldados nativos de Obergatz estaban con los aldeanos y todos estaban tan hartos de sus abusos, que no se precisaba más que una mínima chispa para que estallara el polvorín de odio y venganza que el tudesco con cara de cerdo había estado fabricando sin cesar bajo su persona.

Y al final llegó, pero tuvo un origen inesperado en la forma de un alemán nativo desertor del campo de batalla. Con los pies llagados, harto y agotado, una tarde se arrastró hasta la aldea, y antes de que Obergatz siquiera fuera consciente de su presencia, la aldea entera supo que el poder de Alemania en África había terminado. No tardaron mucho los soldados nativos del teniente en darse cuenta de que la autoridad a la que habían servido ya no existía y que con ella desaparecía el poder de pagarles su mísero salario. O al menos eso razonaban. Para ellos Obergatz ya no representaba nada más que un extranjero indefenso y odiado, y poca en verdad habría sido la compasión que habría recibido de no ser por una mujer nativa que había concebido un afecto perruno hacia Jane Clayton y que acudió enseguida a ella a informarle del plan asesino, pues el destino de la inocente mujer blanca pendía en equilibrio junto al del teutón culpable.

—Ya están discutiendo cuál de ellos te poseerá —dijo a Jane.

—¿Cuándo vendrán por nosotros? —preguntó Jane—. ¿Les has oído decirlo?

—Esta noche —respondió la mujer—, pues incluso ahora que no tiene a nadie que luche por él temen al hombre blanco. Y por eso vendrán por la noche y le matarán mientras duerma.

Jane dio las gracias a la mujer y la instó a que se marchara, para no levantar sospechas entre los suyos cuando descubrieran que los dos blancos se habían enterado de sus intenciones. La mujer fue enseguida a la cabaña ocupada por Obergatz. Nunca había ido, y el alemán la miró sorprendido cuando vio quién era su visitante. En pocas palabras ella le contó lo que había oído. Al principio él se inclinó por alardear arrogantemente, con gran despliegue de fanfarronadas, pero ella le apremió para que se callara.

—Toda esta charla es inútil —dijo—. Te has ganado el odio de esta gente. Independientemente de que sea cierta o falsa la información que les ha llegado, ellos la creen, y ahora tu única opción es la huida. Los dos estaremos muertos antes de mañana si no podemos escapar de la aldea sin que nos vean. Si ahora vas a ellos con tus estúpidas protestas de autoridad estarás muerto un poco antes, eso es todo.

—¿Crees que es tan grave? —dijo él, con una perceptible alteración en su tono de voz y actitud.

—Es exactamente tal y como te lo he contado —respondió ella—. Vendrán esta noche y te matarán mientras duermas. Búscame pistolas y un rifle y munición y fingiremos que vamos a la jungla a cazar. Lo has hecho a menudo. Quizá levantará sospechas el que yo te acompañe, pero debemos arriesgarnos a ello. Y procura, mi querido teniente, gritar, maldecir e insultar a tus criados para que no noten ningún cambio en tu actitud y al darse cuenta de tu miedo sepan que sospechas de sus intenciones. Si todo va bien, podemos salir a la jungla a cazar y no regresar. Pero antes, ahora mismo, debes jurarme que jamás me harás daño, de lo contrario será mejor que llame al jefe y te entregue a él y luego me meta una bala en la cabeza, porque si no me juras lo que te he pedido, no estaré mejor sola contigo en la jungla que aquí a merced de estos negros degradados.

—Juro —respondió él solemnemente—, en el nombre de Dios y de mi káiser, que mis manos no te inflingirán ningún daño.

—Muy bien —dijo ella—, haremos el pacto de ayudarnos el uno al otro para regresar a la civilización, pero que quede claro que no hay ni habrá nunca ni siquiera señales de respeto hacia ti por mi parte. Yo me estoy ahogando y tú eres un clavo ardiendo. Ten esto siempre presente, alemán.

Si Obergatz albergaba alguna duda respecto a la sinceridad de sus palabras habría quedado completamente disipada por el desprecio que había en su tono. Obergatz, sin decir nada más, consiguió pistolas y un rifle de más para Jane, así como bandoleras de cartuchos. Con su actitud usual arrogante y desagradable llamó a sus criados y les dijo que él y la
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blanca iban a salir a cazar. Los ojeadores irían al norte hacia la pequeña colina y luego darían la vuelta hacia el este y hacia la aldea. Los portadores de las armas recibieron la orden de llevarse piezas de más y de precederles a él y a Jane despacio hacia el este, y de esperarles en el vado situado aproximadamente a unos ochocientos metros de distancia. Los negros respondieron con mayor prontitud que de costumbre y fue perceptible para Jane y Obergatz que se marchaban de la aldea susurrando y riendo.

—Esos canallas encuentran divertido —gruñó Obergatz— que la tarde antes de morir salga a cazar para darles carne a ellos.

En cuanto los portadores de las armas desaparecieron en la jungla, los dos europeos siguieron el mismo camino, y no hubo ningún intento por parte de los soldados nativos de Obergatz, ni de los guerreros del jefe, de detenerles, pues ellos también estaban más que dispuestos a que los blancos les llevaran una buena ración de carne antes de resultar muertos a manos de ellos.

A unos cuatrocientos metros de la aldea, Obergatz torció hacia el sur desde el sendero que conducía al vado y, avanzando apresurados, los dos blancos pusieron toda la distancia que les fue posible entre ellos y la aldea antes de que cayera la noche. Sabían, por las costumbres de sus antiguos anfitriones, que existía poco peligro de ser perseguidos por la noche ya que los aldeanos tenían demasiado respeto a Numa, el león, para aventurarse innecesariamente a salir de la empalizada durante las horas en que el rey de las fieras tenía tendencia a salir a cazar.

Así comenzó una secuencia aparentemente interminable de días horribles y noches cargadas de horror mientras los dos se abrían paso hacia el sur, afrontando penalidades casi inconcebibles, privaciones y peligros. La costa este estaba más cerca, pero Obergatz se negó en redondo a arriesgarse a caer en manos de los británicos volviendo al territorio que ahora controlaban ellos, insistiendo en cambio en intentar abrirse camino a través de una selva desconocida hasta Sudáfrica, donde, entre los bóers, estaba convencido de que encontraría simpatizantes que hallarían la manera de devolverle sano y salvo a Alemania, y la mujer se vio obligada a acompañarle.

Cruzaron la gran estepa árida y llena de espinos y llegaron al fin a la orilla del pantano frente a Pal-ul-don. Habían alcanzado este punto justo antes de la estación lluviosa, cuando las aguas del pantano se hallaban en su nivel más bajo. En esta época se forma una dura corteza sobre la superficie seca del pantano y sólo el agua estancada en el centro impide materialmente el avance. Es una condición que existe quizá tan sólo durante unas semanas, o incluso días, al finalizar los largos períodos de sequía, y así los dos cruzaron la barrera que de otro modo sería infranqueable sin darse cuenta de sus latentes terrores. Incluso existía la posibilidad de que el agua estancada en el centro estuviera desierta en aquella época, debido a que sus terribles habitantes hubieran sido empujados por la sequía y las aguas en receso hacia el sur, hacia la desembocadura del mayor rio de Pal-ul-don que lleva las aguas del valle de Jad-ben-Otho.

Su periplo les llevó por las montañas y hasta el valle de Jad-ben-Otho, en el nacimiento de uno de los ríos más anchos que lleva las aguas de la montaña hasta el valle para desembocar en el río principal, justo debajo del Gran Lago, en cuya orilla norte está situada A-lur. Al descender de las montañas fueron sorprendidos por un grupo de cazadores ho-don. Obergatz escapó mientras que Jane fue hecha prisionera y llevada a A-lur. No había visto ni oído nada del alemán desde entonces, y no sabía si había perecido en esta tierra extraña o si había logrado eludir a sus salvajes habitantes y llegar hasta Sudáfrica.

Por su parte, ella fue encarcelada alternativamente en el palacio y el templo según fuera ko-tan o lu-don quien lograra arrebatársela al otro mediante diversos golpes de astucia e ingenio. Ahora se hallaba en poder de un nuevo captor, alguien de quien sabía por las murmuraciones del templo que era cruel y degradado. Se encontraba en la popa de la última canoa y todos los enemigos iban tras ella, mientras que, casi a sus pies, los fuertes ronquidos de Mo-sar daban amplia evidencia de que no era consciente de lo que le rodeaba.

La oscura costa apareció más cerca al sur cuando Jane Clayton, lady Greystoke, se deslizó en silencio por la popa de la canoa a las frías aguas del lago. Apenas se movió más que para mantener las ventanas de la nariz fuera de la superficie mientras la canoa era aún visible en los últimos rayos de la luna. Luego partió hacia la costa sur.

Sola, desarmada, semidesnuda en una región dominada por bestias salvajes y hombres hostiles, sentía no obstante por primera vez en muchos meses una sensación de alegría y alivio. ¡Era libre! Si el instante siguiente le traía la muerte, al menos habría conocido de nuevo un breve instante de libertad. La sangre le producía hormigueo al experimentar aquella sensación casi olvidada, y con dificultad reprimió un grito de triunfo cuando salió de las tranquilas aguas y se puso en pie en la silenciosa playa.

Ante ella se erguía un bosque, oscuro, y de sus profundidades le llegaban sonidos que formaban parte de la vida nocturna de la jungla: el crujir de hojas al viento, el roce de las ramas contiguas, el movimiento apresurado de un roedor, todo magnificado por la oscuridad en proporciones siniestras y atemorizantes; el ulular de una lechuza, el grito distante de un felino, los ladridos de perros salvajes, daban fe de la presencia de vida que ella no podía ver: la vida salvaje, la vida en libertad de la que ahora ella formaba parte. Y entonces le llegó, posiblemente por primera vez desde que el gigantesco hombre-mono había entrado en su vida, la comprensión más plena de lo que la jungla significaba para él, pues, aunque sola y desprotegida de sus espantosos peligros, percibía su atracción y una exaltación que no se había atrevido a esperar que volvería a sentir.

¡Ah, si aquel fuerte compañero suyo estuviera a su lado! Su alegría y felicidad sería completa. No deseaba otra cosa. El desfile de ciudades, las comodidades y los lujos de la civilización no la tentaban ni la mitad de lo que lo hacía la gloriosa libertad de la jungla.

Un león gimió en la negrura a su derecha, provocando deliciosos escalofríos que le recorrieron la espalda. El pelo de la nuca pareció erizársele, sin embargo, no tenía miedo. Los músculos legados por algún antepasado primitivo reaccionaron instintivamente a la presencia de un antiguo enemigo, eso era todo. Ahora la mujer se dirigió lenta y pausadamente hacia el bosque. De nuevo gimió el león; esta vez más cerca. Ella buscó una rama baja y cuando la encontró saltó fácilmente al amistoso refugio que le ofrecía el árbol. El largo y peligroso viaje con Obergatz le había entrenado los músculos y los nervios para estos desacostumbrados hábitos. Encontró un lugar de descanso seguro como Tarzán le había enseñado que era mejor y allí se acurrucó, a nueve metros del suelo, para disfrutar de una noche de descanso. Tenía frío y estaba incómoda y no obstante durmió, pues en su corazón latía la renovada esperanza y su cansado cerebro se hallaba temporalmente libre de preocupaciones.

Durmió hasta que el calor del sol, alto en el cielo, la despertó. Había descansado y ahora su cuerpo estaba bien y su corazón cálido. Una sensación de tranquilidad, comodidad y felicidad invadió su ser. Se incorporó en el oscilante diván y se desperezó generosamente, sus miembros desnudos y cuerpo ágil moteados por la luz del sol que se filtraba entre el follaje combinado con el gesto perezoso le daban un aspecto parecido al del leopardo. Con ojo cauteloso examinó el suelo y con oído atento escuchó para captar cualquier ruido que pudiera sugerirle la presencia cercana de enemigos, ya fueran hombres o bestias. Satisfecha por fin porque cerca no había nada que temer, bajó al suelo. Tenía ganas de bañarse, pero hacerlo en el lago era demasiado expuesto y se hallaba un poco demasiado lejos de la seguridad que le ofrecían los árboles para arriesgarse hasta que se hubiera familiarizado un poco con los alrededores. Vagó sin rumbo fijo por el bosque en busca de comida, la cual encontró en abundancia. Comió y descansó, pues no tenía objetivo todavía. Su libertad le resultaba demasiado nueva para estropearla con planes para el futuro. El acoso del hombre civilizado ahora le parecía vago e inalcanzable, como el contenido medio olvidado de un sueño. Si pudiera vivir allí en paz, esperando, aguardándole… a él. Era la vieja esperanza reavivada. Ella sabía que algún día vendría, si estaba vivo. Siempre lo había sabido, aunque recientemente había creído que llegaría demasiado tarde. ¡Si estaba vivo! Sí, si estaba vivo llegaría, y si no lo estaba ella se encontraba tan bien allí como en cualquier otra parte, pues nada importaba, sólo esperar el final con toda la paciencia posible.

Sus vagabundeos la llevaron hasta un arroyo cristalino y allí bebió y se bañó bajo un árbol de colgantes ramas que le ofrecía su rápido asilo en caso de peligro. Era un lugar tranquilo y hermoso y le gustó desde el primer momento. El fondo del arroyo estaba pavimentado con bonitas piedras y trozos de vidriosa obsidiana. Cuando recogió un puñado de piedras y las levantó para mirarlas observó que uno de sus dedos sangraba debido a un corte limpio. Se puso a buscar la causa y la descubrió en uno de los fragmentos de vidrio volcánico que revelaba un borde afilado casi como una hoja de afeitar. Jane Clayton se llenó de euforia. Allí, como llovido del cielo, estaba el primer principio con el que a la larga podría llegar a tener armas y herramientas: un filo cortante. Todo era posible para quien lo poseía; nada para quien no.

Buscó hasta que acumuló muchos de estos precioso trozos de piedra, hasta que la bolsa que le colgaba a la derecha estuvo casi llena. Luego se encaramó al gran árbol para examinarlas con tranquilidad. Había algunas que parecían hojas de cuchillo, y otras que no le resultaría difícil convertir en puntas de lanza, y muchas más pequeñas que la naturaleza parecía haber previsto para las puntas de flechas.

Primero probaría la lanza; sería lo más fácil. El árbol tenía un hueco en el tronco, en una gran horcadura de arriba. Allí escondió su tesoro excepto un fragmento que parecía un cuchillo. Descendió con éste hasta el suelo, buscó un arbolito delgado que creciera recto, lo cortó y serró hasta que pudo romperlo sin astillar la madera. Tenía el diámetro exacto para el mango de una lanza; una lanza de caza que a su amado Waziri le hubiera encantado. Con cuánta frecuencia les había observado cuando las confeccionaban, y ellos le habían enseñado también a usarlas (lanzas de caza y las más pesadas de guerra) riendo y aplaudiendo a medida que mejoraba su habilidad.

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