Tarzán el terrible (2 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Los verdaderos leones de este nuevo Viejo Mundo se diferenciaban poco de aquellos que él conocía; en tamaño y estructura eran casi idénticos, pero en lugar de despojarse de las manchas aleopardadas de cuando son cachorros, las conservaban durante toda la vida marcadas de forma tan definitiva como las del leopardo.

Dos meses de esfuerzo no revelaron la más mínima prueba de que aquella a quien él buscaba hubiera penetrado en esta hermosa aunque prohibida tierra. Sin embargo, la investigación que realizó de la aldea caníbal y los interrogatorios efectuados en otras tribus de la zona le habían convencido de que si lady Jane aún vivía, debía buscarla en esta dirección, ya que por un proceso de eliminación había reducido la dirección de su huida a esta única posibilidad. Cómo había cruzado ella los pantanos Tarzán no podía adivinarlo, y no obstante algo en su interior le incitaba a creer que los había cruzado y que, si aún vivía, era aquí donde debía buscarla. Pero ese terreno desconocido, salvaje, era de gran extensión; imponentes montañas insalvables le bloqueaban el paso, torrentes que descendían derramándose por rocosas fortalezas le impedían avanzar, y a cada momento se veía obligado a igualar en ingenio y músculos a los grandes carnívoros que podían proporcionarle sustento.

Una y otra vez Tarzán y Numa acechaban la misma presa y se alternaban la consecución del trofeo. Raras veces, sin embargo, pasó hambre el hombre-mono, pues la región era rica en animales de caza, aves y peces, frutos e incontables formas de vida vegetal con que subsistir el hombre criado en la jungla.

Tarzán se preguntaba a menudo por qué en una región tan rica no hallaba señales del hombre, y llegó a la conclusión de que la estepa reseca y cubierta de espinos y los espantosos pantanos habían formado una barrera suficiente para proteger eficazmente esta región de las incursiones del hombre.

Tras días de búsqueda había logrado descubrir por fin un paso a través de las montañas y, al llegar al otro lado, se encontró en una región prácticamente idéntica a la que acababa de dejar. La caza era buena y en un abrevadero, en la boca de un cañón que desembocaba en una llanura cubierta de árboles, Bara, el ciervo, era una víctima fácil para la astucia del hombre-mono.

Era el atardecer. De vez en cuando se oían las voces de grandes cazadores a cuatro patas desde diversas direcciones, y como el cañón no ofrecía entre sus árboles ningún refugio confortable, el hombre-mono se echó al hombro el cuerpo sin vida del ciervo y echó a andar hacia la llanura. En el lado opuesto se elevaban altos árboles, un gran bosque que sugería a sus ojos entrenados una imponente jungla. Hacia allí dirigió sus pasos el hombre-mono, pero cuando se hallaba a medio camino de la llanura descubrió un árbol solitario que le convendría como refugio para pasar la noche, saltó ligero a sus ramas y se preparó un cómodo lugar de descanso.

Comió la carne de Bara y cuando estuvo satisfecho llevó el resto del cuerpo del animal al lado opuesto del árbol, donde lo depositó muy por encima del suelo en un lugar seguro. Regresó a su horcadura y se acomodó para dormir, y en un instante los rugidos de los leones y los aullidos de los felinos inferiores acudieron a sus oídos sordos.

En lugar de perturbarle los ruidos usuales de la jungla calmaban al hombre-mono, pero un ruido insólito, por imperceptible que fuera al oído despierto del hombre civilizado, raras veces dejaba de afectar a la conciencia de Tarzán, por profundo que fuera su sueño; y por eso, cuando la luna estaba alta, un repentino ruido de pies apresurados cruzando la alfombra de hierba cerca del árbol le puso alerta y listo para la acción. Tarzán no se despierta como usted y como yo con el peso del sueño aún en los ojos y el cerebro, pues si las criaturas de la selva despertaran así, pocos despertares tendrían. Cuando sus ojos se abrieron, claros y brillantes, o sea, claros y brillantes sobre los centros nerviosos de su cerebro, quedaron registradas las diversas percepciones de todos sus sentidos.

Casi debajo de él, corriendo hacia su árbol, se hallaba lo que a primera vista parecía ser un hombre blanco semidesnudo, aunque en el primer instante el descubrimiento de la larga cola blanca que se proyectaba hacia atrás no escapó al ojo del hombre-mono. Detrás de la veloz figura, y ahora tan cerca como para excluir la posibilidad de que su presa escapara, iba Numa, el león, en pleno ataque. Silenciosa la presa, silencioso el perseguidor; como dos espíritus en un mundo muerto se movían los dos con callada velocidad hacia la culminación de la tragedia que esta inexorable carrera era.

Cuando sus ojos se abrieron y captaron el olor bajo él, incluso en ese breve instante de percepción, siguió la razón, el juicio y la decisión, tan rápidamente uno tras otro que casi simultáneamente el hombre-mono se halló en mitad del aire, pues había visto una criatura de piel blanca forjada en un molde similar al suyo perseguida por el ancestral enemigo de Tarzán. Tan cerca se encontraba el león de la cosa-hombre que huía veloz, que Tarzán no tuvo tiempo de elegir con cuidado el método de su ataque. Igual que un saltador de trampolín se lanza de cabeza a las aguas, así Tarzán de los Monos se lanzó directo hacia Numa, el león; su mano derecha empuñaba el cuchillo de su padre que tantas veces había probado la sangre de los leones.

Una garra alcanzó a Tarzán en el costado, causándole una larga y profunda herida, y ya el hombre-mono se halló sobre la espalda de Numa y la hoja se hundía una y otra vez en el costado de la bestia salvaje. Tampoco la cosa-hombre huía ya, ni estaba ociosa. También ella, criatura de la selva, había percibido al instante la verdad del milagro de su salvador, y volviendo sobre sus pasos había saltado hacia adelante con el garrote en alto en ayuda de Tarzán y para perdición de Numa. Un solo golpe terrorífico en el cráneo aplastado de la bestia le dejó insensible y entonces, cuando el cuchillo de Tarzán encontró el corazón de la bestia, unos cuantos estremecimientos convulsos y una repentina relajación indicaron la muerte del carnívoro.

El hombre-mono saltó al suelo y colocó los pies sobre el cadáver de su presa y, alzando el rostro a Goro, la luna, emitió el salvaje grito de victoria que tan a menudo despertaba los ecos de su jungla nativa.

Cuando el espantoso grito salió de los labios del hombre-mono la cosa-hombre dio un paso atrás, atemorizado, pero cuando Tarzán devolvió el cuchillo de caza a su vaina y se volvió hacia él, el otro vio en la serena dignidad de su actitud que no había motivos para sentir miedo.

Por un momento los dos permanecieron de pie examinándose el uno al otro, y luego habló la cosa-hombre. Tarzán se dio cuenta de que la criatura que tenía ante sí emitía sonidos articulados que expresaban, aunque en un lenguaje que Tarzán desconocía, los pensamientos de un hombre que poseía en mayor o menor grado los mismos poderes de razonamiento que él. En otras palabras, que aunque aquella criatura tenía la cola y los dedos de las manos y de los pies de un mono, en todo lo demás era a todas luces un hombre.

La sangre, que ahora brotaba del costado de Tarzán, llamó la atención de la criatura. Del zurrón que llevaba a su costado sacó una bolsita y se acercó a Tarzán indicándole mediante señas que deseaba que el hombre-mono se tumbara para poder tratarle la herida, en la que, tras separar los bordes del corte, roció la carne viva con unos polvos que sacó de la bolsita. El dolor de la herida no era nada comparado con la exquisita tortura del remedio pero, acostumbrado al dolor físico, el hombre-mono lo soportó impasible y al cabo de unos instantes la herida no sólo había dejado de sangrar sino que también había desaparecido el dolor.

En respuesta a las suaves y nada desagradables modulaciones de la voz del otro, Tarzán habló en varios dialectos tribales del interior, así como en el lenguaje de los grandes simios, pero resultó evidente que el hombre no entendía nada de esto. Al ver que no lograba que el otro le entendiera, el pitecántropo avanzó hacia Tarzán y se llevó la mano izquierda al corazón y al mismo tiempo colocó la palma de la derecha sobre el corazón del hombre-mono. Este último interpretó la acción como una forma de saludo amistoso y, como estaba versado en los modales de las razas no civilizadas, respondió del mismo modo ya que comprendió que, sin duda alguna, era eso lo que debía hacer. Su acción pareció satisfacer y agradar a su nueva relación, quien inmediatamente empezó a hablar de nuevo y por fin, con la cabeza echada hacia atrás, oliscó el aire en la dirección del árbol que se elevaba junto a ellos y señaló de pronto el cadáver de Bara, el ciervo, al tiempo que se llevaba la mano al estómago en un lenguaje de signos que incluso el más torpe sabría interpretar. Con un gesto de la mano Tarzán invitó a su amigo a compartir los restos de su captura, y el otro, saltando como un monito a las ramas inferiores del árbol, se abrió paso rápidamente hacia la carne, ayudado siempre por su larga, fuerte y sinuosa cola.

El pitecántropo comió en silencio, cortando pequeños trozos de la entrepierna del ciervo con su afilado cuchillo. Desde la horcadura del árbol donde se hallaba, Tarzán observaba a su compañero y reparó en la preponderancia de los atributos humanos que sin duda quedaban acentuados por los paradójicos pulgares, los grandes dedos de los pies y la cola.

Se preguntó si esta criatura era representativa de alguna extraña raza o si, lo que parecía más probable, no era sino un atavismo. Ambas suposiciones habrían parecido igual de ridículas de no tener ante sí la prueba de la existencia de la criatura. Sin embargo, allí estaba un hombre con cola y manos y pies claramente arbóreos. Sus adornos, con incrustaciones de oro y piedras preciosas, sólo podían haberlos realizado hábiles artesanos; pero si se trataban de la obra de este individuo o de otros como él, o de una raza completamente distinta, Tarzán, por supuesto, no podía determinarlo.

Terminada su comida, el invitado se secó los dedos y los labios con hojas que arrancó de una rama cercana, levantó la vista hacia Tarzán con una agradable sonrisa que dejó al descubierto una hilera de fuertes dientes blancos (cuyos caninos no eran más largos que los de Tarzán), pronunció unas palabras que Tarzán supuso eran una expresión cortés de su agradecimiento y luego buscó un lugar confortable en el árbol para pasar la noche.

La tierra se hallaba en sombras en la oscuridad que precede al alba cuando Tarzán fue despertado por una violenta sacudida del árbol en el que se había cobijado. Cuando abrió los ojos vio que su compañero también estaba despierto y, echando un rápido vistazo alrededor para averiguar la causa de la perturbación, el hombre-mono se asombró de lo que sus ojos veían.

La débil sombra de una forma colosal se elevó detrás del árbol, cerca, y Tarzán vio que se trataba del roce del gigantesco cuerpo contra las ramas lo que le había despertado. Que una criatura tan tremenda pudiera abordarle tan de cerca sin molestarle llenó a Tarzán de asombro y de pesar. En la penumbra, al principio el hombre-mono concibió al intruso como un elefante; sin embargo, si lo era, era de mayores proporciones que cualquiera de los que jamás había visto; pero cuando los confusos contornos se hicieron menos borrosos vio a la altura de sus ojos y a unos seis metros por encima del suelo la confusa silueta de una espalda grotescamente serrada que daba la impresión de pertenecer a una criatura de cuya columna vertebral crecía un grueso y pesado cuerno. Sólo era visible al hombre-mono una parte de la espalda, y el resto del cuerpo se perdía en las densas sombras bajo el árbol, desde donde ahora surgió el ruido de unas potentes fauces que trituraban con fuerza carne y huesos. Por los olores que llegaban al sensible olfato del hombre-mono se dio cuenta entonces de que allí abajo se encontraba algún enorme reptil que se alimentaba del cuerpo del león que habían matado.

Mientras los ojos de Tarzán, aguzados por la curiosidad, penetraban inútilmente en las negras sombras, sintió un ligero roce en el hombro y, al volverse, vio que su compañero trataba de llamarle la atención. La criatura, apretándose un dedo índice a los labios como para señalarse que no hiciera ruido, tiró del brazo de Tarzán en un intento por indicarle que debían marcharse enseguida.

El hombre-mono, comprendiendo que se hallaba en una región extraña, infestada de criaturas de tamaño colosal cuyos hábitos y poderes desconocía por completo, se dejó llevar. Con la mayor precaución el pitecántropo descendió del árbol por el lado opuesto de donde se encontraba el gran merodeador nocturno y, seguido de cerca por Tarzán, se alejó en silencio por la llanura.

El hombre-mono estaba poco dispuesto a renunciar a una oportunidad de inspeccionar una criatura que con toda probabilidad era completamente diferente a cualquier cosa que hubiera conocido en el pasado; sin embargo era lo bastante sensato para saber cuándo la discreción era la mejor parte del valor y ahora, como en el pasado, se rindió a esa ley que domina a los parientes de lo salvaje que les impide cortejar el peligro sin necesidad, pues sus vidas están suficientemente llenas de peligro en su rutina cotidiana de alimentarse y aparearse.

Cuando el sol disipó las sombras de la noche, Tarzán se encontró de nuevo en el borde de un gran bosque en el que su guía se adentró, agarrándose ágilmente a las ramas de los árboles a través de los cuales se abrían camino con la celeridad que dan la costumbre y el instinto hereditario, pero, aunque ayudado por una cola prensil, dedos y pulgares, la cosa-hombre avanzaba por la selva no con mayor facilidad o seguridad que el gigantesco hombre-mono.

Fue durante este viaje cuando Tarzán recordó la herida en su costado causada la noche anterior por las garras de Numa, el león, y al examinarla le sorprendió descubrir que no sólo no le dolía sino que junto a sus bordes no había señal alguna de inflamación, consecuencia indudablemente de los polvos antisépticos con que su extraño compañero la había rociado.

Habían caminado unos tres o cuatro kilómetros cuando el compañero de Tarzán saltó al suelo en una pendiente cubierta de hierba, bajo un gran árbol cuyas ramas sobresalían sobre un riachuelo transparente. Allí bebieron y Tarzán descubrió que el agua no sólo era deliciosamente pura y fresca sino de una temperatura helada que indicaba su rápido descenso desde las altas montañas donde tenía su origen.

Tarzán se quitó el taparrabos, lo dejó en el suelo junto con sus armas y entró en la pequeña charca bajo los árboles y salió al cabo de un momento, enormemente refrescado y con un fuerte deseo de desayunar. Al salir de la charca observó que su compañero le examinaba con expresión de asombro. Cogió al hombre-mono por el hombro y le hizo dar la vuelta, de forma que la espalda de Tarzán quedó ante él y luego, poniendo la punta del dedo índice sobre la columna vertebral de Tarzán, enroscó su cola por encima del hombro, hizo dar la vuelta de nuevo al hombre-mono y señaló primero a Tarzán y luego su propio apéndice, con una expresión de perplejidad en el rostro, mientras parloteaba excitado en su extraña lengua.

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