Tarzán y el león de oro

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

 

Tarzán se ha reunido de nuevo junto a Jane y su hijo Korak en el final de la novela anterior,
Tarzán el terrible
. En esta historia, encontrarán y adoptarán un león huérfano llamado Jad-bal-ja (“El león de oro” en el lenguaje de Pal-ul-don) y volverán a su territorio en África, destruido por los alemanes durante la Primera Guerra Mundial en
Tarzán el indómito
. Allí encontrará a sus amigos los guerreros waziri.

La llegada a la selva de una expedición de europeos con el propósito de robar el oro de Opar, pone en peligro la vida de Tarzán y la de sus compañeros. Entre los expedicionarios se encuentra Esteban Miranda, un español cuyo parecido con nuestro héroe resulta asombroso, capaz incluso de confundir a Jane, y esto provocará algunas situaciones inquietantes.

Tarzán y el león de oro
, que en el momento de su aparición ya supuso una grata sorpresa por las novedades que aportaba a la serie, es sin duda una de las mejores novelas de Burroughs.

Edgar Rice Burroughs

Tarzán y el león de oro

Tarzán 9

ePUB v1.0

Zaucio Olmian
12.09.12

Título original:
Tarzan and The Golden Lion

Edgar Rice Borroughs, 1923

1ª edición en revista:
All Story Weekly
, de diciembre de 1922 a enero de 1923

1ª edición en libro: A. C. McClurg, 24/03/1923

Traducción: Emilio Martínez Amador

Portada original: J. Allen St. John

Retoque portada: Zaucio Olmian

Ilustraciones: J. Allen St. John

Retoque ilustraciones: Zaucio Olmian

Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)

ePub base v2.0

TARZÁN

y el león de oro

CAPÍTULO I

EL LEÓN DE ORO

S
ABOR, la leona, amamantaba a su pequeño, una bolita de pelo con manchas como Sheeta, el leopardo. Yacía bajo el cálido sol ante la caverna rocosa que constituía su madriguera, tumbada de costado con los ojos entrecerrados, aunque alerta. Al principio tenía tres bolitas de pelo como ésta —dos hembras y un macho— y Sabor y Numa, sus padres, estaban orgullosos de ellos; orgullosos y contentos. Pero la caza no había sido abundante y Sabor, mal nutrida, no había podido producir leche suficiente para alimentar como es debido a los tres cachorros hambrientos, y luego llegaron las lluvias y los pequeños cayeron enfermos. Sólo sobrevivió el más fuerte; las dos hembras murieron. Sabor las lloró, paseando arriba y abajo al lado de los lastimosos restos de piel mojados, gimiendo sin cesar. De vez en cuando las olisqueaba y les daba golpecitos con el hocico como si intentara despertarlas del largo sueño del que jamás nadie despierta. Sin embargo, al final se dio por vencida y su corazón salvaje latía lleno de preocupación por el pequeño cachorro macho que le quedaba. Por eso Sabor estaba más alerta de lo usual.

Numa, el león, se hallaba lejos. Dos noches antes había matado a un animal y lo había arrastrado hasta su leonera, y la noche anterior se había vuelto a marchar y aún no había regresado. Sabor pensaba, adormilada, en Wappi, el rollizo antílope, que su espléndida pareja quizás en aquel mismo instante estaba arrastrando por la enmarañada jungla para llevárselo a ella. O quizá sería Pacco, la cebra, cuya carne era la preferida de su especie: la jugosa y suculenta Pacco. A Sabor la boca se le hacía agua.

Ah, ¿qué había sido aquello? Había llegado la sombra de un ruido a sus aguzados oídos. La leona levantó la cabeza y la inclinó, primero a un lado y después al otro, mientras con las orejas tensas trataba de captar la más mínima repetición de lo que la había perturbado. Oliscó el aire. Soplaba una leve brisa, pero lo que hubiera allí se movía hacia ella procedente de la misma dirección que el ruido que había oído, y que aún oía cada vez más fuerte, lo que indicaba que aquello que lo producía se estaba acercando a ella. A medida que se aproximaba, la bestia se fue inquietando y rodó sobre su vientre; el cachorro tuvo que dejar de amamantarse y manifestó su desaprobación con débiles rugidos hasta que un gemido bajo y quejumbroso de la leona le hizo callar; entonces se puso de pie junto a ella, miró a su madre y después en la dirección en la que ella miraba, ladeando su cabecita, primero a un lado y después al otro.

El ruido que Sabor oía era evidente que tenía algo inquietante, algo que inspiraba cierta intranquilidad, si no auténtico miedo, aunque todavía no estaba segura de que presagiara algo malo. Podría ser su gran señor que regresaba, pero no parecía que el ruido proviniera de un león y, sin duda, no el de un león arrastrando una pesada presa. La leona miró a su cachorro, exhalando al mismo tiempo un lastimoso gemido. Siempre tenía miedo de que algún peligro amenazara al miembro más pequeño de su familia, pero ella, Sabor, la leona, estaba allí para defenderle.

Entonces la brisa le llevó al olfato el rastro de olor de lo que avanzaba hacia ella a través de la jungla. Al instante, la cara preocupada de la madre se transformó en una máscara de furia salvaje, los ojos brillantes,_ enseñando los colmillos, pues el olor que le llegaba era el del odiado hombre. Se puso en pie y bajó la cabeza, moviendo nerviosamente su sinuosa cola. Mediante este extraño medio por el que los animales se comunican entre sí, indicó a su cachorro que se tumbara y no se moviera hasta que ella regresara; luego se alejó rápidamente y en silencio para hacer frente al intruso.

El cachorro había oído lo mismo que su madre y captó el olor del hombre, un olor desconocido hasta entonces para él; sin embargo, supo enseguida que el olor pertenecía al enemigo y produjo en él una reacción típica como la que había señalado la actitud de la leona adulta: se le erizaron los pelos del lomo y enseñó sus diminutos colmillos. Mientras la leona avanzaba rápida y decididamente entre la maleza, el cachorro, sin hacer caso de lo que ella le había dicho, la siguió, contoneando sus cuartos traseros como hacen los muy jóvenes de su especie, con un paso ridículo que no concordaba con la dignidad con que se movían sus cuartos delanteros; sin embargo, la leona, atenta a lo que tenía ante ella, no se dio cuenta de que la seguía.

Ante los dos se extendía un centenar de metros de espesa jungla, pero a través de ella los leones habían abierto un sendero como un túnel que iba hasta su leonera; después un pequeño claro, por el que discurría un camino desbrozado que salia de la jungla en un extremo del claro y volvía a entrar en ella en el otro. Cuando Sabor llegó al claro, vio el objeto de su miedo y odio. ¿Y si el hombre-cosa no estaba cazándoles a ella o a su pequeño? ¿Y si ni siquiera soñaba con su presencia? Aquel día Sabor, la leona, no hizo caso de esto. Por norma general, le habría dejado pasar, siempre que él no se acercara mucho y no amenazara la seguridad de su cachorro o, de no haber tenido el cachorro, se habría alejado ante la primera señal de su proximidad. Pero aquel día la leona estaba nerviosa y tenía miedo, miedo por el único cachorro que le quedaba, triplicado quizá su instinto maternal hacia el único y triplemente amado superviviente, y por eso no esperó a que el hombre amenazara la seguridad de su pequeño, sino que avanzó para encontrarse con él e impedirle avanzar. La madre tierna había cedido paso a una aterradora criatura destructiva, obsesionada con un solo pensamiento: matar.

No vaciló ni un instante cuando llegó al claro, ni hizo nada que le advirtiera de su presencia. La primera indicación que el guerrero negro tuvo de la existencia de un león a menos de treinta metros, fue la aterradora aparición del felino con cara diabólica que corría hacia él por el calvero con la velocidad de una flecha. El negro no buscaba leones. De haber sabido que había uno cerca habría evitado el encuentro. Habría huido si hubiera habido algún lugar adonde huir. El árbol más próximo estaba más lejos que la leona. Ésta le alcanzaría antes de que él hubiera recorrido una cuarta parte de la distancia. No había esperanza alguna y sólo le quedaba hacer una cosa. La bestia casi estaba sobre él cuando vio detrás de ella un pequeño cachorro. El hombre blandía una pesada lanza. La llevó hacia atrás con la mano derecha y la lanzó en el mismo instante en que Sabor se alzaba para saltar sobre él. La lanza atravesó el corazón de la bestia salvaje, y casi al mismo tiempo aquellas fauces gigantescas se cerraron en el rostro y cráneo del guerrero. El impulso de la leona derribó a los dos, que cayeron muertos y se quedaron inmóviles, salvo por algunas sacudidas espasmódicas de los músculos.

El cachorro huérfano se detuvo a escasos metros y examinó la primera gran catástrofe de su vida con ojos interrogadores. Quería acercarse a su madre, pero un miedo natural al olor del hombre le frenaba. Entonces se puso a gemir en un tono que siempre hacía que su madre se acercara a él rápidamente, pero esta vez ella no acudió; ni siquiera se levantó para mirarle. El cachorro estaba desconcertado; no lo entendía. Siguió llorando. Cada vez se sentía más triste y más solitario. Poco a poco se fue acercando a su madre. Vio que la extraña criatura a la que ella había matado no se movía y al cabo de un rato se sintió menos atemorizado, así que por fin se armó de valor y se aproximó a olisquear a su madre. Seguía gimiendo, pero ella no respondía. Se le ocurrió al fin que ocurría algo, que su magnífica y hermosa madre no era como antes, que de alguna manera había cambiado; sin embargo, aún se aferraba a ella y siguió llorando hasta que se quedó dormido, acurrucado junto a su cuerpo sin vida.

Así lo encontró Tarzán; Tarzán y Jane, su esposa, y su hijo, Korak el Asesino, al regresar de la misteriosa tierra de Pal-ul-don de la que los dos hombres habían rescatado a Jane Clayton. Al oír que se aproximaba alguien, el cachorro abrió los ojos y se puso en pie, bajó las orejas y rugió, dando un paso atrás para pegarse al cadáver de su madre. Al verle, el hombre-mono sonrió.

—Valiente diablillo —comentó, pues había comprendido la tragedia con solo una mirada.

Se acercó al cachorro, esperando que se diera la vuelta y huyera; pero el animal no hizo nada de esto. En cambio, rugió con más ferocidad y golpeó la mano que el hombre-mono le tendía cuando se agachó para cogerlo.

—¡Qué pequeño tan valiente! —exclamó Jane—. ¡Pobre huerfanito!

—Será un gran león, o lo habría sido si su madre hubiera vivido —dijo Korak—. Mirad ese lomo; recto y fuerte como una lanza. Qué lástima que tenga que morir.

—No tiene por qué morir —replicó Tarzán.

—Tiene muchas probabilidades; necesitará leche durante un par de meses más, y ¿quién se la proporcionará?

—Yo —respondió Tarzán.

—¿Vas a adoptarlo?

Tarzán asintió.

Korak y Jane se echaron a reír.

—Qué bien —comentó el primero.

—Lord Greystoke, madre adoptiva del hijo de Numa.

Tarzán sonrió con ellos, pero no dejó de prodigar atenciones al cachorro. Alargó el brazo y agarró al pequeño león por el pescuezo y luego, acariciándolo con suavidad, le habló en voz baja y tierna. No sé qué fue lo que dijo; pero quizás el cachorro sí lo entendió, pues dejó de forcejear y ya no quiso arañar ni morder la mano que lo acariciaba. Después, Tarzán lo alzó y lo acunó en su pecho. Parecía no tener miedo, ni siquiera enseñó los dientes por la proximidad del tan odiado olor a hombre.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Jane Clayton.

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