Tarzán y el león de oro (8 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Mientras Cadj y sus seguidores observaban a los extranjeros que avanzaban penosamente bajo el sol ecuatorial, ahora en declive, por el rocoso y árido valle, un pequeño mono vio desde el follaje de uno de los árboles gigantescos que se habían abierto paso a través del pavimento de la antigua avenida que había detrás. Era un pequeño mono de aspecto triste y solemne, pero, como ocurre con todos los de su especie, la curiosidad lo venció, de modo que superó su miedo a los fieros machos de Opar hasta el punto de que al fin saltó ágilmente del árbol al suelo, cruzó la muralla interior y accedió a la muralla exterior hasta esconderse en la parte posterior de uno de los grandes bloques de granito de la muralla que se desmigajaba, en un lugar donde estaba relativamente a salvo de ser descubierto y desde el que podría escuchar la conversación de los habitantes de Opar, todo lo que se dijera en el lenguaje de los grandes simios que él entendía a la perfección.

La tarde llegaba a su fin antes de que el grupo que avanzaba despacio hacia Opar estuviera lo bastante cerca para que los individuos pudieran reconocerse, y entonces uno de los sacerdotes más jóvenes exclamó con excitación.

—¡Es él, Cadj! Es el gran tarmangani, el que se hace llamar Tarzán de los Monos. Lo veo claramente; los otros son hombres negros. Él los hace avanzar pinchándoles con la lanza. Actúan como si tuvieran miedo y como si estuvieran muy cansados, pero él los obliga a seguir.

—¿Estás seguro? —preguntó Cadj—. ¿Estás seguro de que es Tarzán de los Monos?

—Estoy seguro —respondió, y otro sacerdote coincidió con él.

Al fin estuvieron lo bastante cerca para que el propio Cadj, cuya vista no era tan buena como la de los miembros más jóvenes, se diera cuenta de que era en verdad Tarzán de los Monos quien volvía a Opar. El sumo sacerdote se enfureció mentalmente y puso ceño. De pronto, se volvió a los demás.

—No debe venir —dijo—, no debe entrar en Opar. Id a buscar enseguida a un centenar de guerreros. Nos encontraremos con ellos cuando crucen la muralla exterior y los mataremos uno a uno.

—Pero La —exclamó el que había despertado la ira de Cadj en el jardín—, recuerdo claramente que La ofreció la amistad de Opar a Tarzán de los Monos en aquella ocasión, muchas lunas atrás, cuando la salvó de los colmillos del enfurecido Tantor.

—Silencio —gruñó Cadj—; no entrará. Los mataremos a todos, aunque no es necesario que conozcamos su identidad hasta que sea demasiado tarde. ¿Entendido? Y sabed también que quien intente frustrar mis planes morirá, y no morirá en sacrificio, sino a mis propias manos. ¿Me oís? —Y señaló con un dedo poco limpio al tembloroso sacerdote.

Manu, el mono, al oír todo esto, casi estalló de nerviosismo. Conocía a Tarzán de los Monos —como todos los monos migratorios a lo largo y ancho de África le conocían— y le tenía por amigo y protector. Para Manu los machos de Opar no eran ni bestias, ni hombres, ni amigos. Los tenía por criaturas crueles y hoscas que comían la carne de sus semejantes y por ello los odiaba. Por este motivo le preocupó en gran manera el plan que acababa de oír y que tenía por objeto la vida del gran tarmangani. Se rascó su cabecita gris, la raíz de la cola y el vientre, intentando digerir mentalmente lo que había oído y estrujarse el pequeño cerebro para concebir algún plan que frustrara el plan de los sacerdotes y salvar a Tarzán de los Monos. Hizo unas muecas grotescas dirigidas a Cadj y a sus seguidores, que no consiguieron perturbarles, posiblemente porque un enorme bloque de granito ocultaba al mono. Esto fue lo más emocionante que le había ocurrido a Manu en toda su vida. Tenía ganas de saltar y bailar, de chillar y parlotear, de regañar y amenazar a los odiados oparianos, pero algo le decía que no ganaría nada con ello, aparte, quizá, de recibir una lluvia de proyectiles de granito, que los sacerdotes sabían lanzar con mucha precisión. Ahora bien, Manu no era un gran pensador, pero en esta ocasión se superó a sí mismo y logró concentrar su mente en lo que le interesaba en lugar de distraerse con cada hoja que caía o cada insecto que zumbaba. Incluso permitió que una suculenta oruga se pusiera a su alcance y se alejara con impunidad.

Antes de que oscureciera, Cadj vio desaparecer un monito gris de la cima de la muralla exterior no muy lejos de donde él estaba agazapado con sus compañeros, esperando a que llegaran los guerreros. Pero los monos que merodeaban por las ruinas de Opar eran tan numerosos, que el hecho abandonó la mente de Cadj casi con la misma rapidez con que el mono desapareció de su vista y en la creciente oscuridad no vio que la pequeña figura se dirigía a toda prisa por el valle, en dirección a la banda de intrusos que parecían haberse detenido a descansar al pie de un gran cerro que se destacaba en el valle, aproximadamente a un kilómetro y medio de la ciudad.

El pequeño Manu tenía mucho miedo de estar allí solo durante el crepúsculo y avanzaba muy deprisa con la cola arqueada hacia arriba. No paraba de lanzar miradas asustadas a derecha e izquierda. En cuanto llegó al cerro, corrió tan deprisa como pudo. Realmente era una roca de granito enorme con pendientes casi perpendiculares, pero lo bastante erosionada para facilitar la ascensión del pequeño Manu. Se detuvo un momento en la cima para recuperar el aliento y calmar los latidos de su asustado corazón y luego avanzó hacia un punto desde el que pudiera ver el grupo que estaba abajo.

En efecto. Allí se encontraba el gran tarmangani Tarzán, y con él había unos cincuenta gomangan. Estos últimos estaban juntando varios largos palos rectos que habían colocado en el suelo en dos líneas paralelas. Junto a ellos, con intervalos de unos treinta centímetros o más, ataban ramas más pequeñas de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, de tal modo que resultaba una escalera tosca, pero sólida. Manu no entendía el propósito de todo esto, ni sabía que había surgido del fértil cerebro de Flora Hawkes como medio de escalar el rocoso cerro, en cuya cima se hallaba la entrada exterior a las cámaras del tesoro de Opar. Manu tampoco sabía que el grupo no tenía intención de entrar en la ciudad de Opar y que por tanto no corría peligro de ser víctima de los asesinos ocultos de Cadj. Para él, el peligro que corría Tarzán de los Monos era muy real, y por esa razón, tras recuperar el aliento, no perdió tiempo y fue a avisar al amigo de su gente.

—Tarzán —gritó en el lenguaje que era común a ambos.

El hombre blanco y los negros alzaron la mirada al oír su parloteo.

—Soy Manu, Tarzán —prosiguió el pequeño mono—, que ha venido a decirte que no vayas a Opar. Cadj y su gente os esperan a la puerta de la muralla exterior para mataros.

Los negros, que habían descubierto que el autor del ruido no era más que un monto gris, volvieron de inmediato a su trabajo, mientras el hombre blanco hacía asimismo caso omiso de sus palabras de advertencia. Manu no se sorprendió por la falta de interés que exhibieron los negros, pues sabía que no entendían su lenguaje, pero no comprendía por qué Tarzán no le prestaba ninguna atención. Llamó repetidamente la atención del hombre-mono, pero sin obtener señal alguna de que el gran tarmangani le hubiera oído o entendido. Manu estaba confuso. ¿Qué había ocurrido para que Tarzán fuera tan indiferente a las llamadas de su viejo amigo?

Al final el pequeño mono se dio por vencido y miró atrás con nostalgia, en dirección a los árboles del recinto amurallado de la ciudad de Opar. Había oscurecido por completo y temblaba ante la idea de volver a cruzar el valle, donde sabía que los enemigos acechaban en la noche. Se rascó la cabeza y se abrazó las rodillas; luego se sentó, lloriqueando: una bolita peluda abandonada e infeliz. Sin embargo, por incómodo que estuviera en el alto cerro rocoso, se sentía a salvo, y decidió permanecer allí durante la noche, en lugar de aventurarse a realizar el aterrador viaje de vuelta a través de la oscuridad. Así vio la escalera terminada y erigida contra la pendiente del cerro; y cuando la luna se elevó por fin y alumbró la escena, vio a Tarzán de los Monos apremiando a sus hombres a subir la escalera. Nunca había visto a Tarzán comportarse de un modo tan brusco y cruel con los negros que le acompañaban. Manu sabía lo feroz que el gran tarmangani podía ser con un enemigo, fuera hombre o bestia, pero nunca le había visto dispensar un tratamiento como aquel a los negros que eran sus amigos.

Uno a uno, y con evidente desgana, los negros ascendieron por la escalera, urgidos continuamente por la afilada lanza del hombre blanco a avanzar más deprisa, y cuando todos hubieron subido, Tarzán les siguió y Manu los vio desaparecer, aparentemente en el corazón de la gran roca.

Poco después empezaron a reaparecer, y cada uno de ellos cargaba con dos pesados objetos que a Manu le parecieron muy similares a algunos de los bloques de piedra más pequeños que se habían utilizado en la construcción de los edificios de Opar. Los vio llevar los bloques al borde del cerro y arrojarlos pendiente abajo, y cuando el último de los negros hubo salido con su carga y la hubo arrojado al valle, uno a uno los miembros del grupo descendieron por la escalera hasta el pie del cerro, pero esta vez Tarzán de los Monos iba el primero. Después bajaron la escalera, la apartaron y dejaron sus piezas cerca del pie del risco, tras lo cual cogieron los bloques que habían sacado del corazón de la roca y siguieron a Tarzán, que encabezaba la marcha, e iniciaron el camino de regreso hacia la linde del valle.

Manu habría estado muy perplejo de haber sido un hombre, pero como no era más que un mono sólo vio lo que vio y no intentó razonar sobre ello. Sabía que los hombres actuaban de modo peculiar y, a menudo, sus acciones eran inexplicables. Por ejemplo, el gomangani, que no podía viajar por la jungla y la selva con la facilidad de cualquier otro animal que los frecuentaba, añadía a sus dificultades el hecho de cargarse con un peso adicional en forma de brazaletes en los tobillos y en los brazos, con collares y cinturones, y con pieles de animales, que no hacían más que obstaculizar su avance y hacerle la vida mucho más complicada de la que disfrutaban las bestias. Sin embargo, Manu, cada vez que pensaba en ello, se alegraba de no ser un hombre: sentía lástima de aquellas criaturas necias e irrazonables.

Manu debió de dormirse. Creía que sólo había cerrado los ojos un momento, pero cuando los abrió la luz rosada del alba cubría el desolado valle. Por encima de los riscos del nordeste vio desaparecer a los últimos hombres del grupo de Tarzán, que iniciaba el descenso de la barrera; entonces Manu se volvió hacia Opar y se preparó para descender del cerro y correr a la seguridad que le proporcionarían los árboles situados detrás de las murallas de Opar, pero antes efectuaría un reconocimiento; era posible que Sheeta, la pantera, estuviera aún fuera, así que se acercó a un punto desde el que se veía todo el valle que se extendía hasta Opar. Y allí vio algo que le llenó de excitación. De la ruinosa muralla exterior salia una gran compañía de hombres de Opar; más de un centenar habría contado Manu de haber sabido contar.

Parecían acercarse al cerro. El mono se sentó y les observó aproximarse, decidiendo retrasar su regreso a la ciudad hasta que el camino estuviera libre de los odiados oparianos. Se le ocurrió que iban tras él, pues el egotismo de los animales inferiores es extraordinario. Como era un mono, la idea no le pareció en absoluto ridícula y por eso se escondió detrás de una roca que sobresalía, dejando sólo un ojo pequeño y brillante expuesto al enemigo. Los vio acercarse y su excitación fue en aumento, aunque no tenía miedo, pues sabía que si ascendían por una pendiente del cerro él podía descender por la otra y hallarse a medio camino de Opar antes de que ellos pudieran volver a localizarle.

Siguieron avanzando, pero no se detuvieron en el cerro; en realidad, no se acercaron mucho, sino que pasaron de largo. Fue entonces cuando la verdad del asunto asomó en el pequeño cerebro del mono: Cadj y su gente perseguían a Tarzán de los Monos para matarle. Si Manu se había ofendido por la indiferencia que Tarzán le mostrara la noche anterior, ya lo había olvidado, y ahora estaba tan excitado por el peligro que amenazaba al hombre-mono como lo había estado la tarde anterior. Al principio pensó en adelantarse corriendo y avisar de nuevo a Tarzán, pero temía aventurarse y alejarse demasiado de los árboles de Opar, aunque la idea de tener que pasar a los odiados oparianos no hubiera sido suficiente para impedirle llevar a cabo este plan. Durante unos minutos los estuvo observando, hasta que todos hubieron pasado de largo, y entonces fue bastante evidente que se encaminaban directamente hacia el lugar en el que el grupo de Tarzán había desaparecido del valle; no cabía duda de que perseguían al hombre-mono.

Manu examinó el valle una vez más hacia Opar. No había nada a la vista que le impidiera regresar, y así, con la agilidad de los de su especie, bajó corriendo la cara vertical del cerro y partió a gran velocidad hasta la muralla de la ciudad. El momento exacto en que formuló el plan que después llevó a cabo es difícil de saber. Quizá lo ideó cuando estaba sentado en el cerro, observando a Cadj y a su gente que seguía los pasos del hombre-mono, o quizá se le ocurrió cuando corría por la árida extensión hacia Opar. Tal vez le cayó del cielo después de haber alcanzado de nuevo el hojoso refugio de los árboles. Sea como fuere, el hecho es que La, suma sacerdotisa y princesa de Opar, en compañía de varias de sus sacerdotisas, se estaba bañando en un estanque en uno de los jardines del templo y se asustó al oír los chillidos de un mono, que se columpiaba frenético colgado de la cola en la rama de un gran árbol que se extendía sobre el estanque; era un monito gris con una cara tan inteligente y seria, que uno fácilmente habría imaginado que el destino de las naciones reposaba sobre los hombros de su propietario.

—La, La —gritaba—, han ido a matar a Tarzán. Han ido a matar a Tarzán.

Al oír ese nombre La fue de pronto toda oídos. En el estanque, con el agua hasta la cintura, levantó la mirada hacia el monito con aire interrogador.

—¿Qué quieres decir, Manu? —preguntó—. Hace muchas lunas que Tarzán estuvo en Opar. Ahora no está aquí. ¿De qué hablas?

—Lo he visto —gritó Manu—. Anoche le vi con muchos gomangani. Vino a la gran roca que está en el valle delante de Opar; con todos sus hombres subió a la cima, entró en sus entrañas y salió con piedras que arrojaron al valle. Después descendieron de la roca, recogieron todas las piedras y abandonaron el valle… por allí —y Manu señaló hacia el nordeste con uno de sus deditos peludos.

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