—Pero si no sabes nada de esta región o de sus habitantes —dijo Tarzán—, ¿cómo es que conoces tan bien el camino que conduce a ella?
—Conozco bien el camino hasta la cima, pero nunca he ido más lejos. Los grandes simios y los leones utilizan esta senda cuando descienden a Opar. Los leones, por supuesto, no pueden decirnos adónde conduce, y los grandes simios no lo harán, pues normalmente estamos en guerra con ellos. Por este camino bajan a Opar a robar a nuestra gente y en este camino esperamos para capturarlos, pues a menudo ofrecemos un gran simio como sacrificio al Dios Llameante, o más bien he de decir que era nuestra antigua costumbre, pues durante muchos años se han mostrado muy cautos con nosotros; el precio que había que pagar estaba al otro lado, aunque no sabemos con qué fin roban a nuestra gente, a menos que se los coman. Son una raza muy fuerte, más altos que Bolgani, el gorila, e infinitamente más astutos, pues, al igual que hay sangre de simio en nuestras venas, por las suyas corre sangre humana.
—¿Por qué, La, debemos pasar por este valle con el fin de escapar de Opar? Debe de haber otro camino.
—No hay otro camino, Tarzán de los Monos —respondió ella—. Las sendas que cruzan el valle están protegidas por la gente de Cadj. Nuestra única oportunidad de escapar se halla en esta dirección, y te he traído por el único camino que atraviesa los riscos que protegen Opar en el sur. Debemos cruzar o rodear este valle en un intento por encontrar una senda que atraviese la montaña y descienda por el otro lado.
El hombre-mono contempló la cuenca boscosa que se extendía a sus pies, con la mente ocupada con los problemas del momento. De haber estado solo, no habría ido por allí, pues confiaba lo suficiente en su destreza para creer que, fácilmente, podría haber cruzado el valle de Opar con relativa seguridad, a pesar de los planes de Cadj en el sentido contrario. Pero no estaba solo. Tenía que pensar en La, y comprendió que en sus esfuerzos por salvarle ella le había impuesto una obligación moral que él no podía eludir.
Rodear la cuenca, manteniéndose lo más lejos posible del edificio que veía a lo lejos, parecía el rumbo más sensato, ya que, por supuesto, su único propósito era encontrar un camino para cruzar la montaña y salir de aquella inhóspita región. Pero lo que vislumbró del edificio, medio oculto como se hallaba entre el follaje de grandes árboles, despertó su curiosidad en tal medida que sentía una necesidad casi irresistible de investigar. No creía que la cuenca estuviera habitada por algo que no fueran fieras salvajes, y atribuyó el edificio que veía a la mano de un pueblo extinguido o que había abandonado el lugar, o contemporáneo a los antiguos atlantes que habían construido Opar o, quizá, fue construido por los propios oparianos originales, a quienes sus descendientes habían olvidado. Lo que vislumbraba del edificio sugería un tamaño y magnificencia que bien podría pertenecer a un palacio.
El hombre-mono desconocía el miedo, aunque poseía en una dosis razonable esa precaución inherente a todas las bestias salvajes. No habría vacilado en utilizar su astucia y su destreza contra los órdenes inferiores, por feroces que fueran, porque, a diferencia del hombre, no podían unirse para su perdición. Pero si un grupo numeroso de hombres decidían cazarlo sabía que se enfrentaría con un peligro auténtico y que, frente a la combinación de fuerza e inteligencia de aquéllos, la suya no le serviría de nada. Sin embargo, existían pocas probabilidades, razonó, de que la cuenca estuviera habitada por seres humanos. Indudablemente, una investigación más de cerca del edificio revelaría que era una ruina que se hallaba vacía, y que los enemigos más formidables con que se encontraría serían los grandes simios y los leones. A ninguno de ellos temía; con los primeros era razonable imaginar que podría establecer relaciones amistosas. Creyendo como creía que debía salir de la cuenca en el lado opuesto, era natural que deseara elegir la ruta más directa para cruzarla. Por lo tanto, su inclinación a explorar el valle fue secundada por consideraciones de velocidad y rapidez.
—Vamos —dijo a La, y echó a andar por el declive en dirección al edificio.
—No vas a ir por ahí, ¿verdad? —preguntó ella con asombro.
—¿Por qué no? —inquirió él a su vez—. Es el camino más corto para cruzar el valle y, hasta ahora, por lo que puedo ver, nuestro sendero de las montañas es más probable que esté en esa dirección que en cualquier otra.
—Pero tengo miedo —dijo ella—. Sólo el Dios Llameante sabe qué espantosos peligros acechan en las profundidades de esa selva.
—Sólo Numa y los mangani —dijo él—. De éstos no hemos de tener miedo.
—Tú no tienes miedo a nada —dijo ella—, pero yo sólo soy una mujer.
—Sólo podemos morir una vez —respondió Tarzán y esa única vez debemos morir. Estar siempre temiendo la muerte no la evita, y se es infeliz. Iremos por el camino corto, pues, y quizá veremos lo suficiente para que merezca la pena correr el riesgo.
Siguieron un camino desbrozado que discurría entre los arbustos; los árboles aumentaban en tamaño y en cantidad a medida que se acercaban al fondo de la cuenca, hasta que al fin se encontraron andando bajo el follaje de una selva. El viento soplaba a sus espaldas, y el hombre-mono, aunque avanzaba a paso tranquilo, estaba constantemente alerta. En el suelo de tierra apretada del sendero pocas señales indicaban la naturaleza de los animales que pasaban de un lado a otro, pero de vez en cuando se apreciaba el rastro de un león. Varias veces se detuvo Tarzán a escuchar; a menudo levantaba la cabeza y su sensible nariz se dilataba en busca de lo que el aire pudiera indicarle.
—Creo que en este valle hay hombres —dijo al fin—. Durante un rato he estado casi seguro de que nos observaban. Pero quienquiera que sea quien nos sigue es condenadamente hábil, pues sólo puedo olor una mínima insinuación de otra presencia.
La miró temerosa a su alrededor y se acercó un poco más a Tarzán.
—No veo a nadie —dijo en voz baja.
—Yo tampoco —coincidió él—. Tampoco puedo captar ningún rastro de olor definido, sin embargo, estoy seguro de que alguien nos sigue. Alguien o algo que sigue la pista del olor y es lo bastante hábil para impedir que el suyo nos llegue a nosotros. Es más que probable que, sea lo que sea, pase entre los árboles a suficiente altura para mantener su olor siempre por encima de nosotros. La dirección del aire le es favorable y, aunque el viento soplara hacia aquí, es posible que nosotros no captáramos su olor en absoluto. Espera, me aseguraré —y se colgó con facilidad de las ramas de un árbol y lo subió con la agilidad de Manu, el mono. Instantes después descendió junto a la chica.
—Tenía razón —dijo—, hay alguien, o algo, no lejos de aquí. Pero si es hombre o mangani no puedo decirlo, pues el olor me resulta extraño y me sugiere las dos cosas y ninguna a la vez. Pero puede ser que haya dos. ¡Vamos! —Se echó la chica al hombro y unos instantes después subía con ella a los árboles—. A menos que esté tan cerca para vernos, cosa que dudo —dijo—, nuestro rastro irá por encima de su cabeza y tardará un poco en volver a captarlo, a menos que sea lo bastante listo para subir un poco más.
La se maravilló de la fuerza del hombre-mono al ver que la llevaba con tanta facilidad de un árbol a otro y de la velocidad con que seguían el hojoso y oscilante camino. Durante media hora siguió avanzando y entonces, de pronto, se detuvo y se quedó inmóvil sobre una rama.
—¡Mira! —dijo, señalando hacia adelante y más abajo.
La muchacha miró en la dirección en que él señalaba y vio a través del denso follaje un conjunto fortificado de una docena de chozas que de inmediato le llamaron la atención; no menos curiosidad sintió el hombre-mono por lo que vislumbró entre el follaje. Sin duda eran chozas, pero daban la impresión de moverse de un lado a otro en el aire, algunas suavemente hacia adelante y hacia atrás, mientras otras saltaban con agitación más o menos violenta. Tarzán avanzó entre las ramas hasta un árbol más cercano y descendió a una rama robusta, en la que se bajó a La del hombro. Entonces avanzó con sigilo y la chica le siguió, pues, como los otros oparianos, era ligeramente arbórea. Llegaron a un punto en que podían ver claramente la aldea a sus pies, e inmediatamente el aparente misterio de las chozas que danzaban quedó explicado.
Eran del tipo colmena, comunes a muchas tribus africanas, de poco más de dos metros de diámetro por uno noventa aproximadamente de altura, y en lugar de descansar en el suelo, cada choza estaba suspendida por una gruesa cuerda de hierba como una maroma a una rama de uno de los varios árboles gigantescos que crecían en el interior del recinto. En el centro de la parte inferior de cada choza había otra cuerda más ligera que colgaba. Desde su posición elevada Tarzán no veía ninguna abertura en ninguna de las chozas lo bastante grande donde cupiera el cuerpo de un hombre, aunque había varias aberturas laterales de unos doce o catorce centímetros de diámetro en cada choza, a unos noventa centímetros del suelo. En el interior del recinto, en tierra, había varios habitantes de la aldea, si la pequeña colección de casas oscilantes podía ser dignificada con este nombre. La gente no resultó menos extraña para Tarzán que sus peculiares moradas. Que se trataba de negros era evidente, pero de un tipo completamente desconocido para el hombre-mono. Todos iban desnudos y sin adornos de ninguna clase aparte de algunas pinceladas de color, pintadas aparentemente al azar en su cuerpo. Eran altos y de aspecto muy musculoso, aunque sus piernas parecían demasiado cortas y sus brazos excesivamente largos para la simetría perfecta, mientras que su rostro tenía un perfil casi bestial, ya que las mandíbulas eran exageradamente protuberantes, su frente estrecha sobre las espesas cejas y el cráneo huidizo en un plano casi horizontal.
Mientras Tarzán les contemplaba, vio a uno de ellos descender de una de las cuerdas que colgaban de la parte inferior de la choza, y comprendió de inmediato el propósito de las cuerdas y el lugar de entrada a las moradas. Las criaturas puestas en cuclillas se estaban alimentando. Varias tenían huesos de los que arrancaban la carne cruda con sus grandes dientes, mientras otros comían frutos y tubérculos. Había individuos de ambos sexos y de diversas edades, desde niños hasta adultos de mediana edad, pero ninguno parecía viejo. Prácticamente no tenían pelo, salvo unos escuálidos mechones castaño rojizos. Hablaban poco y en tonos que semejaban los gruñidos de las fieras, y ni una sola vez, mientras Tarzán los observaba, vio a alguno de ellos reír o incluso sonreír, lo cual, de todos sus rasgos, les hacía muy diferentes del nativo corriente de África. Aunque los ojos de Tarzán exploraron con atención el conjunto, no vio indicación alguna de utensilios de cocina o de fuego. En el suelo, en torno a ellos, se encontraban sus armas, lanzas cortas de tipo jabalina y una especie de hacha de guerra con una afilada hoja metálica. Tarzán de los Monos se alegró de haber ido por allí, pues ello le había permitido conocer a este tipo de nativos cuya existencia ni siquiera había soñado: un tipo que rozaba el de bruto. Incluso los waz-don y los ho-don de Pal-ul-don estaban mucho más avanzados en la escala de la evolución en comparación con éstos.
Mientras los miraba, no pudo por menos de preguntarse si eran suficientemente inteligentes para fabricar las armas que poseían, las cuales, según veía incluso desde la distancia a la que se hallaba, tenían un buen aspecto y estaban bien hechas. También sus chozas parecían construidas con ingenio y habilidad, y la empalizada que encerraba el pequeño conjunto era alta, fuerte y estaba bien construida, evidentemente con el propósito de protegerse de los leones que infestaban la cuenca.
Cuando observaban a estos seres Tarzán y La se dieron cuenta de que por la izquierda se aproximaba alguna criatura, y unos instantes después vieron a un hombre similar a los demás que se bajaba de una rama que colgaba sobre la empalizada y se dejaba caer dentro. Los otros recibieron su llegada con poco más que miradas indiferentes. Él se adelantó, se acuclilló entre ellos y pareció decirles algo, y aunque Tarzán no oía sus palabras, por sus gestos y el lenguaje de signos que empleaba para complementar su escasa habla juzgó que hablaba a sus compañeros de las extrañas criaturas a las que había visto en la jungla poco antes, y el hombre-mono pensó de inmediato que se trataba del mismo que les había seguido y a quien habían logrado despistar. La narración a todas luces les excitó, pues algunos se pusieron en pie y empezaron a dar saltos con las rodillas dobladas, dándose palmadas en los costados de modo grotesco. La expresión de su rostro, sin embargo, apenas se alteró, y después de unos instantes, todos volvieron a acuclillarse como antes.
Estaban así ocupados cuando en la jungla resonó un fuerte grito que despertó en la mente del hombre-mono muchos de sus recuerdos salvajes.
—Bolgani —susurró a La.
—Es uno de los grandes simios —dijo ella, y se estremeció.
Entonces lo vieron, abriéndose paso entre las ramas hacia la empalizada. Era un gorila enorme, como Tarzán jamás había visto. De estatura casi gigantesca, la criatura caminaba erecta con el paso de un hombre, sin que sus nudillos tocaran el suelo una sola vez. Su cabeza y rostro eran casi los de un gorila, y sin embargo había una diferencia, como observó Tarzán cuando la criatura se acercó: era Bolgani, con el alma y el cerebro de un hombre, pero no era esto solamente lo que hacía de la criatura algo desconcertante y única. Más extraño quizá que cualquier otra cosa era el hecho de que vestía ornamentos… ¡y qué ornamentos! Oro y diamantes relucían sobre su peludo abrigo, por encima de los codos llevaba numerosos brazaletes y también en las piernas, mientras que de un cinturón le colgaba por delante y por detrás una larga tira estrecha que casi tocaba el suelo y que parecía estar realizada por entero con lentejuelas de oro aderezadas con pequeños brillantes. Nunca había visto John Clayton, lord Greystoke, semejante exhibición de elegancia bárbara, ni siquiera entre las joyas de Opar había tanta riqueza de piedras de valor incalculable.
Después del espantoso grito que había roto el relativo silencio de la selva, Tarzán se fijó en los efectos que Bolgani producía en los moradores del recinto. Se pusieron en pie de inmediato. Las mujeres y los niños corrieron a refugiarse tras los troncos de los árboles o ascendieron por las cuerdas a sus jaulas oscilantes, mientras que algunos de los hombres avanzaban hacia lo que ahora Tarzán vio que era la puerta del recinto. Fuera de éste, el gorila se detuvo y volvió a alzar la voz, pero esta vez para hablar y no para lanzar su horrible grito.