Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (13 page)

Desde aquel período actuaron como lo hacen las diversas partes de un cerebro, al aportar cada uno de ellos a los otros lo que pudiera faltarles.

No tardaron en emprender una acción común, la primera.

Y fue un robo.

Decidieron robar cien o ciento cincuenta millones de dólares.

Y, como su empleo del tiempo propiamente universitario estaba bastante cargado, dedicaron a la operación algunas horas aquí y allá, en sus momentos perdidos.

2

Actuaron en dos fases, partiendo del sencillo principio de que hace falta un poco de dinero para robar más. Un cálculo rápido les demostró que necesitaban al menos cien mil dólares, para empezar.

Más bien ciento treinta mil o ciento cincuenta mil, con los gastos.

Todos se volvieron hacia Gil Gerónimo Yepes. A ese respecto, había tardado muy poco en mostrar que era el mejor especialista. El lóbulo informático y cálculo de su cerebro colectivo era él.

Les explicó lo que debían hacer.

En su opinión, lo mejor era comenzar por una operación casi infantil con tarjetas de crédito: un problema cuya solución apenas justificaba dedicarle algo de atención.

Sammy rompió a reír y dijo, alegre:

—¡Todo necesita un comienzo!

Gil asintió, sin reír ni sonreír siquiera. En aquel momento de la historia, Gil Gerónimo era muy poco diferente del niño que había conocido Jimbo Farrar en el pueblo de Taos, diez años antes. Había crecido, pero ni siquiera medía un metro sesenta; seguía tan endeble y tenía aquella misma cara triste y devorada por dos grandes ojos de aceite negro, con mirada vacía, en apariencia.

En apariencia.

De los Siete, era con toda seguridad el que menos hablaba. Podía permanecer días enteros sin pronunciar una sola palabra. Los periodistas que los habían asediado con preguntas, el mes de mayo anterior, en el Waldorf, habían acabado concluyendo que aquel mestizo de indio y mexicano tal vez fuera un superdotado, pero sin lugar a dudas literalmente paralizado por la timidez. No había habido modo de arrancarle una palabra, salvo trivialidades soltadas con voz apagada.

Recurrió a las instalaciones del laboratorio de informática instalado por la propia Martha Oesterlé, en el subsuelo del edificio en el que estaban alojados los Jóvenes Genios y en el que tenían sus aulas.

Jimbo Farrar era quien impartía la enseñanza de la informática a los Jóvenes Genios, pero, como sólo estaba presente dos días a la semana, otro informático completaba el trabajo de Jimbo: se llamaba Cavalcanti y, además de entrenar a aquellos de los Treinta que lo deseaban con el ordenador de la Fundación, organizó diversas visitas al exterior…

Sin darse cuenta ni un segundo de que estaban manejándolo.

Aquellas visitas fueron a los servicios informáticos del
Massachussets Institute of Technology
, al que Cavalcanti pertenecía como investigador, pero también los de las diversas empresas de Boston y los alrededores: construcción naval, aparatos eléctricos…

… y bancos.

Y no cualquier banco. El banco que Cavalcanti eligió —creyó realmente elegir— para llevar a sus protegidos tenía lo esencial de sus depósitos asegurados por un grupo federal de seguros y, sobre todo, su joven programador jefe, Luque, era licenciado por la Universidad de Nuevo México. Para Cavalcanti, fue una casualidad que Luque y el pequeño Gil fueran los dos originarios del mismo Estado y hablaran también el español.

A Cavalcanti le pareció normal que tres o cuatro Jóvenes Genios, entre ellos Gil, acudiesen regularmente a visitar a Luque, incluso fuera del horario escolar.

Tampoco le extrañó que el ordenador de Luque y el de la Fundación pudieran utilizar exactamente el mismo tipo de cintas magnéticas y codificadores, para la producción del
software
, es decir, de los programas que dicen a un cretino de ordenador en qué y cómo debe trabajar.

De modo que ni Cavalcanti ni Luque se extrañaron de ver a los Jóvenes Genios transportar disquetes de IBM. Se acostumbraron. Les divertía y halagaba incluso ver a los «chiquillos» manifestar tanto interés por su especialidad. Luque confiaba en Cavalcanti:

—Me deleito viéndolos. Son unos superdotados. ¿Te das cuenta de que casi han conseguido crear programas de gestión de las cuentas corrientes? Exceptuando unos errores, yo no lo habría hecho mejor.

Por su parte, Gil explicó, con su apagada voz:

—He cometido errores voluntariamente; era necesario, pero no esencial. Lo esencial era acceder a los programas de Luque. Ahora conozco los códigos secretos de acceso, las claves de control, los procedimientos de validación. Luque no se ha enterado de nada; Cavalcanti, tampoco.

Liza le preguntó:

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que puedo modificar como desee todos los programas —respondió tristemente el pequeño Gil.

La operación se desarrolló y se terminó así:

Gil introdujo en la biblioteca de programas de Luque, sin que éste lo supiera, ciento sesenta y un apellidos y nombres de pila, direcciones y situaciones de clientes ficticios.

El ensamblador Fortran de la memoria central ejecutó al instante las órdenes recibidas: los 161 clientes ficticios figuraron en la lista de los solicitantes de tarjetas de crédito.

Los servicios habituales recibieron dicha lista y la dirigieron normalmente a la compañía de South Boston que se encargaba habitualmente de la fabricación de las tarjetas, la Dewey Business Machines Corporation. Una vez grabadas, las 161 tarjetas, siempre mezcladas con otras decenas de miles, volvieron al banco, cuyo servicio de expedición, regulado por ordenador, se encargó de su envío por correo postal.

Las 161 tarjetas llevaban nombres diferentes, pero, aun así, tenían detalles comunes: los clientes ficticios sólo habían indicado en total siete direcciones, todas de Boston. Dichas siete direcciones correspondían a apartamentos uniformemente situados en grandes inmuebles y cuya localización se había hecho por correspondencia con diferentes agencias inmobiliarias.

Habían dedicado a eso toda la paga de Wes Cavendish, cuyo padre era banquero.

Todos y cada uno de los Siete, distribuidos por direcciones diferentes, acecharon los repartos postales. En el de las 17 horas, interceptaron una primera tanda de treinta y pico tarjetas. La mañana siguiente, recuperaron otras sesenta y el resto por la tarde.

No todo el resto: por diversas razones, robos, pérdidas o imposibilidad circunstancial de acceder a los buzones, se perdieron ocho tarjetas.

Aquella posibilidad estaba prevista: Gil volvió a hablar de Nuevo México con Luque y con el pretexto de ayudar al informático, lanzó el programa de anulación de las cuentas de los ocho clientes ficticios cuyas tarjetas no se habían recuperado.

Entonces los Siete contaron con ciento cincuenta y tres tarjetas de crédito.

Las utilizaron el sábado y el domingo siguientes. Se lanzaron a los cajeros automáticos de billetes, especialmente creados para los titulares de tarjetas que necesitaban efectivo en las horas en que los bancos estaban cerrados. En dichos cajeros el máximo autorizado para las retiradas eran cien dólares por tarjeta. Gil no había podido hacer nada contra aquella disposición. En cambio, todos los cajeros estaban conectados con el ordenador central del banco y éste, a falta de control humano alguno, sólo estaba habilitado para autorizar o rechazar las retiradas, según la situación del titular de la tarjeta. En eso Gil había podido intervenir: en el programa que gestionaba las cuentas de los clientes, en el apartado de los cajeros automáticos, había introducido una orden para que no anotaran los débitos de las ciento cincuenta y tres tarjetas utilizadas.

De modo que durante aquel fin de semana los Siete pudieron utilizar cada una de las tarjetas en ocho cajeros diferentes, en el recorrido Harvard-centro de Boston.

Teniendo en cuenta que, en diecisiete ocasiones, por razones tontamente técnicas, los cajeros se negaron a funcionar, los Siete se encontraron, el domingo por la noche, en posesión de 120.700 dólares.

En billetes de diez dólares.

Quemaron las tarjetas en el incinerador de su colegio y, el día siguiente, a primera hora, durante el curso normal de informática, al volver al servicio de Luque, Gil hizo en sentido inverso el intercambio que había hecho diez días antes y substituyó el programa original de Luque por el suyo personal.

Sin olvidarse de borrar todos los rastros de su intervención, incluida su propia instrucción de borrado general.

Orden que aquella máquina imbécil ejecutó dócilmente.

De los 120.700 dólares así obtenidos, los Siete dedujeron sus gastos (las sumas abonadas para el alquiler de los siete apartamentos).

A continuación pusieron aparte la octava parte de lo que quedaba, es decir, 14.387 dólares y 31 centavos.

Los metieron en un sobre, cuyo ángulo superior derecho marcaron, para divertirse, con dos trazos rojos, y dentro del cual escribieron en mayúsculas:

«PARTE RESERVADA PARA EL SR. JAMES DAVID FARRAR: UNA OCTAVA PARTE DEL BOTÍN».

Sin firma.

La carta llegó el lunes por la tarde a la casa de Emerson Thwaites, que estaba ausente. En cambio, la Estranguladora sí que estaba, haciendo la limpieza con un vigor tan feroz como para hacer pensar que aspiraba a destruirlo todo.

La estranguladora llevó la carta a Ann.

—Para el Sr. Farrar.

La doble barra roja atrajo la atención de Ann.

—Y lleva la marca de
Personal
—añadió la Estranguladora con severidad.

—Ya lo he visto —respondió Ann.

De todos modos, no se habría tomado la libertad de abrir el sobre.

Pero sintió la tentación de hacerlo.

3

—Gracias por haber venido tan deprisa —dijo Ann a Melanie Killian.

—Estaba en Nueva York, que no queda lejos de Boston, y esa cena podía esperar otro día.

Melanie miró en derredor y después, por la alineación de las puertas abiertas, examinó a la pareja de adolescentes, un chico y una chica, de pie e inmóviles dos habitaciones más allá. Melanie preguntó:

—¿Quienes son? Sus caras me suenan.

—Dos de los Jóvenes Genios. Jimbo les ha pedido que pasaran a verlo.

—¿Y dónde está Jimbo?

—Arriba. Va a bajar.

De nuevo, un vistazo curioso de Melanie en derredor.

—Estamos en casa de Emerson Thwaites —explicó Ann—. Enseña Historia en Harvard y da clases a los Jóvenes Genios. Es el ex padrastro de Jimbo, que vive aquí cuando viene a Boston…

Ann siguió hablando, acumulando los detalles sobre el acercamiento entre Jimbo y Thwaites, pero sus ojos volvían a dirigirse constantemente a la pareja de adolescentes, que seguían esperando, a unos pasos de allí.

—Ann.

Melanie se sentó.

—Ann, durante tres años, en Radcliffe, compartimos la misma habitación, los mismos trapos, los mismos ligues. Hoy estoy en Nueva York, me llamas y me dices: «No es urgente, pero me gustaría verte». Dejo todo, monto en un avión y me presento, porque, si hay alguien en el mundo por quien siento afecto, eres tú. Siento por ti sola más afecto que por todos mis maridos juntos, los pobres diablos. ¿Qué ocurre, Ann? ¿Jimbo?

Ann se volvió a levantar y fue a colocar en su sitio uno de los libros de la biblioteca.

—O sea, que es Jimbo —prosiguió Melanie—. Hablar de sexo no es propio de ti. Siempre has sido discreta, no como yo. Bien. No es eso, es otra cosa…

Se oyó ruido en la escalera: Jimbo bajaba.

—Se trata seguramente de esos asquerosos chiquillos a los que Jimbo no quiere soltar y llamas a Melanie Killian, «la gran jefa que zanja los asuntos», no a Melanie, «la vieja amiga de la mili»…

—A las dos —dijo Ann.

Por no haber visto seguramente a Melanie, pues estaba de espaldas a ellas, Jimbo se dirigía directamente hacia la pareja de adolescentes
y llevaba en una mano el sobre con la doble barra roja
.

—¿Qué esperas de mí, Ann?

Jimbo, que seguía de espaldas, parecía estar ahora hablando con la joven pareja.

—¿Quieres que diga a Jimbo que se acabó, que debe poner fin a esas idas y venidas entre Boston y Colorado? ¿Es eso lo que quieres?

—No lo sé —dijo Ann.

Melanie se levantó, a su vez, y fue a situarse en la alineación de las puertas para poder divisar a Jimbo y a los adolescentes.

—Ann, prácticamente no pasa día en que Martha no vuelva a la carga con las mismas palabras: «Farrar debe ocuparse únicamente de aquello para lo que le pagamos. Su puesto está en Colorado Springs, no en Harvard». Y Martha tiene razón, pero tú me pediste que dejara hacerlo a Jimbo, que aceptase ese reparto del tiempo. Me lo pediste, ¿sí o no?

—Sí.

—¿Y has cambiado de opinión?

Jimbo y los dos jóvenes desaparecieron. Se oyó el ruido de la puerta de entrada que se abría y volvía a cerrarse. Ann se acercó a la ventana. Fuera, acababan de encender los reverberos, el día declinaba.

—Yo ya no sé lo que quiero —dijo Ann.

En la calle, Jimbo estaba hablando, inclinado hacia delante. Parecía estar intentando convencer a sus interlocutores, sin éxito. La mirada de Ann se centró en la chica de pelo rubio, que era de una belleza milagrosa.

Melanie dijo:

—De todos modos, esto no podrá durar, Ann. Hemos invertido millones en nuestros negocios de informática. Con Jimbo Farrar, contamos con el mejor especialista de América y tal vez del mundo. Bien sabe Dios que siento afecto por vosotros dos y estoy dispuesta a permitir a Jimbo bastantes caprichos. Es un genio y supongo que hay que adaptarse a las excentricidades de los genios, pero hasta cierto punto…

Fuera, Jimbo estaba ofreciendo el sobre al chico y a la chica y los incitaba manifiestamente a cogerlo, pero ninguno de los dos jóvenes hizo el menor ademán al respecto. Se contentaban con mirarlo sonrientes. Sin embargo, sus ojos, en la penumbra en aumento, tenían una agudeza anormal. Una inexplicable sensación de miedo y cólera invadió a Ann.
«Ya estoy harta. Toda esta historia ha durado demasiado».

—Ann, escúchame, por favor. ¿Has oído lo que he dicho?

—Sí que lo he oído.

—Puedo hablar con Jimbo. Puedo anunciarle que tiene de plazo hasta el fin del trimestre, pero después, ¡se acabó! Deberá elegir; su trabajo con nosotros y con Fozzy o jugar a profe aquí.

Fuera, Jimbo seguía dándose golpecitos en su inmensa mano con el filo del sobre. Ann veía a su marido sólo de perfil, pero podía leer en su rostro una expresión que nunca había visto en él, marcada por crispación de las mandíbulas y dureza en el dibujo de los labios.

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