Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (16 page)

Volvió a sonar el timbre del teléfono. Jimbo no le prestó mayor atención que antes.

—Tal vez esté delirando completamente, Fozzy. Tal vez esté loco.

—Jimbo, no loco —dijo Fozzy—. Jimbo, no loco; Jimbo, no loco; Jimbo, no loco; Jimbo…

—STOP!

Una pausa.

—Gracias, de todos modos, Fozzy.

—No hay de qué, chaval.

El teléfono dejó de sonar.

—¿Quién podría detenerlos ahora? Tal vez ni siquiera yo. Si les hablo, van a mirarme sonriendo, como niños normales. Son mucho más inteligentes que yo, adivinan lo que pienso y lo que yo podría hacer.

Sonó el teléfono por tercera vez.

—Me fascinan, Fozzy. Tal vez sea yo uno de ellos. Lo han comprendido y lo aprovechan.

—Ocho-cero-cero-cero p.m. o, dicho de otro modo, las ocho en punto —dijo Fozzy todavía con la voz de Lee Marvin—. Programa Cálculo, concluido; programa Florida, concluido; programa Fábrica, interrumpido.

Aquella vez, el teléfono insistía, sin dejar de sonar. Jimbo se levantó, fue a descolgar uno de los aparatos murales y, sin esperar a identificar la voz que lo llamaba, dijo:

—He acabado, Ann. Ya vuelvo.

6

En aquel momento de la historia, Herbie Tolliver ya había entrado en la órbita de los Siete.

Hacía treinta y cuatro días, cuando había recibido la carta y el paquete.

Abrió una y otro.

En el paquete, encontró veinticinco mil dólares en billetes usados de diez dólares.

En cuanto a la carta, mecanografiada, sin firma, totalmente anónima, le decía con toda precisión cómo iba a ganar un millón y cien mil dólares, menos los gastos, y lo que esperaban de él.

¿Quién era Herbie Tolliver?

Herbert George Tolliver, nacido en Portland (Maine), veintisiete años, estudios corrientes de Derecho y Contabilidad. Nada del otro mundo en cuanto a inteligencia, pero, aun así, astuto, hasta el punto de considerarse más astuto incluso de lo que era en realidad, primer empleo en un banco de su ciudad natal. No lo había satisfecho. Había alcanzado bastante rápidamente el que había considerado primer escalón de su irresistible ascenso hacia la fortuna. Había obtenido un puesto en Boston en el Banco Cavendish, en la sección de préstamos personales. Había pasado tres años en él, con satisfacción general: la suya, sobre todo. Hasta el día en que habían descubierto cómo falsificaba los expedientes de préstamos, a cambio de sobornos. Lo habían puesto de patitas en la calle en el acto y lo había hecho el viejo Henry Cavendish en persona, tras bajar de su Olimpo, y, más aún, delante de testigos, unos chiquillos de una Fundación ful que estaban visitando el banco acompañados de uno de sus profes, un grandullón de unos dos metros. Un momento muy feo para Herbie. «Las cosas mejores se acaban», había pensado Herbie. Se había marchado a Nueva York, con su entusiasmo intacto y dieciocho mil dólares de ahorros. Con dieciocho mil dólares se podía esperar y ver. Había esperado sin ver nada y había empezado a preguntarse por su porvenir…

Veinticinco mil dólares en billetes de diez y una carta.

Pasó toda una noche releyendo la carta. Conocía suficientemente el derecho y los procedimientos bancarios para saber que nada de lo que le exigían era verdaderamente ilegal.

Ninguna ley impedía hacer lo que la carta le pedía:

Hará usted dos operaciones distintas. Primero, abrirá cuentas corrientes en los bancos (se adjunta lista). En cada una de las ocasiones utilizará una identidad diferente (se adjunta lista de los pseudónimos por orden). En cada una de las ocasiones avisará al banco de que en adelante sólo se comunicará con él por escrito, con la utilización de un nombre de código convenido (lista adjunta).

En segundo lugar, se pondrá en contacto con diferentes agentes de cambio (se adjunta lista). Se presentará a cada uno de ellos con una identidad diferente (se adjunta lista de los pseudónimos). Anunciará a cada uno de ellos su intención de utilizar sus servicios para una o varias transacciones relativas a valores mobiliarios. Especificará que en adelante recibirán sus instrucciones únicamente por carta con la mención de un código convenido (se adjunta lista de códigos que utilizar).

Respete escrupulosamente el orden de las listas. Como verá, los bancos están numerados de 1 a 325 y los agentes de cambio de 400 a 613.

Nada de todo ello era verdaderamente ilegal, pero un bantú habría adivinado que no iba a tardar en llegar a serlo.

La carta decía también:

Puede usted coger esos veinticinco mil dólares y darse el piro. Si lo hiciera, sería un verdadero imbécil. Se granjearía problemas, lo que le impediría ganarse un millón setenta y cinco mil dólares suplementarios.

Y a modo de posdata:

Mañana, sábado, a las seis de la tarde, recibirá una llamada de teléfono. No diga otra cosa que sí o no.

Herbie cogió al azar una docena de los dos mil quinientos billetes de diez dólares. Fue a enseñárselos a dos cajeros de banco:

—¿Me equivoco o son falsos?

—Son totalmente auténticos.

«Herbie, date cuenta: ¡un millón de dólares!»

Un único detallito negro: lo que la carta llamaba púdicamente «problemas».

Pero, ¿quién diablos ha ganado un millón de dólares sin problemas?

La tarde siguiente, a las seis, sonó el teléfono. Herbie descolgó. Silencio.

—¡Dígame! —dijo Herbie.

Una pausa. Notó una respiración, muy tranquila. Comprendió. Dijo precipitadamente:

—Mi respuesta es que sí. Lo haré todo, punto por punto y en el orden indicado. Pueden contar con…

Colgaron sin decir palabra. Quedó impresionado.

Se puso manos a la obra. Respetó escrupulosamente las instrucciones recibidas con la carta. Tan sólo en Nueva York, se presentó en 68 agencias de cambio y abrió 79 cuentas corrientes, con ciento cuarenta y siete identidades diferentes, pero ni una sola vez con el nombre de Tolliver.

Exactamente como le prescribía la carta.

Seis días después, una nueva carta, idéntica a la primera, y un nuevo paquete, que contenía otros dos mil quinientos billetes de diez dólares.

Para sus gastos.

Siguió fielmente las órdenes recibidas. Tomó un avión y otro y otro y un sinfín de coches alquilados. Su periplo le llevó a más de veinte ciudades importantes de los Estados Unidos y del Canadá antes de volver a Nueva York.

Por el camino, se había puesto en contacto con 145 nuevos agentes de cambio y había abierto 246 nuevas cuentas corrientes con otras tantas identidades distintas.

Con los de Nueva York, pudo apuntarse los tantos de 213 agentes de cambio y 325 cuentas corrientes. En cada una de las cuentas, había ingresado diez dólares; en todas las ocasiones, acordó con el banco de que se tratara un código secreto —una palabra— para la correspondencia futura.

Herbie ni siquiera necesitó ocuparse de las reservas en las compañías aéreas, los hoteles, las agencias de alquiler de coches. «Se» habían encargado de hacerlo por él, con una asombrosa minuciosidad. Se habían hecho los pagos en efectivo, a una agencia de viajes neoyorquina, con la que se habían puesto en contacto mediante una carta mecanografiada.

Una forma seguramente de hacerle entender —o acabar de convencerlo de— que lo habían previsto todo, al minuto, y que no lo perdían de vista.

Quedó convencido.

Herbie se había preguntado por el significado de aquel extraño trato. Una cosa le parecía segura: el autor de las cartas estaba preparando un golpe enorme y tenía que ver con valores mobiliarios. No sabía estrictamente nada más.

Como tenía una inclinación natural por la estafa, Herbie había intentado mil veces descubrir la forma de aprovechar la situación, pero había sido en vano. En el mejor de los casos, era demasiado pronto para actuar. Y, por lo demás, ¿qué podía robar? ¿Los diez dólares que había puesto en 325 ocasiones para abrir las cuentas corrientes?

Era grotesco.

¿Los valores mobiliarios que seguramente iban a llegar a los agentes de cambio? Pero, ¿cuándo iban a llegar? «Imaginemos que me las doy de listo y vuelvo a ponerme en contacto —por escrito o con el código convenido— con uno de los 213 agentes de cambio. ¿Qué voy a poder preguntarle? ¿Cómo está la transacción? Pero si no sé siquiera de qué transacción se trata: ¿venta o compra? ¿Acciones u obligaciones? ¿Emitidas por quién? ¿Procedentes de dónde? A lo que me arriesgo es a levantar la liebre».

Peligroso.

A fuerza de pensar, Herbie había llegado al menos a una conclusión: el autor de las cartas había podido tener la idea de multiplicar deliberadamente los agentes de cambio y las cuentas corrientes y utilizar sólo un pequeño número de ellos o uno solo. Una posibilidad de entre doscientas tres, una de entre trescientas veinticinco.

«Es lo bastante perverso para hacerlo».

Herbie volvió a Nueva York un miércoles, al final de su periplo. Encontró en su casa la tercera carta y el tercer paquete de veinticinco mil dólares…

… y su única esperanza de identificar al autor de las cartas se esfumó.

Hasta entonces, sus contactos con «él» se habían limitado a un correo y una llamada de teléfono en la que sólo Herbie había hablado. En adelante, ya no iba a recibir nada, sino enviar, y esperaba ese momento con impaciencia. Tenía que enviar los números de cuenta que le habían atribuido, con sus 528 nombres, los bancos y los agentes de cambio, y que sólo él conocía. «Tendrán por fuerza que darme una dirección. Tendré un primer indicio».

La tercera carta:

Se adjuntan cinco direcciones. A cada una de ellas enviará una lista completa —sin error— de los números de cuenta. Echará al correo las cincuenta cartas al mismo tiempo.

Herbie rompió a reír: «¡El muy cabrón! ¡Ha pensado en todo!»

La carta, acompañada de cincuenta fichas, todas idénticas, no contenía otra cosa que los números de orden de los bancos (de 1 a 325) y de los agentes de cambio (de 400 a 613):

Escriba a continuación los números de cuenta. Ninguna otra indicación. Y sin error.

Cosa que hizo, cincuenta veces seguidas, comprobando meticulosamente todo lo que escribía.

Examinó el resultado de su trabajo y comprendió hasta qué punto era diabólico el procedimiento. Así, el banco de Los Ángeles en el que había abierto una cuenta con el nombre de Frank J. Cassidy, le había asignado un número de cuenta corriente normal, más un código secreto cifrado. Todo ello, en cualquiera de las cincuenta fichas, daba: 321 (número de orden del banco en la lista facilitada con la primera de las cartas), más 165746 X (número de cuenta normal), más 628 HZ 628.

Es decir, seguidos y sin explicaciones: 321165746 X 628 HZ 628.

«Como para volver loco a cualquier descifrador. Estrictamente incomprensible para cualquier otro que no sea él y yo. Evidentemente, ¡puede dejar que se pierdan cuarenta y nueve de las cincuenta cartas!»

Las envió la mañana siguiente. Las direcciones eran las de cincuenta apartados de correos en cincuenta ciudades de los Estados Unidos, uno por Estado, de Albuquerque (Nuevo México) a Wichita (Kansas).

Transcurrieron diez días.

La cuarta carta llegó el sábado por la mañana:

Recibirá un paquete por mensajero, por la tarde. Partirá mañana para Nassau a fin de recibir el millón y veinticinco mil dólares que le corresponden. Gracias por su ayuda. Esta carta es la última.

Llamaron a su puerta hacia las siete treinta. Abrió y le extrañó descubrir el pasillo sin luz. Tuvo la impresión de que el mensajero tenía una talla de gigante. Adelantó la mano hacia el paquete que le tendían. Iba a cogerlo cuando se le cayó. Se agachó para recogerlo.

Lo encontraron muerto, en la acera, delante del inmueble en el que vivía, en South Brooklyn. No notaron nada especial en su habitación.

Salvo que se considerara extraña la presencia de siete billetes de diez dólares usados y plegados juntos.

7

Una de las cincuenta cartas echadas al correo por Herbie Tolliver llegó a la estafeta central de Boston.

Fue recogida por Lee, que se la pasó a Sammy aprovechando una aglomeración. Sammy se la entregó a Wes recurriendo al servicio de una cafetería. Wes se la confió a Liza, quien se la transmitió a Hari.

Maniobras, todas ellas, rigurosamente inútiles, pero con el mérito de divertirlos enormemente.

La carta llegó a Gil.

En la noche del viernes 20 al sábado 21, a las diez y cinco, Gil restableció el contacto —mediante el teléfono con teclas y el teletipo— con el ordenador de William Street.

Comenzó la operación.

Tras haber localizado la memoria del ordenador, se las habían arreglado para obtener los códigos de acceso.

Después, habían elegido los valores que iban a robar, porque eran fácilmente negociables.

En la noche del 20 al 21 de octubre, Gil mandó al ordenador de William Street que hiciera las transferencias a ciento seis cuentas abiertas por Herbie Tolliver en agencias de cambio.

Aquella parte de la operación fue precedida por el envío de ciento seis cartas, debidamente codificadas, mediante las cuales los agentes de cambio se enteraron de que su nuevo cliente acababa de hacer su primera transacción.

Naturalmente, los agentes de cambio, mediante sus terminales propios, pidieron al ordenador de Willam Street que les diera la confirmación. La obtuvieron. A partir de entonces, los
investment-bankers
estuvieron en condiciones de ejecutar todas las órdenes que recibían.

Comenzó la fase que los Siete habían bautizado «primera dispersión». A partir de la primera plataforma de ciento seis agentes, expidieron una nueva ola de órdenes escritas y codificadas, haciendo transitar los valores robados por otras noventa y siete agencias.

Éstas recibieron una tercera ola de órdenes de dos clases: o el cliente pedía la liquidación de su cartera (es decir, la venta pura y simple de los títulos) o solicitaba un préstamo con cargo a ellos.

La maniobra de los Siete, que se extendió a lo largo de siete días, había de pasar por fuerza inadvertida: se refería a títulos muy diversificados y a numerosos clientes.

Al final de la primera transferencia, Gil había mandado al ordenador de William Street que borrara todas las pistas de las transacciones.

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