Tierra de Lobos (56 page)

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Authors: Nicholas Evans

La madre se había pasado todo el rato ladrando y aullando desde el otro lado del claro, dando vueltas sin parar, creyendo que Luke estaba matando a su hijo. El siguió oyéndola desde dentro del cubil.

Se arrastró lentamente boca abajo, enfocando el túnel con la linterna. Era más estrecho que el que había investigado con Helen el verano anterior; también parecía más largo, con recodos en los puntos donde la loba había topado con roca viva. Percibió un vago olor a amoníaco que fue haciéndose más fuerte a medida que bajaba. Supuso que procedería del pipí de los cachorros, y que debía de estar acercándose a la paridera.

Apuntó con la vara hacia adelante, siguiendo el haz de la linterna, por si a la madre se le ocurría entrar por el lado que daba a las rocas. No tenía ni idea de cuántos cachorros iba a encontrar. Según Helen a veces había hasta nueve o diez.

De pronto los oyó gañir. Poco después dobló el último recodo y los vio a la luz de la linterna. Estaban al fondo de la cueva, hechos un ovillo peludo y marrón, deslumbrados por la luz y quejándose con chillidos agudos. Luke no pudo ver cuántos eran. Cinco o seis.

—Hola —dijo con dulzura—. Tranquilos, no va a pasaros nada.

Dejó la vara y la linterna para coger la bolsa de tela que se había metido debajo de la camisa. Una vez abierta, avanzó con los codos hacia los cachorros. Eran cinco. Se preguntó si podría llevárselos a todos en un viaje. El túnel era estrecho, y no quería arriesgarse a que se hicieran daño. Decidió, pues, empezar con tres y volver por los otros dos.

Cogió al primero. Tenía un pelaje suave y mullido. Lo oyó gemir.

—Ya, te entiendo. Perdóname.

—Mueva la camioneta —dijo Buck Calder.

—No.

Helen se cruzó de brazos y le plantó cara, procurando adoptar una actitud dura y oficial. Su cabeza le llegaba a Buck a mitad del pecho. Notó que las piernas le flaqueaban. Estaba de espaldas a la puerta del conductor, y deseó haberla cerrado antes de esconder la llave. Había perdido la noción del tiempo. Sólo sabía que Luke necesitaba más tiempo para sacar a los cachorros.

Eleanor había renunciado a convencer a su marido, y dedicaba sus esfuerzos a hacer entrar en razón a su yerno, que supervisaba el traslado del segundo árbol. El primero ya había sido apartado del camino por los hijos de Harding. Hicks se limitaba a negar con la cabeza sin mirar a Eleanor.

—¡Eh, zorra! —gritó alguien—. ¡Mueve tu puta camioneta!

Helen se giró a ver quién era y descubrió a su amigo de la barba, el de fuera de los juzgados. Iba armado, y no era el único. Otros habían arrancado ramas y las estaban envolviendo con trapos rociados de queroseno.

—¡Genial, chicos! —dijo Helen—. ¿No pensáis hacer una cruz y pegarle fuego?

—¿Contigo clavada?

—¡Craig! —llamó Buck—. ¿La camioneta es una obstrucción?

—¡Por supuesto!

Buck se volvió hacia Helen.

—¿Va a moverla o no?

—No.

Miró el interior de la camioneta.

—Déme las llaves.

Viendo su mano tendida, Helen tuvo que aguantarse las ganas de escupirle. Miró por encima del hombro de Buck y vio que Eleanor estaba hablando con Abe Harding, diciéndole que bastantes problemas tenía ya, y que corría el riesgo de pasar una buena temporada en la cárcel. Abe no la escuchaba. El segundo árbol estaba siendo arrastrado por la camioneta de sus hijos, en cuya plataforma los dos perros se desgañitaban con la correa al cuello.

Empezaron a encender las antorchas.

Buck Calder intentó pasar la mano por detrás de Helen para abrir la puerta, pero ella se lo impidió dando un paso atrás. De repente se acordó de la vez que la había arrinconado contra la camioneta. Buck también debía de recordarlo, porque se apartó un poco, sin duda para ponerse a salvo de rodillazos.

—Clyde, ata una cuerda. —Se alejó.

—¿A ella o a la camioneta? —exclamó Ethan Harding.

Todos rieron. Alguien dio una cuerda a Hicks, que se acercó a la camioneta. Helen abrió la puerta, hurgó bajo el asiento y sacó la escopeta de Luke.

Apuntó a Hicks y amartilló el arma. Hicks se detuvo y todo el mundo guardó silencio. Buck Calder, de espaldas a Helen, se volvió poco a poco y vio la escopeta. Ella tragó saliva.

—Ahora mismo os largáis de aquí.

Los hombres la miraron sin moverse. Por primera vez Eleanor parecía asustada. Calder contemplaba el arma con ceño. Dio un paso, y Helen movió el cañón hacia él. Buck vaciló, pero siguió avanzando.

—¿De dónde lo ha sacado?

Helen no contestó. Respiraba demasiado rápido, y no quería delatar su miedo diciendo algo (suponiendo que no se le notara ya). Buck siguió caminando hasta tener la escopeta a pocos centímetros del corazón.

—¿Cómo se atreve? —susurró—. ¿Cómo se atreye a apuntarme con la escopeta de mi hijo muerto?

Y, apoderándose del cañón, le arrebató el arma.

Cuando Luke salió de la guarida con la primera bolsa de cachorros encontró a la loba madre en la boca misma, y pensó que iba a saltarle encima. La loba retrocedió, ladrando y gruñéndole con los dientes y las encías al descubierto. Luke gritó y la ahuyentó con la vara.

Sin embargo, sólo consiguió que se alejara unqs veinte metros sin dejar de ladrar. Temió que si dejaba la bolsa fuera de la guarida la loba se la llevara mientras él bajaba por los otros. Tal vez lo más seguro fuera meter la primera bolsa en el jeep; pero probablemente no tuviera tiempo, y de todos modos la loba podía aprovechar su ausencia para meterse en el cubil y escapar con los cachorros que quedaban.

Metió entre dos rocas la bolsa con los cachorros, y después fue a recoger piedras para apilarlas delante. No disuadiría a la loba, pero al menos ganaría un poco de tiempo. Mientras se dedicaba a ello, intentó no prestar atención a los chillidos del cachorro atrapado en la trampa, que según acababa de descubrir trazaba un amplio círculo en torno a la guarida.

¿Qué clase de persona, se preguntó, era capaz de idear algo semejante?

Al final no pudo seguir soportando los gritos y realizó un nuevo intento de extraer el gancho de la boca del cachorro, aun a sabiendas de que no había ni un minuto que perder. Le fue imposible. La madre, mientras tanto, corría como loca alrededor de él.

De repente dejó de aullar, y Luke oyó a lo lejos un ruido sordo de motores al que se sumaron los ladridos de un perro. Miró hacia el bosque y entrevió un resplandor de faros.

Soltó al cachorro, cogió la linterna y la bolsa vacía y se metió de cabeza en el cubil.

Una vez aparcados en fila coches y camionetas, los hombres se apearon al borde del claro. Casi todos llevaban escopeta, y los otros, linternas y antorchas encendidas. Abe llevaba atados a sus perros, que ladraban furiosamente.

Buck estaba al lado de la camioneta de Clyde, armado con la escopeta de Henry. Aún le duraba la rabia de haber visto a aquella puta apuntándolo. Le habían entrado ganas de partirle esa cara tan bonita. Menos mal gue Craig Rawlinson se la había llevado a la fuerza, mientras varios hombres quitaban de en medio aquella porquería de camioneta. Buck había sentido prácticamente lo mismo por Eleanor. ¡Su propia mujer apoyando a semejante puta! Era increíble.

Rawlinson, todo discreción, dijo que se quedaba con ellas en el coche. De ese modo, según sabía Buck, podría alegar no haber visto nada de lo que estaba a punto de suceder.

—¿A ver, dónde está? —preguntó Buck.

Clyde señaló el centro del claro.

—Ahí, justo en medio. Calculo que a unos cien metros. ¿Ves las rocas?

—Sí.

—Pues la guarida está debajo.

—¡Mirad! —exclamó Wes Harding, señalando el borde del claro—. ¡Hay uno!

Las linternas enfocaron el lugar señalado. Pocas tenían suficiente potencia para llegar tan lejos, pero bastaron para iluminar a un lobo blanco que los miraba con descaro. Para colmo, mientras lo observaban tuvo la desfachatez de aullar.

Buck levantó la escopeta, pero se le adelantaron tres o cuatro. Se oyó una descarga atronadora.

Habría sido imposible calcular cuántos tiros dieron en el blanco; en todo caso, los suficientes para hacer saltar al lobo por los aires. Al caer ya estaba muerto.

—¡Escuchad, chicos! —exclamó Buck—. Tengo una faena pendiente. Me he cargado a dos de esos bichos, y el primero que se va a la cárcel soy yo. ¿Vale? Si sale otro es para mí. ¿Entendido? —Se oyó un murmullo de asentimiento—. Abe y yo vamos a ser compañeros de celda. ¿A que sí, Abe? —Éste no sonrió—. ¿Lleváis las palas y la gasolina?

Unos cuantos contestaron que sí.

—Entonces vamos.

El terreno era más difícil de lo que parecía. Había que saltar por encima de troncos caídos y no meter el pie en las raíces. Buck dejó que Clyde fuera en cabeza con la linterna. No había vuelto a poner el seguro de la escopeta de Henry, y caminaba sin quitar ojo al cubil, resuelto a evitar que uno de esos gilipollas borrachos volviera a adelantársele cuando les saliera al paso otro lobo.

Ya estaban a medio camino, y Buck veía recortarse claramente la boca negra del cubil a la luz de la luna. De repente vio que cambiaba de forma. Otro lobo. No quiso gritar, seguro como estaba de que a pesar de lo dicho los otros echarían mano a las escopetas.

Susurró a Clyde que se detuviera.

—Está saliendo uno. Enfoca la linterna en cuanto te lo diga.

Levantó la escopeta y apuntó con la mira a lo que estaba emergiendo de la boca de la guarida.

—¡Ahora!

En el momento exacto en que la luz de la linterna alcanzaba su objetivo, Buck apretó el gatillo.

Se oyó un grito, agudo y terrible.

Cuantos lo habían oído, entre ellos Buck, supieron enseguida que no era un lobo.

—Luke... Luke...

Era la voz de la luna. Luke no sabía por qué lo llamaba ni qué quería de él. Tampoco entendía que quedara sumida en un torbellino de nubes rojas, con súbitas e inesperadas reapariciones. Sólo que eran demasiado fluidas y próximas para ser nubes, como si las tuviera en los ojos. Descubrió que podía dominarlas, porque cada vez que se le llenaban los ojos y la luna se teñía de rojo, no tenía más que parpadear para que todo se despejase, dejando a la vista el disco claro de la luna, que seguía llamándolo.

—¡Luke! Dios mío... ¡Luke!

Parecía la voz de su padre, pero no podía ser. Su padre ya no quería saber nada de él. Y había otras voces que no lograba reconocer. A veces sus sombras tapaban la luna; pero él sólo quería que lo dejaran en paz, y poder contemplarla.

Pensó en pedirles que se fueran, puesto que ya tenía voz. Se la había descubierto Helen. Ignoraba, sin embargo, dónde encontrarla. Quizá Helen hubiera vuelto a llevársela. En lugar de voz notaba en su garganta un hueco frío, como un agujero en un montón de nieve. Aparte de eso no tenía ninguna sensación. Salvo cuando parpadeaba. Entonces notaba algo raro en un ojo, y ya no estaba seguro de estar viendo por él. Parecía obstruido por algo húmedo y espeso, algo que no podía quitarse parpadeando.

Chac chac chac.

Había aparecido otra luna en el cielo. O quizá fuera una estrella, o un cometa. Pero no; volaba demasiado bajo y desprendía una luz muy intensa. Cegadora. Le hacía daño en el ojo. Oyó un ruido cada vez más fuerte... más fuerte...

Chac chac chac chac.

De repente, la fuente de luz quedó sumida en nubes rojas, al igual que la luna.

No, no eran nubes. Eran cortinas rojas que tapaban el cielo. Y esta vez parpadear no servía de nada. Alguien intentaba echarle una mano.

Cortinas rojas.

Chac chac chac chac chac.

¿Dónde estaba?

Deseó que Helen le trajera la voz, para poder hablar con ella, tocarla y sentir algo más que aquel gélido vacío en la garganta. Había mucha gente, muchísima. Algunos acababan de llegar y le metían cosas en el cuerpo, tapándole la cara con una especie de máscara.

Pero ¿y Helen?

Le pareció que una de las voces que oía era la suya, y que lo estaba llamando; pero sólo fue un segundo. Después notó que lo levantaban y se lo llevaban, y que las cortinas rojas se habían corrido por última vez. Quizá volviera a verla cuando se abrieran. Quizá entonces también estuviera él, a su lado.

Dos estatuas de piedra cogidas de la mano.

VERANO
Capítulo 36

Eleanor estaba sola en el bar del centro comercial, tomándose un refresco y viendo pasar a grupos de turistas. Era el fin de semana del 4 de Julio, y el centro estaba abarrotado. El bar se hallaba en un rincón, al lado de la escalera mecánica. Contaba con varias barras que servían platos étnicos, siempre y cuando fueran fritos y pudieran hacerse al instante. La decoración consistía en macetas con plantas de plástico. Las mesas eran muy sencillas, de plástico blanco, con sus correspondientes sombrillas a rayas azules y blancas. Eleanor no se explicaba su presencia en un bar de interior. Quizá sirvieran para proteger a los clientes de eventuales proyectiles arrojados desde la escalera mecánica.

En la mesa de al lado un grupo de jovencitas se probaba el maquillaje y la laca de uñas que acababan de comprarse. De vez en cuando prorrumpían en risas alborotadas, o llamaban todas a la vez a algún conocido que subía por la escalera mecánica. La camarera ya les había advertido dos veces que no hicieran tanto ruido. A poca distancia, una pareja joven daba de comer a dos gemelas rubias, felizmente instaladas en el cochecito doble más lujoso que Eleanor había visto.

Consultó su reloj. Pasaban diez minutos de la hora de la cita. Quizá le estuviera costando encontrar el bar. Siempre había odiado los centros comerciales; sin embargo, al recibir su llamada a Eleanor no se le había ocurrido otro lugar de encuentro. El centro estaba justo en la otra acera del piso donde vivía.

La perspectiva de volver a ver a Buck después de tantas semanas no la ponía nerviosa, sino triste. Su último encuentro se había desarrollado en el hospital, en circunstancias que los sobrepasaban a ambos. Ni siquiera habían podido mirarse, y mucho menos hablar. Eleanor no pensaba dejar que se repitiera.

Le había costado reconocerlo por teléfono, tan diferente sonaba su voz. Buck había tenido que identificarse, haciendo que Eleanor pensara: ¡Qué extraño no saber quién es después de tantos años de matrimonio!

Por fin lo vio, caminando al lado de los escaparates y reflejado en ellos. Tenía la cabeza ligeramente inclinada, y el rostro medio oculto por el ala del sombrero. Avanzaba con paso vacilante, casi torpe, como si desentonara con el lugar. Llevaba una camisa azul clara y unos tejanos negros que parecían irle demasiado grandes. Cuando lo tuvo más cerca, Eleanor reparó en su delgadez.

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