Tierra de vampiros (36 page)

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Authors: John Marks

Le llamé desde el lavabo.

—Enciende la luz y cierra las cortinas.

Aunque un poco sorprendido y vacilante, él hizo ambas cosas.

—Cierra los ojos -le dije.

Cuando entré en la habitación vi que había cruzado los brazos sobre el pecho y que tenía los ojos cerrados.

Me quité la bata.

—Ábrelos.

En ese momento tuvimos una gran oportunidad. Su rostro adoptó una expresión como de gratitud, como si yo hubiera cumplido una promesa que él hacía tiempo que se reprochaba haberme obligado a hacer. Pero no duró mucho: la oportunidad murió al instante. Su rostro adquirió la misma palidez que había tenido durante los primeros días después de mi vuelta. En ese instante supe que había cometido un error catastrófico, pero también supe otra cosa. Su rostro se puso rojo. Le temblaba la cabeza, casi de forma involuntaria. Apretaba con fuerza el periódico que tenía entre las manos.

—Quítate esa mierda.

La cálida brisa le revolvió el pelo. Las cicatrices de sus muñecas brillaron a la luz del día. Yo avancé hacia él.

Cuarenta y uno

T
odo fue un preámbulo. Continué dando mis paseos, pero ya no recorría el barrio de Robert. Deambulaba más al sur y me acercaba cada vez más al agujero en el suelo. Comía palomas en la oscuridad. Una noche, mucho después de que anocheciera, llegué a la valla que rodeaba ese lugar y apreté el rostro contra el frío acero de la misma. No podía ver gran cosa allí abajo, pero noté el espacio que abarcaba. Nunca antes había ido a la zona cero. No había querido hacerlo. Dejé que la oscuridad de ese agujero me embargara hasta que cobró forma ante mis ojos. Me di cuenta de que no era una oscuridad vacía, en absoluto.

No había pasado mucho rato cuando me di cuenta de que había otra presencia allí. Yo me encontraba de pie a unos noventa metros de uno de los extremos del agujero, en una intersección entre dos calles. Otra valla se juntaba con la mía perpendicularmente y justo allí, a unos noventa metros o así de la calle adyacente, había alguien que también miraba hacia dentro. Éramos almas gemelas, pero yo tenía hambre. Estaba harta de palomas. Él o ella estaba de pie delante de la valla, era un punto más oscuro entre las sombras, una borrosa figura humana, pero no me importaba en absoluto su identidad. No me importaban ni la raza, ni la religión ni el sexo. Aceleré el paso. Recorrí el perímetro de la valla y llegué a la esquina de la calle. Observé los postes blancos de señalización en la penumbra: los nombres de las calles ya no tenían ningún sentido. Giré a la derecha y miré calle abajo hacia donde ésta terminaba en la autopista del West Side. Justo allí, en la esquina, se levantaba mi edificio. Cerca de mí, todavía, delante de la valla, había un ser humano de pie, un contenedor de carne y de sangre. Vi que un coche de la policía recorría despacio la calle en dirección a mí. Yo no tenía nada que temer, pero no quería que me vieran allí. Di un paso hacia atrás, hacia las sombras, justo en el momento en que enfocaban con las luces al otro visitante. Los rayos le recorrieron el cuerpo desde los pies hasta la cabeza, que era enorme.

Estuve a punto de gritar su nombre. Las luces mostraron el rostro, era él mismo, mirando hacia abajo, al agujero, imbuyéndose de esa visión del vacío igual que había hecho yo. Entonces, mientras el coche pasaba de largo, empezó a girarse hacia mí. Yo me alejé, tropezando, de la esquina. Empecé a correr hacia el sur, hacia la punta de la isla, y no miré hacia atrás hasta que hube llegado a las inquietas aguas del extremo del parque. Me quedé en Battery Park hasta el amanecer, esperando a que apareciera en cualquier momento.

LIBRO 11

La planta veinte

Cuarenta y dos

S
eñor: el Terror ha penetrado en este lugar. Vuestro terror, quiero decir, un tipo de terror que nadie, aquí, parece haber experimentado antes. Como sabe usted bien, estoy acostumbrado a la sensación de que los amos de este lugar estén por encima de estas emociones, que tienen tan mala reputación. El terror es cosa de siervos. Ni siquiera aquel día en que tuvimos que desalojar porque el cielo se nos caía encima, no recuerdo haber sentido verdadero pánico. Ahora, tras vuestra aparición, veo a esta gente tal y como son: unas marionetas en manos del miedo. Vaya una revelación. Personas que cobran unos sueldos de siete cifras se sobresaltan ante su propia sombra. Sus inferiores han empezado a sentirse enfermos de lo que llaman «la enfermedad mortificante». Ha habido otro «suicidio». Cuentan chistes malos acerca de problemas con el audio y cuando se encuentran en los lavabos, se preguntan los unos a los otros si los conductos de ventilación no han dicho nada. Y sin saberlo, han empezado a meter frases de vuestra canción de la misma forma en que los adolescentes del país utilizan el «como si»: igual que pancartas de bienvenida a unas ideas a punto de cobrar forma.

Yo tengo mi propio miedo, también, que debo manejar. Ése es el precio. Al ver que Edward Prince se ha encerrado en su oficina y ha corrido las cortinas, tengo miedo de que las cosas hayan llegado a un punto peligroso, de que gente de fuera se entere de que suceden cosas raras en el programa y vengan a destrozar nuestro proyecto. Prince es algo más que una simple celebridad de la televisión. Es un icono americano respaldado por tres generaciones de dólares del mundo de la empresa, y si se filtra la noticia a los periódicos de esta ciudad de que, de alguna manera, sufre una enfermedad mental o algo peor, que rechaza todo tratamiento y no habla con nadie, si una cosa así llega a la prensa local, eso se va a convertir en noticia nacional e internacional en cuestión de minutos, y recibiremos un tipo de visitas que a usted no le gustarían en absoluto.

Usted pensó en otra posibilidad, estoy seguro, y ha llegado a suceder. Lo diré sin rodeos: la mujer a quien usted imitó con tanta habilidad -y con buenas razones- en nuestro intercambio de correos electrónicos, Evangeline Harker, va a volver al trabajo. Recordará usted que hace unas cuantas semanas mencioné que existía esa posibilidad, a pesar de que en ese momento yo no disponía de fuentes fiables que respaldaran ese rumor. Ahora sí. Ella me lo contó todo durante una serie de mensajes de voz todavía más desesperados. Yo no los he respondido y no lo voy a hacer. Está desesperada por tener compañía humana. Insiste en volver a la planta veinte a pesar de todos los esfuerzos por disuadirla de ello. Se le ofreció un paquete de compensaciones extravagantemente generosas, pero ella no quiere ni hablar de ello. O, mejor dicho, lo aceptaría como un ascenso, pero no como un «soborno» para marcharse. Por alguna razón quiere recuperar su viejo trabajo. Pero Evangeline Harker detestaba su trabajo. Hubiera dado cualquier cosa por irse. Justo antes de que se marchara a Rumania, se había prometido y me dijo que ya daría noticias cuando se hubiera casado. Ese cambio debe de significar algo.

Me doy cuenta de que Austen Trotta, en particular, está complacido por la noticia. Quizá quiera acostarse con ella. Pero si se me permite especular al respecto, creo que se trata de otra cosa: más bien parece que Trotta sabe que todo ha cambiado en la planta veinte y que ese cambio tiene que ver con esta mujer y, para serle sincero, con usted. Usted nunca me ha dejado claro el alcance de la interacción que hubo entre usted y Evangeline Harker en su país. Percibo su incomodidad ante este asunto y me he resistido a la tentación de insistir en ello. Pero si ha habido algún momento adecuado para comunicar la verdad, es éste, para que yo pueda saberlo y resultar de alguna ayuda.

Trotta pasa mucha parte de su tiempo al teléfono, arrinconado en su habitación, dando la espalda a la puerta para que nadie le oiga. ¿Con quién habla?, me pregunto. ¿Con ella? ¿Qué le dice ella? ¿Está usted completamente seguro de que no se reunió con esta mujer en Rumania? Realizó usted una imitación de ella tan brillante para ganarse mi confianza que, por supuesto, no puedo evitar preguntármelo. Pero si no es así, vuelva a decirme cómo consiguió acceder a su cuenta de correo electrónico. Es importante saberlo, por ejemplo, por si se da la poco probable situación de que ella le vea, por si ella pudiera identificarle. Y si ella pudiera hacerlo, ¿qué tipo de ideas le cruzarían por la mente? ¿Es ella uno de los nuestros, en algún sentido? No es que esté siendo nacionalista, ni etnicista ni exclusivista, en este asunto, pero si supiera que ella ha oído su voz, yo me quedaría más tranquilo. Nada debe obstaculizar este último tramo del negocio. Stimson.

Stimson, usted ha oído sin escuchar. Ha mirado sin ver nada. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedo hacerle comprender? Me atosiga a preguntas, preguntas, preguntas acerca de pequeñeces sin importancia. Lleva usted un libro de cuentas de nimiedades y, cada día, me asalta con ellas. Cuando habla usted de mi canción, ¿la comprende? ¿Comprende quién la canta? ¿A quién escucho yo? Permítame que se lo explique como a un niño que acaba de tomar conciencia de que existen unos antepasados muertos. Porque ésta es la respuesta a su pregunta: yo escucho a sus antepasados. ¿Sabe usted quiénes son? ¿Debo nombrarle a unos cuantos de ellos, a una pequeña parte, para que pueda usted reconocer sus rostros cuando vengan a por usted desde las sombras? ¿Conoce usted la ciudad romana de Tesalónica? En el siglo IV d.C, el emperador Teodosio masacró a siete mil ciudadanos en el hipódromo, los hizo cortar a trozos con cuchillos y hachas. Ochocientos años más tarde, los mercenarios sicilianos asesinaron a la misma cantidad de personas, y novecientos años después de eso, los invasores alemanes acabaron con siete veces esa cifra, cuarenta y cinco mil judíos que fueron esclavizados, deportados o asesinados. Levantaron el enorme cementerio de los judíos y obligaron a que los vivos suplicaran por los cuerpos de sus seres queridos. Y yo he hablado con todas esas personas en mi momento. ¿Lo comprende? ¿Se da cuenta? ¿No es eso suficiente? ¿Conoce usted el canal de Panamá, esa enorme tumba que se tragó a decenas de miles de jamaicanos que fueron transportados en tres trenes de la muerte desde un día de distancia desde sus chabolas hasta ese terreno de tumbas llamado Monkey Hill, un agujero que fue excavado por veinte de cada cien, por un tercio de ese ejército que cavó su propia tumba en el suelo? ¿Conoce usted sus nombres? ¿Ha visto sus rostros? ¿Ha escuchado usted sus historias? Yo sí, y usted lo hará. Están viniendo. Les tengo en mi corazón, y bebo y les oigo. ¿Sabe usted algo de los ocho millones de muertos en el Congo, del millón de armenios masacrados? En este último siglo, joven amigo, ciento ochenta y siete millones de personas han sido destruidas a manos de seres humanos, más que en los siglos previos de asesinatos, una décima parte de la población del mundo, y ha sucedido en todas partes. Para usted, ésta sea, quizás, una cifra asombrosa. Para mí es mucho más. Yo sé sus nombres y conozco sus rostros. He heredado ese don. Ellos vienen a mí, uno a uno, en una sucesión interminable, y su dolor no cesa. Su dolor me inunda, y debo escucharles. Y pronto, usted también escuchará. Usted y los demás, la raza entera, compartirán este peso insoportable conmigo.

Si no comprende usted esto, entonces permítame que responda, como usted, sin rodeos. Debo pedirle por última vez que no vuelva a hacerme esa pregunta acerca de esa mujer. Si Evangeline Harker vuelve y se convierte en un problema, ese problema será manejado igual que se han manejado los otros. Mientras tanto, usted tiene solamente una tarea, y sabe cuál es. ¿Tenemos ya una reunión con Von Trotta?

Señor: no la tenemos, de momento.

Esto es inaceptable.

Señor: lo estoy intentando.

Stimson: Seguro que sabe usted el poco significado que esta frase tiene para mí: «lo estoy intentando». No me importa que lo haya intentado. Intentarlo no es nada. Necesitamos a Von Trotta. El resto de esta gran variedad de vagos profesionales llegará a comprenderlo demasiado tarde. Solamente este hombre parece haber intuido algo que le inquieta hasta un punto que es apropiado para el asunto que tenemos entre manos. Pero si hablamos, estoy seguro de que su mente atormentada descansará. Cuando haya oído lo que usted ha oído, cuando conozca la verdad sobre las voces y las visiones de su mente, podrá traer a los demás. Se convertirá en un defensor. Me he dado cuenta de que, con muy pocas excepciones, mi voz es el mejor medio para ganar la opinión positiva de los demás. Von Trotta, de entre toda la gente, ese viejo sabio judío, hijo de viejos sabios judíos, escuchará y será dominado. Y yo sé exactamente cómo presentarle el tema. A pesar de todo, es cosa suya el abrir la posibilidad de que tengamos una conversación. Eso no lo puedo hacer yo.

Señor: No tenía ni idea de que tantas personas murieran por causa de los seres humanos en el siglo XX. Estoy asombrado. Lo comprendo. Me siento fortalecido por lo que me ha contado. Quiero oír lo que usted oye. Quiero compartir el peso. Me encargaré de que se celebre esa reunión, tal y como me ha pedido.

Diario de terapia de Austen Trotta

20 de mayo

Ya no puedo tomar decisiones. Casi no soy capaz de enlazar una idea detrás de otra: he perdido esa capacidad. En cuanto cierro los ojos, esas cosas innombrables vuelven a aparecer. Esta mañana he apaleado a mi perra casi hasta matarla. Pobrecita. No dejaba de gimotear pidiendo agua, así que fui hasta donde estaba y le clavé la bota en las costillas una y otra vez hasta que se calló. La criada me encontró acunando al animal y llamó al veterinario. Luego el veterinario me llamó y me dijo que había avisado a la Asociación Protectora de Animales y que lo que había sucedido era una atrocidad. Yo no podía decirles la verdad, que no le había dado patadas a un perro sino que se las había dado a un judío. En mi mente, yo di patadas a un judío que me había estado suplicando por el cuerpo de su esposa. Dios, dios, dios. Prince continúa llamándome por teléfono. Está en la oficina de al lado. No tiene ningún sentido. Él podría venir aquí, o yo podría ir allá, pero tiene las cortinas echadas y la puerta está cerrada, y si no sale, debe de ser por alguna razón y yo ya no quiero saber cuál es. Algo le ha ocurrido, ha sufrido alguna conmoción que no es capaz de explicar por sí mismo. No quiere hablar ni con los amigos íntimos ni con la familia; es un estado preocupante en un hombre que nunca se ha encontrado sin saber qué decir. Dice que solamente quiere hablar conmigo, y solamente por teléfono, pero cuando hablamos, todo es un sinsentido, nombres de lugares en los que ha estado o a los que le gustaría ir, todo eso mezclado con un intento de advertirme de algún oscuro destino. Aun así, sus tonterías parecen cernirse sobre mis pesadillas. Esta mañana empezó a hablar de Salónica, Salónica, Salónica, no se callaba ni un momento, y yo no le dije ni una palabra, pero ése es el mismo lugar donde yo le daba patadas al judío, el cementerio de Salónica. No me pregunte cómo lo sé, pero lo veo tan claro como veo el Hudson al otro lado de la ventana, tan claro como el hecho de que existe ese maldito cráter al lado de nuestro edificio. Y hablando del cráter, se me ha ocurrido pensar, aunque no se lo he dicho a nadie, que el desastre de septiembre se encuentra en las raíces de todo esto, que aquí en la planta veinte hemos empezado a experimentar una alucinación colectiva aplazada relacionada con el trauma de ese día. Después de todo, nuestro edificio fue casi destruido por la torre sur. Todo el mundo salió vivo, pero fue solamente cuestión de minutos. Estábamos muy cerca cuando se derrumbó, oímos el avión chocar contra el lateral del primer edificio, vimos los restos de la gente mientras corríamos fuera. Después de evacuar, no volvimos a este lugar durante dos años. Felizmente, nos quedamos en el bunker del centro de la emisora en la calle Hudson, y yo no quería volver aquí y así se lo dije a la empresa, y no era el único. Pero Bob Rogers y Edward Prince insistieron. Bob Rogers y Edward Prince no se dejarían amedrentar por los terroristas. No se dejarían espantar. Fueron Rogers y Prince, los bastardos, quienes quisieron volver aquí, a pesar de que este lugar era una colosal ruina abrasada, a pesar de que una mujer había muerto en el derrumbamiento, a pesar de que algunos cuerpos habían aterrizado sobre el tejado abuhardillado. ¡Qué locos! ¿Es extraño que Prince haya perdido la cabeza? Probablemente, la enfermedad empezó en cuanto nos trasladamos a este lugar. Ahora me doy cuenta. Todo fue mal a partir del momento en que volvimos aquí. El joven Ian murió. Evangeline tuvo esos problemas. Los aparatos técnicos se estropearon. Esa horrorosa mañana nos persigue, pero Prince no me deja que se lo explique y cada vez que le amenazo con llamar al médico, o a cualquiera, me dice que va a hacer algo drástico. Se refiere al suicidio, ¿debo creerle? Estoy confundido. Hace varios días que está allí metido, aunque sospecho que sale por la noche y a veces me parece oír otra voz al teléfono, pero no podría jurarlo.

Dejando a un lado las especulaciones sobre el 11 de septiembre, cada vez tengo una conciencia más profunda acerca de la naturaleza de este problema. No diré que lo comprendo, sería mentira. Pero tengo una serie de pistas a partir de las cuales empezar a trabajar, y todas ellas apuntan en dirección a ese hombre, Ion Torgu, a quien Prince afirma haber hecho una entrevista a pesar de que no ha sido visto y quien, según los registros del Departamento de Estado, no ha entrado en el país, o al menos no lo ha hecho legalmente. Esto tiene sentido. Si es una figura del hampa, no cruzaría la frontera del país con un pasaporte legal. Pero todavía no puedo imaginar cómo Prince ha conseguido que esta entrevista se realice. He mantenido discretas conversaciones con cada uno de sus productores y ninguno de ellos sabía nada de la entrevista. Por el contrario, se sintieron consternados de que su corresponsal no les hubiera ido con la historia a ninguno de ellos. Cuando mencioné que Stimson Beevers era su ayudante, o se rieron o soltaron una maldición.

Y, a pesar de todo, no puedo culpar a la entrevista de todo esto. Eso sucedió hace meses, y aunque observé en Prince un comportamiento extraño, éste desapareció durante un tiempo. Se fue a Rusia para realizar un reportaje y se reunió con un par de celebridades en la costa Oeste. La siguiente vez que le puse los ojos encima, que debió de ser en marzo, se le veía cansado y pensé que su estado mental había empeorado mucho durante el viaje. La vida puede desgastar a un hombre, y creo que ha agotado a Prince por completo. Pero nadie, incluyéndome a mí mismo, quiere decirle que su estado es terminal: su estado de ser humano vivo. Nadie quiere darle la mala noticia de que incluso las amadas figuras televisivas deben enfrentarse a un tiempo que se encuentra lejos de las cámaras.

Y a pesar de ello, aquí estoy, oscilando alocadamente en mis juicios, esperando otra de esas aterrorizantes y susurrantes llamadas telefónicas, pensando que no tiene nada que ver con su edad ni con su estado de salud mental.

Dios, el teléfono otra vez.

20 de mayo,

más tarde ese mismo día

He intentado transcribir la conversación, que fue delirante, y aquí está lo que he podido hacer.

—¿Austen?

—Sí, Edward.

—Gracias a dios que todavía estás aquí.

—¿Adónde podría haber ido?

Sigue un largo silencio.

—¿Hay alguien en la habitación contigo?

—Nadie.

—Gracias a dios. No deben oírnos.

Sigue otro silencio.

—¿Por qué no quieres salir, Ed?

—Es completamente imposible. Imposible.

—Sólo cinco minutos…

—Mierda, Trotta, ¿estás con él ahora?

—¿Con quién?

—Viejo y jodido judío. Lo sabía.

—¿Quién, Bob? Por dios…

Se hizo otro silencio, aunque no duró mucho.

—¿Te dije que vi a dieciocho hombres que volaron hechos pedazos a causa de un arma de 150 mm en Guadalcanal?

—Tú no has estado en Guadalcanal, Ed.

—Eso lo dices tú. Veo sus rostros. Oigo sus voces justo en este mismo instante.

Aquí yo me callé un momento, asaltado por una intuición.

—¿Los ves y los oyes de forma literal?

Él no respondió.

—Esto es muy importante, Ed, porque tú me dijiste que estuviste destinado en Hanford, Washington, durante todo tu período de guerra en calidad de ingeniero del Proyecto Manhattan.

—Era marine.

—No lo eras, Ed. Los rostros que ves, las voces que oyes, son mentira. Alguien te está haciendo ver esas cosas.

Tosió de una manera extraña, como si intentara disimular algo mucho más explosivo.

—Lo siguiente que me vas a decir es que no sobreviví al desastre de Indianápolis.

—No lo hiciste, Ed.

Colgó el teléfono con un golpe fuerte.

Ahora que pienso en esta conversación, en retrospectiva, tengo una sensación de certeza en la boca del estómago, en las tripas. Se trata de ese encuentro con el criminal. En esos momentos, él me dijo que ese hombre le había hecho una oferta, aunque no me dijo cuál. Me he pasado todas las noches en vela desde ese día preguntándome qué oferta podría ser. Lo admito: no estoy intrigado solamente a causa de Prince. También me lo pregunto por mí. ¿Qué puede tener este hombre para ofrecerle a Edward Prince? Y, más importante, ¿aceptó Prince? El corazón me dice que sí lo hizo, aunque es pura especulación y, por tanto, mal periodismo y, por tanto, una vergüenza moral. Y a pesar de todo, creo que Prince aceptó y que lo ha estado pagando desde ese momento. Pero ¿qué es lo que aceptó? Se lo pregunto una y otra vez, pero él no responde nunca. Ignora la cuestión. El teléfono otra vez.

21 de mayo,

nueve de la mañana

Es temprano y tengo la agenda del día muy ocupada, lo cual es bueno. Me he vuelto demasiado distraído por estos estrambóticos fenómenos locales. Al otro lado de la ventana, el sol brilla con fuerza sobre el Hudson. Ha llegado un tiempo cálido, extraño para la época en que estamos, que ha puesto a prueba los millones de aires acondicionados de la ciudad. Es agobiante, el cielo parece estar demasiado bajo. A pesar de todo, nuestras oficinas están frescas, por lo cual me siento agradecido, y sumidas en la penumbra, como si estuviéramos al fondo de unas rocas. La temporada está terminando; sólo quedan dos programas para acabar el año y la mitad de los segmentos de esos programas son repeticiones. Es un momento del ciclo muy agradable, especialmente porque he alcanzado mi cuota y mis productores ya han empezado a filmar las piezas para la próxima temporada. Puedo irme de vacaciones con el pleno convencimiento de que, después de agosto, a mi vuelta, me sumergiré en el trabajo del año siguiente como en una piscina, sin tener ni la más mínima sensación de intranquilidad ni de incomodidad. Y lo que todavía es mejor, empezaré la próxima temporada con un placer inesperado. Nuestra señora Harker va a volver hoy, o eso me han dicho, para retomar sus tareas. Ya ha reservado un viaje a Montana para primeros de junio, con el fin de reunirse con un par de posibles personajes para la historia de los neonazis en prisión, la primera como productora. Para sorpresa general, le he dado el trabajo de William Lockyear y he despedido a su sustituto temporal.

Si dejo a un lado a Prince, y unas cuantas extrañezas persistentes más -la enfermedad que parece haberse extendido por los editores, los suicidios, los problemas técnicos que no parece que se puedan reparar por mucho dinero que la cadena les destine-, puedo decir con honestidad que me siento mejor de lo que me he sentido en un año. El regreso de esa chica me ha renovado. Incluso mi dolor de espalda ha mejorado. Dentro de un mes estaré en el sur de Francia, y todo este año miserable parecerá, en retrospectiva, uno de esos
anni horribili
que se dan tan a menudo. Otro elemento de irritación. El chico Beevers ha obligado a Peach a que me obligue a mantener una conversación. Estoy seguro de que quiere hablar sobre el trabajo de productor asociado para trabajar con Evangeline, pero él no es de mi agrado. En primer lugar, me parece que las mujeres siempre son mejores productoras asociadas. Y en segundo lugar, ese chico tiene el frío aire del cine. Tengo la sensación de que ha mirado más celuloide en la oscuridad de lo que es adecuado y decente para un ser humano. A pesar de todo, para estar a la altura de este brillante nuevo día, le escucharé.

21 de mayo,

dos de la madrugada

Con cuánta rapidez las sombras engullen la luz del sol. Desearía no haber dejado entrar nunca a esa criatura en mi oficina. Y poco después de que se marchara, por supuesto, sonó el teléfono y era Prince otra vez, que tartamudeaba de forma más alterada que nunca al decirme que yo iba a traicionarle, que no debía traicionarle, que la oferta se la había hecho a él solamente y que si yo la aceptaba, él se lo tomaría como una afrenta personal. Esta vez fui yo quien le colgó.

Desearía que Evangeline llegara. Verla me restablecería el equilibrio. Nunca falla. Un día comimos juntos, no mucho después de su regreso de Rumania, y tenía un aspecto melancólico y escarmentado que yo no recordaba haberle visto. Pero allí estaba, delante de mí; una prueba de que los milagros pueden ocurrir. Incluso con la circunstancia de la enfermedad de su prometido, había conseguido sobrellevarlo, y mientras estábamos sentados en el Café Sabarsky y nos comíamos nuestra crema de salmón ahumado con alcaparras, me informó, con un eco de su vieja ingenuidad, de que la boda iba a celebrarse, por supuesto, pero que la fecha todavía no se había fijado.

Desde esa comida he visto dos veces a Evangeline, y ambas su proximidad ha tenido un efecto saludable en mí. Si no tuviera sentido común, definiría este sentimiento como amor; quizás es más parecido al que siente el padre por su hija. Hoy ella se ha retrasado por algún motivo y he tenido que enfrentarme yo solo con ese pesado mocoso de Beevers. Pero no debo ser desagradable. Ahora, todas las cosas suceden por una razón. Estamos atrapados en una pauta de catástrofes diseñada por alguien que nos desea mal. Bob Rogers cree que es la cadena, pero está equivocado. Esto va más allá de los chanchullos de la cadena, ésa es mi convicción. Las peroratas de Prince no son solamente inquietantes: representan el avance del plan del enemigo y deben contener alguna pista sobre la naturaleza de lo que está ocurriendo. Lo mismo parece con respecto a la conversación que acabo de mantener con Beevers. Y, al repasarla, empiezo a ver el primer esbozo de una cosa que me ha estado acosando desde que el prometido de Evangeline intentó suicidarse: Beevers no me cae bien, pero a pesar de ello le debo el haber iluminado un aspecto de mi inquietud. Se trata de los nombres. La enfermedad se contagia a través de los nombres. Pero me estoy adelantando.

Apareció ante mí a las once de la mañana. Yo levanté la mirada, exasperado, y vi que se encontraba allí, en la puerta, en un punto donde no estaba unos segundos antes. En ese preciso momento, Peach me informó de que Evangeline Harker iba a llegar tarde. Tenía que hacer una repentina visita al médico relacionada con su futuro esposo.

Menciono esto porque esta noticia provocó una transformación en mi visitante. Beevers se aceleró; ésta es la única palabra que encuentro para describirlo. Su habitual gesto de perezosa afectación intelectual -la barriga protuberante debajo de la camiseta, las rodillas prácticamente juntas en su tambaleo característico- adquirió un innegable aspecto de esqueleto humano. Esa babosa tiene huesos, después de todo.

—¿Qué puedo hacer por ti, joven?

Se sentó en mi sofá; hubiera podido quedarse de pie delante de mi escritorio con las manos juntas, pero en lugar de ello prefirió cruzar las piernas, como si tuviera pensado quedarse un rato. Esa decisión, junto con mi repentina sensación de que había un motivo añadido al del empleo, me despertó unos nuevos sentimientos de antipatía hacia él. Sacó el tema de Evangeline.

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