Tierra de vampiros (37 page)

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Authors: John Marks

—Éramos buenos amigos, ya lo sabe.

—Me parece muy poco probable.

—Oh, los mejores. Ian, ella y yo éramos inseparables. Ian, por supuesto, ya no está con nosotros.

Yo rechacé esa broma como si devolviera una botella de vino en mal estado: sin comentarios.

Él estaba visiblemente incómodo. Yo esperé. No iba a aliviarle su sufrimiento. Finalmente, reunió el valor suficiente para hacer una pregunta muy extraña:

—¿Conoce usted, señor Trotta, la cifra de seres humanos que han muerto a manos de otros seres humanos durante este último siglo?

—No le sigo.

—Creo que sí me sigue.

No era una pregunta, en absoluto, sino una amenaza de parte del criminal a través de ese hombre.

—Decenas de millones, diría yo. ¿Por qué lo pregunta?

—Ciento ochenta y siete millones, para ser exactos.

—Es usted un estudiante de historia.

—Pronto.

—¿Es esto de lo que quería hablar?

—Tiene que ver. — Descruzó las piernas-. Una persona quiere tener una reunión con usted -dijo el productor asociado mientras se levantaba y cerraba la puerta de mi oficina.

Desde su escritorio, Peach me miraba con una expresión seria y dubitativa, como si Stimson Beevers pudiera explotar como una granada y hacernos pedazos a todos.

—¿Ah, sí?

—No necesito decir su nombre. Su colega se lo ha dicho. Quizás Evangeline Harker se lo haya dicho también.

—No tengo ni idea de qué está hablando.

Su sonrisa me alarmó de una forma que no puedo expresar con palabras. Constituía una pista física de lo impensable. Él siempre había sido un hombre pálido, de una palidez como el reflejo de la luna en un charco bajo un container de basura; era calvo a una edad demasiado temprana y tenía unos ojos que me parecían como de pez, alunados, inadecuados para la luz natural. Pero todo eso no eran más que unas características humanas normales provocadas por una herencia genética poco afortunada. Lo que me sorprendió durante nuestra conversación fue algo mucho menos habitual. De hecho, superficialmente, sus rasgos habían mejorado. Parecía más robusto, estar más alerta, menos afligido, pero al mirarle con detenimiento, vi los cambios. Para empezar, las venas de las sienes le sobresalían de una manera que yo no recordaba haber visto antes: se veían crestas y cantos en ellas, formaban mesetas. Los ojos, antes bulbosos, se veían hundidos e inyectados en sangre, como si hiciera semanas que no durmiera. Y lo más abyecto de todo, y menos explicable, era que sus dientes habían empezado a ennegrecerse. Al principio pensé en envenenamiento por plomo; una vez realicé una historia sobre unos problemas de contaminación de aguas en una ciudad de Maryland, y los hijos de los habitantes tenían los dientes veteados. Pero esto era mucho peor. El marfil de la boca se le había empezado a poner de un azul agrisado.

—No voy a abusar de su tiempo -me dijo-, pero me tomaré unos minutos para explicarle la situación. Mi superior le está pidiendo un único…

—Bob Rogers.

Él me dedicó una espantosa sonrisa agrisada.

—No, señor.

—¿Quién, entonces? Dime su nombre.

Los ojos diminutos se entrecerraron todavía más.

—No es el nombre lo que importa. Son los otros nombres, los nombres que él pronuncia, los nombres que usted ha oído.

Eso resultó descarado… y revelador.

—Continúa.

—Su colega del otro lado de la puerta se ha encontrado con mi amigo y está cosechando unos frutos que usted no puede ni imaginar.

Me reí de él.

—Te refieres a la locura, supongo. Aunque él ya cosechó ese fruto desde el nacimiento.

—Me gustaba su sentido del humor durante la década de los setenta y los ochenta, cuando el programa todavía tenía unas cifras de audiencia aceptables, pero veo en sus ojos que usted ha oído las noticias verdaderas. Ha oído la voz. Ahora hace meses que está susurrando en esta planta. Usted la ha oído y quiere oírla más. Y yo conozco al hombre que puede hacer que esto ocurra. Soy su agente.

Recordé un gesto arcaico que había sido, mucho tiempo atrás, característico de mi padre: él escupía al oír mencionar a ciertas personas; me vino a la cabeza el senador Burton K. Wheeler. Tuve ganas de escupir, pero hubiera parecido una marranada, así que me contuve.

—No me interesa -le dije.

Stimson Beevers se levantó del sofá.

—Todo se está preparando. Dentro de unos días se va a dar usted cuenta de que ha hecho una elección. Ha tenido la oportunidad de ser un beneficiario o de ser un vehículo. Ser un beneficiario significa ver el mundo por primera vez tal y como es. Pero usted ha hecho otra elección, la de ser un vehículo, y ser un vehículo es… bueno… convertirse en algo meramente funcional para nuestra visión.

Al final había empezado a darme lo que yo necesitaba: información sobre las intenciones de ese hombre.

—Su jefe -dije-, debe de ser un hombre muy seguro de sí mismo, para haber hecho lo que ha hecho.

—No tiene usted ni idea.

—La tengo, lo cierto es que sí la tengo. — Vi que el aplomo del chico empezaba a derrumbarse-. Tiene tanta confianza en sí mismo que me envía a la persona menos creíble de toda la planta como emisario a mi oficina, tanta confianza que dota a su emisario del poder de comunicar unas amenazas y unos insultos en su nombre sin siquiera permitir que ese nombre sea pronunciado. Esto es tener unos huevos importantes, ¿no te parece? ¿O es que es solamente el hombre más necio que ha caminado nunca por la Tierra? Uno de esos desdichado gigolós de Europa del Este, henchidos de pecho y mal vestidos. Francamente, me siento tentado a llamar a la policía y hacer que te arresten.

Un brillo de alarma destelló en esos ojos cenicientos.

—¿Qué les diría, señor Trotta? ¿Que está oyendo cosas? ¿Que sospecha de la presencia de un criminal pero que no tiene ninguna prueba de su existencia? No tiene nada, ¿no?

Descolgué el teléfono con un gesto brusco.

—Vamos a averiguarlo. — Marqué un número sin dejar de mirarle.

—Deténgase, por favor.

Yo bajé el auricular.

—Deprisa, ahora.

—Señor Trotta, ya lo he estropeado. Lo que quería decir es lo siguiente: el señor Torgu es un poderoso criminal internacional que quiere entregarse a las autoridades. Ha venido aquí a contar su historia porque varios gobiernos de Europa del Este han enviado a gente para que acaben con él, ya que sabe demasiadas cosas. Él intentó decir esto, y mucho más, a Edward Prince. Intentó explicarle que había trabajado como agente doble para nuestro bando durante la Guerra Fría y que por eso los servicios de inteligencia de los países del Pacto de Varsovia lo quieren muerto. Pero tiene miedo de acudir al gobierno de Estados Unidos a causa de su largo historial de actividades ilegales. La entrevista hubiera sido su manera de alargar la mano. Pero Prince está enfermo, evidentemente, y no es capaz de cumplir su tarea. Así que mi amigo quiere terminarla con usted. Lo único que le pide es que tengan una reunión.

Colgué el teléfono. Algunos elementos de esa historia tenían cierta plausibilidad.

—¿Y qué me dices de todas esas tonterías? ¿Beneficiaros y vehículos?

Él tragó saliva.

—Hace demasiado tiempo que trabajo para ese hombre aterrador y poco razonable, y eso cuesta un precio.

Le escruté detenidamente.

—¿Cómo llegaste a conocerle?

Él alargó la mano hasta el tirador de la puerta.

—Contactos.

—Otra mentira y telefonearé, y tu nuevo amigo tendrá que enfrentarse a las consecuencias. Quizá no le caigas tan bien como ahora. ¿O es que me confundo acerca de la calidez de vuestra relación?

En ese momento, por primera vez en el breve tiempo que hacía que nos conocíamos, vi algo que me hizo sentir pena por ese chico: que era solamente un chaval, que estaba asustado y que se había metido de lleno en algo que casi no comprendía.

—Lo crea o no -me dijo-, me metí en esto por amor, y luego ya fue demasiado tarde dar marcha atrás. Eso es lo único que puedo decirle.

No intenté comprender, pero eso parecía estar más cerca de la verdadera naturaleza de su relación con el tema. En cualquier caso, no era una mentira directa.

—¿Puedo decirle que tendremos una reunión? ¿Tarde, por la noche?

Yo negué con la cabeza.

—Nos encontraremos mañana. A plena luz del día.

Al haber alcanzado su objetivo, recobró la arrogancia.

—Él no tiene miedo de la luz. Está usted cometiendo un comprensible aunque obvio error. A mucha gente le pasa, y eso le enoja enormemente.

Mientras termino esta narración, me doy cuenta de que toda palabra con visos de plausibilidad salida de los labios de ese odioso cineasta contiene algo no verdadero. Me da una historia de espionaje sobre un criminal postsoviético que esconde una información más importante. Pero no me enfrento con un criminal normal, ni siquiera con uno extraordinario. La verdad de este asunto reside en otra cosa, en aspectos que, por accidente, él ha conseguido comunicar a pesar de su intento por ocultarlos. Todo este asunto tiene que ver con los nombres de lugares. ¿Cómo lo llamó él exactamente? La voz. Y la voz susurra nombres de lugares. Y yo conozco los nombres. Esa alimaña pronuncia nombres. Yo he estado oyendo esos nombres durante meses sin haber tenido el discernimiento necesario para hacer lo evidente: escribirlos.

21 de mayo,

más tarde

He aquí una lista parcial. No sé qué significa. No sé si me creo a mí mismo. Pero el instinto me dice que ese gánster trastornado utiliza los nombres de lugares para hacer algún tipo de daño a nuestro lugar de trabajo. Si tuviera que explicarlo, diría que son los restos de un alterado y menospreciado código de la Guerra Fría, una señal muerta que había pertenecido a un servicio de inteligencia remoto ya perecido que ha sido revivido para cumplir un oscuro propósito. Todo este asunto me hace recordar ese viejo chiste sobre unos mensajes subliminales, sobre unas palabras aparentemente pertenecientes al lenguaje común que tienen la intención de persuadir al oyente. Sí, tiene la pinta de un hilarante y exagerado truco de factura de Bloque del Este y, a pesar de ello, tiene algo que consigue deshacer e inquietar. ¿Es esto terrorismo? Si cierro los ojos y escucho con atención cada una de las sílabas, acabo teniendo una cadena de vocales y consonantes que no pueden, en apariencia, tener ninguna relación, pero pueden servir como marcadores de un discreto código. Algunas de ellas son nombres de lugares, si no me equivoco, y otras son más oscuras pero suenan vagamente familiares. Son, más o menos, las siguientes: Persépolis, Nicópolis, Atlantis, Cartago, Chicago, Meca, Hiroshima, Atlanta, Chickamauga, Silo, Lepanto, Constanza, Constantinopla, Kulikovo, Martwa Droga, Poltava, Varna, Mazamuri, Luapula, Salónica, Balaklava, Nagasaki, Hue, Somme, Mame, Tyre, Caporetto, Tuol Sleng, Shenyang, Gaoyao, Congo, Manchuria, Lhasa, Medina, Rúmbala, Nitra, Shanghai, Nankin, Nineveh, Ga-llipoli, Gomorra, Treblinka, Lubyanka, Kotlas-Vorkuta, Cayamarca, Khe-Sanh, Antietam, Blenheim, Dien Bien Phu. Algunos de éstos son lugares de la infamia. Otros son aproximados. Pero ¿por qué? Es el número treinta y ocho de la serie comprensible, Nankin, el que ofrece la primera posible pista del significado del código. El prometido de Evangeline debió de haber oído parte de esta secuencia, también. Debió de haber llegado a la planta veinte y oyó o vio algo, y ellos intentaron matarle, y él quiso decírselo a alguien, pero nadie podía comprenderlo. Intentó contárselo a su madre, ella me lo dijo. La despertó mientras dormía y pronunció una palabra, Nanking, aunque él nunca había estado allí. Prince debe de saberlo, también, el pobre tipo, pero le tienen aterrorizado mortalmente. Y ahora yo estoy asustado. Y no tengo ni idea de cómo continuar. Ese pesado mocoso tiene razón. ¿Qué puedo decirle a la policía? Aparte de recurrir al cuerpo de policía, no tengo ni idea de cómo responder a esta amenaza, aunque quizá sea una buena idea que me ausente durante unos días y me vaya al norte, o me encierre en una casa de campo. Estamos al final de la temporada, podría decir que estoy enfermo. Bajo ninguna circunstancia debo tener esa entrevista con el criminal. Bajo ninguna circunstancia debo encontrarme con ninguna otra persona hasta que tenga más información. A través de la ventana de cristal de mi oficina, veo a un editor, Remschneider, que camina sonámbulo; es uno de los enfermos. Ha oído la voz, no tengo ninguna duda. Está en su mente, al igual que en la mía, pero él ha sucumbido y ahora yo recuerdo una cosa, una conversación que mantuve el otoño pasado con una de nuestras editoras, Julia Barnes, y de repente me vuelve una idea, esa extraña conversación acerca de la herencia genética y sobre Transilvania del pasado otoño. Ella intentó decirme algo, y yo lo convertí en un chiste, y entonces esos editores se pusieron enfermos. Julia Barnes lo sabe. Me lo dicen las tripas. Lo sabe. O lo sabía. Si no se ha contagiado, es una aliada.

P.D. La agitación está a la orden del día. La cadena ahora ha decidido modificar el programa, quizás al notar nuestra vulnerabilidad. Bob Rogers ha convocado una reunión para el próximo lunes. Todos los productores y corresponsales, todo el mundo, debe volver a Nueva York para ser informados acerca del futuro de
La hora
. Es el fin de la temporada y, si no me equivoco, el fin del camino.

LIBRO 12

La alianza

Cuarenta y tres

J
ulia Barnes se había mantenido apartada, lo cual solamente era posible en esos días de final de temporada televisiva gracias a la ausencia del productor y a la dificultad de una historia a la otra orilla del Atlántico. Los días se alargaban al otro lado de la ventana de su dormitorio. A veces caminaba dos docenas de manzanas desde su apartamento de Chelsea siguiendo el curso del brillante Hudson, más allá del agujero en el suelo, hasta el edificio de la calle Oeste. Pudo pasar más tiempo con sus hijos y vio algunas películas. Esa agenda relajada la nutrió de cuerpo y mente y le hizo sentir, como le pasaba siempre en esa época del año, que existía una vida más allá de los muros de su trabajo. Su esposo, un cocinero aceptablemente bueno, preparaba platos propios de la estación. Veían a los viejos amigos. «Sí -pensaba cada mañana mientras daba el paseo al lado del río-, podré sobrevivir un año más.»

Pero algo se estaba acercando. Cada vez que entraba en el vestíbulo del edificio, mostraba la identificación de seguridad y llegaba al rellano de los ascensores, percibía una oscuridad renovada y se resistía a ella. Esa oscuridad le despertaba una sensación de inminente fatalidad, pero eso era lo de menos: su presión arterial se resentía, al igual que su sistema digestivo y su sistema nervioso. Los dolores de cabeza la asaltaban con una fuerza desconocida hasta entonces. Eso era puro estrés, porque a nivel físico estaba envejeciendo bien. Sí, quizá podía perder un poco de peso; por supuesto, podía comer más pescado y hacer más ejercicio; podía acumular esos omega tres y elevar un poco el colesterol bueno. Por supuesto que por supuesto. Su médico se lo había dicho. Pero ésas eran preocupaciones normales en una mujer menopáusica. No había ningún síntoma físico real de decadencia, y a pesar de eso, dentro del edificio, notaba la presencia de ello, un deterioro creciente que ya había afectado a los demás.

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