Tierra sagrada (49 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Sacó el reloj de bolsillo y lo abrió. Se suponía que todas las familias con solera de California acudirían a la fiesta, además de algunos ingleses ricos recién llegados al lugar. La trataban como si perteneciera a la realeza, como si fuera una reina. Ryder se echó a reír. Angela de Navarro, reina de Los Ángeles.

Además de dirigir el rancho —prosiguió en voz alta, pese a que el fotógrafo estaba a todas luces más interesado en sus sustancias químicas, lo que no molestaba a Ryder, pues su soliloquio iba destinado a preparar el artículo que debía escribir—, también dedicó sus energías a las buenas obras y a manifestaciones de orgullo cívico. Sí, señor, la viuda de Navarro tiene mucho poder en este pueblo. Gracias a ellas se construyeron aceras de madera para que las señoras pudieran caminar por ellas sin arrastrar los vestidos por el polvo y el barro. Contribuyó a la financiación de las Hermanas Católicas de la Caridad en 1856, que crearon un orfanato para niños de todas las confesiones. Asimismo, ayudó a financiar el primer hospital, y dos veces al año, por Navidad y Pascua, distribuye comida y ropa entre viudas y huérfanos. Cuando el ayuntamiento creó en 1853 la primera junta de educación, Angela de Navarro fue una de sus miembros originales, y cuando se construyó la primera escuela pública en la esquina de Spring Street, Angela de Navarro insistió en que la escuela admitiera a niños y niñas. Así que recuerde, caballero, que no va a fotografiar a una mujer cualquiera.

—Estoy preparado —dijo por fin el fotógrafo.

Los nueve hijos de Angela le habían dado más de treinta nietos y demasiados bisnietos como para poder contarlos. No todos habían sobrevivido, como tampoco todos sus propios hijos. Carlota había muerto mucho tiempo atrás en México, pero Angélique y su esposo estadounidense, Seth Hopkins, que había encontrado oro en el norte y viajado al sur para cultivar cítricos, vivían allí en compañía de sus hijos. Sin embargo, pese a la gran familia que Angela consideraba en secreto su «pequeña tribu» aún añoraba muchísimo a Marina.

Tal vez ésa era la pieza que faltaba en su mente: Marina.

El fotógrafo la acomodó en una gran butaca muy ornamentada que parecía un trono y dispuso en torno a ella a sus hijos, hijas, nietos y bisnietos. Llevaba un sombrío vestido negro con cuello y puños de encaje blanco, así como un pequeño velo de encaje sujeto al cabello, también blanco. Durante largo rato, el fotógrafo fue cambiando de lugar a los familiares para poder incluirlos a todos en la fotografía. Pero los niños se removían impacientes, los bebés lloraban y los hombres maldecían el calor, de modo que el acontecimiento empezaba a convertirse en una dura prueba. Sólo Harvey Ryder parecía pasarlo bien sentado a la sombra, comiendo naranjas y con la mirada fija en el rollizo trasero de una de las indias.

En medio de toda aquella confusión, las quejas, los cambios de lugar, los sombreros agitándose para dar aire y los consejos al fotógrafo, de pronto Angela se puso rígida. Ryder, cuyo instinto se había aguzado con los años, lo advirtió de inmediato y se levantó de un salto. En los ojos de la anciana se reflejaba la más extraña de las expresiones.

En el primer momento, nadie reparó en que Angela se había puesto en pie, pero cuando empezó a alejarse de la reunión y el fotógrafo le recordó que la necesitaban para el retrato, Angélique la siguió sin tardanza.

—¿Estás bien, abuela? —le preguntó.

Angela se detuvo al final del jardín, donde un muro bajo de piedra separaba la casa de los edificios de la granja. Sus ojos, rodeados de pliegues y arrugas, pero aún brillantes y agudos, permanecían fijos en el sendero que conducía al Camino Viejo.

Los demás se acercaron a ella entre manifestaciones de preocupación, insistiendo en que se sentara, preguntándose si debían llamar al médico, poniéndose nerviosos mientras Angela, completamente inmóvil, miraba el sendero.

De pronto, todos los presentes enmudecieron, y el viento les llevó el vago golpeteo de cascos de caballos y el crujido de ruedas de carros. Antes de que supieran quién se aproximaba, los labios de Angela se curvaron en una sonrisa, y de ellos brotó una única palabra:

—Marina.

Al cabo de un instante, los presentes, paralizados por el asombro, vieron las carretas, las personas montadas en ellas y el voluminoso equipaje que anunciaba a viajeros llegados de muy lejos. Al pescante de la primera carreta se sentaba oír hombre manco de cabello color platino y barba blanca, y junto a él una atractiva mujer de mediana edad ataviada con vestido y sombrero anticuados. En la segunda carreta iban un hombre y una mujer más jóvenes con dos niños entre ellos, y en la tercera llevaba las riendas un muchacho.

—¡Dios mío! —exclamo uno de los hijos de Angela, un hombre de unos sesenta años que se parecía a Navarro en lo físico aunque no en su carácter—. ¡Mamá, es Marina! ¡Ha vuelto a casa!

Todos salieron al encuentro de los viajeros, rodeando la comitiva como un pueblo entero que diera la bienvenida a unos soldados al regreso de la guerra. Angélique permaneció rezagada con Angela junto al muro del jardín, contemplando la escena con los ojos inundados de lágrimas. Angélique, asiendo del brazo a su abuela, percibió que la anciana temblaba de emoción y vio lágrimas en sus mejillas marchitas.

—Es tía Marina —murmuro, atónita.

Una procesión jubilosa acompañó a los carromatos hasta la hacienda. Los adultos vitoreaban a los recién llegados y los niños corrían felices de un lado a otro. Sólo un puñado de ellos recordaba a Marina, pero todos habían oído hablar de ella. Su repentina aparición era como la aparición de un santo. Todos, incluidos el aturdido fotógrafo y el cínico periodista, percibían la magia del momento.

Por fin los carromatos se detuvieron junto al muro de piedra, y Marina permaneció un instante sentada al pescante, mirando a su madre. Luego se apeó con ayuda de sus hermanos y abrazó a la anciana como si se hubieran despedido el día anterior en lugar de treinta y seis años antes.

Las fantasmas habían regresado para susurrarle al oído, burlarse de ella, recordarle cosas pasadas. Entre los postigos abiertos distinguía la posición de la luna: era casi medianoche.

Yacía despierta en la cama con dosel donde había parido a sus hijos y pensaba en el intenso día que tocaba a su fin. La comida, la música, el baile, todos los amigos que habían acudido, los viejos rancheros españoles, los artesanos mexicanos, los ingleses recién llegados, incluso dignatarios como Cristóbal Aguilar, alcalde de Los Ángeles, así como un telegrama de felicitación del gobernador. ¡Y Marina había vuelto a casa! Un día de lo más satisfactorio para cualquier mujer. Pero aun así seguía experimentando aquella sensación de vacío con la que había despertado por la mañana.

En aquella hora oscura y silenciosa, cuando sus pensamientos discurrían claros y tranquilos, empezó a comprender que no se trataba de algo que había olvidado, sino de algo que debía hacer. Pero ¿qué?

Angela se levantó del lecho y se puso las zapatillas. Contempló con una sonrisa todos los regalos de cumpleaños que había recibido. Los dos más preciados eran la figurilla azteca de jade rosa que le había regalado Angélique y las acuarelas que Daniel había pintado en China.

—¡Gracias a Dios no fue el brazo bueno! —exclamó su yerno cuando Angela mencionó la tragedia de haber perdido un brazo por culpa de la bala de un bandido.

Se echó un chal sobre los hombros y se guardó la estatuilla de jade en el bolsillo, creyendo que aquella noche necesitaría la suerte de una antigua diosa, cogió una vela y recorrió la oscura y silenciosa columnata, pasando por delante de las puertas cerradas tras las que dormían sus familiares hasta llegar a la última habitación.

Era su estudio particular, decorado con una enorme lámpara de hierro, pesados muebles, librerías que llegaban hasta el techo y una chimenea tan amplia que se podía entrar en ella de pie. Sobre el escritorio había pilas de cartas sin contestar, escritas por personas que pedían dinero, consejo o la oportunidad de hacer negocios con ella. Puesto que la vista de Angela ya no era la de antes y sus manos temblorosas ya no eran capaces de escribir cartas legibles, un secretario se encargaba de tales menesteres; pero no pasaba un solo día sin que se sentara frente al escritorio y repasara los libros, las cuentas, los recibos y las facturas.

Antaño, ése fue el centro del poder de Navarro, donde recibía a las visitas importantes, dispensaba favores como un rey o repartía castigos como un déspota, donde reprendía a sus hijos y censuraba a sus trabajadores, donde firmaba contratos y acuerdos que significaban inmensas cantidades de dinero y comerciaba con bienes tanto legales como ilegales. En aquella estancia ayudaba a sus amigos y destruía a sus enemigos. En una ocasión incluso había recibido allí al gobernador de California y tuvo la arrogancia de permanecer sentado cuando el político entró. Navarro se sentaba en su magnífico trono y manipulaba su báscula del bien y el mal, y en todos los años de su tiránico mandato, jamás franqueó la entrada a Angela.

La anciana recordó la noche en que visitó a Navarro mientras éste convalecía de la puñalada. Su esposo sobrevivió, pero perdió mucha sangre y una infección lo obligó a guardar cama durante semanas. Durante aquel período, Angela asumió la dirección del rancho, pues la costumbre local permitía a las esposas hacer de rancheras durante las ausencias de sus maridos. Aquella noche se acercó a la cama de Navarro y miró con detenimiento al hombre que yacía indefenso entre las sábanas.

—Esta tierra es mía —declaró—. No me importa lo que hagas a partir de ahora, pero no volverás a dirigir Rancho Paloma. Y si vuelves a tocarnos a mí o a mis hijos, te apuñalare hasta la muerte.

Cuando por fin sanó y fue a su estudio para reanudar el trabajo. Navarro encontró a Angela sentada a la mesa, repasando los libros mayores. Sus miradas se cruzaron desafiantes durante un momento, y por fin Navarro giró sobre sus talones y salió sin decir palabra. Jamás volvió a poner los pies en el estudio.

Angela abrió un cajón, sacó una bolsa de hule y se la puso bajo el brazo. Luego salió del estudio y recorrió de nuevo la columnata hasta llegar al dormitorio de Marina y Daniel Goodside.

Mientras llamaba con suavidad a la puerta, sabedora de que las mujeres de mediana edad tenían el sueño ligero, mientras que los hombres de mediana edad dormían a pierna suelta, Angela se maravilló de nuevo ante la historia de su hija. Marina permaneció los primeros diez años de matrimonio en su casa de Boston, ocupada en traer al mundo a cuatro hijos. Al cabo de aquel período, Daniel fue enviado a la misión de China. Allí viajó toda la familia para difundir la palabra de Dios durante treinta y cinco años. Marina le explicó que cuando creyó prudente escribir a casa, al decidir que Navarro ya era demasiado viejo para representar una amenaza, intentó enviar cartas, pero resultaba difícil. Muchos chinos desconfiaban de los extranjeros. Marina consiguió llevar personalmente una carta a bordo de un buque que navegaría a América, pero el navío naufragó en una tempestad.

Hacia un año. Daniel se retiró de la misión. De China viajaron a Hawái, donde Marina escribió otra carta, pero tras el primer intento fallido decidió que más valía volver a casa. Apenas albergaba esperanzas de que su madre siguiera viva o los Navarro continuaran viviendo en aquella tierra, pero… ¡llegar precisamente el día del cumpleaños de su madre!

Angela lo consideraba una señal. Estaba escrito, al igual que también estaba escrito que Marina debía acompañarla en aquel último viaje.

—Vístete —ordenó a su hija cuando Marina le abrió la puerta—. Tienes que acompañarme.

—¿Adónde?

—Necesitaremos un coche.

—Pero es muy tarde, madre.

—Hace una noche muy cálida.

—¿No puedes esperar hasta mañana?

—Hija mía, el pasado se está mostrando muy insistente conmigo esta noche. Debemos llevar con nosotras a Angélique.

Angélique, de cuarenta y dos años y figura rolliza tras siete embarazos, se había puesto un aparatoso miriñaque que apenas dejaba lugar en el coche para la otras dos mujeres. Pero a sus cincuenta y cuatro años, Marina estaba delgada por los largos años de arduo trabajo y sacrificio, y además llevaba un sencillo vestido que seguía la moda de veinticinco años atrás y por su parte, Angela era menuda y frágil, de modo que cupieron las tres.

Su hija y su nieta protestaron cuando el leal cochero de Angela las ayudó a subir al coche. Hacía quince años que el hombre llevaba a Angela por todo el rancho y no hizo preguntas cuando su señora lo despertó en plena noche para que la llevara a resolver un asunto urgente. Sin embargo, Marina y Angélique no se negaron a acompañar a la anciana, pues ambas sabían que si no iban con ella, Angela iría sola.

—Deja al menos que Seth y Daniel nos acompañen.

Pero Angela denegó con la cabeza. Era un asunto de mujeres. Que los hombres siguieran durmiendo.

—¡Pero madre! —exclamó Marina alarmada cuando llegaron al Camino Viejo y el cochero giró hacia el este—. ¡Es peligroso ir a la ciudad de noche!

—No nos pasará nada malo.

—¿Cómo lo sabes?

Angela no respondió, y Marina cambió una mirada asustada con su sobrina. Al menos tenían como consuelo la presencia del cochero, un hombre de gran corpulencia que llevaba una espada envainada, además de un cuchillos y una pistola sujetos al cinto.

Viajaron por los campos en silencio, y cuando bordearon un determinado encinar. Angélique explicó a su tía que el rancho de los Quiñones ya no existía. Pablo, que debía haberse casado con Marina treinta y seis años antes, acababa de vender sus tierras a un estadounidense llamado Crenshaw.

Al acercarse al pueblo percibieron el hedor de los surcos de irrigación a los que iban a parar las aguas residuales de casas y tiendas a través de cañerías de madera. Las calles estaban iluminadas por lámparas de aceite que los dueños de las casas y los tenderos colgaban en el exterior de sus edificios, tal como marcaba la ley. Sin embargo, corría el rumor de que la luz de gas estaba a punto de llegar a Los Ángeles. Los bares aparecían brillantemente iluminados y de todos brotaba música. A lo lejos resonaban disparos, dos hombres se peleaban en la acera de madera.

También vieron a indios durmiendo en portales o dando tumbos por la calle, borrachos por el licor del hombre blanco.

El coche pasó ante la Escuela Pública N° 1, situada en la esquina de Spring Street, Temple Street y Main Street; donde hasta hacía poco sólo había edificios de adobe, empezaba a ser territorio de los gringos, que erigían construcciones de madera y ladrillo. Los patios y las fuentes españolas daban paso a estilos arquitectónicos que recibían rimbombantes nombres como romántico, Reina Ana y neocolonial, con profusión de columnas, aguilones y tejados abuhardillados. Los nombres de las calles también habían cambiado. Lo que antes era Lonia, ahora se llamaba Hill, Aceituna era Olive, Esperanzas, Hope, y Flores, Flower. Eran algunos de los cambios introducidos por los gringos.

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