Tierra sagrada (47 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

—Joven, he albergado y perdido la esperanza tantas veces que ya me da igual. Sea cual sea su estafa, conmigo no le funcionará.

—Pero… ¿acaso no me parezco a su hija? Hace unos minutos, cuando me ha visto, ha puesto una cara…

—No es usted la primera en darse cuenta de que se parece a una heredera e intentar aprovecharse de ello. Y mi hija no tenía las facciones muy marcadas. Era guapa, nada más, como usted.

—¿Quién era mi padre?

Kathleen enarcó las aristocráticas cejas.

—¿Cómo quiere que sepa quién era su padre?

—Quiero decir…, ¿quién dejó embarazada a su hija?

Kathleen chasqueó la lengua con impaciencia.

—Debo insistir en que se marchen.

—Señora Dockstader, ¿sufría mi madre jaquecas fuertes, más bien migrañas, que la hacían ver visiones y oír voces? ¿O usted, tal vez?

Kathleen se acercó a la pared pulsó el botón de un interfono.

Dicho aquello salió de la estancia.

—Señora Dockstader —persistió Erica, echando a andar tras ella—. Créame, todo lo que le he contado es cierto…

De repente se detuvo en seco.

Al otro lado de un salón decorado con alfombras y estatuas blancas, colgaba de la pared un enorme lienzo en el que se veían dos soles, uno rojo intenso y el otro amarillo.

Jared asió a Erica del brazo.

—Será mejor que nos vayamos, de lo contrario nos hará detener. —En aquel instante, él también vio el cuadro—. Dios mío, ¡es la pintura de la cueva!

Erica buscó con la mirada a Kathleen Dockstader, pero la mujer había desaparecido, y al poco apareció en el umbral del salón un hombre corpulento con americana y una placa que decía: «Seguridad de la Plantación Dockstader». Erica y Jared salieron sin decir palabra, subieron al Porsche y se alejaron a toda velocidad por el camino.

Cuando se unieron al tráfico de la carretera de las colinas, Jared apartó los ojos de la calzada para mirar a Erica. Tenía la mirada fija al frente, el perfil tenso y los ojos relucientes de lágrimas. Sentía deseos de detener el coche, estrecharla entre sus brazos y besarla como la había besado al sacarla de la cueva. Le entraron ganas de dar media vuelta, volver a casa de la señora Dockstader y espetarle que era una zorra sin corazón. Necesitaba algún dragón que matar.

—¿Estás bien? —se limitó a preguntar.

Erica asintió con los labios apretados.

Cuando se detuvieron ante el siguiente semáforo en rojo, Jared miró hacia la derecha, donde los campos de golf y los lujosos hoteles aparecían bañados en sofisticadas luces que parecían desafiar las estrellas que empezaban a lucir en el firmamento, hacia adelante, donde la carretera pasaba junto a restaurantes, tiendas, gasolineras y semáforos, y por fin hacia la izquierda donde una calle serpenteaba una empinada cuesta hacia una zona cubierta de arbustos, cantos rodados y flores silvestres. Cuando el semáforo cambió, giró a la izquierda. Erica no protestó.

Jared se volvió en el asiento para mirar a Erica, esperando a que hablara.

—Es mi abuela —musitó Erica al cabo de unos instantes—. Es mi abuela y lo sabe.

Por fin se volvió hacia él; estaba pálida en extremo.

—¿Te has fijado en la expresión de su cara cuando me ha visto? Me ha reconocido. ¿Por qué me rechaza después de haber dedicado tanto esfuerzo y dinero a encontrarme? —Se miró las manos—. El informe de Personas Desaparecidas decía que Monica estaba embarazada de cuatro meses, lo que significa que salía de cuentas en noviembre de 1965. Yo nací en noviembre de 1965. ¿Por qué me rechaza mi abuela?

—Es imposible comprender lo que sucede en el corazón de otra persona —sentenció Jared.

Alargó el brazo sobre el respaldo del asiento para poder rozar el cabello de Erica con los dedos. La oscuridad del bosque se cernía sobre el coche, como si quisiera proporcionar más intimidad a sus ocupantes, o quizás escuchar lo que decían.

—Tras la muerte de Netsuya —murmuró Jared—, huí para esconderme del mundo. Me encontraron unos biólogos marinos. Lo único que mi padre me dijo cuando le llevaron a casa fue que había avergonzado a la familia. Más tarde se disculpó e intentó retractarse, pero es muy difícil retirar las palabras. Nuestra relación no ha vuelto a ser la misma desde entonces.

Le acarició un rizo de la nuca. Erica empezó a temblar. La noche se tornó más oscura, las estrellas, más brillantes. Ojos dorados parpadeaban entre los arbustos, y un ave nocturna emitió un chillido solitario y doliente.

—Cuando era pequeño soñaba con ser arquitecto —prosiguió Jared—, pero mi padre quería que me hiciese abogado, así que me hice abogado. Siempre lo he admirado y respetado, pero en aquel instante, cuando me dijo que había avergonzado a la familia, vi ante mí a un perfecto desconocido, a un hombre que no me gustaba. Creí que nunca podría perdonarlo, pero ahora… —Suspiró y clavó la mirada en el bosque—. Al oír tu historia y ver la reacción de la señora Dockstader, comprendo que los padres, los abuelos, los hermanos y las hermanas no son más que seres humanos y por tanto imperfectos. Dale tiempo, Erica. Sabes que está pensando en el asunto.

Por fin, Erica lo miró con ojos ambarinos como los de los habitantes del bosque que los observaban.

—El cuadro, Jared. Tiene que ser allí donde vi la imagen que me persigue en sueños desde que era pequeña.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jared con el ceño fruncido.

Erica abrió la portezuela y bajó del coche. Jared la siguió. Desde aquel punto de observación privilegiado, el valle de Coachella se extendía a sus pies hasta el horizonte, como un mar negro en el que se reflejaran mil estrellas. Durante unos instantes aspiraron el aire frío de la montaña, inhalando la fragancia de los pinos y la tierra margosa. Luego. Erica enfiló un sendero iluminado por la luz de la luna. Jared caminaba junto a ella.

—Desde que era pequeña sueño una y otra vez con la pintura de la cueva. Por eso pedí a Sam que me asignara el proyecto cuando vi la imagen en las noticias hace unas semanas. Dejé que Sam creyera que quería desesperadamente el trabajo a causa del desastre de Chadwick, que necesitaba restablecer mi buena reputación, pero en realidad es porque llevo toda la vida soñando con esa pintura y pensaba que en la cueva encontraría respuestas…, aunque lo único que he encontrado es más misterio.

Llegaron a un arroyo que borboteaba en susurros, como si contara un secreto. Erica se estremeció de frío. Jared se quitó la chaqueta y se la echó sobre los hombros.

—¿Por qué has preguntado a la señora Dockstader lo de las jaquecas?

—Llevo sufriéndolas desde que tengo uso de razón. No son dolores de cabeza normales, sino más bien migrañas fortísimas. Mis profesores siempre creían que las fingía para llamar la atención o escabullirme de los exámenes. Una enfermera de la escuela me creyó y me envió al médico, pero como suele pasar con la sanidad pública, el hombre se limitó a mirarme las orejas y hacerme decir «ah». Nadie me tomó en serio hasta el día en que me desplomé en la universidad. Me he sometido a toda clase de pruebas y programas, me han visitado especialistas en migrañas, neurólogos, incluso psicólogos. Nadie sabe, qué causa las jaquecas, pero lo que ven los desconcierta, son los fenómenos auditivos y visuales que a veces las acompañan.

El claro por el que discurría el arroyo estaba bañado por la luna que confería un aura plateada y mercúrica al agua, los amentos y las rocas. Era como si todos los colores se hubieran desvanecido de la faz de la tierra, dejando sólo matices espectrales.

—¿Qué clase de fenómenos? —preguntó Jared, reparando en que la luz de la luna había teñido de marfil la piel bronceada de Erica.

—Veo cosas y a veces también oigo cosas.

—¿Por qué no me habías contado lo de los sueños?

—Ya ves que no.

Sus miradas se encontraron en la noche.

—Sí.

—¿Cómo son las visiones?

Erica se frotó los brazos.

—La primera vez que tuve una, al menos que yo recuerde, empezó con un dolor de cabeza terrible. No sé si me dormí o me desmayé, pero de repente vi miles de mariposas en la clase. Eran preciosas, radiantes y volaban por todas partes. Cuando recobré el conocimiento estaba en la enfermería. «¿Adónde han ido las mariposas?», fue lo primero que pregunte. «¿Qué mariposas?», dijo la enfermera. Por eso nunca me adoptaron, por los dolores de cabeza. Nadie quiere adoptara un niño enfermo.

Erica recorrió con la mirada los cercanos picos de las montañas que borraban las estrellas. Sus ojos buscaban algo, como si esperan ver a alguien de pie en alguna cumbre.

—Atravesé una fase en la que siempre tenía la maleta hecha y estaba lista para cuando vinieran a buscarme mis padres. Cada vez que me trasladaban a otro hogar de acogida, llamaba a la trabajadora social para asegurarme de que darían a mi madre la nueva dirección. A veces llamaba a los servicios sociales para preguntar si mi madre había llamado…, pero nunca llamó. No quería saber nada de mí —añadió con dureza.

Jared le rozó el codo.

—Eso no lo sabes.

—¿Y qué me dices del motero con el que se largó? —espetó Erica en tono desafiante.

—Eso fue algo que oíste decir a un hombre que a su vez había oído un rumor. Puede que sólo pretendiera marcharse de fin de semana. Tal vez tenía pensado volver a buscarte, pero le pasó algo. Es posible que nunca llegues a saber lo que le sucedió a tu madre. Erica.

Erica sacudió la cabeza con amargura, se arrodilló y sumergió la mano en el agua. Jared echó un vistazo a su alrededor mientras intentaba recordar qué había leído acerca de los gatos monteses en aquella zona, y entonces se dio cuenta de que, pese a que no se habían alejado mucho del coche, ya no lo veía entre los árboles, como tampoco veía las luces de Palms Springs. Observó a Erica tomar un sorbo de cristalina agua de manantial y secarse la mano con la falda al levantarse.

—Hay algo más, ¿verdad? Me estás ocultando algo.

Erica denegó con la cabeza, pero sin mirarlo a los ojos.

—Erica, por poco pierdo el juicio cuando te quedaste atrapada en la cueva. No sabía si estabas viva o muerta. Por primera vez desde la muerte de Netsuya comprendí que me importaba otra persona. Creo que todo empezó cuando te vi enfrentarte a Charlie Braddock con el tomahawk. Ahí estabas tú, con tu vestido de fiesta y tus zapatos de tacón alto, blandiendo un hacha ante aquel gigantón. Y aquel día en la reunión secreta de Sam en Century City, cuando les plantaste cara a todos, luchando por los derechos de una mujer que murió hace dos mil años. Eres una luchadora, Erica, y al verte recuerdo que yo también lo era antes de la muerte de Netsuya.

—Son tan antiguos… —masculló antes de volverse de nuevo hacia él con los ojos llenos de lágrimas—. Todo lo que toco es antiguo y está muerto. Quiero vida, Jared.

Jared la asió por los hombros.

—Pues déjame entrar, cuéntame lo que me ocultas.

—¿Crees que mi madre me abandonó a causa de las jaquecas? —sollozó Erica.

Jared la miró con fijeza.

—Dios mío, ¿es eso lo que crees?

—Era una niña difícil de cuidar por culpa de las jaquecas. ¡Por eso nunca me adoptaron! Una familia lo intentó, los Gordon. Eran encantadores y se esforzaban mucho, pero la señora Gordon no podía con mis ataques, que podían darse en cualquier parte, así que me devolvieron a los servicios sociales.

—Erica, no puedes culparte porque tu madre te abandonara. Eras muy pequeña… ¿Por eso nunca te has casado ni tienes ninguna relación estable? ¿Por los dolores de cabeza y los desmayos? No he visto que sufrieras ninguno en las semanas que llevamos trabajando en Topanga.

—Tengo mucho cuidado —explicó Erica mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Conozco los síntomas, y cuando siento cierta tensión en el cuello u oigo una especie de rugido en la cabeza, sé que estoy a punto de sufrir un ataque y me voy a mi tienda para estar sola hasta que se me pasa. No puedo cargar a nadie con la responsabilidad de cuidarme, y me aterra la idea de tener hijos por si lo que tengo es hereditario.

—Yo cuidaría de ti.

De repente, Jared la atrajo hacia sí y la besó con fuerza. Erica le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él durante un largo y vertiginoso instante. Por fin, Jared se apartó un poco de ella.

—Erica, he estado viviendo como un autómata, sin poner los cinco sentidos en el trabajo de Emerald Hills. Eres tú la que lucha de verdad. Te admiré hace cuatro años, cuando nos enfrentamos en el caso Reddman, y también el año pasado, durante el incidente de Chadwick. No fue culpa tuya que el pecio fuera falso. Chadwick se las ingenió para engañar a los arqueólogos submarinos más importantes del mundo. Tú sólo eras un miembro del equipo; tu trabajo consistía en autentificar la cerámica china y lo hiciste a la perfección, porque la cerámica no era falsa. Y la forma en que defendiste tu versión y te disculpaste públicamente por el papel que habías desempeñado en el asunto, también eso fue admirable. En cambio, yo no he hecho nada desde que murió Netsuya. Me he limitado a esconderme detrás de una máscara y pronunciar palabras vacías. Tú me has recordado lo que significa volver a vivir y luchar.

Le tomó el rostro entre las manos.

—Nunca creí que volvería a enamorarme, pero aquí estás tú, mujer guerrera, buena, fuerte y sabia.

Volvió a besarla, esta vez con más suavidad y ternura, hasta que el deseo y la pasión se apoderó de ellos. Jared tendió a Erica sobre la hierba fría y dulce, y en el cielo las estrellas, tan antiguas como el tiempo, se tornaron nuevas de repente.

Capítulo 16

Angela

1866 d. C.

Los fantasmas la perseguían.

No sólo fantasmas de personas, sino también de recuerdos y de tiempos pasados, espectros de árboles y puestas de sol, de amor y tristeza, de palabras pronunciadas con furia y en la oscuridad. La propia Angela era uno de los espíritus que poblaban su mente la mañana de su nonagésimo cumpleaños; la seguía, susurrándole al oído reminiscencias de tiempos remotos.

Durante todo el día, mientras recorría la hacienda que había sobrevivido a ocho décadas de inundaciones, incendios y terremotos, lo que la convertía en la casa más antigua de Los Ángeles, Angela recordó por primera vez sucesos acaecidos ochenta y cinco años atrás. Los años perdidos, como siempre los había denominado, pues no guardaba recuerdo alguno anterior a su sexto cumpleaños, celebrado ya en esta casa. Su cabello se había tornado blanco como la nieve que coronaba los montes de San Gabriel en invierno, pero aún llevaba la espalda erguida, caminaba sin ayuda y pensaba con claridad diáfana. Pero aquella mañana al despertar se dio cuenta de que su mente estaba llena de recuerdos desconcertantes y olvidados hacía mucho tiempo.

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