Meneó la cabeza. Angélique invadía sus pensamientos como si lo hubiera seguido hasta allí.
Intentó pensar en otras cosas, en los cambios que la categoría de Estado produciría en California, dónde debería comprar la granja, si el invierno llegaría pronto ese año. Pero su mente poseía voluntad propia y no parecía querer pensar más que en Angélique D'Arcy. El domingo anterior, por ejemplo, el predicador itinerante había acudido a Devil's Bar y el bar fue convertido en iglesia para la ocasión. La señorita D'Arcy llegó tarde. Cuando apareció en el umbral, todas las cabezas se volvieron para mirarla, y se hizo el silencio. Llevaba uno de sus hermosos vestidos, coronado por una magnífica mantilla de encaje español que le cubría la cabeza y los hombros, y en las manos enguantadas sostenía un misal y un rosario. Mientras el silencio se prolongaba, pues los católicos eran objeto de suspicacias en aquel asentamiento predominantemente protestante, en lugar de adelantarse, la señorita D'Arcy se sentó al fondo de la sala con las prostitutas.
El oro, más pesado que la arena, se quedaba en el centro del platillo mientras la arena se desplazaba hacia los lados, de modo que Seth podía recoger las pepitas y los fragmentos con pinzas. Cuidadosamente vertió el resto del agua y con la yema del dedo limpia y seca levantó las últimas partículas de oro para meterlas en el frasco de vidrio. Era un trabajo arduo, largo y extenuante. A veces no encontraba ni una sola mota de oro en todo un día, pero otras localizaba pepitas que se le antojaban grandes y relucientes como el sol.
Terminada aquella tarea, se sentó sobre los talones y se enjugó la frente con un pañuelo. En la otra orilla del río se alzaban las ruinas del poblado indio. Seth había sido uno de los primeros en apropiarse de una parcela en aquel recodo del río. El día de su llegada, el poblado era un hervidero de actividad. Los indios se habían acercado a la orilla para observar al blanco loco que tamizaba la tierra. Al poco, otros hombres blancos llegaron con picos y palas para construir diques y grandes plataformas de madera a fin de dragar la gravilla del lecho fluvial. Los peces no tardaron en desaparecer del río, por lo que los indios se fueron en busca de otras fuentes de alimento.
Algunos incluso empezaron a buscar oro porque, aunque a ellos el metal de nada les servía, habían aprendido que con él podían comprar mantas y comida. Había quien trabajaba en granjas de blancos y lugares como la serrería de Sutter. Cuando Seth y la señorita D'Arcy se detuvieron en la serrería para abrevar a los caballos durante el trayecto desde Sacramento, vieron a varios centenares de indios acuclillados al sol de mediodía. En cuanto sacaron recipientes llenos de comida y los colocaron en el suelo, los indios se abalanzaron sobre ellos y empezaron a engullirla a toda prisa, como si supieran que no habría suficiente.
Sin embargo, casi todos los indios se escondían en las montañas. Algunos blancos creían que los indios ya no tenían derecho a vivir en aquella tierra y por lo tanto los perseguían con armas. Por su parte, el gobierno federal intentaba reunir a todos los nativos y confinarlos en reservas. Las únicas aldeas supervivientes estaban habitadas por mujeres, pero incluso éstas empezaban a desaparecer a causa de los flagrantes secuestros de que eran víctima. Cuando se propagó el rumor del oro, los hombres y las mujeres de California lo dejaron todo para dirigirse a los campos auríferos. De repente, las granjas y los ranchos se quedaron sin trabajadores, y los ricos sin sirvientes, de modo que surgió el lucrativo negocio de raptar a mujeres y niños indios que eran llevados al sur y vendidos como mano de obra.
Mientras descansaba bajo el cálido sol, Seth contempló los colores de las flores silvestres y el azul del cielo, detalles que llevaba años sin advertir. Le atormentaba el recuerdo de la penitenciaría de Eastern State, con su programa experimental de rehabilitación a través del aislamiento, lo que los funcionarios de la prisión no sabían era que, para Seth, el confinamiento solitario no era tan distinto del silencio de la casa de su padre y de la oscuridad de las minas de carbón.
—Espero que hayas aprendido algo aquí —dijo el alcaide el día en que salió en libertad.
Pero lo único que Seth había aprendido era que cada uno estaba solo en el mundo. Todos los hombres nacen solos y deben sobrevivir solos, sin esperar que nadie los ayude a arreglárselas.
Mientras alargaba la mano hacia el platillo y reunía fuerzas para otra hora de arduo trabajo, lo asaltó una imagen sorprendente, la de la señorita Angélique D'Arcy dormida en su cama y su espeso cabello negro extendido sobre la almohada.
Los habitantes de Devil's Bar eran víctimas de un embrujo. Eliza Gibbons estaba convencida de ello. Era el embrujo de la taimada señorita D’Arcy, la hermosa viuda francesa a la que Seth había encontrado en los muelles de San Francisco y recogido como si de una gatita callejera se tratara. Eliza no era tonta ni estaba ciega, razones por las que tal vez era la única persona inmune al poder de aquella criatura. Una suerte de histeria colectiva se había apoderado de las gentes de Devil's Bar.
Eliza supo que algo andaba mal la mañana de sábado en que esa criatura sorprendió a todo el mundo al aparecer en el hotel de Eliza mientras Seth estaba en American Fork en su visita semanal al banco. El pequeño vestíbulo y el comedor del establecimiento estaban atestados de ciudadanos de Devil's Bar que habían acudido a saborear el buen café de Eliza o a recoger el correo y los periódicos que acababan de llegar con la diligencia matinal. El hotel era un lugar para reunirse, intercambiar habladurías y noticias y librarse de la fatiga causada por la semana pasada en los campos auríferos. Cuando la viuda francesa de Seth apareció de repente en la entrada principal, el lugar se sumió en un silencio sepulcral.
Eliza no olvidaría jamás el modo en que todas las cabezas se volvieron hacia ella. Y al cabo de unos instantes, los hombres hicieron algo que la dejó boquiabierta: ¡se levantaron y se quitaron el sombrero! Ninguna otra mujer del campamento había recibido jamás semejante trato, y menos que nadie Eliza, quien era de la opinión que si alguien merecía un trato de princesa era ella, Eliza Gibbons. ¿Acaso no fue a ella a quien se le ocurrió cerrar un contrato con la diligencia para que el correo y los periódicos llegaran al hotel? ¿Acaso no fue ella quien halló el modo de construir una fresquera para que la gente pudiera guardar sus jamones, mantequilla, aves reservadas para ocasiones especiales e incluso la botella de champán secreta de Bill Ostler? ¿Acaso sus pasteles de carne no eran famosos incluso en Nevada? ¿Y cómo se lo agradecían? Quejándose sin cesar de sus precios.
La actitud que aquel sábado los hombres mostraron hacia la viuda alarmó a Eliza, sobre todo cuando la señora Ostler saludó a esa mujer con un «buenos días», ejemplo que no tardaron en seguir las demás señoras.
La señorita D'Arcy explicó que deseaba algo para la cena del señor Hopkins y compró pollo frito, puré de patatas y salsa de menudillos. Eliza estuvo tentada de decirle que la comida estaba reservada a los clientes del hotel, pero ¿cómo iba a decirlo si no era cierto y todo el campamento sería testigo de su mentira? Así pues, no tuvo más remedio que dejar marchar a la joven con una cesta llena de los más exquisitos manjares de Eliza, y ésta estaba convencida de que afirmaría haberlos preparado ella.
La cosa no quedó ahí. Un sábado por la noche, un grupo de violinistas llegó al campamento para organizar un baile de granero aunque sin granero, pero la fiesta acabó en pelea porque todos los hombres querían bailar con Angélique. Otro día, un par de montañeses entraron en el hotel de Eliza con sus mujeres indias, y a punto estaba de exigirles que se fueran cuando Angélique llegó corriendo, enterada de su presencia, para preguntarles si conocían a su padre. Al saber que eran franceses, se puso a parlotear con ellos en una lengua ininteligible, y Llewellyn, ese galés imbécil, acabó pidiéndole que le diera clases de francés. En otra ocasión, Ingvar Suenson le envió una docena de huevos frescos como obsequio de bienvenida. La señora Ostler le pidió su opinión sobre el color del hilo que había elegido para su chal nuevo. Y Cora Holmsby le solicitó consejo antes de comprar perfume.
Pero la gota que colmó el vaso fue el incidente de los melocotones.
Eliza había llegado a un acuerdo secreto con un granjero del valle para que llevara un cargamento de melocotones al campamento con la garantía de que los vendería todos. A cambio, la propietaria del hotel se quedaría con un porcentaje de la venta. Tal como había prometido, los melocotones constituían una delicia tan infrecuente que todos los habitantes de Devil's Bar se agolparon en torno a la carreta, abrumando al vendedor con billetes y bolsas de polvillo de oro. En medio del tumulto, la joven de Seth se abrió paso entre la muchedumbre y empezó a gritar que la fruta estaba en mal estado y que todos caerían enfermos si la comían.
Sus palabras desencadenaron el caos. El granjero se puso a gritar y agitar los brazos con furia, la señorita D'Arcy intentó impedir a la gente que cogiera los melocotones, y Seth Hopkins, que llegó en aquel momento, trató de calmarlos a todos. Cuando le preguntaron por qué creía que la fruta estaba en mal estado, ella ni siquiera pudo explicarse, sino que se limitó a mirar a Seth con aquellos ojos hechizantes y le aseguró que todos enfermarían si comían los melocotones.
—Bueno, pues entonces quizá sea mejor que no los compremos —repuso Seth para asombro de Eliza.
Todo el mundo devolvió los melocotones.
A renglón seguido, mientras todos se preguntaban qué hacer y el granjero profería improperios en una lengua que nadie comprendía, Eliza se acercó al carro y compró una bolsa entera. Los demás siguieron su ejemplo y casi vaciaron el carro del granjero, que se fue con una sonrisa radiante pintada en el rostro.
Lo que se le quedó grabado en la mente fue el hecho de que Seth hiciera caso de la advertencia de la joven, como si ésta lo hubiera despojado de toda voluntad. Y entonces Eliza comprendió que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto.
Por esa razón, aquella noche de finales de verano, entre el canto de los grillos y un toque de otoño en el aire, instó a Seth Hopkins a tomar una segunda y generosa ración de tarta de melocotón.
—Sabe cosas —aseguró Seth entre dos bocados, tras regar la dulce y jugosa tarta con leche fría—. No sé cómo ni por qué, pero la señorita D'Arcy sabe cosas. Dice que vio a los habitantes del campamento enfermar después de comer los melocotones, una especie de visión… Recorrió el plato con la cuchara para aprovechar los últimos restos de jarabe y corteza—. Algunas personas tienen visiones, ¿sabes? Sobre todo mujeres.
Eliza no sabía nada de visiones, pero sí reconocía a una mujer astuta y taimada en cuanto la veía. Tan pronto el vendedor de melocotones se fue, Eliza preparó varias tartas para que los que se habían quedado sin fruta pudieran saborearla. Incluso envió una de las tartas a la cabaña de Seth, pero al día siguiente se enteró de que la joven la había tirado. Todos los del campamento dieron buena cuenta del dulce y declararon que era el mejor que habían probado. ¿Quién se creía aquella mujer? Pero Eliza sabía que el gesto de la señorita D'Arcy no se debía tanto a que estuviera preocupada por la fruta como a sus pretensiones con respecto a Seth Hopkins. Sabía qué intenciones llevaba aunque Seth estuviera en la inopia.
Seth hacía varios sábados que mandaba mensajes contradictorios a Eliza mientras sostenían sus conversaciones nocturnas en el porche del hotel. En un momento dado le decía que estaba a punto de perder la paciencia con la señorita D'Arcy, que le estaba costando un ojo de la cara, y al siguiente hablaba de su perfume o de su encantadora risa. Eliza sabía algo que Seth desconocía, y era que él también estaba sucumbiendo al embrujo de la joven.
No había esperado tener que competir con ninguna otra por Seth. Era una de las razones por las que había viajado hasta California desde el este, porque allí había al menos diez hombres por cada mujer. Incluso una mujer como ella, considerada una solterona a los treinta, tenía posibilidades de hacerse con una buena pieza como Seth Hopkins. Llevaba ocho meses intentando que la mirara con ojos «matrimoniales», tentándolo con tartaletas de mermelada y pasteles de carne, alabando su fuerza viril cada vez que hacía alguna reparación en el hotel. Nunca lo criticaba, ni siquiera cuando se enjuagaba la boca con el mantel en lugar de la manga o eructaba sin disculparse. Nunca mencionaba que debería extender su explotación aurífera hasta la de Charlie Bigelow, pues éste no la trabajaba con pleno rendimiento. No lo importunaba para que fuera más ambicioso ni le insinuaba que obtendría más oro construyendo un dique en lugar de usar el platillo, pues Seth siempre argüía que los de corriente arriba no debían mostrarse codiciosos, ya que en ese caso los de corriente abajo se quedarían sin nada. Se mordía la lengua cuando declaraba que sólo quería ganar lo suficiente para vivir con comodidad, mientras que los demás hombres de Devil's Bar ardían en deseos de hacerse más ricos que el rey Midas. Eliza tenía la sensación de que se acercaba el momento de hacerle entender que ahí estaban los dos, buenos amigos que se ayudaban como debían hacer los vecinos, que Seth necesitaba una mujer y que a ella no le vendría mal tener a un hombre en el hotel, de todo lo cual sólo podía extraerse una conclusión lógica. Pero ahora la señorita D'Arcy lo seducía con sus llamativos vestidos y su indefensión femenina.
—Falta poco para que California se convierta en un Estado —comentó Seth mientras llenaba la pipa.
—Espero que entonces alguien haga algo con todos esos extranjeros que no paran de llegar. Tengo entendido que en American Fork hay chinos.
Seth se la quedó mirando.
—¿Acaso nosotros no somos extranjeros también, Eliza?
—¡Por supuesto! —exclamó ella con una sonrisa forzada—. ¡Sólo era una broma!
Seth asintió y encendió la pipa.
—Todos venimos del extranjero, excepto los indios. Creo que Dios los creó aquí mismo.
Eliza guardó silencio. Detestaba a los nativos de California y consideraba imperativo librarse de todos cuanto antes. Menos mal que había hombres como Taffy Llewellyn y Rupert MacDougal, que purgaban los campos de forma regular. Si dependiera de Seth Hopkins, Devil's Run estaría en manos de los salvajes.
—¿Qué tal las cosas con la señorita D'Arcy? —preguntó al recordar a otra criatura que detestaba.