Tierra sagrada (41 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

—De la cocina de Eliza —explicó al poner la comida sobre la mesa—. Me ha costado cuatro dólares.

—¿Eso es mucho dinero? —inquirió Angélique, que no tenía ni la más remota idea del valor de las cosas.

Seth se sentó sin esperar a que ella se sentara primero.

—Muchísimo. No son los buscadores de oro los que se hacen ricos, sino los que tienen artículos que vender. En Virginia, un pañuelo cuesta cinco centavos, y aquí cincuenta.

Se sirvió café antes de llenar el tazón de Angélique, tomó un sorbo y frunció el ceño.

—¿Qué ha hecho con el café?

—Lo que usted me dice, señor. Pongo café en la cestilla y luego pongo la cafetera al fuego.

Seth levantó la tapa de la cafetera y se quedó mirando el interior con expresión asombrada.

—¡Ha puesto granos enteros! Primero hay que molerlos… Bueno, da igual. Un error lo comete cualquiera. A partir de ahora lo hará mejor.

Cuando empezaron a comer, un gran estruendo llenó la cabaña. Angélique se levantó de un salto, pero Seth siguió comiendo. Fuera, a la tenue luz del crepúsculo, vio a un hombre tocando una gaita escocesa.

—Es Rupert MacDougal —explicó Seth en cuanto volvió a entrar—. Le gusta acabar el día tocando la gaita. Por desgracia, sólo sabe
Llegan los Campbell
.

Angélique lo observaba comer con su estilo peculiar, los codos sobre la mesa, el tenedor en el puño como si fuera una pala. No había encontrado en ninguna parte servilletas ni mantel, y suponía que llevaba mucho tiempo pasando sin ellos, pues parecía más que acostumbrado a limpiarse los labios con el dorso de la mano.

Angélique mordió una patata, que le pareció deliciosa.

—¿Dónde está su mina de oro, señor Hopkins? —preguntó al rato.

—No tengo una mina entera. Me limito a tamizar los sedimentos en lechos fluviales y recoger las pepitas de oro que encuentro. No es mi estilo cavar hoyos en la tierra en busca de vetas, como hacen algunos. Ya tuve bastante en Virginia, donde las minas de carbón acaban con la tierra y los hombres. En mi opinión, si la naturaleza deja oro tirado por ahí, tenemos derecho a cogerlo, pero no me gusta la idea de destrozar la tierra que Dios creó.

Angélique reparó en el frasquito de vidrio que había traído a casa y que contenía pepitas de oro flotando en agua.

—¿Qué hará con el oro que encuentre?

Seth se enjugó la boca con los dedos y atacó el segundo pastel de carne.

—Creo que me gustaría tener una granja, pero sin animales; no creo que me gustara tener animales. Mejor algo pacífico, verde. Cultivas cosas y todo eso.

—¿Tiene experiencia como granjero?

—Vengo de una familia de mineros pero puedo aprender.

—En México cultivábamos aguacates —rememoró Angélique con nostalgia—. Pero son árboles muy delicados. Demasiado sol y viento acaba con ellos. ¿Quizás naranjas? Y también limones. Depende de dónde tenga la granja. Las mandarinas y los pomelos necesitan calor, pero a los limones les encanta la niebla, y sé que las naranjas son más dulces si crecen lejos de la costa.

—¿Cómo sabe todas esas cosas? —preguntó Seth.

—Simplemente las sé —repuso Angélique con un encogimiento de hombros.

Después de cenar, Seth abrió la caja de hojalata que contenía el libro de cuentas, el tintero, las plumas y papeles varios. En el dorso de una octavilla que anunciaba la actuación de un circo, confeccionó una lista con un lápiz romo.

—Llévela a la tienda de Bill Ostler mañana por la mañana, dígale que le dé todo lo que pone aquí y lo cargue a mi cuenta. Iré a casa de Charlie Bigelow a pasar la noche y probablemente todas las noches mientras esté usted aquí.

A la mañana siguiente volvió para desayunar los huevos y tostadas que Angélique había echado a perder por completo.

—Iré al hotel de Eliza para tomar café y bollos. Esta noche prepare arroz y tocino para cenar. Es imposible echar a perder el arroz. No tiene más que hervirlo en agua —Señaló la chimenea, de la que colgaba una enorme olla negra—. Y encontrará el tocino en ese barril. Si se envuelve en salvado no se estropea por el calor… ¿Sabe hacer pan? —preguntó tras una pausa—. Ya, bueno…, pregúntele a Ostler, él le dará cuanto necesite.

La tienda de Ostler estaba en el otro extremo del camino polvoriento, más allá de las tiendas, las cabañas y la ropa tendida. Consistía en cuatro paredes de troncos con tejado de lona, en cuyo interior se alineaban estantes y más estantes repletos de frascos, latas, cajas, botellas, herramientas, platos, utensilios, medicamentos e incluso rollos de tela. Angélique había elegido para la ocasión un vestido de seda gris paloma con encaje rosa. Las plumas del sombrero eran de un matiz rosado más oscuro que casaba a la perfección con los guantes y la sombrilla. Entró en la tienda, donde tres mujeres hurgaban en una caja de botones e hilo que Seth Hopkins había traído de San Francisco, y se detuvo un instante para acostumbrar la vista a la penumbra.

—¡Dios mío! —exclamó Bill Ostler, conocido por su melena pelirroja y la tripa que le colgaba sobre el cinturón—. ¡Señora D'Arcy! —saludó al tiempo que rodeaba el mostrador con tal rapidez que a punto estuvo de derribar el barril de los encurtidos—. ¡Qué inesperado placer! ¿En qué puedo servirla?

Angélique le alargó la lista, consciente de las miradas de las tres mujeres.

—¡Imaginaos! Una mujer que no sabe hacer pan —susurró una de ellas cuando preguntó a Ostler cómo se preparaba el pan.

Al salir vio un rollo de calicó y señaló con las manos la medida que quería. De regreso en la cabaña, cortó tiras de calicó, las clavó a la pared hasta cubrir un rectángulo de un metro por sesenta centímetros y extendió el resto sobre la mesa.

A continuación decidió preparar el arroz. Llenó una cacerola de agua y vertió en ella arroz con ayuda de una tacita de hojalata que indicaba las medidas. Una tacita parecía insuficiente. Decidió que cuatro harían una buena cena para ella y el señor Hopkins. Cubrió la cacerola, la colgó sobre el fuego y allí la dejó. Mientras prendía la leña del fogón y pugnaba por embutir todo el tocino en la sartén, la tapa de la cacerola salió disparada y cayó sobre el hogar de piedra con un enorme estruendo. Para su horror vio que el arroz empezaba a derramarse por los lados y caía al fuego.

—¡Santa María! —gritó al tiempo que se abalanzaba sobre la cacerola con el cuchillo que tenía en la mano y golpeaba sus costados como si pretendiera asesinarlo.

Cuando Seth llegó a casa, la cabaña olía a arroz chamuscado y tocino quemado. Angélique estaba junto a la puerta trasera, intentando ahuyentar el humo mediante delantalazos.

—¡Maldito trasto! —gritó a Seth al tiempo que propinaba un puntapié al fogón.

Seth se quedó mirando el desastre de la sartén.

—¿Ha usado todo el tocino? Tendría que haber cortado un par de lonchas y ya está —Se fijó en el calicó colgado de la pared—. ¿Qué es eso?

—Cortinas —replicó Angélique malhumorada, frotándose la nariz y dejándola manchada de hollín.

—Pero si no hay ninguna ventana.

—Sí, pero así parece que haya una, ¿no?

Seth vio el mantel de calicó y la jarra de vidrio con flores frescas colocada sobre la mesa.

—¿De dónde ha sacado las manzanas? El vendedor no pasa hasta el sábado.

—Las compré al señor Ostler.

—¡Qué! Pero si él se las compra al vendedor de frutas y verduras y luego triplica el precio. No vuelva a comprar productos frescos a Ostler; espere a que llegue el carro del granjero el sábado.

Seth fue a la despensa y sacó galletas y tasajo.

—No importa —la tranquilizó al ver su expresión compungida. He visto cosas peores.

—¿Qué puede ser peor que esto? —replicó ella, recorriendo la cabaña con la mirada.

Seth se la quedó mirando. Aquella misma pregunta en boca de cualquier otra persona habría constituido un insulto, pero Angélique no parecía tener ánimo de ofender.

—La cárcel —repuso Seth cuando se sentaron a la mesa.

—¿Ha estado en la cárcel? —exclamó Angélique con los ojos muy abiertos.

Seth peló una manzana y le alargó la mitad.

—Vi a un hombre pegar a una mujer. Le dije que parara, pero estaba ciego de rabia. Supe que acabaría matándola, así que se lo impedí.

—¿Lo… mató?

—No, le rompí la espalda —puntualizó Seth—. Ahora tiene las dos piernas inútiles. No volverá a pegar a nadie.

Masticó un pedazo de manzana y tragó.

—Me acusaron de intento de homicidio y pasé un año en la penitenciaría de Eastern State. No me condenaron a trabajos forzados, sino a aislamiento. Me pasaban la comida por debajo de la puerta. Me pasé un año entero sin ver ni hablar con nadie.

Cenaron en silencio y, al acabar, Seth levantó una esquina del mantel.

—Tendrá que devolver esto a Bill Ostler.

—Pero está todo cortado; no lo querrá.

—Entonces tendré que añadir el coste a lo que me debe. La barbilla de Angélique empezó a temblar.

—Ha dejado la cabaña muy bonita —alabó Seth al advertirlo—. Eso es jade rosa —constató, cogiendo la figurilla azteca que descansaba sobre el barril de pólvora para examinarla—. Muy inusual… y muy caro.

—Es más que eso, señor Hopkins. Este talismán perteneció a la esposa de Moctezuma: es la figura de la diosa de la fortuna, un amuleto de la buena suerte que me dio mi niñera india y que encierra un gran poder.

—¿Cree que le traerá suerte?

—Me llevará hasta mi padre —aseguró Angélique— con firmeza.

—Pues pídale que le enseñe a cocinar.

Si bien lo dijo con toda sonrisa, Angélique sabía que no pretendía ofenderla, sintió que se ruborizaba. Seth Hopkins esperaba demasiado de ella. Aquella situación denigrante no valía los cien dólares que le debía.

Pero cuando Seth se disponía a ir a casa de Charlie Bigelow, se le ocurrió algo.

—Un momento, por favor. Quiero saber algo.

—Diga.

—El señor Boggs.

—Sí —masculló Seth con la mandíbula tensa.

—Dijo que era un mal hombre.

—Sí —repitió Seth—. No habría durado usted mucho con él —suspiró tras una pausa—. Las mujeres como usted no duran mucho.

—¿Me habría hecho trabajar?

Seth observó aquellos ojos inocentes y muy abiertos mientras buscaba la forma de expresarlo con delicadeza.

—Las señoras que viven encima del bar —explicó por fin—. Eso es lo que Cyrus Boggs la habría obligado a hacer.

Tras un brevísimo silencio, el rostro de Angélique enrojeció violentamente antes de palidecer como el de una muerta.

—Mañana no quemaré el arroz —sentenció.

Seth continuó durmiendo en la tienda de Charlie Bigelow, pero cada mañana iba a su cabaña para desayunar, ponerse una camisa limpia y recoger la fiambrera, que la señorita D'Arcy se encargaba de llenar. Resultó que tampoco sabía lavar ropa, de modo que la primera camisa limpia que Seth se puso tras la llegada de Angélique fue adquirida en la tienda de Ostler a un precio astronómico. Después de aquello le enseñó a hervir agua sobre el fuego, llenar el barreño de madera, cortar copos de jabón y remover las prendas en el barreño. Había conseguido enseñarle a preparar el desayuno, pero éste se convirtió pronto en un monótono ágape compuesto de pan quemado o medio cocido con café demasiado fuerte o demasiado flojo. Su fiambrera siempre contenía salchicha ahumada, restos salvados de alguna hogaza de pan y manzanas compradas al vendedor de los sábados. Al final de cada día, Seth regresaba a casa para la cena, que gran parte de las veces Angélique había fastidiado, por lo que se veía obligado a recurrir a la cocina de Eliza. Después de la cena, mientras Angélique fregaba los platos, Seth se sentaba con el frasco que contenía el botín del día, consistente en fragmentos de oro, polvo y pepitas flotando en agua, y se dedicaba a limpiar el oro, secarlo, pesarlo en una pequeña báscula y meterlo en una bolsita de cuero que guardaba en una caja cerrada con llave. A la hora de acostarse se despedía para ir a casa de Charlie. Por lo demás, su vida en Devil's Bar seguía el mismo curso que antes de la llegada de su invitada inesperada. Cada fin de semana seguía yendo a American Fork para que le tasaran el oro y depositarlo en el banco. Los sábados por la noche bajaba el gran barreño de madera, lo llenaba de agua que calentaba sobre el hogar y se restregaba la suciedad acumulada durante toda la semana. Acto seguido se ponía ropa limpia e iba al bar, donde bebía whisky y jugaba a las cartas con Llewellyn, Ostler y Bigelow. Después iba al hotel, donde en cuanto cerraban el comedor se quedaba a charlar un rato con Eliza Gibbons. No sabía a qué dedicaba la señorita D'Arcy su tiempo libre, pero sospechaba que no a aprender a cocinar.

Cuando se arrodillaba a la orilla del río con el sol ardiente en la espalda, extendía una mezcla de tierra y gravilla en su platillo y lo sumergía en el agua, rezaba por encontrar una pepita que cubriera los gastos que la señorita D'Arcy le estaba ocasionando. Sabía que la pobre no podía evitarlo, que se esforzaba mucho y se quejaba poco, pero siempre echaba a perder la comida, le quemaba las camisas con la plancha y gastaba demasiado queroseno. Esperaba de todo corazón que Jacques D'Arcy hubiera ganado dinero suficiente cazando para cuidar de su carísima hija.

Volvió a sumergir el platillo en el agua, lo sacó y lo golpeó con la mano para dejar caer parte de la gravilla mientras pensaba en el francés. Cada vez que llegaba una persona nueva al campamento, Seth le preguntaba si había oído hablar de un trampero llamado D'Arcy. Empezaba a preocuparse; había oído que los indios tendían emboscadas a los tramperos porque éstos estaban acabando con su fuente de alimento. En el norte se habían producido escaramuzas cruentas que se habían cobrado muchas vidas blancas.

Siguió ladeando el platillo a un ángulo cada vez mayor hasta eliminar casi toda la grava y quedarse sólo con arena negra y partículas de oro, que agitó con mucha suavidad. Los ojos de Seth vagaban una y otra vez hacia los guijarros oscuros que yacían en el lecho del río centelleando al sol y que le recordaban los ojos de Angélique, sobre todo cuando refulgían por la furia y mascullaba entre dientes «¡Santa María!» porque el pan no había subido o el budín se le había quemado.

De pronto se le ocurrió que el tintineo del agua sobre las rocas sonaba igual que las carcajadas que siempre seguían a aquellos arranques, cuando se burlaba de sí misma y se apartaba los rizos oscuros del rostro. En aquel instante un martín pescador se posó en una rama sobre el río, buscando peces que ya no estaban, y Seth pensó que sus plumas grises azuladas eran del mismo color que uno de los vestidos de Angélique, aquel sobre el que se había derramado salsa y que había pasado horas intentando limpiar.

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