Angela escuchaba los sonidos alegres que entraban por las ventanas abiertas, sintió la calidez de la tarde, dulce y balsámica, y supo que en los años venideros recordaría cada detalle de aquel instante. El músico errando la nota, el estallido de un petardo, la risa estentórea del padre de Pablo, el parpadeo a la luz de las velas de la pequeña imagen de santa Teresa que colgaba de la pared.
—No puedes salir ahí —sentenció por fin—. Debes encontrarte con Daniel en algún lugar.
—¿Qué dices? —farfulló Marina, desconcertada.
—¿Dónde está Daniel Goodside? ¿Puedes hacerle llegar un mensaje antes de que parta a medianoche?
—No me iré —replicó Marina con firmeza, aunque las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y la voz se le quebró en un sollozo.
Angela la asió de los hombros.
—Hija mía, has hallado un tesoro hermoso y raro. Muy pocos encontramos un amor así en nuestras vidas; no puedes dejarlo escapar.
Sospechaba que las brasas de una pasión así tal vez incluso anidaban en su propio corazón, pero ningún hombre las había avivado nunca y quizás nunca sucedería. Pero Marina debía tener la oportunidad de conocer el amor profundo y perdurable.
—No me iré —repitió Marina en voz más baja, desviando la mirada.
—Pero ¿por qué? A buen seguro serás muy desgraciada si permites que Daniel se marche sin ti.
Marina se encaró con ella, y Angela vio temor y pena en sus ojos.
—¿Qué ocurre, hija mía? ¿Qué me ocultas?
—No puedo dejarte, mamá.
Angela la miraba perpleja.
—Es por padre —explicó Marina—. No puedo dejarte sola con él.
Angela se llevó las manos a la boca.
—¿Qué dices, hija?
—Lo sé todo sobre ti y padre, mamá. Sé cómo te trata.
—¡No sabes lo que dices! —gritó Angela, sintiendo una intensa punzada de dolor en el costado como si su cuerpo fuera a partirse por la mitad.
Pero en la mirada de su hija vio la terrible verdad. Marina estaba al corriente de los abusos de Navarro. Tal vez los demás también lo sabían. La vergüenza y la humillación la hicieron oprimirse el vientre y dar la espalda a su hija.
—Mamá —musitó Marina al tiempo que alargaba la mano hacia ella.
Al volverse de nuevo hacia su hija. Angela lo hizo con el rostro pálido, la frente bien alta y el dolor oculto tras la mirada, como había aprendido a hacer a lo largo de los años.
—Razón de más para que te vayas —insistió, intentando contener el llanto—. La infelicidad que he conocido desde el día en que me casé con tu padre se multiplicaría por mil si te quedaras. Sólo si te marchas con un hombre al que ames seré capaz de soportarla.
Marina se arrojó de nuevo a los brazos de su madre, y ambas lloraron en silencio pese a que los muros tenían un metro de grosor y nadie podía oírlas. Derramaron abundantes lágrimas y se abrazaron con inmensa fuerza, pues sabían que sería la última vez. Por fin, Angela se apartó un poco.
—¿Puedes hacer llegar un mensaje a Daniel para que se encuentre contigo en alguna parte?
—Está en casa de Francisco Márquez. Me dijo que esperaría allí noticias mías, pero que debía partir a medianoche.
Angela asintió.
—Debemos actuar con rapidez: no tenemos mucho tiempo.
Se acercó a la puerta que daba a la columnata y asomó la cabeza. Tal como había esperado, Carlota estaba fuera paseando de un lado a otro con nerviosismo. La llamó por gestos, cerró la puerta en cuanto su hija mayor entró y la puso en antecedentes.
—¡Santa María! —musitó Carlota, lanzando a su hermana menor una mirada de admiración.
—Tienes que encontrar a alguien dispuesto a llevar un mensaje a casa de Francisco Márquez —urgió Angela mientras se acercaba al pequeño escritorio de Marina y sacaba de él papel y pluma—. Es importante que este mensaje sea entregado antes de medianoche.
Escribió el mensaje, dobló el papel, lo selló y luego se lo entregó a Carlota.
—¿En quién podemos confiar?
—¿Quién mejor que mi esposo, Jacques? —exclamó Carlota, animada por el romanticismo y el misterio de la situación—. D'Arcy es el primero en prestarse a llevar cartas de amor a un amante prohibido y el último en revelar el secreto.
—Date prisa entonces, y que nadie te vea. En cuanto D'Arcy se ponga en marcha, di a todos que Marina tiene jaqueca y que la ceremonia se retrasará un poco.
Cuando Carlota se fue, Angela se volvió de nuevo hacia el escritorio.
—Conozco una cueva donde tú y Daniel podéis reuniros —anunció antes de dibujar a toda prisa un plano en otra hoja de papel—. Está en un cañón donde verás una formación de rocas con estas figuras grabadas en ellas.
Dicho aquello, alargó el papel a Marina, quien lo examinó maravillada.
—¿Cómo es que conoces este lugar, madre?
—Fui allí hace años, cuando yo también estaba asustada y creo que… ya había ido antes, aunque no lo recuerdo. No tengo dinero que darte, pero debes llevarte esto —introdujo la mano en un bolsillo oculto entre los pliegues de su vestido—. Tu abuela, que en paz descanse, me dio esto la noche de su muerte. Me dijo que era especial, un amuleto de la suerte.
Angela calló. La noche en que murió, doña Luisa dijo cosas muy extrañas. Parecía sentir remordimientos, como si lamentara algo que Angela no alcanzaba a comprender. ¿Guardaría alguna relación con los extraños sueños que Angela había tenido durante toda su vida, los sueños de la cueva de las pinturas misteriosas y el hombre salvaje que bajó de la montaña y murió de un balazo? ¿Habían sucedido en verdad aquellos episodios o no eran más que fantasías infantiles, historias que alguien le había contado?
Cerró los dedos de Marina en torno a la piedra espiritual.
—Vete. Allí estarás a salvo hasta que Daniel se reúna contigo.
Se abrazaron una vez más y se enjugaron las lágrimas, pero cuando Marina se anudaba la capa al cuello y alargaba la mano para coger los guantes, la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció Navarro como un dios iracundo.
—¿Qué es esto? Por casualidad he oído que Carlota le decía a D'Arcy que algo le pasaba a Marina.
En aquel momento vio la capa y la bolsa de viaje.
—¿Acaso habéis perdido el juicio? —tronó.
—Marina no se casará con Quiñones —anunció Angela.
—Cállate, mujer. Me ocuparé de ti más tarde.
Navarro se volvió hacia Marina.
—Ponte el vestido de novia.
—No puedo, papá.
—¡Dios mío, no te eduqué para esto!
—Tú no la educaste —replicó Angela—. La eduqué yo y digo que puede marcharse.
El brazo de Navarro fue tan rápido que Angela ni siquiera lo vio acercarse: sólo sintió un golpe tan fuerte que cayó al suelo como un fardo. Acto seguido. Navarro se volvió hacia Marina.
Mientras pugnaba por incorporarse y sacudía la cabeza para aclarársela, Angela reparó en las tijeras que la modista había dejado sobre el tocador. Angela no perdió un instante; agarró esas tijeras con fuerza, las blandió una vez y las clavó profundamente en la espalda de Navarro.
Su marido rugió como un oso pardo, se volvió despacio y miró a Angela con franca sorpresa. Luego cayó de bruces y quedó inmóvil y en silencio.
Las dos mujeres se lo quedaron mirando por un momento antes de que Marina se arrodillara junto a él y le apoyara la mano en el cuello. De inmediato miró a su madre con expresión asustada.
—Está muerto —susurró.
Angela se arrodilló junto a Navarro sin pronunciar palabra, le registró los bolsillos y encontró unas monedas que guardó en el bolsito de Marina.
—Vete —ordenó, dándole el bolso—. Debes darte prisa. No dejes que nadie te vea: cuando los Quiñones se enteren de esto, saldrán a buscarte.
—Pero mamá…
Angela empujó a su hija hacia la puerta que daba al patio interior, desde donde Marina podría huir sin ser vista.
—Vete y asegúrate de que no te encuentran. No podrás volver jamás —añadió con lágrimas en los ojos—, pues una vez enfiles el camino, deberás seguirlo hasta el final. Tus hermanos y seguramente los Quiñones dirán que has deshonrado a ambas familias, pero yo digo que peor es deshonrar al corazón. Cuando estés a salvo, hija mía, envía un mensaje a Carlota y ella me lo hará llegar. Pero no debes revelar tu paradero durante mucho, mucho tiempo. Ahora vete. Ve con Dios y con mi amor.
Marina observó cómo su madre colocaba una silla junto al cadáver de Navarro.
—¿Qué harás tú? —preguntó.
—Esperaré aquí hasta saber que estás a salvo —repuso Angela.
Se sentó en la silla, entrelazó las manos en el regazo y se dispuso a esperar.
Marina galopó como el viento, guiada por la luna llena, y su corazón cabalgaba al ritmo de los cascos del caballo mientras rezaba frenética para que Daniel recibiera el mensaje y fuera a buscarla.
¡Su padre muerto en el suelo! Y mamá sentada en aquella silla, aguardando resuelta su destino.
Al final del Camino Viejo siguió las instrucciones de su madre hasta dar con el cañón y la cueva oculta tras los cantos rodados.
Se sentó cerca de la entrada para esperar a Daniel, bañada en la luz sobrenatural de la luna mientras contaba el dinero que su madre le había dado, las monedas extraídas de los bolsillos de su padre, pesos, reales y una moneda estadounidense de un centavo. Los dedos le temblaban de miedo, y el corazón le daba un vuelco con cada sonido. Un viento frío barría el cañón y entraba en la cueva como el aliento gélido de un fantasma.
Los temores de Marina se acrecentaban a medida que pasaba el tiempo. ¿Qué hora sería? ¿Habría conseguido D'Arcy llegar a casa de Márquez o lo habían interceptado por el camino?
De repente oyó el sonido de unos cascos que se acercaban a la cueva.
Marina contuvo el aliento.
El jinete desmontó.
Marina se guardó a toda prisa las monedas en el bolso, y cuando se levantó, una moneda cayó al suelo junto con la piedra espiritual.
—¿Daniel? —llamó—. ¿Eres tú?
Oscuridad.
Erica no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. ¿Dónde estaba? Intentó recordar, evaluar su situación. Sentía la cabeza extraña y una presión en el pecho que le dificultaba la respiración. Además le dolían las manos.
Al cabo de un instante comprendió que estaba tendida en un suelo de tierra, y de repente recordó que se hallaba en la cueva. Se había producido una explosión y el techo se había derrumbado. Luke había quedado enterrado entre los escombros, y ella había intentado con todas sus fuerzas salir. Por eso le dolían las manos; se había destrozado los dedos. ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? El aire estaba peligrosamente enrarecido. ¿Cuánto le quedaba? ¿A qué distancia estaba el equipo de rescate que sin duda trataba de sacarla de la cueva?
Intentó incorporarse, pero estaba muy débil, de modo que permaneció tendida, oliendo la tierra y el polvo que todo lo impregnaban.
—Ayuda… —murmuró, pero sus pulmones no daban para mucho.
De repente vio a alguien de pie ante ella, una figura de labios apretados que agitaba un dedo acusador. Era la señora Marion, la maestra de cuarto de Erica, ¿qué hacía en la cueva? «Debo de estar delirando. ¿O quizás estoy viendo toda mi vida en un instante? Pero ¿eso no les pasa sólo a las personas que se ahogan?». Otros rostros se añadieron al de la maestra, personajes del pasado de Erica, personas tanto reales como imaginarias. Intentaban decirle algo. Y entonces volvió a desmayarse.
Cuando volvió de nuevo en sí, Erica aguzó el oído. El lugar estaba sumido en un silencio sepulcral, ¿acaso nadie intentaba salvarla? ¿Habían desistido?
Más rostros fantasmales le hacían señas.
—No… —masculló, creyendo que habían venido para llevarla a la tierra de los muertos.
¿O tal vez la llevaban a otro lugar? Al pasado…
Se llamaba Chip Masters y era uno de los chicos malos del instituto de Reseda. Erica y su amiga no pudieron resistir la tentación cuando las invitó a dar un paseo con otros chicos en el coche nuevo de su padre. Erica tenía dieciséis años y se rebelaba contra las estrictas reglas del hogar para chicas donde vivía. Chip representaba el misterio y la aventura.
Había cerveza en el coche. Aunque no le gustaba su sabor, Erica bebió unos tragos para no desentonar. Se turnaron al volante, conduciendo por Ventura, White Oak y Sherman Way. Tomaron la autopista y salieron de ella en Studio City. Cuando conducía Erica, un coche patrulla encendió la sirena y le ordenó detenerse. Erica se asustó; no tenía carné de conducir. Y de pronto, los demás chicos salieron disparados del coche, dejando a Erica sentada al volante, totalmente perpleja.
En la comisaría intentó convencer a la policía de que no sabía que el coche era robado. ¿De dónde había sacado las llaves?, le preguntaron. ¿A quién creía que pertenecía el coche? ¿Quiénes eran los que habían saltado del coche cuando se detuvo? Pero Erica había aprendido en orfanatos y casas de acogida el código de la ética juvenil, según el cual una nunca delataba a los amigos.
La acusaron de robo de vehículo con agravante y la enviaron al centro de detención de menores hasta el juicio. Allí conoció a chicos duros que le contaron historias de terror sobre los campamentos del Departamento de Menores de California.
—Eres guapa y blanca… Más te vale andarte con ojo en las duchas.
Comparecer ante un tribunal no era una experiencia nueva para Erica. Como huérfana a cargo del Estado, cada vez que cambiaba de situación debía presentarse ante un juez en el tribunal de protección de menores. La diferencia estribaba en que ahora comparecía ante un tribunal penal de modo que si la hallaban culpable y la enviaban al DMC, sería «carne de cañón», como decían los chicos del centro de detención.
Era septiembre, el peor mes para estar en el valle de San Fernando, pues el calor y la contaminación formaban una combinación mortífera, y Erica no recordaba haber estado nunca tan asustada y deprimida. Chip Masters y los demás no sólo no habían salido en su defensa, sino que la mujer que dirigía el hogar donde vivía declaró que no toleraba a las chicas malas y se negó a proporcionar un testimonio favorable a Erica. Se sentía completamente sola y se enfrentaba a una dura condena en un correccional rodeado de vallas metálicas y alambre de espino.
Erica se hallaba en uno de los pasillos del tribunal superior, a la espera de que empezara la vista de su caso. En ella se decidiría si debía ser juzgada como menor o como adulta. De repente, un chico pasó corriendo junto a una anciana y le arrebató el bolso. Varias personas acudieron a toda prisa para ayudar a la mujer a levantarse y llevarla hacia el ascensor. Sentada en el banco, Erica vio el monedero, que había caído bajo una silla. Lo recogió, echó un vistazo al dinero que contenía y corrió en pos de la mujer, alcanzándola junto antes de que se cerraran las puertas del ascensor.