Incapaz de seguir soportando los chillidos de terror y rabia del oso, dio la espalda al pobre animal, que yacía de espaldas e intentaba liberarse de las sogas. De repente se le ocurrió una idea extraña. El oso no ha dado permiso para ser cazado y arrastrado hasta aquí a fin de divertirnos en la fiesta.
¿De dónde había salido aquel pensamiento? Lo cierto es que las cosas más extrañas acudían a su mente en los momentos más inesperados. Eran como desuellos o peces que saltaran a la superficie de un río para desaparecer de nuevo al cabo de un instante. En ocasiones, aquellos pensamientos erráticos eran tan raudos que los olvidaba de inmediato, no podía aferrarse a ellos. A veces se trataba de palabras, otras de imágenes.
Desterró la idea de su mente y volvió a concentrarse en la monumental tarea de dar de comer a tantos invitados y trabajadores.
Rancho Paloma se había convertido en una magnífica hacienda, una finca económicamente diversificada que empleaba a muchísimos trabajadores y combinaba la agricultura con los pastos y otras producciones. Navarro había cumplido la promesa que le hiciera la noche de bodas y se había enriquecido de forma espectacular. El pueblo de Los Ángeles también prosperaba. Rancho Paloma tenía otros ranchos a su alrededor, como La Brea, La Ciénaga, San Vicente y Santa Mónica. Y más lejos, los ranchos más extensos de Los Palos Verdes, San Pedro, Los Felis, cientos de miles de hectáreas en manos de familias de ilustres nombres, tales como Domínguez, Sepúlveda y Verdugo. La población del lugar ya ascendía a ochocientas almas.
Al ver que Marina apoyaba de pronto la mano en el marco de la ventana con ademán angustiado, se asomó para comprobar qué había sobresaltado a su hija. ¿Había llegado Pablo? No, el jinete que en aquel momento cruzaba la verja no era Quiñones, sino un estadounidense con el que Navarro hacía negocios últimamente.
Era Daniel Goodside, capitán de navío, un hombre que, por razones que no lograba expresar, ponía nerviosa a Angela.
Los negocios de Navarro con los gringos habían sido ilegales hasta poco tiempo atrás, cuando se reunía en secreto con comerciantes norteamericanos en las cuevas de Santa Bárbara para cambiar pieles de buey por oro. Pero ahora, las transacciones eran legales y se efectuaban sin tapujos. Paradójicamente, Navarro despreciaba a los estadounidenses más aún que a los franceses, pero los consideraba un mal necesario; a sus ojos eran poco más que parásitos, pero al mismo tiempo constituían una excelente fuente de comercio e ingresos. A Angela los gringos se le antojaban una raza peculiar. Recordaba al primero de ellos, llegado a Los Ángeles doce años antes, cuando California aún se hallaba bajo dominio español. Joe el Pirata había sido capturado durante una incursión ante la costa de Monterrey. En cuanto sus captores supieron que era un ebanista de gran talento, lo eximieron de acabar entre rejas y lo enviaron a Los Ángeles para supervisar la construcción de una nueva iglesia en la plaza. A la sazón, Angela contaba cuarenta y dos años, y era la primera vez que veía a una persona de cabello rubio. Los habitantes del pueblo se agolpaban alrededor de la obra mientras los indios traían madera de las montañas y el forastero alto y rubio daba órdenes. Una vez terminada la iglesia, Joseph Chapman se casó con una señorita mexicana y se estableció en Los Ángeles. Siete años más tarde, después de que España renunciara al dominio de California, un montañés llamado Jeddeiah Smith se presentó en la misión de San Gabriel, pero no fue detenido porque la entrada de extranjeros en California ya no era ilegal.
Ocho años antes, cuando los habitantes de California tuvieron noticia de que México se había escindido de España, prometieron lealtad al gobierno mexicano, que de inmediato abrió la provincia al comercio internacional con navíos británicos y estadounidenses. Las pieles y el sebo se convirtieron en los elementos principales de la economía. Rancho Paloma enviaba pieles de toro a Nueva Inglaterra, donde se fabricaban sillas de montar, arneses y zapatos, mientras que el sebo procedente del rancho se fundía para hacer velas. El abundante comercio atraía cada vez a más gringos a California, por lo que en la actualidad, verlos por las calles de Los Ángeles no era nada inusual.
Angela se preguntaba qué pensaría su madre, doña Luisa, de aquellos cambios mientras descansaba en su tumba del cementerio familiar. Luisa murió el año en que México se separó de España, como si los vínculos con su amada patria hubieran quedado cortados de forma irreparable y ya no quisiera seguir viviendo. Luisa contaba sesenta y nueve años a su muerte. Lorenzo también fue enterrado en el camposanto familiar tras morir a causa de una reyerta relacionada con el juego.
Angela observó al capitán Goodside mientras desmontaba y se quitaba el sombrero. Al igual que Joe el Pirata, tenía el cabello de color trigo maduro.
—Pablo vendrá —aseguró a Marina al ver la expresión de su rostro.
La muchacha llevaba toda la mañana esperando a su prometido, pero por la verja del rancho sólo habían cruzado forasteros.
—Oh, mamá —suspiró Marina antes de dar la espalda a la ventana y salir a toda prisa de la habitación.
Tras cambiar una mirada con Carlota que supervisaba la confección del dulce de calabaza y recordaba bien lo que significaba tener dieciocho años y morirse de impaciencia, Angela salió de la cocina y se dirigió a la columnata exterior, cuyas esbeltas arcadas daban a unos jardines repletos de flores, arbustos, sauces y pimenteros. Se detuvo un instante a inspeccionar una hilera de sillas ocultas bajo una manta.
Las sillas eran un regalo de boda sorpresa para Marina y Pablo, un juego de butacas tapizadas antiguas hechas en 1736 al estilo de otro juego realizado para el Palacio Real de Madrid. De marcada influencia Luis XV, las piezas eran de palo de rosa con incrustaciones de ébano y tapicería de seda púrpura con bordados y ribetes de oro. Doña Luisa las había traído a México en 1773 y Las hizo transportar a Alta California en bueyes junto con todas las demás piezas de su mobiliario después de casarse con Lorenzo. Habían sido consideradas las piezas más exquisitas de la provincia, y a partir de ahora pertenecerían a Marina.
Mientras caminaba a lo largo de la arcada vislumbró a tres hombres junto a los establos, admirando un caballo que Navarro acababa de adquirir. Pese a haber rebasado los sesenta y tener la cabellera completamente cana, Navarro seguía siendo fuerte como un toro. Angela comprobó que su futuro yerno Pablo estaba con él, un muchacho de rostro aniñado, de corta estatura y proclive a la corpulencia. Se preguntó si Marina sabría que había llegado. Entonces vio que el tercer hombre era el capitán Goodside, un poco más alto que Navarro, con el peculiar sombrero de paja de ala ancha calado sobre los ojos.
Observó a los tres hombres e intentó adivinar el estado de ánimo de Navarro. En cierta ocasión había cancelado una boda por un capricho de última hora, dejando a su hijo sumido en una silenciosa furia y a la familia de la novia amenazando con actos violentos. Sin embargo, no detectó rasgos tenebrosos en la conducta de su esposo. De hecho, Pablo Quiñones le estaba haciendo reír.
En aquel momento vio a Marina, que oculta a la sombra de una pérgola observaba a los hombres. Angela se inquietó: sabía que su impulsiva hija anhelaba correr hacia Pablo, pero ya tendría tiempo de ceder a sus arrebatos cuando estuvieran casados. Ten cuidado, hija mía, le advirtió en silencio. No dejes que te vea tu padre.
Algo en Navarro detestaba la felicidad de los demás, incluso la de sus propios hijos. El exceso de gozo lo amargaba.
Angela reparó en que el gringo volvía a llevar consigo la cajita cuadrada. La llevaba a todas partes, colgada del hombro con una correa de cuero. ¿Qué podía ser tan importante como para no separarse jamás de ello? Pese a que los estadounidenses tenían permiso para entrar en California, Angela no confiaba en ellos. Tras años de comercio ilegal, un hombre no se volvía honrado de la noche a la mañana.
Cuando estaba a punto de regresar a la casa, vio por el rabillo del ojo una figura que se acercaba por el Camino Viejo. Era un padre de la misión, que venía ataviado con su hábito marrón franciscano y montado en una ulula. Al ver que tiraba de las riendas del animal y escudriñaba los rostros de los vaqueros, Angela supo por qué había venido: algunos de sus indios debían de haberse escapado.
Era fácil encontrar hombres dispuestos a trabajar las mil seiscientas hectáreas de Rancho Paloma. Los indios preferían la vida ranchera a la de la misión, y muchos abandonaban las misiones para establecerse en los pueblos. Buena parte de los varios centenares de habitantes de Los Ángeles necesitaban criados y braceros. A fin de evitar que los padres misioneros perdieran a sus indios, pues en tal caso no quedaría nadie para cuidar del ganado y los viñedos pertenecientes a la Iglesia, así como para tejer las telas y confeccionar las velas que los padres necesitaban, el gobernador de California había decretado diez azotes para los indios bautizados que se encontraran en los pueblos sin autorización previa de los padres.
Mientras veía desmontar al visitante, Angela pensó que los religiosos tal vez estuvieran librando una batalla perdida de antemano. Se rumoreaba que las autoridades mexicanas abolirían el sistema de misiones que tanto había complacido a los españoles y venderían la tierra a particulares. ¿Adónde irían entonces los indios? Casi todos llevaban toda su vida en las misiones y no conocían ninguna otra existencia. Ahora bien, Angela debía reconocer que no comprendía a los indios; para ella no eran más que figuras que se fundían con el paisaje, hombres con sombrero y poncho, mujeres con faldas largas y chales. Las luchas entre californianos e indios por la tierra eran encarnizadas. Poco antes, los indios habían atacado un rancho de San Diego y secuestrado a las hijas del propietario, de las que no se había vuelto a tener noticia. En Santa Bárbara había tenido lugar un levantamiento chumash, y los indios temecula se habían lanzado al pillaje en San Bernardino.
Por el modo en que el padre examinaba el rostro de todos los indios, supo que buscaba a uno en concreto. Se protegió los ojos del sol y recorrió con la mirada los jardines donde varios hombres arrancaban malas hierbas y esparcían abono, los corrales, los establos, la vaquería, los graneros los cobertizos de curtido y la lavandería. Todo el lugar era un hervidero de actividad. Al pasar junto a la prensa de aceitunas vio a un anciano que con gran paciencia se dedicaba a convencer al burro para que diera vueltas y más vueltas y así la roca aplastara las olivas. Era un hombre encorvado de pelo blanco al que Angela no conocía. Cuando se volvió y su rostro quedó iluminado por el sol, distinguió con toda claridad sus facciones indias.
Antes de que pudiera reaccionar, el anciano alzó la mirada, vio al padre, quedó paralizado un instante y por fin echó a correr.
El sacerdote se levantó la sotana, dejando al descubierto los pies calzados con sandalias, y se lanzó a la persecución al tiempo que ordenaba al hombre que se detuviera. Al cabo de un instante, trabajadores, miembros de la familia y visitantes acudieron presurosos para averiguar la razón del alterado estado del padre.
Angela fue la primera en llegar junto a los dos hombres. El sacerdote había acorralado al indio bajo el arco que conducía a la lavandería. El anciano había caído de rodillas y levantaba las manos entrelazadas en un ademán de súplica.
—¡Por favor, padre! —exclamó Angela sin resuello—. No lo tratéis con tanta dureza.
—Este hombre es un cristiano bautizado, señora, y pertenece a la misión —explicó el sacerdote antes de añadir con más calma—: Son como niños, señora. Necesitan disciplina. Cuando educabais a vuestros hijos, ¿no los castigabais cuando hacía falta?
—Pero este hombre es viejo, padre, y está asustado.
Angela se sobresaltó al notar que el anciano le tiraba frenético de la falda y le pedía ayuda en una mezcla de español y su lengua materna. A todas luces, estaba aterrorizado.
—¿No podéis permitir que regrese a su pueblo, padre?
El sacerdote meneó la cabeza con tristeza.
—Cuando la familia Sepúlveda obtuvo la cesión de las tierras de San Vicente y Santa Mónica, despejaron la tierra para convertirla en pastos. Este hombre fue sorprendido hurgando entre las ruinas de un pueblo cercano a las colinas. Iba desnudo, señora, y estaba medio muerto de hambre. Nos lo trajeron para que le diéramos de comer, lo vistiéramos y lo llevásemos por el camino de Jesucristo.
Angela miró al sacerdote y se dijo que no era un mal hombre.
Luego bajó la vista hacia el anciano y pensó que sólo quería la libertad.
De repente se le ocurrió la idea de que tenía poder suficiente para salvarlo. Si le decía al padre que quería conservar al anciano en la hacienda, el sacerdote le haría caso; a fin de cuentas, era la esposa de Juan Navarro.
Pero en aquel momento vio a Navarro acercarse al lugar con expresión furiosa. Ya había evaluado la situación y el papel que Angela desempeñaba en ella. Dio permiso al padre para llevarse al viejo indio y ordenó a los curiosos que se dispersaran. Una vez solos bajo la arcada, después de que Pablo fuera junto a Marina y el gringo se retirara discreto a los establos, Navarro agarró a Angela con tuerza del brazo.
—Las decisiones las tomo yo, no tú —masculló en voz baja—. Me has humillado.
Marina atravesaba con sigilo el patio. Su esbelto cuerpo proyectaba una fina sombra a la luz de la luna mientras caminaba en silencio a lo largo de los muros de piedra, procurando no perder pie ni tropezar con ninguna herramienta. La aterraba pensar en el castigo que le sería infligido si su padre descubría sus intenciones. Pero Marina no pensaba con la cabeza: era el corazón el que la había impulsado a salir de la casa a aquella hora intempestiva, el joven cuerpo febril de amor, la mente abrumada por el pensamiento de la ceremonia que tendría lugar al día siguiente y la posterior noche de bodas.
Rodeó el matadero, donde durante el día desollaban y descuartizaban el ganado para luego limpiar sus pieles y secarlas al sol. De noche, el olor no era tan penetrante, y las moscas dormían. Las únicas pruebas de las sangrientas actividades del día eran las grandes pilas de pieles tiesas, «dólares gringos», que esperaban, ser transportadas a los navíos mercantes. Delante de la fundición de sebo se veían las enormes ollas de hierro donde la grasa de los toros sacrificados se fundía para fabricar velas y jabón, que luego se guardaban en grandes bolsas de cuero para comerciar con las naves extranjeras. Marina entró en el cobertizo, de cuyas techo y paredes pendían cientos de bujías esbeltas. En el centro de la estancia se alzaba el desgarbado molde, con sus brazos de madera envueltos en cuerdas cubiertas con distintos grosores de sebo. El aparato estaba en silencio, pero durante el día su crujido jamás cesaba mientras un indio lo hacía girar, lo inclinaba y mojaba los brazos en sebo, fabricando así cielitos de Velas al mismo tiempo.