Tierra sagrada (39 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

—¡Eh, usted! —gritó el contador de pronto—. ¡Largo de aquí!

Pese a la regla de oro de no entrometerse, Seth no podía quedarse de brazos cruzados mientras se perpetraba tamaña injusticia.

Se ofreció a pagar el pasaje y metió la mano en el bolsillo para sacar un fajo de billetes. Al instante, otro hombre levantó la mano y subió la puja, que el contador aceptó. Seth lo agarró por el brazo y acercó el rostro al del hombre.

—Mire, amigo, no quiero problemas, pero usted ha pedido el precio del pasaje de la señora, y yo se lo he ofrecido.

El contador bajó la vista hacia los dedos que se clavaban dolor sarmenté en su brazo y luego miró los ojos imperturbables del espigado desconocido.

—De acuerdo —accedió al tiempo que se zafaba de él—. Pague al capitán.

—Gracias, señor —dijo Angélique mientras Seth levantaba su baúl para sacarlo de la zona acordonada—. Estoy en deuda con usted. ¿Cómo le pago?

Seth miró el sol con ojos entornados. Estaba impaciente por ponerse en marcha.

—Estoy en Devil's Bar, al norte de Sacramento. Cuando encuentre a su padre puede devolverme el dinero.

Se llevó un dedo al ala del sombrero y se acercó de nuevo a su carro.

Cuando subía el pescante miró por encima del hombro. La joven seguía de pie junto al baúl y parecía perdida. Los hombres empezaban a arremolinarse a su alrededor.

—¿De verdad eres francesa? ¿Necesitas alojamiento? Te aseguro que ganarás montones de dinero aquí.

Seth volvió sobre sus pasos, abriéndose paso entre los hombres y desoyendo sus protestas.

—¿De verdad no tiene adónde ir?

—Sólo el señor Boggs…

—Pero yo… —se entrometió un hombre.

—¿Y no sabe dónde está su padre?

—Vengo a buscarlo. Por eso contesto al anuncio del señor Boggs. Vengo a California a buscar a mi padre, y mientras busco trabajo de maestra, ¿entiende?

—¿Su padre es buscador de oro?

Cuando advirtieron que el forastero adoptaba aires de propietario con la joven, los hombres regresaron a la subasta, donde se ofrecía a una mujer con un bebé por treinta dólares.

—No, no —explicó Angélique a Seth Hopkins—. Después de morir mi madre, mi padre va a Nueva Orleans, con su hermano. En una carta dice que van a California para cazar animales de piel.

Sacó otro papel doblado. Seth le echó un vistazo y se lo devolvió.

—Tampoco hablo francés. ¿Dice que es trampero? Entonces estará en el norte, a menos que se haya decantado por el oro, en cuyo caso podría estar en uno de muchísimos campos auríferos —suspiró, rascándose el mentón—. Mire, seguramente tiene más probabilidades de encontrarlo si va a Sacramento. —Suspiró de nuevo y se preguntó por qué se metía en aquel berenjenal; el calor debía de haberle derretido el cerebro—. Puedo llevarla allí —propuso.

—¡Oh! Ha sido muy amable conmigo, señor. Estos hombres me ayudarán.

—Estos hombres… —empezó—. Da igual. Tiene que ir a Sacramento, créame, está más cerca del oro. Allí podrá correr la voz de que busca a su padre. En los campamentos hay predicadores, jueces, artistas, tramperos, mineros y toda clase de gente de paso. Las noticias vuelan allí. Su padre no tardará mucho en enterarse de que lo busca. ¿Cómo se llama?

—Jacques D'Arcy. Es conde —añadió Angélique con orgullo.

A Seth le habría gustado que le dieran dos centavos por cada «conde», «barón» y «príncipe» que vivía en San Francisco; estaba convencido de que la mayoría eran unos impostores. De hecho, estaba convencido de que la mitad de los presentes en el puerto usaba nombre falso.

—¡Oh! —repitió Angélique al ver el carro—. Y… ¿está muy lejos Sacramento?

—No iremos en carro hasta Sacramento, sólo hasta la terminal para coger el barco de vapor que navega río arriba.

Seth conducía el carro por las calles de Sacramento en busca de un alojamiento respetable para la señorita D'Arcy, y la joven estaba encantada de haber desembarcado. Cuando el señor Hopkins le anunció que pasarían la noche en el barco de vapor, Angélique había imaginado un camarote y la oportunidad de aflojarse el corsé, quizás incluso tomar un baño y una taza de té. El viaje desde México había sido espantoso; al embarcar en el Betsy Laín en Acapulco, Angélique había encontrado el barco de Boston atestado de pasajeros. Sin embargo, la travesía en el barco de vapor había sido una experiencia aún más espeluznante. Puesto que todos los camarotes estaban ocupados, ella y el señor Hopkins se habían visto obligados a dormir en cubierta, rodeados de sus pertenencias, junto a centenares de pasajeros más, casi todos ellos hombres, e incluso caballos, asnos y cerdos. La idea de localizar a su padre la había ayudado a sobrellevar el viaje. Papá se ocuparía de todo. Siempre había cuidado de ella y volvería a hacerlo.

Sacramento era una ciudad nueva, nacida en la confluencia de dos ríos, en una urbe que tenía trescientos años y que, a su vez, había sido erigida sobre las ruinas de otra mucho más antigua, Angélique apenas podía creer que, un año antes, Sacramento sólo era un campamento de tiendas de campaña y antes de eso, un poblado indio. Ahora había edificios de ladrillo, casas de madera, chapiteles y calles como Dios manda. No obstante, encontrar un hotel o pensión donde pudiera alojarse estaba resultando harto difícil.

Tras conducir durante una hora el carro alquilado y hallar defectos en todos los hoteles y pensiones que visitaron, Seth empezó a comprender que no podía dejar a la señorita D'Arcy sola en Sacramento. En los escaparates se veían rótulos que rezaban: «No se admiten solicitudes de mexicanos ni extranjeros», y la gente miraba de hito en hito y con bastante grosería a la desigual pareja, el hombre de camisa y vaqueros, y la señora con su reluciente vestido de seda verdiazul que no dejaba de cambiar de color. Él adivinaba lo que pensaban aquellas personas y sospechaba que la respetabilidad de Angélique, una joven atractiva y sola, quedaría en entredicho. No podía abandonarla, al igual que no había podido abandonarla en San Francisco. Pese a que en realidad era ella quien estaba en deuda con él, se sentía responsable de la joven. Sólo quedaba una alternativa; la señorita D'Arcy estaría más segura en Devil's Bar y, a fin de cuentas, se dijo Seth, allí tendría más posibilidades de encontrar a su padre.

—En el campamento hay varias señoras decentes —aseguró—. Estoy segura de que alguna de ellas la acogerá con mucho gusto.

Angélique aceptó la propuesta de Seth Hopkins, y sentada con mucho recato junto a él, pensando con deleite en un baño caliente, una buena comida y una noche entre sábanas limpias, escudriñaba ansiosa los rostros de todos los hombres con que se cruzaban, anticipando el gozoso reencuentro con su padre. Pensó en las fiestas de cumpleaños cuando era niña, en la corona y el trono que su padre construía para ella. Y cuando llegó el momento incluso le escogió marido, pues no serviría cualquiera. La elección recayó en un D'Arcy, un primo lejano al que obligaron a prometer que trataría a Angélique como estaba acostumbrada. Y Pierre había cumplido su promesa hasta el día en que murió a manos de unos soldados estadounidenses.

—¿Irá a casa de su familia de Los Ángeles? —le preguntó el padre Gómez el día que salió de Ciudad de México.

Pero Angélique no tenía intención alguna de reunirse con la familia de su madre. Había escuchado tantas veces la historia de la maldad con que el abuelo Navarro había tratado a su padre que no quería saber nada de ellos. Se sintió extraña cuando el Betsy Lain hizo escala en Los Ángeles. Desde cubierta contempló el humeante llano y se preguntó si sus parientes seguirían viviendo allí. Apenas recordaba su última visita a Rancho Paloma veinte años antes, cuando ella tenía seis. Se preparaba una boda, pero algo sucedió. Tía Marina desapareció, y todos los invitados regresaron a sus casas. Desde entonces había cesado todo contacto con la familia de su madre.

Mientras el carro avanzaba por el paisaje llano y salpicado de encinas, Angélique miró subrepticiamente al hombre sentado junto a ella. El señor Hopkins poseía un rostro interesante, pensó. Quemado por el sol, curtido, de nariz recta y ojos hundidos y pensativos. Cuando se quitó el sombrero para enjugarse la frente, Angélique vio una cabellera densa y ondulada que el sol había teñido de castaño dorado. Le gustaba el sonido de su voz, pues poseía una cualidad serena, y siempre hablaba de forma mesurada. Desprendía un aire sólido y sincero, y la joven decidió que se sentía a salvo con Seth Hopkins.

Por su parte, Seth albergaba pensamientos de naturaleza bien distinta. Mientras viajaban en silencio bajo el sol, por caminos cada vez más estrechos a medida que dejaban atrás las zonas civilizadas, intentó no mirar demasiado a su inesperada compañera de trayecto. Estaba sentada en el pescante como una reina, la espalda erguida, el parasol ladeado a la perfección para protegerse del sol. Seth no había visto nada tan exótico en toda su vida. Además, la joven lo desconcertaba; costaba creer que fuera tan ingenua como se había mostrado en el puerto de San Francisco. Le calculaba unos veinticinco años, y había estado casada por lo que debía saber algo del mundo, pero su reacción a la situación había sido casi infantil.

Sin embargo no era una niña, se recordó mientras intentaba no fijarse demasiado en la cintura de avispa que se curvaba hacia las femeninas caderas, y los pechos que tensaban la seda verdiazul del corpiño. Debía de llevar cien enaguas bajo los volantes de la falda. En su frente y sobre el labio superior se apreciaba una fina película de sudor, y olía vagamente a rosas. Seth intentó identificar el color de su tez. No era blanca, pero tampoco negra ni morena como la de las gitanas. Era del color de la miel, concluyó, y casi se atragantó al pensar en las vilezas que el «reverendo» Cyrus Boggs le habría preparado.

En un momento dado, Angélique sacó un frasquito de medicina de su bolso y tomó delicadamente un sorbo. Seth la miró con expresión interrogante.

—Es un remedio hecho según la receta de mi bisabuela —explicó la joven al tiempo que volvía a guardar el frasquito—. Un boticario de Ciudad de México me lo prepara para el viaje. Cuando me viene el dolor de cabeza, lo tomo y estoy bien.

—¿Y si no lo toma?

—No se preocupe, señor, estoy bien.

No tenía intención de hablarle de las visiones ni las voces que oía durante los ataques. El hombre creería que estaba loca o tal vez algo peor.

—Mire —dijo Seth en voz baja, pese a que se hallaban en un camino desierto—, será mejor que deje de llamarme señor. A las gentes de por aquí no les gustan los mexicanos. Todos tienen aún muy fresca la guerra.

También Angélique la recordaba bien. Su esposo había caído en la batalla de Chapultepec, y nunca olvidaría el miedo que experimentó al ver las tropas estadounidenses entrar triunfantes en Ciudad de México.

—Pero si soy española —protestó—. Mi familia por parte de madre es californiana. Fueron los primeros en llegar a Los Ángeles. —Sacó del bolso un daguerrotipo encuadrado en un marco ovalado—. Mi madre era una hermosa dama, como podéis comprobar.

Seth examinó los pómulos altos, los ojos almendrados, los labios sensuales y la tez olivácea de Carlota Navarro de D'Arcy. Allí había algo más que sangre española, sólo un ciego lo pasaría por alto. Y la hija se parecía a la madre. Le devolvió el camafeo sin decir nada, comprendiendo algo sobre sus facciones exóticas que quizás ni ella misma sabía, algo relacionado con el hecho de que su familia llegara a California cuando aún era tierra exclusivamente india.

Por fin se adentraron en una zona de pinos altos, profundas gargantas y altas montañas en la que se respiraba un aire penetrante y puro. Llegaron a Devil's Bar justo antes del anochecer.

Angélique se inclinó hacia adelante ansiosa por ver aquella ciudad construida en las montañas. Durante el largo viaje se había forjado una imagen de casas de ladrillo, calles adoquinadas llenas de tiendas, una iglesia en la plaza, en cuyo centro se alzaría una fuente, aceras pavimentadas, patios privados sombreados con árboles… Puesto que allí vivían buscadores de oro, hombres ricos, tal vez incluso sería más suntuosa de lo que imaginaba.

El carro dobló un recodo, y el bosque dio paso a una colina desprovista de árboles. Y toda la colina aparecía cubierta de… Angélique abrió la boca de par en par.

Tiendas.

Hileras y más hileras de tiendas de lona, con alguna que otra cabaña de troncos y un par de estructuras de madera. Las calles, suponiendo que fuesen dignas de recibir tal nombre, eran extensiones de tierra salpicadas de basura, perros a la caza de desperdicios y moscas revoloteando en el calor. No había aceras, ni fuente, ni iglesia, ni patios sombreados donde una dama pudiera tomar el té, ni edificios de ladrillo o adobe.

¡Y la gente! Hombres en ropa de trabajo polvorienta con sombreros estropeados calados hasta los ojos, mujeres ataviadas con sencillos vestidos de algodón cuyos dobladillos se arrastraban por la tierra. Todos, incluyendo a las mujeres, parecían acarrear algo, ya fueran sacos de aspecto pesado, picos y palas, cubos de agua, brazadas de leña… Si eran tan ricos, ¿por qué vivían en semejante pobreza? Vio a unos hombres clavando unos maderos para hacer un ataúd y en la cima de la colina advirtió un claro salpicado de cruces y lápidas.

El corazón le dio un vuelco mientras contemplaba el paisaje teñido de gris y pardo, las colinas desnudas con sus troncos cortados casi a ras, las extensiones de hierba amarillenta, las escuálidas flores silvestres. El hedor era casi tan espantoso como el calor. El valle aparecía envuelto en una densa humareda. Angélique sacó un pañuelo perfumado del bolso y se lo llevó a la nariz.

Un par de hombres a caballo pasaron al galope junto a ellos profiriendo gritos de «¡Eureka!» y disparando al aire mientras los cascos de los caballos levantaban terrones, uno de los cuales fue a parar al regazo de Angélique.

—¡Oh! —exclamó ésta, alarmada—. ¿Son bandidos?

Seth se echó a reír.

—No, sólo un par de buscadores que han tenido un golpe de suerte. ¡Esta noche habrá rondas gratis en el bar!

Al oír entrar el carro en el campamento, la gente empezó a salir de sus tiendas para ver quién llegaba.

—¡Eh, Seth Hopkins! Por fin has vuelto.

Cuando Seth detuvo el carro ante un edificio de madera de dos plantas con un rótulo quo decía: «Hotel de Devil's Bar. Eliza Gibbons, propietaria», una muchedumbre se agolpó de inmediato en torno al vehículo, y todos miraron con los ojos abiertos de par en par a la joven sentada junto a Seth. Angélique permaneció sentada mientras Seth descargaba cajas y fardos, y los habitantes del campamento fueron acercándose para recoger los artículos que Seth había adquirido para ellos en San Francisco. Cargaron sus compras muy contentos y dijeron a Seth que se alegraban de tenerlo de vuelta. Nadie dirigió la palabra a Angélique, pero todos la miraban con fijeza.

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