—Tengo dinero propio —anunció Luisa, triunfante y preparada para su expresión sorprendida.
Sin embargo el momento se prolongó, y en los ojos de Lorenzo se dibujó una expresión, pero no de sorpresa. Una oleada de pánico se adueñó de Luisa.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Lorenzo lanzó un suspiro entrecortado; de repente sentía en sus carnes el peso de sus cincuenta años.
—Ya no lo tienes.
Luisa irguió la barbilla.
—No sabes a qué dinero me refiero —espetó.
—Sí lo sé, por Dios —replicó su esposo con una nota de indignación y de su antiguo orgullo—. El día en que visitaste por primera vez al padre Xavier, vino a verme y me contó tu secreto. Lo sé todo desde hace once años.
Luisa lo miró consternada. ¡El cofre!
—¡No tenía ningún derecho a contártelo! —gritó.
—¡Por supuesto que tenía derecho! —tronó Lorenzo—. Eres mi esposa y cuanto posees me pertenece. No queda nada —añadió en voz más baja, sintiéndose de repente incómodo bajo su mirada—. Te quité el oro hace mucho tiempo, mujer, y eso es todo. No volveremos a mencionar el asunto.
Luisa se levantó de un salto.
—¡No permitiré que te hagas con Angela!
—¿Acaso lo has olvidado, mujer? —rugió Lorenzo—. ¡Angela es mía! ¡Yo la encontré y puedo hacer con ella lo que me plazca!
Dicho aquello, salió de la estancia dando un portazo. Presa del pánico, Luisa intentó buscar alguna solución; ella y Angela debían escapar. ¡Pero no tenían dinero! Ningún capitán las ayudaría, y si intentaban huir a otra ciudad, las encontrarían y obligarían a volver.
De pronto pensó en la jícama que Angela acababa de cosechar y en el veneno que encerraban sus semillas. Sería tan sencillo… Remojaría las semillas en agua para extraer la toxina y verterla en el vino de Lorenzo. A la mañana siguiente sería libre.
Pero desterró la idea al instante; jamás sería capaz de asesinar a Lorenzo.
Hundió los hombros al comprender su impotencia absoluta. Y a renglón seguido se dio cuenta de que había cometido un error terrible al rechazar a Lorenzo tantos años antes, al castigarlo por llevarla a aquel rincón dejado de la mano de Dios. En un solo instante vio pasar ante sus ojos los últimos once años y supo que, si pudiera volver atrás, lo perdonaría, lo acogería en sus brazos y le daría más hijos, haría de él un esposo devoto cuya máxima prioridad sería su familia, no los juegos de azar ni las inversiones en navíos mercantes que se hundían.
Pero Luisa sabía que no podía volver atrás. No había escapatoria ni ruegos a la Virgen que valieran. Y la única culpable era ella misma.
Con ademanes rígidos, Luisa volvió sacar la cajita del cajón, pero esta vez no estaba interesada en el forro ni la llave inútil que se escondía bajo él, sino que sacó el objeto que había guardado allí once años antes.
El objeto pendía del cuello de Angela cuando Lorenzo la encontró en las montañas; era una pequeña piedra negra envuelta en suave piel de ciervo. Luisa no había tenido valor para deshacerse de ella. Tal vez sabía que algún día le recordaría la verdad, que en realidad Angela no era su hija, sino que pertenecía a otra mujer.
Durante todos aquellos años, Luisa había conseguido desterrar de su mente el hecho de que Angela era una india de la misión, pero la piedra se lo recordó. Debía de poseer algún valor o importancia para que la madre la colgara alrededor del cuello de su hija. Por primera vez, en el caluroso mediodía de aquella tierra que Luisa nunca había llegado a amar, pensó en la madre de la niña. ¿Por qué había ido a las montañas? ¿Por qué nunca regresó a la misión en busca de su hija? ¿Había muerto o llevaba once años llorando a su hija, al igual que Luisa lloraba por la pequeña enterrada en el desierto?
Luisa intentó imaginar a la mujer que había traído al mundo a Angela. En Rancho Paloma trabajaban muchas indias, pero Luisa nunca les prestaba atención, y cuando salía a cabalgar y pasaba por una aldea de indios sin bautizar que iban desnudos y fumaban sus extrañas pipas, se decía que eran criaturas apenas más civilizadas que las bestias.
«Pero las bestias no cuelgan talismanes alrededor del cuello de sus hijas».
Santa Madre de Dios, gimió su corazón. ¿Cometí un error al quedarme con la hija de otra mujer? Lorenzo me la trajo en un momento en que estaba loca de dolor, en que tenía las rodillas en carne viva de tanto arrodillarme para rezar, y vi a aquella niña como un regalo Tuyo. Pero ¿es cierto eso? ¿O era acaso una prueba para mi fuerza y mi honestidad, una prueba en la que he fracasado?
Que Dios me perdone por lo que hice. Quebranté los votos matrimoniales y aparté de mí a mi esposo. Robé la hija de otra mujer. Este es mi castigo. Angela se casará con Navarro, y yo jamás volveré a ver España.
El capitán Lorenzo cabalgaba por el Camino Viejo, ansioso por incrementar la distancia entre él y la mirada de Luisa. ¿Acaso creía su esposa que era tan fácil convertir un desierto en un rancho fértil? Era una tarea harto ardua. Los veranos ardientes, las lluvias que inundaban la cuenca, los incendios que todo lo arrasaban, las enfermedades que asolaban al ganado, las cosechas que morían enteras y sobre todo los indios salvajes. Tenía que vérselas con la tradicional reunión anual junto a las charcas de brea. Los salvajes habían instalado un enorme campamento en el campo de maíz de don Lorenzo, y la destrucción de la cosecha aquel primer año lo había enfurecido lo suficiente para desear acabar con todos ellos. Colocó vallas, pero los indios las derribaban. Llegaban desde lejos por el camino viejo que discurría a lo largo del límite septentrional de su propiedad, erigían sus chozas con ramas que arrancaban de los árboles del capitán y se apropiaban de sus ovejas y cabras. No había forma de hacerles entender que aquella tierra ahora era suya y que los animales que mataban y comían no eran salvajes, sino que le pertenecían también a él.
Luego estaban los robos nocturnos de ganado, pero no para comer, sino por rebeldía. Los misioneros no estaban convirtiendo y asimilando la población indígena con suficiente rapidez; aún existían bolsas de resistencia entre los indios no bautizados, jefes poderosos que de vez en cuando intentaban organizar una revuelta contra los colonos. En una ocasión, una mujer fue la instigadora. Se trataba de una joven de la tribu de los gabrielinos que azuzó a los jefes y guerreros de seis poblados para que se alzaran contra los soldados y los padres misioneros. Lorenzo y los otros rancheros se veían obligados a contratar guardias que patrullaban los límites de sus tierras, y estaba harto del asunto.
Luisa no lo comprendía. A salvo en su casa, atendida por las criadas, llevaba una vida fácil. ¡Y mira que esconder dinero para su frívolo viaje a España! No tenía derecho a hacerle sentirse culpable por intentar enriquecerse. ¿Era acaso culpa suya tener tan mala suerte? Luisa debería estar agradecida de que Navarro quisiera su rancho y a su hija. Ahora la vida podía seguir su curso normal, y no quedarían sumidos en la pobreza.
¡Mujeres!, pensó, exasperado. Pero al cabo de un rato, tras aminorar la velocidad del caballo a un tranquilo trote y emprender el regreso al pueblo de Los Ángeles, con sus doscientas almas, sintiendo el calor del sol en los huesos, oliendo el polvo del camino y oyendo el zumbido de los insectos, su humor mejoró un poco. Se alegraba de que Navarro se convirtiera en dueño del rancho: a partir de entonces, todos los problemas recaerían sobre sus hombros.
Contento ante la perspectiva de pasar la tarde con Francisco Reyes, alcalde del pueblo, jugando a dados y tomando vino de Madeira con el conocimiento de que el rancho pasaría a ser preocupación de Juan Navarro, el capitán Lorenzo concluyó que, a veces, arruinarse puede ser una bendición.
—Los deberes matrimoniales no son placenteros —explicó Luisa a su hija con solemnidad—, pero por fortuna no duran mucho. Tu esposo hará sus cosas con rapidez y se dormirá.
Luisa creía estar describiendo a todos los hombres y no se detuvo a considerar que ella era virgen al casarse con Lorenzo y, por tanto, nunca había conocido la intimidad física con otro hombre.
Se hallaban en el dormitorio preparado para los recién casados. Habían intercambiado los votos ante el sacerdote, el matrimonio había quedado inscrito en el registro oficial y, después de un tiempo prudencial, Luisa había tomado a su hija de la mano para alejarla del banquete nupcial. Ahora, ella y una india ayudaban a Angela a quitarse el vestido de boda mientras fuera proseguía la fiesta en la cálida noche estival.
Angela no pensaba en el tálamo nupcial con pétalos de buganvilla esparcidos sobre las almohadas, sino en las huertas de naranjos y limoneros que tendría.
—He contado al señor Navarro mis ideas, y le gustan. Incluso le parece bien la idea de tener viñedos.
El día en que el
Estrella
zarpó sin sus dos pasajeras, tres meses atrás, Navarro empezó a cortejar a Angela bajo la atenta mirada de una carabina. Cada día acudía al rancho para sentarse con ella bajo el clavero que Lorenzo había importado de Australia a un precio astronómico. Hablaban del tiempo, del último sermón del padre Xavier o de nuevas razas de caballos, siempre tratándose cortésmente de señor y señorita. A veces guardaban silencio; tres meses más tarde, seguían siendo corteses desconocidos.
Luisa suspiró con tristeza mientras dejaba a un lado las enaguas de Angela.
—Eres afortunada; Navarro es un hombre muy generoso.
Intentó no pensar en las largas arracadas de oro que llevaba, un regalo de Navarro a su flamante suegra. Según le explicó, se los había quitado a la momia de una princesa azteca. Ese hombre ha traído fantasmas a esta casa, se dijo. Pues sin lugar a dudas, los espíritus de los indios mexicanos regresarían a buscar los tesoros que les habían arrebatado.
Miró la caja con clavos de latón que estaba sobre el tocador y que contenía el regalo de bodas de Navarro para Angela. Ni ella ni su hija sabían de qué se trataba; la caja debía abrirse más tarde, cuando los recién casados estuvieran a solas.
De pronto se le ocurrió la tranquilizadora idea de que Navarro siempre sería fiel a Angela. Luisa sabía que a Navarro no le interesaba la conquista, sino la obtención de tesoros, que no era hombre de corazón, sino de mente, que en su interior no había calor alguno, sino sólo una mente fría y calculadora. Su mujer le proporcionaría satisfacción sexual, y no necesitaría a ninguna otra.
—Todo irá bien, mamá —la apaciguó Angela, tomándola de la mano.
No se le escapó la ironía de que la hija consolara a la madre cuando en realidad debería haber sido al revés. Mientras escudriñaba los serenos ojos de Angela, se preguntó si la sabiduría que a veces detectaba en ellos no sería en verdad paciencia.
—Puede que con el tiempo llegues a amar a Navarro, pequeña.
—Lo único que importa es que hemos podido conservar el rancho, mamá. Yo pertenezco a este lugar, y aquí mismo es donde quiero morir.
Luisa estaba escandalizada. ¡Una novia de dieciséis años hablando de la muerte en su noche de bodas! Tal vez fuese la sangre india la que la impulsaba a pronunciar aquellas palabras.
Angela deseaba poder transmitir a su madre la profunda felicidad que experimentaba en aquel lugar, el amor que sentía por Alta California y Rancho Paloma. Su corazón estaba allí. A veces, cuando salía a montar, ataba a Siroco a un árbol y se tendía en la hierba para contemplar el cielo. En aquellas ocasiones, casi sentía que la tierra se alzaba para abrazarla. Era como si ella formara parte de aquel territorio, aunque había nacido en México. Sin embargo, no recordaba México ni el largo viaje que hiciera en compañía de sus padres y los demás colonos para fundar el nuevo pueblo. Era como si su vida hubiera empezado cuando tenía cinco años, pues no guardaba recuerdo alguno de épocas anteriores.
No obstante, algunas veces, en sueños, cuando percibía una fragancia determinada en el viento u oía un sonido, extrañas imágenes surcaban su mente y por un sobrecogedor instante tenía la sensación de ser otra persona.
Como el casamiento había sido una celebración de gran relieve, habían enviado a varias indias de la misión para ayudar en los preparativos. Una de ellas ayudaba en aquel momento a Angela a quitarse el vestido nupcial y a guardarlo con todo cuidado. Angela vio que la mujer llevaba un sencillo crucifijo de hojalata colgado alrededor del cuello, y de pronto se vio acometida por extrañas imágenes que casi se le antojaban recuerdos. Una cueva. Una mujer diciéndole que recordara las historias. ¿La había llevado mamá a una cueva cuando era pequeña? Pero en tal caso, ¿por qué motivo?
Una vez libre del vestido de boda, que consistía en un ajustado corpiño de seda color rosa y falda larga de seda blanca con diminutas rosas bordadas. Angela se puso el largo camisón de algodón y se sentó para que su madre le cepillara el largo y abundante cabello. Cada cepillada encerraba una profunda tristeza, y en los ojos de Luisa se dibujaba una expresión perdida.
Por fin, Luisa y la india se marcharon, y Angela se quedó esperando a Navarro.
Su esposo llamó a la puerta, tal como le había advertido su madre, pero en lugar de apagar la lámpara y desvestirse en la oscuridad, la sorprendió dejando la luz encendida mientras se quitaba la chaqueta y las botas. Mientras Angela permanecía recatadamente sentada en el borde del lecho, con las manos entrelazadas en el regazo y el pulso acelerado, Navarro se sirvió coñac y se acomodó en una silla junto al fuego, cuyas llamas proyectaban una peculiar palidez en su piel.
—¿Qué haces ahí? —exclamó, alargando la mano—. Ven aquí para que te vea.
Navarro había colocado la cajita con el regalo de boda en la mesilla situada entre las dos sillas, y cuando Angela se detuvo tímida ante él, levantó la tapa, dejando al descubierto el fulgor del oro. Luego contempló a Angela durante un largo instante, recorriendo con la mirada todo su cuerpo y concentrándose sobre todo en el cabello.
—Puedes quitarte esa cosa —ordenó por fin.
—¿A qué os referís, señor?
—Esa cosa que llevas —espetó el hombre con un movimiento de muñeca—. Quítatela.
—No os entiendo —murmuró Angela con el ceño fruncido.
—¿Es que tu madre no te ha enseñado nada? —exclamó Navarro con impaciencia al tiempo que se levantaba—. Estamos casados, somos marido y mujer. La camisa de dormir sobra.
Con el rostro rojo como la grana, Angela se volvió y empezó a desabrochar los botones de la prenda.