Tierra sagrada (25 page)

Read Tierra sagrada Online

Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Erica se la quedó mirando un instante, dejó la copa sobre una mesilla, musitó una disculpa y entró en la casa.

Se abrió paso a ciegas entre invitados bien vestidos y camareros ataviados con americana roja que ofrecían bandejas con copas de champán y aperitivos. Al poco localizó a Sam. Lo convenció de que tenía que irse, y cuando él le dio las llaves del coche, diciendo que ya encontraría a alguien que lo llevara al campamento. Erica salió como una exhalación de la casa de los Dimarco y enfiló la autopista litoral más deprisa que la marea que arrastraba hasta la orilla a los peces condenados a morir.

Erica apagó el motor y las luces, y permaneció sentada en el coche durante largo rato. Descansó la frente sudorosa sobre el volante, cerró los ojos e intentó comprenderse a sí misma.

¿Qué le había ocurrido junto a la piscina de los Dimarco? ¿Un infarto? ¿Un ataque de pánico? El dolor seguía allí, tras el esternón, impidiéndole respirar con normalidad. «Lo encontraron en una de las islas del Canal, desnudo y pescando con lanza…».

Erica sintió el irresistible impulso de echarse a llorar, pero las lágrimas no afloraban a sus ojos. Mientras procuraba respirar despacio para recobrar la compostura, percibió un gran peso en el pecho, como si algo nuevo se hubiera instalado allí. Era oscuro, como un ave indeseada que se hubiera posado en su interior, plegando las mohosas alas en preparación de una larga estancia.

Por fin consiguió bajar del coche y dirigirse hacia el campamento iluminado. Tenía la piel de gallina. La luna jugaba al escondite entre las ramas de los árboles, un ojo que observaba a Erica, como los ojos de los fantasmas que imaginaba en los bosques de Topanga. Se volvió hacia la autocaravana de Jared; estaba a oscuras. Aún no había regresado de la escapada nocturna a dondequiera que fuese. Y aunque hubiera regresado, ¿qué podía decirle?

Al acercarse a la tienda vio que la entrada no estaba cerrada como la había dejado.

Entró con cautela, encendió la luz y miró en derredor, preocupada por lo que había hallado aquella tarde en el nivel IV. Pero el objeto seguía allí, tal como lo había dejado sobre la mesa de trabajo. Intentó abrir el archivador metálico, pero seguía cerrado con llave. Puesto que no guardaba dinero ni joyas en la tienda, no imaginaba qué había atraído al intruso; porque estaba segura de que alguien había entrado.

Y entonces lo vio. Sobre la almohada.

Era un hacha pequeña normal y corriente, de las que se compran en la ferretería, pero estaba envuelta en tiras de cuero crudo y decorada con plumas para hacerla parecer un tomahawk indio. Erica conocía bien su significado.

Era una declaración de guerra.

Empezó a temblar. Alguien había violado su intimidad, al igual que Ginny Dimarco había violado la de Jared. Por un instante, Erica perdió el mundo de vista. Luego salió de nuevo a la noche sin detenerse a pensar que aún llevaba el vestido de fiesta y zapatos de tacón, y cruzó el complejo hasta la cantina, hacha en ristre. Los indios no estaban en su rincón habitual jugando a los dardos, como si supieran que Erica iría a por ellos. Salió de nuevo y los vio en el margen del campamento, sentados alrededor de una hoguera, un círculo de guerreros que lanzaban dardos al tablero clavado a un árbol.

Al acercarse vio a un hombre de largo cabello gris peinado en trenzas, un gigante que dominaba la partida. Erica no lo conocía. Llevaba un anorak de nailon con un tigre asiático de aspecto fiero bordado en la espalda sobre las palabras Vietnam, como de 1966. Cuando se volvió, Erica vio la insignia militar de una lanza en llamas en uno de sus hombros, y junto a ella las palabras Brigada 199 de Infantería. Tenía las cejas pobladas, mandíbula fuerte, una actitud agresiva y una sonrisa sarcástica que exhibió al verla.

—Vaya, pero si es nuestra amiga la antropóloga.

—¿Quién es usted? —inquirió Erica, acercándose más a él y comprobando que, pese a los altos tacones de sus zapatos, el hombre le sacaba una cabeza entera—. No forma parte del equipo.

El hombre se llevó una lata de cerveza a los labios y bebió un largo trago sin dejar de observarla con ojos entornados.

Erica sostuvo en alto el tomahawk.

—¿Es suyo? —quiso saber.

—¿Sabe una cosa? —replicó el gigante tras enjugarse la boca con el dorso de la mano—. Recuerdo que cuando era niño y vivía en la reserva, zorras blancas como usted venían de las universidades y pasaban el verano allí para estudiarnos.

—Le he preguntado si esto es suyo —repitió Erica al tiempo que alzaba el tomahawk un poco más.

—Se paseaban por allí con sus cámaras y cuadernos, vestidas con pantaloncitos muy cortos para enseñar las larguísimas piernas a los indios salidos, pero sin separarse de sus novietes antropólogos con cara de empollones, cazadoras de camuflaje y mochilas de pacotilla. Creíais que estábamos todos colados por vosotras, ¿eh? Pues lo único que hacíamos era reírnos mientras vosotras os sacabais créditos semestrales escribiendo las historias que os contábamos porque no sabíais que nos las inventábamos para no contaros las historias sagradas auténticas.

Erica abrió la boca para replicar, pero el hombre avanzó un paso hacia ella en actitud amenazadora.

—Tenemos entendido que quiere hacer pruebas de ADN al esqueleto. Pues va a tener una sorpresita. No pienso permitir que le quite ni una sola célula a mi antepasada para examinarla bajo el microscopio. No necesitamos que ningún laboratorio nos diga quiénes eran nuestros antepasados.

Avanzó otro paso, y Erica miró por encima del hombro hacia el campamento.

—Es terrible que nunca haya ayuda a mano cuando uno más la necesita, ¿verdad? —espetó el gigante con una carcajada seca.

En aquel momento oyeron pasos crujiendo sobre las ramitas caídas, y un hombre apareció en el claro iluminado por la hoguera. Era Jared, con su bolsa de deporte.

—¿Qué narices haces aquí, Charlie?

Los ojos del gigante adquirieron una expresión mezquina.

—Me llamo Coyote, tío.

—Aquí no se te ha perdido nada —advirtió Jared.

—Es un país libre. Un país indio de océano a océano.

Jared dirigió a Erica una mirada interrogante, y ella le mostró el tomahawk.

—Estaba en mi tienda.

—¿Alguno de vosotros reconoce esto? —preguntó Jared.

Los hombres hicieron caso omiso de él y reanudaron la partida de dardos. Jared blandió el tomahawk en el aire y lo arrojó con tal fuerza que al clavarse en la diana partió en dos el tablero. Acto seguido se volvió hacia Coyote.

—La intrusión es un delito, no lo olvides —advirtió.

—Según las leyes del hombre blanco, no las nuestras —espetó Coyote, agitando uno de sus gruesos dedos en el aire—. Los blancos habéis hecho todo lo posible para negar a los indios de California su tierra y su identidad. El Senado nunca ratificó los tratados de la década de 1850, así que no nos permitieron conservar nuestros territorios. La Oficina de Asuntos Indios siempre ha desfavorecido a los indios de California, así que tenemos la subvención per cápita más baja del país. ¡Pero si la mitad de nuestras tribus ni siquiera están reconocidas por el gobierno federal y no reciben nada…! Los indios de California están en situación de desventaja económica y política a causa del despojo histórico de nuestra tierra, el más flagrante de todo el país. Así que vete a tomar por el culo con tu delito.

Jared agarró al hombretón por la pechera de la camisa.

—Te sugiero que cojas tus cosas y te largues ahora mismo de aquí —murmuró.

Coyote se zafó de él y se alisó la camisa.

—Recuerda una cosa, tío. No estamos dispuestos a seguir tragando. Nos estamos organizando, nos estamos movilizando. Os creéis que no somos más que un puñado de indios imbéciles, pero os espera una sorpresa. Permitís que esa gente venga a rezar aquí —escupió, señalando con el enorme brazo la valla de seguridad al otro lado de la avenida de Emerald Hills, donde unos esotéricos entonaban un mantra cogidos de la mano. Eso nos ofende, nos ofenden esos cristianos con su religión nueva y falsa. Vienen a nuestro lugar de culto y fingen devoción. ¿Te gustaría que nos pusiéramos nuestras plumas y nuestros abalorios y bailáramos la danza de la lluvia en medio de la basílica de San Pedro? Los tiempos cambian, tío. Estamos demandando a las editoriales que publican diccionarios con el término «piel roja» en ellos; es un insulto a nuestras mujeres. Estamos obligando a los botánicos a cambiar los nombres de las plantas que los blancos llamáis hierba piel roja y arbusto piel roja. También acabaremos por eliminar la palabra «indio», porque no somos de la India, tío. Y tampoco somos nativos estadounidenses, sino que somos los primeros norteamericanos. Así que mantén los ojos bien abiertos, Señor Abogado Blanco, y sé testigo del poder de los hijos de Toro Sentado y Caballo Loco.

Jared asió a Erica por el codo y la alejó a toda prisa de la hoguera.

—Tendremos que andarnos con cuidado —musitó—. Coyote no ha venido por razones sociales, sino para armar follón. Por regla general, nuestros hombres suelen ser apolíticos y no militantes; sólo les interesa cobrar. Pero Coyote puede ser muy persuasivo cuando se lo propone. Es un miembro destacado de los Panteras Rojas.

Erica sintió un estremecimiento al notar el contacto de la mano de Jared sobre su piel desnuda. En aquel momento le importaban un ardite Coyote y el tomahawk, los indios e incluso la cueva. Jared estaba junto a ella, tocándola, y el impacto de la historia de Ginny Dimarco volvió a adueñarse de ella con renovada fuerza.

—¿Panteras Rojas? —se oyó repetir.

Quería hablar de las islas del Canal. ¿Había encontrado allí Jared lo que buscaba?

—Son un grupo escindido radical del Movimiento Indio de América, y desde lo de Alcatraz y Wounded Knee andan buscando otro lugar para desahogarse. Tienen las miras puestas en nuestra cueva.

La presión de su pecho se acentuó.

—¿Quién es ese Coyote?

—Su verdadero nombre es Charlie Braddock, y lleva años intentando afiliarse a todas las tribus que puedas imaginar, desde los suquamish de Washington hasta los seminolas de Florida. Ninguna de ellas lo ha admitido porque no puede demostrar que por sus venas corra sangre india. Así pues, decidió afiliarse a una tribu no reconocida por el gobierno federal porque así no tendría que certificar ascendencia india.

—¿Quieres decir que no es indio?

—Si tiene sangre india en las venas, se la habrán dado en la Cruz Roja. Antes de unirse al movimiento indio probó suerte como mercenario en África, y antes de eso fue conductor de ambulancias hasta que lo detuvieron por hacerse pasar por médico. Todo eso de vivir en la reserva se lo ha inventado. Charlie nació y creció en el valle de San Fernando y fue a un instituto blanco. Y ese anorak que lleva… Nunca sirvió en Vietnam. Cuando empezó el reclutamiento, Charlie se escabulló a Canadá y esperó a que la guerra terminara. Por suerte para él, nunca lo llamaron a filas. Pero no lo subestimes; es peligroso, tanto para los blancos como para los indios.

Cuando llegaron a la zona iluminada del campamento, Jared se cambió de mano la bolsa de deporte, hizo una mueca y se llevó la otra mano al costado.

—¿Estás bien? —preguntó Erica, alarmada.

—Sí, sí —aseguró.

Pero no lo parecía, se dijo Erica mientras observaba su rostro pálido y sudoroso pese al frío de la noche.

—De verdad, no me pasa nada. Sólo es una lesión de nada, no te preocupes.

—¿Cómo te la has hecho?

—Me fui hacia un lado cuando debería haber ido hacia el otro —explicó Jared, intentando sonreír.

—¿Quieres que vaya a buscar a alguien de la enfermería?

—No, no, sólo necesito una copa. Ha sido un día muy largo. Paseó la mirada por el cabello de Erica, que seguía recogido con peines de carey, y luego por sus hombros.

—Bonito vestido —comentó.

El pecho de Erica se contrajo.

—Acabo de volver de la fiesta de los Dimarco.

Jared permaneció inmóvil entre encinas, tiendas de campaña y gente que pasaba, como si él y Erica estuvieran solos en el mundo, sin nada en que pensar más que en ellos mismos.

—Aun así, es un bonito vestido —ratificó.

El corazón de Erica dio un vuelco. «Se volvió loco cuando murió su mujer».

—Has sido muy valiente al enfrentarte a Charlie y sus secuaces —añadió Jared.

—La vida me ha enseñado a manejar a los de su calaña.

«No hay nada más poderoso que la mirada, Erica, no lo olvides. Cuando te enfrentes a una matona, sostenle la mirada hasta que la desvíe. Si te enfrentas a un grupo, escoge a una de ellas y haz lo mismo. Retrocederá, y las demás la seguirán. Y cuando estés en el tribunal, mira al juez a los ojos. No mires a ningún otro sitio. No mires a tu abogado, al alguacil ni al taquígrafo. Te sorprenderá comprobar cuánta fuerza encierran tus ojos».

La voz del pasado se refería a las matonas en femenino, porque las matonas a las que Erica tenía que enfrentarse eran chicas duras del correccional que le tiraban del pelo y la llamaban «basura del valle».

—Avisaré a seguridad para que no lo pierdan de vista y de paso vigilen tu tienda —dijo Jared—. Ahora ven a tomar una copa conmigo y me cuentas lo que me he perdido en la fiesta.

Erica sólo había estado en el interior de la autocaravana una vez al inicio del proyecto. Recordaba el «salón» tras los asientos del conductor y el acompañante, un espacio con un sofá y dos butacas de cuero y un televisor y video encajado entre ellos. Asimismo había visto un impresionante centro de comunicaciones con fax, varios teléfonos, ordenador, montones de documentos legales, correspondencia, libros de Derecho y, más allá, la cocina extraordinariamente bien equipada con frigorífico, lavavajillas, fogón, horno, microondas y una cafetera exprés que era el último grito. Erica recordaba que la puerta del dormitorio había estado cerrada.

Pero aquella noche, al seguir a Jared al interior del vehículo, comprobó que se había operado un cambio asombroso.

El escritorio había dado paso a una mesa de dibujo. Bocetos de casas y bloques de oficinas llenaban un tablón de corcho, cubriendo por completo los memorandos y comunicados de prensa relativos al provecto de Emerald Hills. Donde recordaba haber visto bolígrafos y pilas de documentos, ahora había útiles de dibujo y lápices. Y lo más sorprendente era que sobre la mesita del comedor plegable descansaba la maqueta de una fabulosa mansión de arquitectura contemporánea con jardines y piscina incluidos.

Other books

The Healer's Legacy by Sharon Skinner
Musings From A Demented Mind by Ailes, Derek, Coon, James
The Library at Mount Char by Scott Hawkins
Pleasure in the Rain by Cooper, Inglath
When They Come by Jason Sanchez