Tierra sagrada (21 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

—¿Por qué os hacéis esto?

—Quiero…, quiero que Dios me considere digno de él.

—¡No lo entiendo! Si vuestro Dios os creó, ¿acaso no sois digno de él? ¿Acaso crea seres indignos?

Alargó la mano y rozó con delicadeza los verdugones que mellaban su piel blanca. Sintió deseos de abrazarse a su espalda y dejar que sus lágrimas lo curaran, que su amor fluyera como un bálsamo.

Felipe empezó a sollozar. ¿Cómo hacerle entender que ansiaba experimentar el éxtasis? Quería sufrir los estigmas que habían atormentado a san Francisco; quería domesticar palomas salvajes y predicar a los peces del mar. Anhelaba una visión. El Señor y María se habían aparecido a san Francisco y sus hermanos. ¿Por qué no a él?

Teresa cogió agua del abrevadero y limpió las heridas como pudo. Se rasgó la mitad inferior de la falda y secó la sangre, poniendo especial cuidado en los lugares donde la piel estaba partida. Trabajaba sin dejar de llorar y veía el cuerpo estragado del hermano Felipe entre un velo de lágrimas.

El fraile permaneció arrodillado, sometiéndose a sus cuidados como un niño mientras su pecho huesudo se agitaba convulso por los sollozos.

Por fin, tras limpiar la sangre y secarle la piel. Teresa lo ayudó a incorporarse y le introdujo los brazos en las mangas del hábito, recomponiendo en parte su dignidad. Luego lo miró a los ojos en la penumbra del primitivo establo.

—Contadme lo que queréis, hermano Felipe.

—Busco el gozo perfecto —repuso el fraile con voz ronca.

—¿Y qué es eso?

—Te lo contaré. Un día de invierno, san Francisco viajaba con fray León desde Perugia a Nuestra Señora de los Ángeles, y ambos tenían mucho frío.

«Aunque complaciera a Dios que los frailes dieran ejemplo de santidad y edificación en todas las tierras, ello no constituiría el gozo perfecto», comentó a fray León, que caminaba por delante de él.

«Hermano León —añadió al cabo de un rato—, aunque fuera dado a los frailes hacer andar a los cojos, devolver la vista a los ciegos, el oído a los sordos y el habla a los mudos, ello no constituiría el gozo perfecto».

«Hermano León —llamó un poco más lejos—, aunque los frailes conocieran todas las lenguas y estuvieran versados en todas las ciencias, si pudieran interpretar todas las Escrituras, poseyeran el don de la profecía y fueran capaces de revelar todas las cosas futuras, los secretos de todas las conciencias y todas las almas, ello no constituiría el gozo perfecto».

«Hermano León —llamó un poco más lejos—, aunque los frailes conocieran todas las lenguas y estuvieran versados en todas las ciencias, si pudieran interpretar todas las Escrituras, poseyeran el don de la profecía y fueran capaces de revelar todas las cosas futuras, los secretos de todas lkas conciencias y todas las almas, ello no constituiría el gozo perfecto».

Así pues, el hermano León se detuvo en el camino y pidió al santo: «Padre, enseñadme qué es el gozo perfecto». Y repuso san Francisco: «Si cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles empapados, tiritando de frío, cubiertos de barro y débiles por el hambre, llamamos a puerta y el portero nos abre y le decimos que somos dos hermanos y nos contesta enojado que no decimos la verdad, que somos impostores que engañamos al mundo para poder arrebatar el alma a los pobres, y nos deja afuera, en la nieve y la lluvia, para que sigamos pasando hambre, y volvemos a llamar, y el portero nos recibe a golpes y, acuciados por el frío y el hambre, llamamos por tercera vez, suplicando al portero entre lágrimas que nos dé cobijo, y nos derriba, nos revuelca en la nieve y nos golpea con un bastón, y si soportamos tales heridas, crueldades e iniquidad con paciencia y alegría, pensando en los sufrimientos de Nuestro Señor, que compartiríamos por amor a él, entonces, hermano León, eso sería el gozo perfecto».

Teresa escuchaba muda de asombro.

—Al morir —añadió Felipe con infinita tristeza—, san Francisco había quedado casi ciego de tanto llorar.

—¿Vuestro dios desea que lloréis toda la vida?

—Dios ordenó a san Francisco que llevara la cruz de Cristo en su corazón, que viviera según sus enseñanzas, predicara su palabra, fuera un hombre crucificado de palabra y obra. San Francisco buscaba la vergüenza y el desprecio por amor a Cristo. Se regocijaba cuando se veía desdeñado y se entristecía cuando lo honraban. Recorría el mundo como peregrino forastero, llevando sólo al Cristo crucificado. Quiero ser como él, y como fray Bernardo también. Cuando llegó a Bolonia, los niños, al verlo vestido de un modo tan extraño y pobre, se burlaron de él, tomándolo por loco. Él aceptó sus pullas con gran paciencia y alegría por amor a Cristo. Buscando tan desprecio aún mayor, fray Bernardo fue al mercado y allí se sentó. Gran cantidad de niños y hombres se agolparon a su alrededor, le tiraron de la túnica, le arrojaron piedras y tierra. Fray Bernardo lo soportó en silencio y con expresión de suprema felicidad, y durante varios días regresó al mismo lugar para recibir los mismos insultos, hasta que un día las gentes de la ciudad llegaron a la conclusión de que debía de ser un santo. Yo también quiero ser así —exclamó Felipe—, pero para ser un santo debo albergar humildad en el corazón. ¿Cómo puedo desear grandeza y poseer humildad al mismo tiempo? ¡He aquí mi tormento! La soberbia y la vanidad me privarán del gozo sublime.

Alarmada, Teresa concluyó que la enfermedad no sólo afectaba a su pueblo, sino también al hombre blanco. Anidaba en la tierra, el aire, las plantas y el agua, y había que hacer algo al respecto. Era necesario restablecer el equilibrio en el mundo.

Alargó la mano hacia Felipe.

Felipe la acompañó sumiso. Montaron una mula y siguieron el camino iluminado por la luna hacia el este, pasando por delante de las charcas de brea y las marismas hasta llegar al pie de los montes que los padres habían bautizado con el nombre de Santa Mónica y donde se veían antiquísimas marcas del cuervo y la luna. Allí, Teresa anunció que debían continuar a pie. Impelido por la sensación de un poder que sobrepasaba el suyo, Felipe la siguió obediente, demasiado sumido en su dolor y desgracia para cuestionarse por qué avanzaba paso tras paso.

En un momento dado tropezaron con una serpiente de cascabel y Felipe retrocedió asustado, pero Teresa lo instó a seguir caminando con serenidad, pues la serpiente no les haría ningún daño.

—Es nuestra hermana y nos permitirá pasar si le mostramos el debido respeto.

Y, en efecto, pasaron junto a ella de puntillas, y la bestia se alejó. —Este es un lugar sagrado explico— Teresa cuando se acercaban a la cueva—. Aquí sanarás.

Antes que nada dejó la ofrenda de flores sobre la tumba al tiempo que explicaba a Felipe que siempre había que llevar presentes a la Madre. Acto seguido encendió un pequeño fuego con ayuda de sus utensilios. Cuando dejó caer sobre las llamas las hojas color verde oscuro que había cogido en el jardín, un olor penetrante llenó el aire, inundando el olfato de Felipe con la familiar fragancia de la marihuana, que cultivaba para elaborar medicamentos. Cuando el fuego creció e iluminó los símbolos pintados en la pared. Teresa contó a Felipe la historia de la Primera Madre tal como la contaban su madre, la madre de su madre y todas las madres desde el principio de los tiempos.

Felipe escuchaba en silencio, con la mirada fija en los símbolos de la pared. Y al cabo de un rato el dolor menguó un ápice, al igual que la angustia.

El humo llenaba la cueva y el interior se tornaba cada vez más cálido. Teresa, que ahora se llamaba Marimi, seguía recitando la suave letanía de la historia de su tribu, los mitos tal como le habían sido transmitidos. Mientras hablaba fue despojándose de las ropas que los padres la habían obligado a llevar, la blusa, la falda, las prendas interiores, los zapatos, hasta quedar ante la Primera Madre como el creador la trajo al mundo.

El joven fraile no se escandalizó como le habría sucedido en circunstancias normales. A medida que el incienso le llenaba la nariz, la cabeza, los pulmones, poniendo en marcha su fuerza curativa, empezó a parecerle del todo natural hallarse en aquella cueva antiquísima junto a una muchacha india desnuda, escuchando cuentos que antes le habrían parecido paganos e infames.

Al cabo de un rato, mientras escuchaba la cadencia de su voz, comenzó a percibir un ritmo en su interior, como si su pulso, su respiración, incluso sus nervios y sus músculos reaccionaran al canto melodioso. Sin ser consciente de ello, el hermano Felipe fue quitándose el hábito, las sandalias y el taparrabo hasta presentarse ante la Primera Madre en humilde desnudez.

Con la pesada lana del hábito desaparecieron las escamas que le cubrían los ojos y las cadenas que le apresaban el alma: experimentaba una repentina levedad que nunca habría imaginado posible, y se dio cuenta de que sonreía.

Entonces sintió que algo le acariciaba la piel como alas de mariposa susurrantes. Contempló fascinado los dedos de bronce que le acariciaban las cicatrices. Los ojos de Teresa se llenaron de lágrimas al ver el lamentable estado en que se hallaba el cuerpo de Felipe, las costillas y los huesos prominentes, prueba de que en su búsqueda del éxtasis se había obligado a pasar hambre y había maltratado su cuerpo. ¡Qué estragados sus pobres miembros! ¡Qué arruinada su delicada piel!

—Pobre Felipe —lloró—. Cuánto has sufrido.

Lo rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia su pecho cálido. Felipe sepultó el rostro en sus cabellos y la abrazó a su vez. Sentía las lágrimas de Marimi sobre el pecho, y sus propias lágrimas goteaban sobre la melena negra.

Y en aquel instante empezó a suceder algo. Felipe se separó de su cuerpo y comenzó a elevarse, como si los ángeles lo llevaran en volandas sobre sus alas, hasta que se encontró en el techo de la cueva, mirando hacia abajo, donde vio dos criaturas de Dios abrazándose desnudas, llenándose los corazones de amor. Vio al hombre tender a la muchacha sobre un tálamo hecho de flores y un hábito franciscano. El largo cabello negro de la joven se extendía a su alrededor como un abanico, y en su rostro se advertía una expresión extasiada. Felipe vio la espalda magullada llena de cicatrices del hombre, y las manos de la muchacha que acariciaban las heridas. Se besaron larga y dulcemente. Felipe sonrió y al cabo de un instante, para su asombro, se echó a reír. Su forma etérea experimentó una oleada de calor y humedad, una sensación sublime que le aceleró el pulso de tal modo que se creyó a punto de perecer de deseo, goce y plenitud. Oyó al hombre proferir un grito de éxtasis y vio lágrimas relucientes ere las pestañas negras de la joven.

De pronto, la cueva quedó inundada en una luz maravillosa y Felipe vio que estaba llena de gente. Como si la piedra de la montaña se hubiese derretido, veía hasta el horizonte, una vastísima extensión salpicada de gente que alcanzaba el infinito. En una revelación cegadora comprendió que presenciaba las almas de cuantos habían vivido antes que él y ahora moraban en la benévola luz de Dios. A la cabeza de la multitud estaban los profetas Elías y Moisés ataviados con sus magníficas túnicas. Entre ellos se encontraba Jesús, transformado en columna de luz. Sobre todos ellos flotaba la Madre de Dios, ora paloma radiante ora hermosa mujer, reluciente y luminosa, entregando su amor y su gracia a todos.

Felipe profirió una exclamación y sintió que su cuerpo se desgarraba y su alma volaba libre hacia los cielos.

Entonces los ángeles lo posaron con suavidad en el suelo, y se encontró de muevo en la cueva, arropado por el calor de la muchacha, donde se sumió en el sueño más dulce que jamás había conocido.

Al despertar experimentó una sorpresa momentánea al verse desnudo, pero no tardó en recordar que aquel era su estado natural, que así había creado Dios a todos los hombres y mujeres, y que la desnudez nada tenía de vergonzante. ¿Acaso san Francisco no se había desnudado y proclamado «Padrenuestro que estás en los cielos»?

Felipe se volvió hacia Teresa, que dormitaba con absoluta placidez. He aquí la respuesta que buscaba, el misterio de la muchacha que tanto le había desconcertado. La había visto hablar con las plantas, susurrar a los vientos y cantar a la lluvia. No temía a los animales, sino que los comprendía y los trataba con una afinidad digna de san Francisco, pero no de Felipe. No se consideraba por encima de las bestias como solían hacer los hombres, sino igual que ellas. ¡Esa era la verdadera definición de la humildad! Teresa siempre había estado allí para decírselo, pero Felipe estaba demasiado ciego para verlo.

Sollozó de felicidad, y sus lágrimas fluyeron con la misma copiosidad que las de san Francisco en su día. El hermano Felipe había viajado a California para hallar el éxtasis y por fin lo había encontrado.

Llegaron a la misión antes del alba, en silencio, ambos maravillados y sabedores de que aquella noche había tenido lugar el milagro de la curación. Teresa en el monjerío por el ventanuco y Felipe regresó a la celda. Al día siguiente, antes de que el sol alcanzara su cenit, enfiló el camino hacia el oeste, llevando sólo una hogaza pequeña de pan y un hato oculto en la manga. Estaba inundado de gloria y gozo. Ya no sentía dolor ni lo atormentaban las preguntas. De repente, todo encajaba, y por fin comprendía.

Al morir en I226, san Francisco fue sepultado en la iglesia de San Jorge, en Asís. Cuatro años más tarde, su cuerpo fue trasladado en secreto a la gran basílica erigida por el hermano Elías. Durante el nuevo entierro clandestino un fraile, presa de fervor religioso, cortó el dedo meñique de la mano derecha del santo y lo oculto en tan pequeño monasterio de España. A lo largo de los años, la reliquia se guardó en diversos recipientes cada vez más suntuosos, hasta que los sagrados huesos fueron parar a un relicario de plata con forma de mano y antebrazo humanos. Cuando los padres se disponían a zarpar rumbo a Nueva España para iniciar su misión en Alta California, recibieron el encargo secreto de llevarlo consigo para que la presencia del santo en aquella lejana y salvaje tierra garantizara el éxito de la misión.

Ese fue el obsequio de Felipe para la Primera Madre.

Una vez dentro de la cueva, se desvistió hasta quedar en taparrabo, envolvió el relicario en su hábito y lo enterró en el suelo. Luego, recordando el ayuno de cuarenta días y cuarenta noches de san Francisco, durante el cual había comido media hogaza de pan por deferencia al Señor, quien bahía ayunado cuarenta días y cuarenta noches sin ingerir alimento alguno, Felipe salió de la cueva con su rosario y la hogaza de pan, y en lugar de dirigirse hacia abajo, a la boca del cañón, que conducía de regreso a la misión, continuo subiendo por la garganta con el rostro vuelto hacia el sol y una sonrisa radiante en los labios, caminando hacia arriba, hacia arriba hasta perderse entre las rocas el cielo.

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