La fascinaba el nacimiento de su cabello. No discurría en línea recta por su frente, como sucedía con el suyo, sino que retrocedía a partir de un extremo puntiagudo de un modo que le recordó un águila que había visto en cierta ocasión, cuando se dirigía a la cueva de la Primera Madre. Sus fieras cejas doradas acentuaban el aspecto de águila, pero las veces que abrió la primera pareja de ojos en su delirio, Marimi no vio nada que se pareciera a los ojos de los pájaros. ¡Por la Madre Luna, pero si eran del color del cielo! ¿Habría mirado el firmamento durante tanto tiempo que sus ojos habían quedado atrapados en él?
No tocó el segundo par de ojos, pues tal vez era tabú.
De vez en cuando estaba en condiciones de tomar alimento, y Marimi le daba unas saludables gachas preparadas con bellotas y carne de conejo. A veces la miraba con ojos desenfocados, pues había pasado tanto tiempo zarandeado por las olas y sin beber agua que no alcanzaba a recobrar los sentidos. Pero con infinita paciencia Marimi lo alimentó, le dio de beber y le lavó las extremidades llameantes con la fresca infusión hasta que el color de su piel mejoró y su respiración se tranquilizó. Entonces supo que sanaría.
Cuando volvió en sí, lo primero que vio fueron dos pechos oscuros y abundantes.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó antes de bajar la mirada y descubrir que estaba desnudo—. ¡Madre de Dios! —tronó, levantándose de un salto y llevándose las manos a la cabeza al notar que se mareaba.
En cuanto el mareo se disipó, miró a la muchacha de piel oscura sentada en el centro de la choza con una cesta de hojas en el regazo. Sólo llevaba una falda de paja y lo miraba con expresión sobresaltada.
—¿Dónde están mis ropas? —gritó el hombre mientras se arrollaba la manta de pieles a la cintura—. ¿Dónde está mi tripulación? Pero… —Se detuvo en seco—. Un momento. Estaba a punto de morir —Se miró los brazos y las piernas, donde sólo quedaba un leve vestigio de erupción—. La sífilis ha desaparecido. Sigo vivo.
Para su asombro, la joven se cubrió la boca con la mano y empezó a reír, lo que no hizo más que enfurecerlo.
—Pero ¿qué te sucede? ¿Acaso estás loca? ¿Y dónde estoy, en el nombre del cielo?
Se dirigió a la entrada de la choza y contempló el brumoso amanecer cargado de brisa marina. Por entre la niebla divisó otras chozas redondas como aquella en que se encontraba, y varias personas en cuclillas alrededor de hogueras.
Advirtió una palmadita en el hombro, y al volverse se halló cara a cara con la joven. ¡Madre mía, qué alta era! Sin embargo, ya no reía, sino que le tocaba los brazos con manos livianas como mariposas que revolotearan sobre su piel. Y le hablaba en su dialecto salvaje, explicándole algo, o intentándolo al menos. Con gestos le explicó que había partido algo, hervido algo y lavado sus extremidades con algo.
—¿Qué intentas decirme, muchacha? ¿Qué sabes curar la sífilis? —bramó frunciendo las cejas rojizas—. ¿Por eso me echaron del barco, sabes? Cuando contraje la enfermedad, el capitán y la tripulación creyeron que tenía algo contagioso que acabaría con la vida de todos. Soy cronista y viajo con Cabrillo. Enfermé después de que nos detuviéramos en una bahía al sur de aquí para coger agua. En cuanto esa erupción apareció en mi piel, los marineros, esos hijos de perra sifilíticos, me echaron del navío cerca de una de esas malditas islas donde viven otros como tú. Nadie se apiadó de mí. No hay ni una sola alma cristiana entre ellos.
Calló un instante y se mesó la barba.
—Recuerdo estar flotando sobre las olas —prosiguió en voz más baja—, rezando el Padre Nuestro y muchos Avemarías. Recuerdo los barcos que levaban anclas y se alejaban mientras yo flotaba sobre un tablón a la deriva, cada vez más lejos de las islas. Y la piel me ardía por la sífilis. Me pregunto si podía existir un fin más cruel para un hombre. Y entonces… —Entornó los ojos en un intento de recordar—. Y entonces perdí el conocimiento a causa de la sed. Eso es lo último que recuerdo… hasta ahora.
La muchacha lo escuchaba con mirada atenta e inteligente, y con la paciencia de una monja, como si hubiera entendido cada palabra. Pero por supuesto, no era así.
—¿Cómo lo has hecho, si ni siquiera el médico de a bordo logró ayudarme?
Por gestos consiguió hacerle entender la pregunta. La muchacha le indicó que esperara y salió corriendo de la choza. Francisco de Ampudia encontró sus calzas y calzones, y ya estaba más o menos presentable cuando la joven regresó con una piedra sobre la que yacía una ramita, parloteando de nuevo en su lengua ininteligible.
—No entiendo nada —dijo Francisco al tiempo que alargaba la mano hacia la ramita.
La joven profirió un grito y retrocedió a toda prisa. Luego, entre risas, le explicó por gestos que aquella planta había causado la enfermedad. Francisco examinó con ojos semicerrados las hojas dispuestas en grupo en torno a tres florecillas verdosas. Era un hombre culto que se enorgullecía de sus conocimientos de botánica, y en seguida supo que aquella especie no crecía en Europa.
Por fin logró hacerse una idea de lo ocurrido. Aquella planta era autóctona y crecía en abundancia por aquellos parajes. De acuerdo con los ademanes de la joven, su tribu se veía afectada a menudo por la planta, razón por la cual tenían un remedio contra ella. Pero como forastero, él no podía conocer sus propiedades venenosas y debía de haberla pisado al desembarcar en la bahía.
Una vez terminada la explicación, la joven le alargó una cesta que contenía unos largos tallos de color rojo violáceo con hojas verde oscuro y gran cantidad de flores amarillas marronáceas. De inmediato supo que era artemisa, conocida también como Mater Herbarum, la Madre de las Hierbas, que se utilizaba en toda Europa para curar enfermedades comunes, aunque también se consumía como té y como hierba aromática en recetas culinarias.
—¿No era más que una vulgar erupción? —exclamó—. ¿Algo que incluso los niños y los ancianos saben tratar? ¿Y esos canallas me echaron al mar por eso? —acabó gritando.
La muchacha le lanzó una mirada asustada, pero al cabo de un instante sonrió y luego lanzó una franca carcajada al detectar la indignación y la avergonzada furia de un hombre que, creyendo haber estado a las puertas de la muerte, descubría que no había sufrido más que un prurito.
—Muchacha loca —refunfuñó Francisco mientras registraba la choza en busca de sus demás ropas—. ¿Se puede saber por qué todo te parece tan gracioso?
Intentó ponerse la camisa, pero la muchacha le asió el brazo y sacudió la cabeza con violencia.
—¿Por qué no? Es mi ropa, y no tengo intención de ir desnudo como tú.
La joven sacudió de nuevo la cabeza, y el cabello se agitó a su alrededor como alas de cuervo, se dijo Francisco. Le frotó los brazos, le señaló el cuerpo y con gran consternación suya, le introdujo una mano en la axila y se pellizcó la nariz con los dedos de la otra.
—¡Pardiez! —Exclamó el hombre—. ¿Crees que huelo mal? Pues claro que sí, mujer, es el olor del sudor de un hombre honrado. ¿Para qué crees que sirve el perfume? Claro que vosotros, los salvajes, nada sabéis de perfumes y vais por el mundo ofendiendo las narices de todos con vuestro hedor.
Al salir de la cueva tras ella vio que los esperaba una multitud.
—¡Que me aspen! ¿Acaso todo el mundo va desnudo aquí?
Algunos retrocedieron asustados ante su voz atronadora, pero después de que la muchacha los pusiera al corriente en su lengua, todos sonrieron y algunos incluso rieron. La joven habló con un hombre de cabeza emplumada gesticulando mucho, pensó Francisco, no como las bien educadas damas españolas a cuya compañía estaba acostumbrado. Al cabo de unos instantes, el hombre de las plumas asintió y, con una sonrisa asió al visitante del brazo.
—¿Adónde me llevas? ¿A la olla? Es eso, ¿eh? ¿Vais a comerme, salvajes?
Sin embargo, lo condujeron a una choza de paja baja y alargada. En el interior hacía un calor espantoso, y varios hombres sentados sudaban e inhalaban humo antes de frotarse la piel para librarla de toda ponzoña.
Cuando salió de la choza limpio, sintiéndose refrescado y llevando sus calzas y calzones, que también habían sido sometidos a una meticulosa limpieza, la muchacha lo esperaba.
La observó de cerca, con la mente ya despejada del todo. De repente, al contemplar sus inteligentes ojos, comprendió lo que había hecho por él.
—Dios Todopoderoso —suspiró con voz más serena—, sois seres racionales a fin de cuentas. El capitán aseguraba que erais bestias sin mente ni razón. Pero con ingenio y fuerza de voluntad me has salvado la vida, y ni siquiera te he dado las gracias. Te pido perdón. He vuelto de la muerte para hallarme vivo, pero sólo he tenido pensamientos para los bucaneros que me arrojaron del navío. Soy don Francisco de Ampudia, a vuestro servicio —se inclinó ante ella—. ¿Cómo puedo agradeceros lo que habéis hecho por mí?
La muchacha lo miraba impasible.
—En fin, esto será muy interesante, sin lengua común ni intérprete. ¿Cómo puedo haceros entender que deseo mostraros mi gratitud? Pero… ¿qué puedo ofreceros salvo las ropas que llevo y de las que, si me permitís decirlo, ya me habéis despojado una vez?
Entonces vio cómo lo miraba, cómo lo miraban todos los presentes al tiempo que lo señalaban y murmuraban. ¡Los anteojos!
Cuando se los quitó, la multitud entera profirió una exclamación. Algunos incluso dieron media vuelta y huyeron despavoridos.
—No, esperad —pidió—. No temáis.
Se los alargó a la muchacha, pero ella retrocedió, aterrada. Francisco se los colocó de nuevo sobre la nariz.
—Se los compré a un óptico en Amsterdam que me cobró un dineral por ellos. Pero sin ellos no puedo deslizar mi pluma por el pergamino ni leer mis amados libros.
El hombre de las plumas, al que Francisco atribuía el cargo de jefe, se adelantó y señaló la mano de Francisco con expresión interrogante. El español frunció el ceño un instante, pero en seguida comprendió la pregunta.
—Es un anillo de plata.
Pero cuando se lo alargó al jefe, éste retrocedió. La reacción indujo a Francisco a fijarse en las faldas de paja, las pieles de animales, los abalorios de concha, los huesos de pájaro y las lanzas con punta de sílex.
—¿No conocéis el metal? —exclamó— perplejo.
Acababa de regresar de Nueva España, donde los aztecas conquistados conocían el metal, fabricaban tejidos, construían impresionantes pirámides y templos de piedra, hacían papel, vivían según un complejo calendario, escribían y asistían a escuelas de ciencia y aprendizaje. Sin embargo, sus vecinos del norte no seguían ninguna de tan modernas costumbres. Vaya, se preguntó Francisco con profunda extrañeza, ¿acaso Dios había mantenido esos conocimientos alejados de esas gentes? ¿Era una bendición o una maldición que los hubiera dejado en la inopia?
De nuevo adoptó una expresión pensativa mientras estudiaba a la muchacha india de pechos desnudos que lo miraba con sus relucientes ojos negros. Por las barbas del profeta, era como un sueño.
Pero el olor del mar era demasiado real, al igual que el chillido de las gaviotas y el amargo recuerdo de que lo habían arrojado por la borda a causa de un sarpullido.
—Y además se han quedado con todas mis cosas —masculló entre dientes—. Mis libros, mis pergaminos, mi oro, mis trajes… Que me echaran al mar vestido sólo se explica por el temor supersticioso de esos canallas de que arrojar a un hombre desnudo por la borda trae mala suerte al navío.
En ese instante, Francisco juró que por la Preciosa Sangre de Cristo y Santiago, cuando llegaran los siguientes barcos abordaría uno, y cuando volviera a Nueva España se encargaría de que Cabrillo y su sifilítica tripulación lamentaran haber nacido.
Una muchedumbre se había congregado en la playa para presenciar las bufonadas del forastero. En cuclillas sobre la arena, los hombres hacían apuestas acerca de su actividad. Algunos afirmaban que construía una choza, mientras que otros aventuraban que se trataba de una canoa. Los niños seguían al visitante en sus caminatas por la playa para recoger madera de deriva y algas, y por el interior para buscar ramas secas de encina. Las mujeres se sentaban en la playa y tejían cestas mientras observaban al hombre llamado Francisco, que gruñía por el esfuerzo que representaba su peculiar tarea. Marimi también lo observaba; sólo ella sabía lo que estaba haciendo, y sólo ella comprendía su pesar. Su pueblo lo había desterrado, al igual que la tribu había desterrado a la Primera Madre tantas generaciones atrás. Qué dolor de corazón, cuánta soledad debía de albergar su alma. ¡Ser alejado de la tribu, las historias, los antepasados! Rezó porque su hoguera funcionara, porque su gente lo viera y volviera a buscarlo.
Cada día, Francisco iba a la playa y seguía construyendo su colina de madera y paja, que mantenía seca con pieles y frondas de palmera. Montaba guardia durante horas, escudriñando el horizonte en busca de una vela, listo para encender la hoguera en cuanto viera una y enviar señales de humo como hacían los marinos náufragos desde hacía siglos. Tras el rescate buscaría venganza, pues lo que don Francisco de Ampudia albergaba en su corazón no era dolor ni pena, como creía Marimi, sino furia, una furia intensa y pura, y la decisión inalterable de hacer pagar a aquellos malnacidos cada hora que permaneciera confinado en aquel lugar.
Entretanto, no le quedaba más remedio que vivir entre los nativos.
Le dieron una choza propia, un refugio circular hecho de ramas y paja, con un orificio en el techo para el humo. Mientras esperaba la llegada de un navío, Francisco intentó aprender cuanto pudiera de aquellas gentes, pues por ello había abandonado España y las tumbas de su esposa e hijos para viajar alrededor del mundo y ver las tierras que se estaban descubriendo.
Mediante gestos y dibujos trazados en el suelo, él y Marimi desarrollaron un sistema rudimentario de comunicación, y con el tiempo, Francisco aprendió algunas palabras en topaa, al tiempo que Marimi aprendía vocablos españoles. Francisco supo que ostentaba varios títulos. Era Guardiana de la Cueva, Señora de las Hierbas y de los Venenos, además de Lectora de las Estrellas, actividad que realizaba durante los partos para predecir el futuro del recién nacido y darle nombre. Asimismo, se enteró de que no se le permitía casarse por temor a que las relaciones sexuales con un hombre la despojaran de su poder, y que yacer con un hombre no sólo la haría enfermar y morir a ella, sino también al resto de la tribu.