Don Francisco consideraba que era un terrible desperdicio.
Los miembros de la tribu lo aceptaron de buen grado en su seno, y los hombres lo invitaban a participar en sus juegos de azar. Los topaa eran unos fanáticos de los juegos, que podían durar varios días. Francisco no tardó en aprender a interpretar los palos, huesos o cualquier otro objeto que los jugadores arrojaran al aire o al suelo. Aprendió las estrategias necesarias para apostar sus abalorios y que los malos perdedores no estaban bien vistos. Asimismo, se adaptó con rapidez a la costumbre de fumar en pipa de arcilla y descubrió que le gustaba el tabaco. Sin embargo, los topaa no fermentaban y por tanto no bebían licores para animar el espíritu. En cierta ocasión en que elaboró un vino de uvas silvestres y se emborrachó como una cuba, los topaa se apartaron de él, negándose a tomar un brebaje que lo convertía en un poseído, de modo que a partir de entonces bebió en soledad. También llegó a apreciar e incluso a esperar con impaciencia los baños de sudor en la choza especial, donde se sentaba con los demás hombres en medio del intenso calor y el humo perfumado con distintas cortezas, frotándose la piel con fuerza hasta quedar limpio y con el cuerpo renovado. Le gustaba mucho más que su tradicional baño anual, que siempre le había disgustado.
A veces, los usos de los topaa lo perturbaban sobremanera. ¡Las mujeres con los pechos oscilantes y los hombres desnudos como Adán! No tenían vergüenza alguna. Además, Francisco consideraba que sus desconcertantes leyes no hacían sino alentar la promiscuidad. Si un esposo sorprendía a su mujer en acto de adulterio, tenía derecho a divorciarse de ella y casarse con la esposa del otro hombre. Los topaa celebraban danzas rituales de fertilidad a la luz de la luna llena y luego se retiraban a sus chozas de paja, donde no mantenían precisamente en secreto lo que hacían. A las jóvenes solteras se las exhortaba a elegir compañero, y en diversas ocasiones las casadas se entregaban a hombres que no eran sus esposos. Pese a que Marimi intentó explicarle los fundamentos de su cultura, que la unión sexual entre hombres y mujeres despertaba la fertilidad de la tierra y garantizaba que la tribu recibiera la bendición de la fecundidad, es decir, que la copulación era un acto sagrado, Francisco, escandalizado y reprobador, se aferraba con obstinación a la creencia de que eran un atajo de inmorales.
Una noche, cuando ya podían comunicarse verbalmente, Marimi le refirió la historia de su tribu, remontándose hasta la época de la Primera Madre.
—¿Cómo sabes todo esto? —inquirió Francisco—. No tenéis documentos escritos.
—Contamos nuestra historia cada noche. Los ancianos se la transmiten a los jóvenes. Así la conservamos.
—No me parece un método demasiado fiable. Con toda probabilidad, el relato acaba por distorsionarse.
—Pero tiene que ser fiable, porque creemos en las palabras exactas de la historia. Los niños memorizan lo que les cuentan sus abuelos, de modo que cuando les llegue el turno de transmitirla, contarán lo mismo. ¿Cómo recordáis vosotros a vuestros antepasados?
—Tenemos pinturas, archivos, libros.
Hablaron de sus dioses. Francisco le mostró el crucifijo y le habló de Jesús. Marimi, a su vez, le habló del creador Chinigchinich y los siete gigantes que iniciaron la raza humana, así como de la Madre Luna, a la que los topaa rezaban. A Francisco le pareció un culto muy ingenuo, pues todo el mundo sabía que la Luna no era más que un cuerpo celeste que giraba alrededor de la Tierra al igual que el sol y todos los planetas.
Las primeras veces que comió con la tribu, comprobó que lo miraban con no poca desaprobación. Don Francisco era el primero en admitir que era un hombre de saludable apetito. Engullía la comida, bebía a ruidosos sorbos y eructaba sin disculparse. Pero al parecer, en aquella tribu se consideraba descortés mostrar fruición. Cada noche, cuando se sentaba para tomar otro ágape compuesto de gachas de bellotas, estofado de conejo o sopa de almejas, suspiraba anhelante por la comida de su tierra. Banquetes de perdiz y faisán, salchichas y tocino, dulce de membrillo, queso florentino y mazapán de Siena. Echaba de menos la ternera, el cordero, el cerdo, las aves, la paloma y la cabra; las galletas, los panes, los pasteles de carne, las tartas, los dulces escarchados y las almendras garrapiñadas; las setas, el ajo, el clavo, las olivas… Cerraba los ojos y soñaba con queso, huevos, leche y mantequilla. ¿Quién habría dicho que llegaría a añorar bienes tan corrientes? Recordaba discusiones acaloradas pero afables en torno a las excelencias de un queso en particular, ya fuera brie, gruyere o parmesano. Deseaba describir al jefe topaa las delicias de un buen roquefort o un intenso queso suizo, pero el hombre no lo entendería. Los topaa no consumen leche animal. Sin embargo, eran excelentes pescadores, y siempre había frutos del mar en abundancia, si bien todo hombre civilizado sabía que el pescado era más sabroso con una buena salsa. Pero lo que don Francisco más echaba a faltar era el buen vino de Burdeos.
Cuando no comía, dormía ni jugaba, Francisco montaba guardia en la playa. Cada amanecer y cada atardecer, luciera el sol o lloviera, hubiera niebla o soplara el viento, era una figura sobre las dunas solitaria, o tal vez acompañada por un grupo de chiquillos que lo seguían, aún fascinados por la presencia de un forastero entre ellos. Hablaba para sus adentros en aquella lengua incomprensible y de vez en cuando callaba para escudriñar el mar con ojos entornados. De haber entendido su lengua, los topaa habrían sabido que don Francisco era un hombre sabio, un hombre de ciencia que echaba de menos sus libros, sus instrumentos de cálculo, probetas y viales de alquimia, que añoraba el astrolabio, el cuadrante y los mapas, los relojes de arena y de sol, las plumas, el pergamino, la trina, las letras, las palabras. Asimismo, habrían sabido que don Francisco, hombre de gran fortuna, estaba acostumbrado a las comodidades, por lo que echaba de menos castillos, sillas, platos, pañuelos, colchones de plumas y chimeneas, además de la política, las intrigas cortesanas, saber quién gozaba del favor de los soberanos, quien había caído en desgracia… Su lengua ansiaba enzarzarse en debates inteligentes, ¡y quería su caballo! Todas las cosas que siempre había dado por sentadas las anhelaba con una intensidad tan real como el dolor físico.
Una mañana de bruma gris en que ni las gaviotas chillaban ni las canoas se hicieron a la mar, don Francisco, envuelto en sus múltiples capas de ropa y non el frío y la humedad metidos hasta los huesos, recordó una novela que hacía furor en España, Las sergas de Espladián. Era la historia de un caballero llamado Esplandián que durante el sitio de Constantinopla encabezó la defensa de la ciudad contra los paganos. De repente, entre los sitiadores apareció una reina llegada de una fabulosa y lejana isla, «situada a la derecha de las Indias, muy cerca del paraíso terrenal». Habitaban dicha isla mujeres de piel de ébano cuyas arenas eran de oro, y en sus montañas vivían grifos legendarios. Contaba la historia que, cuando los grifos eran jóvenes, las amazonas los capturaban y alimentaban con los hijos varones que habían dado a luz las mujeres y los hombres a los que hacían prisioneros. Más avanzada la novela, la reina se convertía al cristianismo, empezaba a respetar a los hombres, se casaba con el primo de Esplandián y lo llevaba consigo a su isla maravillosa.
Todos cuantos leían el libro o escuchaban la historia se preguntaban, pese a saber que era una obra de ficción, si dicha isla fabulosa existiría en verdad. Por ello, al zarpar de México para explorar la costa septentrional, Cabrillo y sus hombres habían esperado hallar una tierra en la que el único metal, como en el libro, fuera el oro. Pero cuando echaron el ancla en la bahía y comprobaron que los nativos llevaban vidas harto sencillas y no tenían oro, ni hermosas amazonas ni grifos de ninguna clase, bautizaron el lugar con el nombre de la isla de aquella novela, California, llevados por el desdén y la decepción.
Al recordar aquello, un nuevo y sombrío pensamiento asaltó a don Francisco. Aquellas gentes no poseían nada de valor para la Corona española. ¡Pasarían años antes de que llegara un barco! Y si bien los salvajes podían alimentar su cuerpo, no podían alimentar su mente, que se marchitaría y moriría, dejándolo sumido en la locura.
Desesperado ante tal posibilidad, paseó la mirada por la playa y vio que Marimi lo observaba, su alta figura envuelta en pieles de foca y una mirada doliente en sus ojos. ¿Cómo podía hacerle entender el infierno a que sus compañeros lo habían condenado, que un hombre necesitaba una ocupación, que perdería el juicio si tenía que pasar el resto de su vida comiendo, jugando y fumando en pipa?
—¡Soy un hombre culto! —vociferó al viento—. ¡Tengo mente y una curiosidad que la alimenta! ¡Y voy a pudrirme en este lugar!
Marimi se acercó a él, le tomó las manos entre las suyas y se las giró para examinar las palmas. Luego dijo algo, pero Francisco sólo meneó la cabeza.
—No te entiendo.
Marimi señaló las canoas alineadas en la playa, los arpones y las redes de pesca. Le recordó los nombres de todos los pescadores a los que había conocido, señaló la choza del hombre que hacía cuchillos de pedernal, la de la anciana que confeccionaba abalorios, levantó las manos de Francisco ante su rostro y le hizo una pregunta.
—¿Qué qué hago? ¿Es eso lo que me preguntas?
Durante las últimas semanas, Francisco había intentado explicarle su profesión, pero ¿cómo hacerle entender que era cronista a una muchacha que no sabía lo que era el abecedario ni la escritura?
Y entonces se le ocurrió.
—¡Por los clavos de Cristo, ahora entiendo lo que intentas decirme! Para eso me hice a la mar, para redactar la crónica de los viajes y los descubrimientos de los exploradores. ¿Y qué hago? ¡Quedarme sentado, a la espera de que me rescaten!
De buena gana la habría besado allí mismo y lo habría hecho de no haber visto la expresión que se dibujaba en su rostro, como si hubiera adivinado sus intenciones, pues retrocedió a toda prisa.
El sombrío humor de Francisco se trocó en entusiasmo al iniciar la nueva empresa. Cambió su sombrero de fino terciopelo por un puñado de las plumas del jefe para fabricarse útiles de escritura. Cuando un cazador trajo un ciervo de las montañas, Francisco cambió su chaqueta acolchada por la piel, y durante muchos días, mientras la tribu se atiborraba de venado, la gente lo observaba mientras trabajaba la piel, la rascaba, estiraba, frotaba con tiza y piedra pómez hasta obtener algo que llamaba pergamino. Por último fabricó tinta con jugo de sepia.
Ya estaba preparado para empezar su crónica, pero antes debía averiguar dónde se encontraba.
Al divisar aquel llano mientras navegaban hacia el norte, los españoles lo habían bautizado con el nombre de Valle del Humo, no sólo por las numerosas hogueras que salpicaban el lugar, sino también por los fuegos provocados. Los indios tenían por costumbre incendiar la maleza para estimular el crecimiento de nuevas plantas y prevenir incendios mayores, según le explicó Marimi. Francisco había presenciado uno de aquellos incendios, que ardió durante días porque la maleza era espesa y estaba muy seca. Pero los indios sabían que, para prevenir incendios graves, era necesario provocar con regularidad incendios pequeños. Sin embargo, puesto que la cuenca estaba rodeada de montañas que atrapaban el humo, el lugar permanecía envuelto en humo casi siempre; algunos días ni siquiera se veían las cimas de las montañas por entre el humo marronoso.
Francisco decidió hacer un mapa.
Marimi le sirvió de guía. Caminaba ante él por los senderos, las caderas generosas bamboleándose delante de sus ojos, y de vez en cuando entreveía un trozo de muslo suave y bronceado. En ocasiones, Marimi se detenía en la cima de una colina y señalaba varios lugares, diciendo sus nombres. En la cara norte de los montes de Topaangna vivían los chumash, que llamaban su poblado Maliwu, nombre que Francisco pronunció erróneamente como Malibú, lo que hizo reír a Marimi. Los topaa y los chumash eran enemigos y no se mezclaban. La frontera se encontraba en el arroyo de Maliwu, y los dos pueblos hablaban lenguas distintas, lo que en un principio extrañó a Francisco.
—Pero si viven muy cerca, al otro lado de las montañas.
Sin embargo, de repente recordó que los franceses vivían al otro lado de las montañas que separaban su país de España. Marimi señaló otros asentamientos, Kawengna y Simi. Juntos cruzaron las montañas hasta un punto desde el que Francisco divisó un valle poblado de encinas. Como carecía de nombre, lo bautizó con el nombre de Los Encinos.
Durante su exploración, mientras atravesaban otros poblados topaa y los asentamientos de otras tribus, don Francisco advirtió la ausencia de una clase guerrera. Las lanzas y las flechas parecían destinadas sobre todo a la caza, no a la guerra. Marimi le explicó que las disputas entre tribus eran insignificantes y por lo general se resolvían con rapidez. Los habitantes del Valle del Humo se le antojaban pacíficos, nada agresivos, a diferencia de la avanzada civilización de los aztecas que, antes de la conquista, había sido una raza agresiva y sedienta de sangre. Y entonces pensó en la historia de su propio pueblo, una historia escrita con sangre, y una nueva idea acudió a su mente: ¿el conocimiento engendraba agresividad?
Francisco advirtió que la muchacha observaba en todo momento un comportamiento respetuoso con la tierra. Todo lo trataba con máxima deferencia y ritual. Antes de coger frutos de un árbol o sacar agua de un manantial, realizaba una ceremonia muy sencilla en forma de petición o reconocimiento. Francisco había observado cómo los indios pedían perdón a los animales que mataban.
—Espíritu de este conejo, te pido perdón por comer tu carne. Que juntos completemos el círculo de la vida que nos dio el Creador de Todo.
Marimi explicó que, según sus creencias, el animal cazado se sometía de buen grado al cazador si la gente se mostraba respetuosa con él.
El viaje fue breve porque Marimi no quería alejarse demasiado de la tribu, ni Francisco del océano. Cuando regresaron, y el mapa estuvo listo, Francisco empezó a escribir la crónica, que ya imaginaba haciendo furor en España, en toda Europa, a su regreso.
«Aquí da comienzo la crónica e historia de mi estancia entre los salvajes indios de California», escribió como encabezamiento. Puso manos a la obra con la seriedad obsesiva de un hombre tan absorto en su tarea que en su mente no cabían otros pensamientos. De esta guisa, Francisco esperaba labrarse de un destino peor que ser arrojado al mar sobre un tablón de madera, pues deseaba a una joven ligada por un voto de castidad.