Quería empezar por el aspecto científico, pero como la ciencia no existía en aquellos parajes, se decantó por la medicina como segunda opción. Describió sobre papel los rituales y curaciones que Marimi le permitía presenciar. Para los bebés en plena dentición, secaba pétalos de rosa, los hervía y los aplicaba a las encías de los pequeños. Para tratar la ictericia, mientras la sopa de bellota aún hervía, Marimi se peinaba el cabello sobre la perola, dejando caer piojos en la sopa. Francisco quedó impresionado, pues aquel era un remedio conocido en España, donde todo el inundo sabía que beber agua con piojos era la mejor cura para los trastornos de hígado.
Pero también presenció tratamientos menos definidos y científicos, casos en que las hierbas y medicinas de nada servían, por lo que se hacía necesario echar mano de la magia. Francisco sabía que no era el «poder» de la pluma de águila lo que curaba, ni los colmillos de coyote, ni la piel de serpiente de cascabel, sino más bien el poder combinado de la fe del enfermo en la chamán y la fe de la chamán en sí misma. Ambos estaban convencidos de que ella curaría al paciente, cuya fuerza de voluntad conseguía sanarlo. Francisco casi admiraba el sistema. Si pudiera hallarse una fe tan profunda en Europa, donde casi todos los médicos eran unos charlatanes… Y si el paciente no lo lograba, entonces la voluntad del clan lo curaba. Francisco fue testigo del milagro un día en que un cazador de focas regresó a tierra herido. El hombre había sido ensartado por una lanza, la herida se había infectado y le provocaba altas fiebres. Marimi siguió el ritual de encender una hoguera junto al moribundo y disponer a su primera familia en un estrecho círculo en torno a él, mientras la segunda familia, compuesta por primos, tíos y tías, se situaba en otro círculo mayor alrededor del primero. Marimi agitó cascabeles a los cuatro vientos para invocar su poder, cantó a la luna, espolvoreó el cuerpo del hombre con polvo de algas y dibujó sobre su piel símbolos místicos con grasa de foca y pigmentos. Luego sostuvo en alto una piedra en la que había tallados varios ciempiés. Se lo mostró a la luna, a los cuatro vientos y derramó unas gotas de brea caliente sobre ella para borrar las imágenes y así «matar» a los ciempiés, símbolos de la muerte. Al poco, el hombre empezó a respirar mejor, la fiebre descendió y tras otra ronda de cánticos de su familia, abrió los ojos y pidió agua.
Francisco declaró que aquello era magia, pero Marimi replicó que no era más que obra de los espíritus. Y lo que Marimi consideraba magia, Francisco lo tildaba de ciencia. Cuando por fin la convenció de que se probara los anteojos, Marimi exclamó que su magia le hacía ver un mundo distinto. Cuando el español intentó explicarle las propiedades del vidrio y las lentes, Marimi no quiso escucharlo, máxime cuando le demostró que podía encender fuego con sólo sostener los anteojos a la luz del sol y sin necesidad de frotar dos ramitas.
Describió en su crónica las prácticas religiosas de la tribu. En el solsticio de invierno, los topaa se congregaban en un cañón sagrado, donde la tribu entera esperaba a que Marimi saliera de una cueva. Cuando aparecía, la chamán golpeaba su bastón solar tres veces sobre una piedra, elevaba el bastón al cielo y «tiraba» del sol hacia el norte, marcando así el fin del invierno y el inicio del regreso del sol. Francisco plasmó en su escrito los vítores de los indios.
Asimismo, habló de sus costumbres sociales.
—¿Por qué no utilizas una olla? —preguntó un día a Marimi, al ver que cocía gachas de bellota en una cesta tras echar piedras calientes en el mejunje y remover con vigor para que la cesta no se quemara.
Marimi lo miró con perplejidad y él se dio cuenta de que no había visto ninguna clase de cerámica en el poblado. Aparte de algunas piezas de piedra que, según le explicó Marimi, habían obtenido de una tribu insular a cambio de brea. Los topaa no fabricaban cerámica alguna. Cocinaban, almacenaban semillas y transportaban agua en cestas.
Don Francisco señaló en su crónica que los ancianos topaa tenían los dientes erosionados hasta las encías. No es que se les rompieran o cayeran, sino que se gastaban. Averiguó la razón tras unas cuantas comidas. Las gachas de bellota contenían restos de arena, en las semillas molidas quedaba polvillo de piedra, la tierra se adhería a las raíces y los bulbos que comían crudos.
Don Francisco escribió también que en ninguna parte crecían cultivos, sólo plantas de tabaco, la única planta que cultivaban los topaa. Los miembros de la tribu recolectaban las hojas de tabaco, las secaban sobre piedras calientes y las picaban en morteros para fumarlas en pipa.
Pero sobre todo, su crónica giraba en torno a Marimi, a quien cada día profesaba más cariño. Observaba sus obligaciones para con los dioses, su interacción con la tribu, su risa, su inteligencia vivaz y el misterio mensual, ocasión en la que se retiraba durante cinco días a una pequeña choza situada a las afueras de la aldea, sin ver a nadie, sin hablar con nadie y recibiendo comida y agua de mujeres emparentadas con ella. Francisco descubrió que ésa era la costumbre de todas las mujeres durante la menstruación, el flujo mensual que encerraba el tremendo poder de la luna y debía ser domeñado. Si una mujer hablaba con otro miembro de la tribu durante esos días, tocaba su comida o pisaba su sombra, esa persona enfermaría y moriría. Asimismo se consideraba que, durante la menstruación, las mujeres eran susceptibles a la eternidad, por lo que se les prohibía lavarse el cabello, comer carne, hacer esfuerzos y acostarse con sus esposos.
Por fin llegó un día en que Francisco no pudo seguir callando la cuestión que le quemaba el corazón, y preguntó a Marimi qué sucedería si yacía con un hombre.
—Me desterrarían, y la tribu sucumbiría al infortunio.
—¿Y qué le pasaría al hombre?
—La tribu lo mataría.
Despertó a causa del ruido y el olor acre del humo.
Al salir comprobó que el poblado era un hervidero de actividad. Todo el mundo amontonaba peces en cestas, hacía bolsas de pieles de nutria y prendía fuego a las chozas. Marimi le explicó que se disponían a emprender el viaje anual al interior para comerciar con otras tribus, ocasión que aprovechaban para quemar sus chozas y así construir otras nuevas sobre tierra nueva a su regreso.
Cuando Francisco vio que los hombres se cargaban pesadas cestas a la espalda y se ataban las correas a la frente, se prometió enseñarles a fabricar ruedas y carros. Cuando echaron a andar hacia el este, como campesino, se preguntó si en aquellos parajes vivirían caballos o tal vez mulos, cualquier animal que pudiera utilizarse como bestia de carga. El viaje duró dos días, tiempo durante el cual Francisco dio rienda suelta a sus pensamientos.
El cabello le había crecido desde que llegara a territorio topaa. No había utensilios para cortarlo, pues los topaa carecían de tijeras, navajas y peines. Los cuchillos de pedernal no hacían más que mellar. Asimismo, la barba se le había salido de padre, por lo que aprendió a afeitarse a diario con conchas de almeja afiladas. Perdido en sus ensoñaciones durante el viaje hacia el este, se imaginó enseñando a los topaa a extraer metal de la tierra y transformarlo en objetos útiles como cuchillos, navajas y cacerolas.
Fantaseó sobre muchas cosas mientras recorrían la antigua vereda en un éxodo masivo de seres humanos sin un solo animal entre ellos. Pasaron por otros poblados, algunos de los cuales también estaban siendo desmantelados para unirse al gran viaje. Estaban más al este de lo que Francisco había viajado durante su exploración, a unos veinticinco kilómetros hacia el interior, y si bien los usos tribales le parecieron similares, las lenguas diferían tanto como las europeas. Marimi explicó que el camino que seguían era el que la Primera Madre había recorrido al llegar a aquella llanura hacía ya muchas generaciones. La gente creía que el sendero existía desde la noche de los tiempos.
Por fin llegaron a su destino, un inmenso campamento donde se daban cita numerosas tribus, todas las cuales erigieron sus chozas en un llano. Marimi contó a Francisco que allí era donde obtenían la sustancia que empleaban para impermeabilizar las canoas y cestas de agua.
—La brea —dijo él, el término que en España se utilizaba para designar esos estanques de alquitrán negro y burbujeante en el centro del campamento.
Marimi también le contó que habían acudido allí para tratar con los comerciantes de las tribus del este, de lugares tan lejanos como el poblado de Cucamonga e incluso más lejos. Cuando Francisco vio que el camino continuaba hacia el este, preguntó hacia dónde se dirigía.
—Yang-na —repuso Marimi.
Por sus gestos, Francisco dedujo que la joven nunca había estado allí, que jamás había llegado más allá de las charcas de brea.
—¿No te gustaría saber qué hay más allá? —inquirió Francisco mientras erigían chozas de palos y ramitas que habían llevado consigo.
—¿Para qué?
—Para ver que hay.
—¿Para qué? —repitió la muchacha.
Por primera vez, Francisco, que había viajado miles de millas para llegar hasta allí, quedó asombrado por el hecho de que Marimi desconociera la envergadura del mundo, de que no fuera consciente de que vivía en un globo que giraba en el espacio, que inmensas catedrales se elevaban hacia el cielo y perforaban las nubes en tierras lejanas, al otro lado del océano. Aquellos miserables estanques de brea eran el confín oriental de su mundo. Al norte, su territorio quedaba limitado por una cresta en la que crecían encinas sagradas, razón por la cual no se rebasaba, y al oeste y al sur se abría un océano que, según su creencia, sujetaba el cielo.
Pero si hace cincuenta años que sabemos que la tierra no es plana, quiso gritar. Y desde luego, sabemos que no es del tamaño de una sartén como vuestro mundo insignificante, sino vasto, aterrador y repleto de maravillas sobrecogedoras. Intentó hacérselo entender trazando dibujos en la tierra, describiendo la grandeza con sus manos, pero de nada sirvió. Marimi se limitó a reírse de sus payasadas y lo consideró un hermoso mito.
En aquel momento Francisco supo lo que tenía que hacer. Mientras la tribu de Marimi se ocupaba en intercambiar bellotas, esteatita, marisco y pieles de foca y nutria por cerámica, semillas de mezquite y pieles de ciervo, agitando sin cesar sus hileras de abalorios de concha, la moneda universal por aquellos lares, Francisco urdió un plan secreto. Cuando los navíos españoles regresaran, como sin duda sucedería, se llevaría consigo a aquella muchacha y le mostraría el esplendor del mundo. La deleitaría con la caricia de la seda y las perlas contra su piel morena, le enseñaría los imponente monumentos del hombre, las obras de arte, los perfumes, los tapices y los platos de oro y plata, la llevaría a dar paseos a caballo, la asombraría con maravillas que su primitiva mente no podría siquiera imaginar.
Aquella noche la observó inclinada sobre su muela, con los pechos oscilando de un modo harto seductor. Marimi se había untado el cuerpo con pintura de color almagre, que daba a su cuerpo un aspecto reluciente y realzaba las sugerentes curvas de su voluptuosa figura. Él experimentaba en su interior un deseo cada vez más intenso. ¿Por qué lo atraía tanto aquella criatura salvaje? En primer lugar, le había salvado la vida. Cuando su cuerpo inerte llegó a la orilla tantos meses atrás, nadie quiso tocarlo, pero Marimi sí se atrevió. Sin embargo, su seducción iba más allá. Había algo en la gracia con que se movía entre su gente. Había visto mujeres de rango similar en su propia sociedad, monjas poderosas, damas con dinero y contactos, pero pocas hacían gala de aquella actitud benévola, y muchas abusaban de su posición y sus privilegios.
También detectaba en ella cierta vulnerabilidad. Aquellos extraños ataques que de vez en cuando sufría podían sobrevenirle en cualquier momento y lugar, y la primera vez que presenció uno se alarmó sobremanera. Los hombres retrocedieron mientras las mujeres corrían a su lado para llevarla en volandas a su choza. En la entrada de ésta, Francisco la vio agitar la cabeza de un lado a otro en muda agonía. Al cabo de un rato, se sumió en un profundo sueño y más tarde habló de las visiones. Las mujeres le contaron que era una enfermedad sagrada que le permitía comunicarse con los dioses. Francisco había visto a personas así en España, monjes y monjas santos, pero eran cristianos que hablaban con los bienaventurados, mientras que aquella mujer no era cristiana.
Y por último estaba su soledad. Si bien Marimi formaba parte integrante de la tribu y era, de hecho, el punto de reunión de gran parte de sus creencias, al mismo tiempo estaba aislada de su gente y vivía sola. Por las noches, en las demás chozas se oían voces, risas, música de flauta, el golpeteo de los palos durante los juegos de azar, las carcajadas de los hombres compitiendo con vigor, las risitas de las mujeres, los chillidos de los niños… Pero en la choza de Marimi siempre reinaba el silencio. La soledad de la joven le recordaba la suya, la que se había adueñado de su corazón al dejar atrás las tres tumbas de sus seres queridos, su mujer y sus hijos, que le fueran arrebatados por las fiebres.
—Ay, doncella —gimió en silencioso sufrimiento—, ¿acaso no sabes que ardo de deseo por ti?
La última noche que pasaron en el campamento de las charcas de brea, Francisco reunió valor suficiente para revelar a Marimi su secreto. Le habló de las maravillas de su mundo y de cuánto ansiaba mostrárselas. Para su asombro, Marimi prorrumpió en amargos sollozos y confesó que en su pecho anidaba el mismo deseo. Nada la complacería más que convertirse en su esposa y seguirlo dondequiera que fuera, pero no podía ser. Debía consagrarse a su pueblo, mantener su voto de castidad.
Francisco quedó atónito ante tan inesperada declaración. En sus ensoñaciones carnales nunca se le había ocurrido preguntarse qué sentiría ella por él. Jamás le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Marimi pudiera desearlo, pero tras oír aquella confesión, su deseo se desbocó por completo y llenó el cielo entero.
—No puedo soportar la idea de irme sin ti —exclamó—, pero si me quedo, tampoco puedo tenerte. Marimi, si vienes conmigo, el voto de castidad ya no tendrá vigor. Seremos libres para casarnos.
Marimi replicó entre lágrimas que no podía marcharse y que Francisco no debía volver a mencionar jamás su deseo, pues era tabú y traería mala suerte a la tribu.
Aquella noche una suerte de locura se apoderó de Francisco, y al verse incapaz de pegar ojo, salió a la noche maloliente y paseó por la playa negra de las hediondas charcas de brea sin reparar en los insomnes que lo observaban. Caminaba, agitaba los brazos y de vez en cuando profería exclamaciones en una lengua que ninguno de sus espectadores casuales comprendía. Las gentes de Cahuilla, Mojave y más allá alimentaban sus hogueras y contemplaban al hombre blanco que luchaba contra los demonios.