Read Tirano IV. El rey del Bósforo Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (11 page)

—Caray, chico —dijo Terón, dando un paso al frente.

—Cuidad con lo que dices, señor. Aquí no soy tu pupilo, soy tu capitán. Y para ti no soy un chico. ¿Entendido?

—Muy bien, señor. —Terón estaba enojado—. ¡Envía a Diocles!

—Diocles es mi primer oficial, pero carece de la distinción social que me protegerá a mí —dijo Sátiro.

—Que es una manera amable de decir que, si son hostiles, pueden capturarme y ponerme a remar —aclaró Diocles.

—Si te capturan, no vivirás ni una hora —repuso Terón.

—El precio de la gloria —dijo Sátiro—. Me voy. Diocles, acércame a tierra al norte del cabo. Ve costa arriba, da de comer a los remeros y regresa a buscarme mañana por la noche, antes de que salga la luna. Si ves tres fuegos en la playa, ven a recogerme. Si solo hay dos, estoy preso y es una trampa. Si ninguno… Bueno, no estaré allí. ¿Queda claro?

Terón negó con la cabeza.

—Me opongo —declaró.

Terón era un caballero y un atleta famoso, y el resto meros marineros. Ninguno de ellos se pronunció, ni a favor ni en contra. Sátiro miró a su antiguo entrenador.

—Tomo nota de tus reservas —dijo Sátiro, recurriendo a una frase de León que le vino a la cabeza y que sonaba mucho más adulta que «jódete».

El rostro de Terón se ensombreció, pero a sus espaldas Diocles sonrió y se dio media vuelta para disimular.

El agua estaba fría, faltaban menos de dos festividades para que llegara el invierno y el Euxino ya se asemejaba más de la cuenta a la laguna Estigia. Sátiro saltó por la borda a menos de un estadio de la orilla. Llevaba su bolsa de cuero, el cinto de la espada y toda su ropa dentro de un odre de cerdo que procuraba mantener encima de la cabeza mientras nadaba con una lanza en la mano izquierda. La distancia era corta pero la primera impresión le cortó la respiración, y llegó penosamente a la arena de la playa, con el brazo ardiendo de escozor a causa de la sal y del esfuerzo. Se tumbó jadeante en los guijarros y descansó un momento antes de levantarse, quitarse las algas y vestirse. El agua había penetrado en el odre y el quitón de lana estaba húmedo, igual que su clámide, pero eran de buena lana, y cuando se puso el cinto de la espada, se colgó la bolsa al hombro, recogió la lanza de caza y ascendió a paso ligero por la duna hacia la carretera, ya había entrado en calor.

Había granjas en ambos lados, con sus vides a lo largo del camino y sus campos de cebada extendiéndose en la desolación del otoño, salpicados de olivos esmirriados y lozanos manzanos. Mientras Sátiro contemplaba los campos, vio a un esclavo apuntalando una rama cargada de fruta.

Sátiro corrió por el camino de detrás de la duna hasta llegar a la altura del esclavo. Era un hombre bastante mayor.

—¡Buenas tardes! —saludó Sátiro.

El esclavo se volvió, lo miró y siguió cortando un puntal.

—¿Cuánto falta para Tomis? —preguntó Sátiro.

El anciano levantó la vista, claramente molesto. Señaló camino abajo.

—No lo suficiente —contestó el esclavo.

Sátiro tuvo que reír ante aquel comentario. Reanudó la marcha, corriendo un par de estadios hasta donde el camino torcía para rodear un promontorio, cruzando terrenos donde las granjas eran más escasas debido a la pobreza del suelo. Bancales plantados de olivos se alzaban junto a la carretera y, justo después de la curva, un conejo examinaba unas matas de hinojo bajo el sol del atardecer. Sátiro lo atravesó con su lanza y lo destripó allí mismo, antes de seguir corriendo con una plegaria a Artemis en los labios y el conejo colgando de su
lonche
.

Pocos estadios más adelante encontró un campo de manzanos lleno de hombres y mujeres que recogían fruta aprovechando la última luz de la tarde. Sátiro sonrió a dos mujeres que compartían una botella de agua junto al camino, y que bajaron los ojos y se retiraron hacia los árboles.

—¿Cuánto falta para Tomis? —preguntó Sátiro, levantando la voz.

La doncella más joven negó con la cabeza y siguió retrocediendo. La mayor se detuvo donde no podía alcanzarla y se encogió de hombros.

—La verás después del cabo —dijo en griego con acento bastarno.

Un hombre salió de entre los manzanos portando una lanza.

—Saludos, extranjero —gritó manteniéndose a buena distancia.

Sátiro hizo una reverencia.

—Soy Sátiro —dijo.

—Yo, Talkes —contestó el hombre. Era precavido, pero reparó en el conejo con glotonería—. ¿De caza, señor?

—He tenido suerte —dijo Sátiro—. Estoy buscando a unos amigos. ¿Dónde puedo encontrar a Calco el Ateniense? ¿O a Isocles, hijo de Isócrates?

—Estás de suerte —dijo Talkes—. Mis disculpas, señor. Mi señora es Penélope, hija de Isocles.

—¿Reside en esta granja? —preguntó Sátiro. Recordaba vagamente que Isocles tenía una hija. Tendría el doble de su edad. Casada con Leandro, hijo de Calco. O eso creyó recordar.

—Ahora mismo la ciudad no es segura —dijo Talkes en voz baja—. Si no hubieses venido con tanto sigilo, nos habríamos marchado; se supone que debemos huir de los hombres armados. La señora está en la granja. Si me das tu recado, se lo transmitiré.

—Preferiría hacerlo en persona —respondió Sátiro.

Talkes negó con la cabeza.

—No, señor. Corren malos tiempos por estos pagos. Nadie se acerca a mi señora salvo si ella lo dice.

Talkes sostenía la lanza como un hombre para quien su arma era una vieja amiga, la compañera de muchos días en el campo. Un hombre peligroso.

Sátiro asintió.

—Muy bien. Di a tu señora que soy Sátiro y que mi padre era Kineas, y que soy amigo íntimo de su padre, y que imploro su hospitalidad. —Sátiro suspiró por sentirse insensato; si alguno de aquellos esclavos hablaba, podrían apresarlo fácilmente—. ¿Sabes de quién son esos barcos varados en la playa de la ciudad?

—Son del rey, pero no de nuestro sátrapa, el viejo Lisímaco. Pertenecen al nuevo rey. Eumeles. —Talkes meneó la cabeza—. Ayer por la mañana mató a algunos hombres de la milicia durante un combate en la playa. También mató al padre de mi señora. Quemó algunas granjas. He creído que podrías ser uno de ellos. Aunque todavía no sé qué pensar. Teax, ve a la casa enseguida. Cuenta a la señora lo del desconocido. Yo aguardaré aquí. —Talkes miró a Sátiro, ladeando la cabeza—. Así pues, ¿eres Sátiro? ¿El que andan buscando los soldados? —Talkes se volvió—. ¡Corre, chica!

La mujer a quien así se dirigió, la más joven, se esfumó como un potrillo en una cacería de primavera, levantándose el pesado quitón de lana y corriendo como una atleta.

—Tengo un poco de vino que podemos compartir —ofreció Sátiro.

—Guárdalo —respondió Talkes—. Los demás, volved al trabajo.

Talkes se alejó y bajó la lanza, plantándose bajo un manzano para vigilar a sus braceros y a Sátiro a la vez.

Sátiro pensó que seguramente sabía todo lo que él necesitaba saber, pero la curiosidad lo contuvo. Bebió un trago de vino y se puso en cuclillas a esperar.

—Ahora sí que bebería un trago, si la oferta sigue en pie, extranjero.

Talkes, vacilante, dio un paso al frente.

Sátiro asintió. Puso de nuevo el tapón al frasco y lo dejó en el suelo. Luego recogió su lanza, con el conejo y todo, y se alejó un buen trecho.

—Faltaría más.

Talkes se acercó con cautela a la cantimplora, como si temiera que fuese un animal peligroso. Pero tomó un sorbo y sonrió.

—Desde luego, eres todo un caballero —dijo—. ¡Ojo!, eso no quita que puedas ser uno de los hombres del tirano —agregó, y bebió otro sorbo. Sonrió y regresó a supervisar la labor de sus peones.

Sátiro también bebió otro trago de vino.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó.

—Cuatro días —contestó Talkes.

Más de tres semanas desde el combate naval. Tiempo de sobras para que Eumeles reparase un barco capturado y navegara hasta allí; sobre todo tratándose de un navío tan bueno como el
Loto Dorado
.

—Dice la señora que lo lleves a la casa —dijo Teax desde la penumbra—. Dice que es amigo.

El paseo hasta la casa fue tenso, como poco, y Sátiro tuvo la sensación de que la lanza de Talkes nunca estaba lejos de su garganta. Subieron el resto de la colina y descendieron por el otro lado. La casa estaba a oscuras, pero desde más cerca Sátiro vio que los postigos de todas las ventanas estaban cerrados a cal y canto.

—La lanza y la espada, señor —dijo Talkes al llegar a la puerta.

Sátiro se planteó rehusar, pero le pareció un sinsentido. Entregó sus armas y lo hicieron pasar al interior.

—El conejo es mi regalo como huésped —dijo.

—Pues se lo mandaré a la cocinera —dijo el bastarno—. Acompáñame.

La casa no era lo bastante grande para perderse en ella, pero Sátiro siguió a Talkes como si estuviera en el palacio de Tolomeo en Alejandría, y no tardó en encontrarse ante una mujer ataviada con generosas vestiduras, sentada con un carrete en la mano y tres lámparas de aceite. Olía un poco a rosas y otro poco a vino rancio. Sátiro no pudo evitar fijarse en lo desnuda que estaba la casa; todo el mobiliario que veía estaba hecho in situ.

—¿En verdad eres el hijo de Kineas? —preguntó ella sin levantar la cabeza.

Sátiro asintió.

—Lo soy —contestó.

La dama ahogó un sollozo.

—Hace dos días mataron a mi padre —dijo—. Le habría encantado verte. —Levantó la cabeza y recobró el dominio de sí misma—. ¿En qué puedo servirte? —preguntó.

—Quisiera solicitar la hospitalidad de tu casa —dijo Sátiro.

—Mi casa ha caído en desgracia —contestó ella—. Corre el rumor de que eres un gran capitán del ejército del señor de Egipto. ¿Cómo te presentas en mi puerta con un conejo ensartado en la lanza? Los capitanes de Eumeles te están buscando.

Sátiro decidió no mentir a aquella amable mujer de ojos grises, pese al ligero olor a vino que la envolvía.

—Intenté arrebatar el reino de mi padre a Eumeles de Pantecapea. Fracasé y faltó poco para que perdiera la vida y mi barco.

La dama se levantó, dejando sus carretes de marfil tallado, los objetos más valiosos de la habitación, en una canasta llena de lana.

—Lo saben todo sobre ti, Sátiro. No sobrevivirás si te quedas aquí. Mataron a mi padre porque era amigo tuyo y, si lo capturan, Calco será el siguiente. Si te doy cobijo, vendrán y nos matarán a todos. —Se encogió de hombros—. Pero soy una hija obediente y no te rechazaré. Tal vez sea mejor para mí acabar de esta manera.

—Escóndeme una noche y mañana vengaré a tu padre antes de la puesta de sol —dijo Sátiro—. No seré tu muerte.

La dama surgió de un rincón mal iluminado con una copa en la mano.

—Soy Penélope —se presentó—. Esta es la copa de bienvenida. Aquí nadie te traicionará. Te recibo en memoria de tu padre, el primer hombre al que miré con ojos de mujer. Quizá me habría desposado.

—Se casó con mi madre, la reina de los sakje —respondió Sátiro. Bebió de la copa. Contenía queso y cebada, y se dejaba beber. Le llegó el olor del conejo cocinándose.

—Mejor tener como rival a una reina que a otra mujer, me figuro —dijo Penélope—. Sea como fuere, tu padre nunca prometió nada y nunca regresó.

—¿Y te casaste? —preguntó Sátiro, después de una pausa.

—¿Acaso parezco una doncella? —dijo Penélope riendo, y su risa fue avinagrada—. Me casé con el hijo menor de Calco. —Su amargura era obvia—. ¡Ahí sí que no tuve a una reina como rival! —agregó. Sátiro carecía de la experiencia precisa para cambiar de tema.

—Lo siento —dijo.

Penélope levantó la cabeza y lo fulminó con la mirada.

—Ahórrame tu compasión, muchacho. —Luego meneó la cabeza—. ¿Cómo has planeado vengarnos? ¿Y qué te lleva a pensar que más derramamiento de sangre mejorará la situación?

Sátiro bebió un trago de vino para disimular su confusión. Finalmente, se encogió de hombros.

—Tengo un barco —dijo—. Los echaré de la ciudad.

Penélope asintió.

—El sátrapa llegará cualquier día de estos, y entonces Eumeles se verá en una guerra. Más vale que te mantengas al margen, Sátiro hijo de Kineas.

—¿Quién está al mando? —preguntó Sátiro.

Penélope negó con la cabeza.

—Supongo que podría averiguarlo. —Sonrió, luego levantó los ojos y sonrió de un modo extraño—. Cuando te dejas morir, a menudo cuesta regresar a la vida —dijo. Y luego—: Qué más da. No me hagas caso. Soy una vieja amargada y podría haber sido tu madre.

—No eres vieja —respondió Sátiro cortesmente. De hecho, bajo los amplios pliegues de sus vestiduras, no era menos atractiva que su tía Safo, y eso era mucho decir.

—Hmmm —musitó Penélope—. Había olvidado el sabor de la galantería.

—La cena está servida, señora —dijo Talkes desde el umbral.

La cena fue sencilla. Su conejo desapareció en un estofado hecho con cebada y tubérculos de temporada, que acompañaron con buen pan y un vino áspero. Los esclavos o sirvientes, Sátiro no acabó de tenerlo claro, comieron en la misma mesa que su señora, una gran mesa de madera oscura a la que el uso había dado una pátina negra semejante a la de la cerámica de Atenas.

Comió y comió. El estofado poco a poco le empezó a gustar; llevaba semanas comiendo el rancho que el cocinero de su casino preparaba en distintas playas. El vino era agrio, pero tampoco mucho. El pan, excelente.

—Mis cumplidos para la cocinera —dijo Sátiro.

Las cuatro chicas bastarnas rieron disimuladamente.

—¿Pasarás la noche aquí? —preguntó Penélope.

—Sí,
despoina
—contestó Sátiro.

—Ni se te ocurra acostarte con alguna de mis chicas. Teax es lo bastante joven y lo bastante tonta para calentarte la cama, pero no puedo permitirme perderla ni alimentar a un bebé suyo. ¿Entendido, joven señor?

La dureza de la voz de Penélope era muy distinta de la aparente debilidad que había mostrado antes. Sátiro concluyó que era una mujer diferente delante de su personal. Una jefa.

—Sí,
despoina
—dijo Sátiro.

Penélope enarcó una ceja.

—Eres un invitado muy cortés, para obedecer a los caprichos de una anciana.

Sátiro siguió comiendo estofado. Talkes, el capataz, observaba todos sus movimientos.

Sátiro se estaba sirviendo una tercera ración de estofado cuando se oyó un ruido en la verja del patio.

—Abrid la puerta —dijo una voz cantarina, como si un payaso o un mimo exigiera que le franquearan la entrada.

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